Daemon flotó a través de niebla, sofocándolo con su calor húmedo y opresivo. Presionó contra la espesura, pero unas manos frías le agarraron, impidiéndole escapar del empalagoso espesor. Unas voces susurraban a su alrededor palabras que no podía entender.
—Shh, mi señor —una suave voz resonó mientras alguien levantaba su cabeza de la almohada y ofrecía una fría copa a sus labios—. Bebed esto.
Su borrosa visión recorría la oscura sombra que le hablaba, pero no importaba lo mucho que lo intentara, no podía enfocar a la persona. Bebió la sidra caliente.
—Tráeme el caldo.
Su visión se aclaró lo suficiente para ver a Arina sosteniéndole la cabeza con el ceño fruncido. Cuando volvió a mirarle, se le alisó el ceño y le brindó una tierna sonrisa.
De repente, todo se volvió negro y las feroces voces que oía Daemon se fueron desvaneciéndose, dejándolo en paz.
Durante días, permaneció parcialmente consciente, su mente a la deriva entre los sueños de su brutal pasado, sueños que se desvanecían cuando oía una voz suave que le hablaba o cantaba. Sueños que se dispersaban tan pronto Arina le tocaba.
No importaba cuándo se despertara, siempre la encontraba cerca. Nunca en toda su vida se había preocupado nadie por él, ni había permanecido a su lado.
—¿Daemon?
Unas amables manos le acariciaron la mejilla con una cálida suavidad que apenas podía comprender. Abriendo los ojos, Daemon contempló la tierna mirada azul de su esposa. Tragó saliva con ese pensamiento. Su esposa, repetía su mente y, por primera vez, ese título no le atemorizaba. No, era más como una caricia, un refugio que estaba deseando probar.
Una lenta sonrisa cruzo a través de los labios de ella y sus ojos se suavizaron aún mas, trayendo un fuego ardiente a su vientre. A pesar del millar de dolores que golpeaban su cuerpo, ni siquiera estos podían menoscabar la necesidad que su proximidad provocaba.
—Buenas noches, mi señor —susurró, levantándose de la cama con una gracia suave que intensificó el dolor en sus entrañas.
Daemon alcanzó su brazo. No quería que se fuera. No después de las infernales pesadillas que le habían atormentado. Pesadillas que sabía que iban a continuar en caso de que decidiera abandonarle la única persona que se preocupaba realmente por él. El vacío le consumía, llenándole de dolor de tal manera que casi le cegó.
Sin ella, no tenía nada, no era nada. Sólo ella le daba vida, y en su contacto encontraba la razón para esperar el mañana. Arina era suya, y malditos fueran todos antes que separarla de su lado.
Unas arrugas le cubrieron la frente mientras ponía su mano sobre la de él.
—Daemon, por favor, me aprietas demasiado.
Lamentando causarle dolor, le soltó el brazo. Abrió la boca para hablar, pero sólo un ronco graznido salió de la sequedad de su garganta.
Le sirvió una copa de vino y se la llevó. Él miro sus elegantes movimientos y, a pesar de los golpes de agonía que atravesaban su cuerpo, quería reclamar todos sus derechos maritales.
Una breve imagen de gente burlándose de ella le llegó a su mente, pero la desterró. Nunca más iba a permitir al miedo gobernar su mente y su vida. Rompería los huesos de la primera persona que jamás le trajera el rubor de la vergüenza a sus mejillas. Y si tenía que matar a cada persona del valle de Brunneswald para mantenerla a salvo, por el infierno que lo haría gustoso.
Ella le ayudó a levantarse e inclinó el vaso hacia sus labios. Daemon bebió el caliente vino especiado pero, aunque sació su sed, no hizo nada para apaciguar el hambre de sus entrañas.
Apenas le quitó la copa de los labios, la agarró y atrajo hacia sí. Probó el dulce néctar de sus labios y aspiró el rico y embriagador olor del aceite de rosa de su baño. Ella se irguió durante un momento antes de entregarse a su abrazo. El placer se disparó a través de él. Ella nunca le rechazaba. No su preciosa Arina.
Después de un momento, ella se apartó y se echo a reír.
—Mi señor, debéis tener cuidado de no tirar de los puntos de vuestro costado.
Daemon le siguió la mirada hacia sus costillas desnudas de su lado izquierdo, viendo los pulcros puntos de sutura que cerraban la herida. El pensamiento de Eva siendo creada a partir de la costilla de Adán vino a su mente, e hizo una mueca. A pesar de estar tan maldito como Adán, sólo podía esperar que su pareja nunca fuera obligada a soportar el peso de su pecado.
Quién sabe si debería dejarla después de todo. Pero tan pronto como la miró, dispersó esos pensamientos. No, nunca más. Apartó tales distraídas reflexiones.
—¿Cuánto tiempo he dormido? —preguntó, su voz aún lejos de su tono habitual.
—Una semana.
Él frunció el ceño.
—¿Una semana?
—Sí —le respondió, trayendo una bandeja de madera con alimentos para él—. Has sido arrasado por la fiebre desde que regresamos.
Y se había quedado con él todo el tiempo. De eso estaba seguro. De hecho, su falda arrugada, el pelo desordenado y los profundos círculos bajo los ojos le dijeron lo poco que había dejado su lado. Aún así, era la mujer más hermosa que jamás hubiera visto; sus ropas arrugadas más regias para él que todos los atavíos de la Reina.
Su corazón se calentó con el pensamiento, Daemon tomó un trozo de queso de la bandeja y con cuidado ingirió el cheddar. Golpearon su cabeza agujas de dolor que oscurecieron su vista y, mientras se limpiaba la frente mojada, notó la curación de las heridas allí emplazadas.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Arina, rellenándole el vaso.
Tomó la copa de sus manos y la miró, maravillándose de su belleza y del hecho de que había llegado a su vida cuando más la necesitaba.
—Como si mi caballo me hubiera atropellado.
Su dulce risa resonó en sus oídos.
—Creo que la manera correcta de montar es sobre el lomo del caballo, no bajo su vientre.
Sus ojos brillaban cuando se sentó junto a él. Una vez más, una espiral de deseo atravesó su estómago, exigiéndole que prestara atención a otra necesidad que sólo ella podía dar respuesta. Pero aún cuando esa idea surgió, su dolorido cuerpo se negaba a cooperar. Por ahora sólo estar con ella era suficiente.
—¿Tendrías la amabilidad de decirme que pasó? —le preguntó.
Daemon tragó su comida, su mente centrada en la pasada noche. Recordó el azote y el lobo, pero todo lo demás era confuso.
—Algo asustó a mi montura y me tiró.
Ella arqueó una fina ceja.
—¿Os tiró, mi señor?
Su voz burlona iluminó su corazón y frotó su mano por el brazo de ella, deleitándose en la sensación del suave vestido, un vestido que ocultaba una piel incluso más suave y la cual anhelaba probar con sus labios.
—Sí, mi señora. Y estoy muy avergonzado de admitir que no ha sido la primera vez que he caído de la silla.
Ella inclinó la cabeza, la recatada sonrisa encendiendo brasas en su vientre.
—¿Pero sin duda fue la primera vez desde su infancia?
El luminoso estado de ánimo de ella era contagioso y acarició su mejilla con el dedo.
—Sin duda.
Se rió y tocó su mano, enviando una ola de calor a través de él. Arina miró al frente y su sonrisa desapareció.
—¿Mi señora? —le preguntó, preocupado por la repentina ausencia de alegría.
Una sonrisa volvió a sus labios, pero tan vacía que no hizo nada para aliviar su preocupación. Ella sacudió la cabeza y tiró de la mano en su mejilla.
—No es nada, mi señor. Sólo un pensamiento.
Él dejó de lado la comida y cogió la temblorosa y fría mano entre las suyas.
—Y, ¿cuál es ese pensamiento?
Se alejó de él y retorció las manos en su cintura. De pie, ante la ventana abierta, miró hacia el patio oscuro. La confusión y el dolor del rostro de ella atrajeron sufrimiento a su propio pecho. Daemon anheló una forma de calmarla, pero no estaba seguro de qué hacer.
El silencio resonó en sus oídos, acallando su corazón hasta que estuvo seguro que ella no respondería. ¿Había sido ya objeto de burlas de su pueblo? ¿Se lamentaba de haber firmado el acuerdo de su unión? Un centenar de tales pensamientos se vertieron a través suyo y esperó pacientemente una respuesta.
Al fin, respiró profundamente, aunque se negó a enfrentarse a él.
—Antes de que os despertarais, hablasteis de demonios y… —hizo una pausa y su ceño se oscureció. Sacudiendo la cabeza, hizo otra honda respiración—. Bueno, es una tontería.
—¿Qué tontería? —pregunto, con su sueño aún fresco en su mente.
Arina se giró para encararlo, sus luminosos ojos apenados y tristes. Dio un paso adelante y se puso a los pies de su cama.
—Anoche, cuando os encontré, oí una voz que susurraba que debo veros morir.
Un escalofrió se deslizó a lo largo de su espina dorsal, llevando un ceño a su cara.
— ¿Verme morir? —preguntó, lleno de incredulidad.
Arina se mordió el labio y de nuevo se retorció las manos. Su angustia le llegó junto el anhelo de calmar su miedo.
—Bien, quizá no a vos —dijo, su voz apenas en un susurro—. Pero dijo “le verás morir”. La voz sonaba tan maligna y tan fría, que me preguntaba si no sería el mismo diablo susurrándome.
Daemon le tendió la mano, con su pecho comprimido. Le entibiaba que ella temiera por su seguridad, pero era difícil creer sus palabras.
—Mi señora, venid a mí.
Ella avanzó y tomó su mano, la suya propia como si tuviera hielo en su palma. Él sostuvo sus temblorosos dedos y suavizó su mirada.
—Eso no es nada más que vuestro temor hablando. No hay demonios que acechen en la tierra a la búsqueda de víctimas. Nuestro mayor enemigo somos nosotros mismos. Vos lo habéis dicho antes mientras cantabais vuestra canción. La gente a menudo elige la vara que les golpea.
La mirada de ella se iluminó y una sonrisa curvó sus labios.
—Os dije que era una tontería.
—No hay nada tonto con vos —le dijo, atrayéndola a sus brazos y manteniéndola contra su pecho. Le acarició el cabello y se deleitó con cada hebra de seda que acariciaba con la mano—. Estabais preocupada. Es más que comprensible y apreciado.
Arina asintió con la cabeza, pero por dentro le costaba creerle. No importaba cuántas veces se había dicho a sí misma que esas palabras no significaban nada, un pequeña voz en su corazón se las recordaba y le decía que había escuchado bien. La misma voz que le instaba a correr, pero por su vida, ella no podía.
Quería quedarse con su señor, tener sus hijos y envejecer a su lado, permitiéndole sostenerla en las largas noches frías como esta. Su cálido aliento cayó contra sus mejillas, su musculoso pecho fuerte contra su lado. Sí, eso era lo que quería, todo lo que siempre quiso. Y debería irse, sabía que nunca se sentiría de nuevo a salvo o feliz.
Incluso ahora, nada le daría mayor gozo que la tomara en sus brazos y la reclamara como suya. Si él consumaba su unión, entonces sus temores se aliviarían. O si pronunciaba una palabra de compromiso de que tenía intención de permanecer a su lado y vivir con ella como marido y mujer.
¿Era mucho pedir?
Él apoyó la cabeza en las almohadas y se tensó como si otra ola de dolor cortara a través de él. Sintiéndose culpable de aferrarse a él cuando necesitaba descansar, Arina se levantó y recogió la bandeja del suelo. La colocó en la mesa, sintiendo su mirada sobre ella como un toque de ternura que acariciaba su corazón.
Se giró para ver sus amables ojos y la adoración que mostraba en su mirada única. En ese momento, se preguntó cómo podría nunca temer que no la quisiera, y entonces sus palabras sobre abandonarla resonaron en su mente como un silencioso ladrón enviado a robar su seguridad y su felicidad. Le ofreció una sonrisa, pero no podía sacudirse sus temores.
—¿Arina? —preguntó, la voz atrayéndola hacia él en oposición a la voz de su interior que le advertía mantener una buena distancia entre ellos.
Pero era su esposo y ella nunca podría renegar de él. Y el dolor en su pecho que se enfrentaba con el incesante susurro de advertencia le dijo que no quería renegar de él. No, siempre haría lo que le pidiera.
Arina cruzó la habitación para estar junto a él. La atrajo hacia la cama y de vuelta a sus brazos. La bandeja cayó contra el suelo con un fuerte ruido. Ignorándolo, sonrió, mientras una ola de felicidad la recorría.
Daemon podría no haber dicho que la quería, pero sus acciones hablaban lo suficientemente alto. Apoyó la cabeza en su pecho, cuidando de no tirar de ninguno de los puntos, y cerró los ojos. El corazón latía debajo de su mejilla, deleitándola con su saludable canción.
Mientras yacía en el relajante silencio, se sorprendió que él no intentara salir y coger su cama en cualquier otro lugar como había hecho desde su matrimonio. A pesar de que sus heridas seguramente le atormentaban, no eran tan graves para que no pudiera irse de decidir hacerlo. De hecho, sus heridas actuales eran leves comparadas con las horribles y profundas cicatrices que cubrían su espalda y sus muñecas. Cicatrices que le habían robado el aliento cuando las había visto por primera vez la noche anterior.
—¿Mi señor? —susurró.
—¿Sí? —preguntó, tensando el estomago bajo la barbilla de ella.
—¿Dónde fuisteis anoche?
Le acarició el pelo, deteniendo su mano en su mejilla durante un momento mientras jugaba con los hilos sueltos que hormigueaban contra su cara.
—Necesitaba tiempo para pensar, para planear.
Ella notó su tristeza, casi tanto como si golpeara en su propio corazón.
—¿Y qué planeabais?
Cuando no respondió, le miró. Por la tristeza que rondaba sus ojos, ella sabía exactamente lo que había estado planeando. Y ese pensamiento la travesó con ondas de resonante dolor que golpearon contra su corazón hasta que temió que se le desgarrara en pedazos.
Vacía, intentó imaginar su vida sin él, pero todo lo que pudo ver fueron años de miseria extenderse ante ella. Años anhelando a una persona que se negó a quedarse con ella, su esposa.
—¿Cuándo os vais?
Se puso rígido, y antes de que pudiera contestar, llamaron a la puerta. Con el pecho oprimido y los miembros pesados con derrotada tristeza, Arina se movió para responder a la llamada.
Wace sujetaba un pequeño cuenco de agua hirviendo, sus luminosos ojos notando la mejora de la condición de su señor. Pero al entrar en la habitación, un presentimiento reemplazó la felicidad en su mirada. Arina le ofreció una sonrisa alentadora, pero aún lucía un profundo miedo en sus ojos castaños.
—Traigo agua fresca para atender las heridas de mi señor —dijo Wace, colocando el recipiente junto a la bandeja antes de quemarse.
Se acercó a la cama con una reticencia que llevó un dolor al pecho de Arina. Le dio un rápido apretón en el hombro derecho para darle coraje, y asintió con la cabeza para que hablara.
A pesar de que Wace mantuvo su columna vertebral recta, ella pudo sentir el temblor que le sacudió. Si hubiera sabido anoche el terror que le causaría al pobre Wace, nunca habría buscado su ayuda.
El joven se aclaró la garganta y levantó valientemente la barbilla como si se fuera a enfrentar a los peores horrores imaginables.
—Yo no quería dejar a mi señora desatendida las ultimas vísperas, mi señor —dijo suavemente, con los ojos bajos.
Aunque la cara de Daemon estaba seria, ella vio el brillo en sus ojos.
—Sí, podía haber sido lastimada —dijo Daemon.
Wace tragó saliva y asintió.
—Lo sé, mi señor.
Daemon encontró la mirada de ella, y recibió la reprimenda en su corazón. Fue por su culpa, lo sabía. Sólo esperaba que Daemon continuara dándole un regaño suave con su mirada en lugar de algo más siniestro.
Volvió a mirar a su escudero.
—Pero entonces es prácticamente imposible razonar en contra de mi señora. Tengo la sensación de que no volviste cuando ella lo pidió, nos pidió a los tres, tres de nosotros que todavía estaríamos en lo alto de ese cerro intentando decidir quién debía ir y quién debía quedarse.
Una sonrisa cruzó los labios de Wace.
—Entonces, ¿no estáis enfadado?
Daemon sacudió la cabeza.
—No, te debo mi vida. ¿Cómo podría criticar tan nobles acciones?
La alegría en los ojos de Wace trajo dolor al pecho de ella.
—Pero —dijo Daemon, e inmediatamente la cara de Wace se puso seria—, en el futuro me gustaría que solicitaras ayuda a los demás cuando se trate de peticiones de mi señora. A pesar de que siempre debas obedecerle, no quisiera que se hiciera daño, sin importar qué argumento pueda esgrimir. Te confío su seguridad, y lamentaría mucho que esos lazos de confianza se rompieran.
—Sí, mi señor —susurró Wace, y la culpa carcomió a Arina por ser la causante de su castigo.
Quería decir algo para aliviar el aguijón de las palabras de Daemon, pero cualquier argumento que ella diera podría socavar su autoridad. Apretando los labios, se obligó a guardar silencio.
—¿Podría irme, mi señor? —preguntó Wace.
Daemon asintió.
Inclinándose ante ellos, Wace hizo su salida, y mientras se iba, ella notó la ligereza de sus pasos. Arina sacudió la cabeza y sonrió. Bueno, tal vez el castigo no había sido tan terriblemente malo después de todo. De hecho, a menudo el temor del encuentro era peor que la experiencia real.
Se volvió hacia Daemon, y vio la palidez de sus mejillas. Un momentáneo temor susurró a través de su cuerpo, pero lo aplastó. No estaba nada más que cansado, y necesitaba descansar. La voz que había oído la noche anterior no significaba nada. Sus heridas no le causarían la muerte. Estaba a salvo y en poco tiempo iba a sanar.
Si, se iba a curar, se repetía, el dolor tensaba su pecho. Y una vez curado seguiría su camino.
Desesperada, Arina deseaba repetir su pregunta de cuándo la iba a abandonar, pero no quería imponerse a la fuerza. No, el necesitaba dormir. Muy pronto, sabría cuándo pretendía abandonar esas tierras y su presencia.
Por ahora, tenía a su marido en casa, y aunque deseaba pasar la eternidad con él, debía tomar el tiempo que tenían y estar agradecida por ello.
Cuando ella se movió para recuperar el plato del suelo, levantó la vista y la mirada de él quemó profundamente su alma.
—Me gustaría que os unierais a mí— dijo él, su voz tan desigual como la herida del corazón de ella, diciendo que también temía por su limitado tiempo.
Arina asintió, su cuello demasiado apretado para que hablara. Dejando la bandeja contra la pared, apagó la vela, se quitó la túnica y se unió a él en la cama.
Envolvió sus fuertes brazos alrededor de ella, acercándola a su cuerpo cálido y febril. Tembló por la extraña sensación de su calor contra la piel desnuda. Desde la noche en la que había tomado su inocencia, no la había abrazado de esa manera, y encontró que la realidad era mucho mejor que el débil recuerdo.
De hecho, se quemó en el deseo que su toque forjaba. Deseaba rodar sobre su espalda y conducir su cuerpo al de ella, aliviando el dolor palpitante de su interior. Su estomago se inclinó y tensó con el peso del deseo de él, pero se recordó que debía permanecer quieta. Sus heridas eran demasiado recientes para que llevara a cabo sus más preciados deseos.
Es decir, si él quería hacerlo.
El corazón le pesaba con el pensamiento. ¿Qué pasaba si ella no le importaba? ¿Era por eso que la había ignorado estos últimos días? Demasiado a menudo los hombres caían en sus deseos sólo para arrepentirse de sus acciones a plena luz del día. Y sin embargo, ella no podría creerlo.
Daemon no había sido nada salvo amable desde el momento en que se habían reunido, desde el momento en que habían firmado el acta de matrimonio que les unía.
—¿Mi señora?
Ella se tensó ante la voz que cruzó sus pensamientos.
—¿Si?
—¿Por qué lloráis?
Arina se lamió los labios, saboreando la sal que manchaba su cara. Se secó los ojos, asombrada por la humedad. ¿Cuándo habían empezado las lágrimas?
En el momento en que se había dado cuenta de la intención de Daemon de dejarla. En el momento en que se había dado cuenta de que todos sus sueños no eran más que fantasías que nunca podrían pertenecerle.
—Sólo estoy feliz de que mi señor este bien —susurró, no dispuesta a decirle la verdad.
No, no le pediría que se quedara. Su vida había sido bastante difícil sin la suma de cualquier sentimiento de culpa o dolor.
El la giró sobre su espalda y la besó alejando la humedad.
—Nunca quisiera que mi señora derramara una sola lágrima por mi culpa —susurró, su voz trayendo una oleada de agridulce júbilo a su pecho—. Nunca quisiera causaros dolor.
Sus labios cubrieron los de ella y se deleitó con el sabor del guerrero y el sabor del vino en su lengua. Unos escalofríos se dispararon a lo largo de su cuerpo y rezó por una parte de él antes de su marcha. Si pudiera tener un deseo, sería tener su semilla en su cuerpo y llevar a su hijo. Le daría a su precioso hijo todo el amor que le había sido negado.
Él deslizó el cuerpo contra el suyo y ella gimió de placer. Parecía que había pasado una eternidad desde que la había sostenido. Se pasó la mano por el pelo suelto, arrastrando las sedosas hebras con sus dedos en un malvado ritmo.
Él arañó su cuello con los dientes y se retiró con un gemido.
—Ojalá mi cuerpo me perteneciera esta noche —dijo con un suspiro nostálgico.
Ella sonrió ante sus palabras, pero todavía le golpeaba el dolor en su corazón.
—Siempre habrá un mañana, mi señor —le dijo, esperando por su propio bien tener razón.
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