Un viento frío subió por la columna de Arina mientras estaba de pie en la almena, mirando hacia el oscuro valle. El centinela pasó tras ella pero no dijo nada. Sabía lo que debía estar pensando, que estaba loca por la manera en la que permanecía allí desde que terminó la cena. Sin embargo no le preocupaba. Era la ausencia de su marido lo que continuamente asolaba la mayoría de sus pensamientos.
Aunque apenas podía ver más allá de algunos metros y su cuerpo temblaba por el frío, no podía abandonar el puesto. Necesitaba vigilar por él. Algo dentro de ella le hacía tener los pies quietos, con su mirada clavada en el bosque fantasmagórico. Si escuchaba con atención, el viento susurrante se aquietaría y podría escuchar a Daemon cabalgando por el campo, buscando la comodidad que necesitaba.
—¿Milady?
Arina se volvió, esperando ver al centinela; en su lugar, estaba el mayor de los nobles sajones. Frunció el ceño. ¿Qué podía querer de ella?
—Saludos, milord. ¿Qué os ha hecho alejaros del fuego?
—Como vos, no podía dormir. Pensé que un paseo podría calmar mis agitados pensamientos —su mirada giró hacia el centinela, que se encontraba a algunos metros de distancia y susurró—, es muy difícil descansar en el hogar de mis enemigos.
Como no había humildad en sus ojos, sospechó de sus intenciones. Pero cuando lo miró, vio a un hombre cauto, no a uno cuyo único objetivo era provocar problemas.
—No somos vuestros enemigos.
Sus ojos se ensombrecieron con un matiz profundo e indescifrable.
—No, milady, vos no lo sois, pero vuestro marido definitivamente lo es.
Abrió la boca para hablar, pero levantó la mano para acallarla.
—No, milady, no pretendo ofenderos. La verdad es que me recordáis mucho a mi dulce Wenda como para querer ofenderos.
Detectó la suavidad con la que pronunció el nombre de la mujer.
—¿Wenda es vuestra esposa? —preguntó.
—Lo era —la corrigió con voz tensa y ojos tristes, como si la pena estuviera aún reciente en su corazón—. Murió hace dos años mientras daba a luz a nuestro primer hijo.
La conmiseración la embargó y alargó la mano para tocar su brazo.
—Mis condolencias.
Él asintió, apartando la vista de ella.
—Fue duro al principio, pero hace tiempo que asumí su marcha.
Frotándose los brazos para entrar en calor, Arina notó la congoja en su voz. Era idéntica a la que notó en la voz de Daemon cuando había dicho las mismas palabras esa misma noche. ¿Todos los hombres negaban las penas que tenían en sus almas? ¿Negarlas les ayudaba? No especialmente, decidió. Los hombres parecían estar siempre en contra de lo que necesitaban, de lo que más añoraban.
El sajón la cogió del brazo y la alejó del centinela.
—Milady, hay un tema personal que me gustaría comentaros.
Con sospecha, lo miró.
—¿Queréis hablar conmigo de un tema personal cuando ni siquiera conozco vuestro nombre?
Él sonrió, tratando de despejar sus temores.
—Perdonad mi descuido, mi nombre es Norbert.
—Yo soy Arina.
—Sí, milady. Pregunté vuestro nombre hace algunas horas.
Su columna se enderezó por la aprehensión. ¿Qué razón tenía para preguntar antes por ella? ¿Por qué?
—Yo… —su voz se apagó y él apartó la vista. Tras algunos minutos, tomó aliento profundamente—. En primer lugar, pensé que vos erais normanda, por la forma en la que habláis su lengua, pero hace poco vuestro hermano me explicó lo que había pasado. Como el normando le había entregado vuestra mano.
Pudo imaginarse muy bien las historias que su hermano podía haber contado.
—¿Y qué os dijo mi hermano?
—Que el normando os exigió que os casaseis con él. Que no os dio elección.
La furia emborronó sus pensamientos.
—¡Eso es mentira!
Arrugó el ceño y se apartó de ella, con la mirada cautelosa.
—¿Qué?
—Sí, como oís —dijo, sus manos temblando de ira por la falsedad de Belial—. Lord Daemon, al contrario que mi hermano, me preguntó si estaba de acuerdo o no con la unión. Acepté a Daemon por mi propia voluntad.
Aún el escepticismo brillaba en los ojos de Norbert, que río amargamente.
—¿Alguno de nosotros tenía elección cuando nuestras vidas se han visto afectadas? Desde que Harold cayó, dudo que ninguno de nosotros pueda elegir sin el consentimiento del normando.
La furia hostil en su voz la sorprendió.
—Oigo rebelión en vuestro tono.
La miró con inminente alarma.
—No, milady, he aceptado la derrota de mi país.
—Entonces, ¿por qué no os vais a casa?
Se encogió de hombros y apoyó los brazos en la barandilla de madera de la almena, clavando su mirada en la oscura distancia.
—Estamos viajando a través del país, para ver si nuestra hermana ha sobrevivido a la invasión. Los rumores enfermizos de su humillación nos han llegado y deseamos ver nosotros mismos lo que ha sido de ella.
Su enfado disminuyó y Arina asintió.
—Entonces rezaré por su seguridad.
—Gracias. Entonces rezaré por la vuestra.
—¿Mi seguridad? —Preguntó con una pequeña risa—. ¿Por qué? No estoy en peligro.
Sacudió la cabeza pero no la miró. Cuando habló, su tono era grave.
—Pienso que estáis en el mayor peligro que jamás hayáis conocido.
Belial empujó a la bruja, su ira hirviendo profundamente en su interior. Las hojas quebradizas crujían debajo de sus pies mientras daba vueltas por el claro, sus pensamientos revolviéndose con su revelación.
—¿Cómo pudisteis hacer algo tan tonto?
Levantándose del montón donde había aterrizado, la bruja se limpió la sangre de su labio y estrechó los ojos.
—Hice el trabajo, os lo aseguro.
—Pero ¿por qué? —Insistió con los dientes apretados, su caliente y enfadado aliento formando una nube—. ¿Por qué hicisteis que el sajón se derritiera por ella cuando no nos servía para ningún otro propósito que hacer que Daemon se apartara de ella?
—¡No, esto puede elevar sus celos!
Belial la cogió de nuevo y le tiró de su brazo. Antes de abofetearla, se contuvo. No necesitaba abusar más de ella. El daño estaba hecho. Todo lo que tenía que hacer ahora era tratar de rescatar todo lo que pudiera. Se restregó la mano por la barbilla, tratando desesperadamente de pensar en algo. Pero estaba cansado, demasiado cansado para pensar claramente. Daemon rehusaba estar con Arina el tiempo suficiente para consumar su unión. ¡Maldición! Cómo odiaba su autocontrol.
—Sólo tenéis que esperar —la vieja empezó de nuevo—. Cuando Lord Daemon vea a su amada en brazos de otro…
—¿En brazos de otro? —Belial escupió— Arina nunca permitirá eso. Y aunque ella lo hiciera, Daemon no dudaría en irse. Vería al sajón como un sustituto de sí mismo, de lejos el mejor sustituto.
Belial suspiró, forzándose a sí mismo a calmarse para poder así aclarar sus pensamientos.
—No, tiene que ser premeditado. Debemos mostrarle que ningún otro hombre puede hacerlo con Arina. Que la necesita demasiado para dejarla ir.
Daemon se paró ante las murallas del castillo. La oscuridad cubría las piedras y las medio derruidas paredes, convirtiendo sus formas en bestias diabólicas y espantosas que podían aterrorizar hasta al más duro de los corazones. Sí, esto era lo que la gente pensaba cuando miraban su retrato, cuando estaba a plena luz del día.
Contra su voluntad, las palabras de Arina se deslizaron en su mente y se estremeció con la verdad. Quizás, había provocado algunos de esos miedos. Pero de ese modo siempre era más fácil permitir a la gente que creyera esto que intentar cambiar la forma de ver su deformidad y lo que había dentro de su alma.
Cuando era pequeño, había querido acercarse a sus hermanos y estos le habían rechazado con horror. Cuando era escudero, su lord se había asustado de él, sólo se aproximaba temeroso y con desgana. De hecho, si no fuera por la determinación de William, ningún lord lo hubiera aceptado como su escudero.
Incluso ahora, podía oír a los hombres de sus hermanos discutiendo sobre quién se lo llevaría y la voz de William resonó en una orden para que Leon aceptase su petición. Leon rápidamente se aseguró que Daemon supiera que lo mejor era no aproximarse a él bajo ningún concepto. Y cuando Leon empezó a entrenarlo para la guerra, las lecciones Daemon fueron duras, incluso brutales.
Desde que Daemon era caballero, William le había instado a tomar tierras y esposa. Y cada vez, había rechazado las ofertas de William. Podía imaginar bien la felicidad en la cara de William cuando recibiera las noticias de su matrimonio, pero Daemon sabía que nunca podría tener el feliz matrimonio que tenía William con Maude.
No, no importaba lo mucho que le doliera el corazón, debía irse. Una vez más, la esperanza lo llenó, justo como hace varios años, cuando no era más que un joven y tonto chiquillo. Daemon se maldijo y el anhelo que sentía recorrió sus venas como unas nauseas.
Parte de él desearía creer que Arina, William, Willna y los niños podían no ser los únicos que lo aceptaran, los únicos a los que podía acercarse. Seguramente, otros podían mirarlo más allá de su deformidad.
Daemon sacudió la cabeza, con la amargura atragantándose en su garganta. Aceptación, eso era sólo un sueño. Un fantasma vago y elusivo que se enraizaba en su corazón y sus pensamientos, un fantasma que nunca podría sobrevivir a la luz del sol de la realidad.
Un poco de amabilidad no podía reparar o impedir toda una vida de pena provocada por un constante rechazo.
William era el rey y nadie osaba burlarse de él, pero Arina y los niños podrían seguir el destino de Willna. Serían insultados y atormentados por su amabilidad y no deseaba verlos heridos. No cuando podía prevenirlo.
A pesar de la negativa de su alma, Daemon sabía lo que debía hacer. En algunas horas, cuando amaneciera, convocaría a Wace y emprendería camino a Londres. Una vez allí, tenía la seguridad de que William le daría su libertad. Entonces, podría retornar a la batalla, a la única cosa que él conocía, al único lugar donde podía confiar en sí mismo.
Dando la vuelta a su caballo, Daemon se dirigió a la mansión.
Surgido de la nada, algo cruzó ante su caballo. Ganille se encabritó, pateando con miedo y corcoveando hasta que Daemon tiró de las riendas para evitar el objeto desconocido. Luchó con su montura, pero su caballo no obedecía sus órdenes.
Una fetidez poco familiar cubrió las fosas nasales de Daemon, asfixiándolo con su vil intensidad. Ganille se alzó sobre sus patas y de nuevo la cosa se cruzó.
—¡So! —Daemon gritó, tirando de las riendas.
Relinchando, el caballo se encabritó contra la pared a medio construir, inmovilizando a Daemon contra la húmeda piedra. Maldijo cuando la rugosa mampostería le desgarró a través su túnica. El dolor lo asaltó pero aún así se mantuvo en la silla.
De repente, las riendas se rompieron y Daemon se encontró a sí mismo en el suelo bajo los cascos del caballo. Instintivamente, levantó el brazo y se protegió la cara. Los cascos punzantes rompieron los huesos de su antebrazo, entumeciendo todo su brazo hasta que apenas pudo levantarlo.
Bajando la cabeza, Daemon trató de escapar pero Ganille lo seguía, corcoveando y pateando. Cientos de dolores cruzaban su cuerpo con todos y cada uno de los golpes de los cascos. Apenas capaz de respirar, finalmente tuvo éxito en ponerse a salvo del asustado caballo. Daemon yacía a un lado de la pared, su cuerpo doliéndole como nunca antes le había dolido.
La humedad cubrió su sien y mejilla derechas. Sin comprobarlo, sabía que era por la sangre. Sí, el salado sabor invadió su boca, atragantándole con su espesor. Debía regresar a la mansión antes de caer inconsciente. Tratando de alzarse, tembló y cayó sobre sus rodillas.
Daemon soltó una ronca respiración dolorida. Nunca podría volver en ese estado. Por el rabillo del ojo, vio como un lobo blanco se aproximaba. Con su cuerpo ardiendo por la agonía, se enderezó y tropezando, se dirigió hacia su caballo. Daemon trató de blandir su espada pero Ganille se desbocó cuando se acercó.
Demasiado cansado para resistir, cayó al suelo y esperó pacientemente que el lobo terminase con su inútil vida. Al menos Arina no tendría que soportar su presencia y las burlas de su gente. Quizás, fuera mejor que él muriera de esa forma.
Belial chasqueó ante la caída victima ¡Qué suerte encontrar a Daemon cabalgando cuando viajaba en su forma demoníaca!
—¡Gracias, Lucifer! —dijo, pero su voz salió como el ladrido fiero de un lobo. Aún así, notó la falta de miedo en los ojos de Daemon, la blanda aceptación de su destino.
Belial se aproximó, gruñendo y chasqueando los dientes.
Con una maldición, Daemon le tiró una piedra pero falló por un largo margen. El guerrero se derrumbó contra la pared, con la respiración trabajosa.
Belial se acercó hasta que estuvo a un brazo de distancia de Daemon y, aún así, la bravura brillaba en los ojos del hombre. Retrocediendo, Belial lo miró con admiración. ¿Qué podría quebrar el alma humana de este hombre?
Nunca había encontrado nada parecido en un oponente. De hecho, se sentía culpable por perseguir a un hombre tan noble. Pero entonces, él habría sentido culpa. No, el normando era su precio para salir del Infierno. Una vez que entregase a Arina a su maestro, su alma volvería ser suya y nada, especialmente una insignificante emoción como el respeto, le iba a evitar disfrutar de ese precioso momento.
Por la mañana, la dulce Arina descubriría a su marido y, por una vez, Daemon no podría escapar. Ahora estaría forzado a recibir sus atenciones y toda la fuerza de su lujuria.
Belial aulló encantado. Si Lucifer quería, su servidumbre iba a acabar pronto.
Arina se despertó sobresaltada. Su cuerpo temblaba y se agitaba sin que apenas pudiera respirar. Un angustiado aullido sonaba en sus oídos producido por alguna lejana bestia que rondaba en la noche. Una bestia que temía que rondaba en sus sueños. Su corazón latía fuertemente en su pecho. Una imagen repentina apareció en su mente y retrocedió con horror. Incluso ahora, podía sentir el dolor de Daemon, oír su corta y rasposa respiración cuando luchaba por no perder la consciencia. Estaba herido, lo sabía. No sabía cómo, pero no podía negar la parte de ella que podía oírlo llamarla por su nombre, la parte de ella que quería acercarse como un alma desesperada.
Arrojando las mantas, salió disparada de la cama. En segundos, se puso sus ropas y se apuró por el salón buscando a Wace que dormía contra la pared más alejada.
—Wace —susurró mientras lo sacudía con delicadeza para despertarlo.
Bostezó ampliamente antes de abrir los ojos para mirarla con disgusto.
—¿Milady?
—Sí —dijo, quitándole la manta. Echó una ojeada a los otros que dormían cerca y se recordó mantener el tono bajo—. Debemos darnos prisa.
—¿Prisa?
—Sí —repitió, tratando de sofocar la agitación en su voz—. ¡Tu lord te necesita!
Miró a través del salón como un borracho miraría a su cerveza.
—¿Está aquí?
—No —dijo, acercándole su túnica y sus calzas. A pesar de que una parte de ella deseaba sacudirlo por sus preguntas y retrasos, se forzó a tener paciencia—. Vamos, tiene que ayudarme a llegar hasta él.
Frunciendo el ceño, volvió a bostezar mientras se ponía la túnica sobre la arrugada bajo—túnica.
—¿Qué quiere decir llegar hasta él?
Enojada ante su renuencia, Arina recogió sus botas del suelo y lo urgió a ponérselos.
—Está herido y debemos encontrarlo antes de que pueda sufrir más daño.
—¿Está herido? —Wace preguntó, inmediatamente alerta mientras ataba sus calzas. Cogió sus botas y se las puso—. ¿Dónde está?
—En las murallas del castillo —dijo instantáneamente, entonces frunció el ceño y sus ojos se abrieron.
¿Cómo podía saber eso? Y aún así, tenía la certeza que lo encontraría ahí.
Wace paró de tironear de las botas de cuero y levantó la mirada hacia ella como si dudara de su cordura.
—¿Qué significa que él…?
—Suficientes preguntas. Debemos darnos prisa.
Aunque apenas podía ver su cara entre las sombras, Arina sintió el marcado sentimiento que tenía él de discutir más, pero se mordió la lengua y pronto estuvieron cruzando el campo y entrando en el establo. Sin cruzar palabra, comenzó a ensillar los caballos.
Cuando terminó, Arina comenzó a montar pero él le cogió el brazo y la detuvo —Esto no es seguro, milady. Muchos bandidos y rebeldes viajan por la noche. Creo que debería despertar a…
—No, Wace. Estaremos bien. Lo sé.
Él se mordió el labio, y por un momento, temió que se negara a su petición.
—Está bien, milady, pero si sufrís daño, Lord Daemon dará de comer a los perros mi piel —le ayudó a montar
—Lord Daemon estará muy agradecido por tu ayuda como para ser demasiado severo.
Sacudió la cabeza y ella vio la duda en su cara. Aún así, montó en su propio caballo, murmurando, y salieron.
Arina se pegaba a su montura y trataba de ignorar el frío viento que chocaba contra sus mejillas y se metía en sus huesos, congelándola hasta su alma.
Daemon tenía que estar bien; no podía resistirse al pensamiento de encontrarlo de otra forma. No, tenía que estar bien. Las imágenes de lobos eran juegos diabólicos en su mente. Y aún así, podía sentir el caliente aliento de un lobo en su nuca, oler su pútrida esencia como si estuviera a su lado.
Su estómago se retorció de miedo. Debía ser una imagen creada por su mente asustada, no la realidad de lo que le sucedía a Daemon. Estaría a salvo. ¡Debía estarlo!
Parecía que había pasado una eternidad antes de que llegaran a la colina donde estaban las murallas medio construidas del castillo. Ansiosa y asustada, Arina escudriñó la zona en busca de alguna evidencia de su marido pero sólo las piedras vacías y solitarias saludaron su mirada ansiosa.
—No hay nadie aquí, milady —dijo Wace, acercando su caballo al suyo.
—No, sé… —Arina se detuvo, escuchando con atención.
Una vez más escuchó un gruñido bajo.
—¡Por allí! —dijo, azuzando su montura y cabalgando hacia el sonido. Cuando volvió a la pared de piedra, dudó.
Calor y frío batallaron en su estómago cuando vio a su marido. Su cabeza ardió por el pánico y se mordió el labio para evitar las lágrimas que luchaban por caer. Entonces, corrió hacia él.
Daemon yacía de costado, de cara a la madera. Aún en la oscuridad, pudo ver la sangre que empapaba su ropa, sentir su dolor como si éste recorriera su propio cuerpo. Arina ahogó un sollozo.
—¿Daemon? —chilló, arrodillándose a su lado. Pero él no hizo ningún movimiento, ningún sonido. ¿Era demasiado tarde? Su corazón se desbocó por el miedo y lo colocó en su regazo. Sus ojos estaban entreabiertos y su pecho, demasiado quieto. Aterrorizada, le limpió la sangre de sus mejillas heladas—. ¡Milord, por favor! —suplicó, con la garganta tan cerrada que apenas podía respirar.
—¿Arina? —susurró en un tono tan bajo que ella apenas pudo escucharlo.
El alivio la embargó. Respiró profundamente y, agradecida porque estuviera vivo, soltó una risa nerviosa.
—Sí, milord, estoy aquí.
Wace se arrodilló a su lado, con cara seria.
—Necesitamos una litera o un carro para moverlo.
Arina asintió, con el estómago revuelto por la preocupación. Ella sabía que Daemon estaba herido pero nunca consideró que su fiero e intocable guerrero pudiera necesitar asistencia para volver.
—Esperaré aquí mientras vais a buscar ayuda.
—Pero milady…
—Estaré bien hasta que volváis —insistió. Cuando Wace abrió la boca, Arina movió la cabeza para silenciarlo—. Por favor, no más discusiones. Debéis daros prisa. No sé cuánto más podrá aguantar.
La negación brillaba en el fondo de sus ojos pero Wace no dijo nada más.
Cuando él montó y se alejó, ella rasgó trozos de su vestido, con sus manos temblando de miedo e incertidumbre.
Arina restañó la sangre lo mejor que pudo pero se temió que sus esfuerzos no fueran suficientes. Con cada desesperado latido de su corazón, parecía que su aliento era cada vez más débil.
—Deberíais iros —Daemon susurró.
El dolor cruzó su pecho ante su estrangulada voz.
—No debéis hablar —dijo, apartando gentilmente el pelo de su mejilla—. Debéis reservar vuestras fuerzas.
Alzó su mano y cogió la de ella, con un apretón tan débil que hizo que se le saltaran las lágrimas. Puso su mano en su corazón y sintió su suave latido contra su puño. La sangre caliente y pegajosa empapó su piel, pero ella rehusó apartar la mano a pesar del pánico en su interior que le urgía a correr, a huir del dolor y del sufrimiento, sufrimiento que penetraba en su cuerpo y lo sentía como propio.
No, ella debía de ser fuerte por él. No importaba lo grande que fuera su miedo, le tenía que dar su propia fuerza.
Tragó y apretó su mano como si una oleada de dolor lo azotara ¿Cómo podía no gritar de dolor con la cantidad de heridas que tenía? No podía entenderlo. De hecho, quería llorar por él, pero sabía que no serían bienvenidas sus lágrimas y sólo esto le mantuvo los ojos secos.
Quería saber desesperadamente qué había ocurrido, pero sabía que era mejor no preguntar. Él necesitaba descansar más de lo que ella necesitaba sus respuestas.
—¿Podríais cantar para mí, milady?
Un doloroso nudo cerró su garganta con su silenciosa petición. Sabiendo que no podía negarse, buscó en su mente una canción relajante. Finalmente la tonada vino a ella, una de esas leyendas que no sabía como se llamaban pero cuya melodía parecía estar en ella desde hacía mucho tiempo. Cogiendo aire, acarició su mano y comenzó:
Yo festejo la felicidad y la juventud,
La felicidad y la juventud que me sacia,
Porque mi amor es mi fuente de alegría
Y porque eso me es placentero y alegre.
Con su mano libre, acarició su pálida y fría mejilla y la barba de tres días que cubría su mandíbula.
Y cuando me sinceré con él,
Hice lo correcto, porque él sentía lo mismo que yo.
Por eso nunca renunciaré a mi amor,
Y no podré soportar que se vaya.
Él se puso tenso con sus palabras pero no dijo nada y ella continuó.
Estoy encantada de que él sea el más valiente.
Quiero que me haga suya,
Y rezo a Dios por él
Para que me lo traiga bien
Porque Él no puede permitir que nadie esté enfermo
Porque él es un gran luchador.
—¿Milady?
Lo miró a su cara pálida.
—¿Sí, milord?
—Por favor, no cantéis más.
Arina casi río por el tono subyacente, pero el dolor en su mirada le quitó las ganas. Daemon cerró los ojos y el pánico atenazó su corazón.
—¿Milord?—preguntó, con la voz temblorosa.
Abrió los ojos y la miró.
Arina respiró profundamente.
—Pensé que…
—Sobreviviré a esto, milady —murmuró, dándole un suave apretón en la mano—. Las heridas no son tan graves como la cantidad de sangre parece indicar.
Le devolvió el apretón, rezando para que estuviera en lo cierto.
—Espero que así sea porque, si me mentís, nunca podré perdonaros.
La intensa mirada que le lazó la hizo temblar.
¡Debía ver como moría!
Arina se estremeció ante la voz enfadada y rasposa. Los escalofríos cruzaron su cuerpo y trató de desenterrar en su memoria fugaz. Aún así, esta se desvaneció en las profundidades de su mente como un niño que se escapa de la vigilancia de sus padres.
¡Tenía que recordar! Pero por su vida, que no podía.
—¿Arina?
Sus pensamientos se acallaron ante su llamada suave.
—¿Sí?
—No sé que… —su voz se quebró en una mueca de dolor. Se aclaró la garganta y agarró su mano—. No sé por qué estáis aquí, pero me alegro de que hayáis venido.
Acercándosele más, sonrió con la garganta cerrada por la felicidad y el miedo. Cuando iba a responderle, escuchó a Wace aproximarse.
Una gran carreta bajaba la colina con varios hombres empujándola. Pudo reconocer que eran normandos y por tanto, los hombres de Daemon no estaban muy preocupados por la salud de su señor. De hecho, sus caras no mostraban nada excepto una profunda irritación.
Con renuencia, Arina soltó las manos de Daemon y los miró con nerviosa ansiedad como ellos lo subían a la carreta, donde ella rápidamente lo acompañó. Tan pronto como se sentó, el conductor azuzó a los caballos y la carreta se movió en dirección a la mansión.
Trató de amortiguar las heridas de Daemon con el heno sobrante que cubría el suelo de la carreta y la recompensó con un pequeña sonrisa, una sonrisa que significaba más para ella que montones de oro. Aún cuando el alivio se asentaba en su corazón y empezaba a creer que sobreviviría a esto, los escalofríos le recorrían la columna.
Por primera vez desde que se había encontrado con él, una parte de ella le urgía a huir de él. No sabía de dónde le venía la premonición, aunque esta no parecía desvanecerse.
Muy profundamente en su corazón, ella escuchaba una voz débil que le ordenaba huir lo más lejos posible de Daemon.
—Debo estar loca —murmuró, agradecida de que Daemon no pudiera escuchar sus palabras—. Le pertenezco.
Pero cuando sus palabras se confundieron con el ruido de las ruedas, una parte de ella no pudo dejar de llamarse mentirosa.
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