viernes, 23 de marzo de 2012

DA cap 11

Belial yacía contra el espinoso y dulce heno, el cuerpo retorcido con estremecida y caliente agonía. En este momento, incluso no tenía suficiente fuerza para cambiar a su verdadera forma y abandonar este desolado mundo. Pero no importaba.
El plan le había costado mucho, pero había valido la pena pagar el precio. Era cierto que había gastado gran parte de los poderes manteniéndose en forma humana durante tanto tiempo, sin embargo con mucho gusto lo haría de nuevo.
Le recorrió una oleada superficial y se echó a reír a carcajadas. El normando y el ángel finalmente se habían rendido a la lujuria. Ahora todo lo que tenía que hacer era planear la muerte de Daemon. Con la maldición cumplida, podría reclamar a Arina.
La sonrisa se amplió. Que simple. Dejémosles asarse a ambos en la corte de Lucifer. ¿Qué le importaba?
Y sin embargo, un aleteo extraño llenaba su corazón y durante un instante casi se arrepintió de lo que había hecho.
—Loco cobarde —exclamó, disgustado por la mera idea de arrepentirse. ¿Por qué siquiera le ocurría tan pequeña emoción? Reflexionando la respuesta, frunció el ceño. Nunca desde su condenación había tenido un temblor de piedad o el arrepentimiento había sacudido su resolución. ¿Y por qué habría de hacerlo? La gente era débil, nada en los humanos era incorruptible, con el incentivo adecuado.
En cuanto a los ángeles celestiales, bien, tenían incluso menos utilidad. Se tenían por encima de él y algo más. No tenía amor en su corazón para ellos, especialmente en los que habían estado juntos y juzgado su alma.
Sin duda debían ser los poderes de Arina que le hacían vacilar. ¡Sí, eso es! Entrecerrando los ojos, se comprometió a tener cuidado en el futuro. No debía caer en las artimañas del ángel. Aunque los poderes no eran rival para él, fueron suficientes para afectar su voluntad. Debía protegerse contra ella.
—Aquí estáiss.
Belial miró al Hermano Edred, quien estaba en la entrada del establo, apoyado contra un poste de madera. La preocupación llenaba los grises ojos del anciano, y por un instante, temió que fuera capaz de detectar su verdadera identidad.
—Saludos fraile. ¿Qué os trae al establo?
—Tengo un asunto que discutir con vos. 
Una vez más el miedo se apoderó de Belial. ¿Se había traicionado? O peor aún, ¿Eran sus poderes tan débiles que incluso un fraile corrupto podría oler el azufre que impregnaba la carne, ver el color rojo de las pupilas?
El sudor corría por el rostro de Belial, picando en las mejillas.
—Hermano Edred —dijo rápidamente, deteniendo al fraile antes de que se acercara demasiado— Os ruego retrocedáis antes de que mi enfermedad os contamine también.
El fraile regresó a la entrada del establo, y lanzó una mirada sobre el cuerpo de Belial.
—¿Acaso estáis enfermo?
—Sí —le respondió, con la voz temblorosa por la tensión. —Parece que los malos humores han infectado mi sangre.
La mirada del fraile se oscureció, el rostro era un espejo de seriedad.
—Tal vez sea la maldad que reside en esta sala la que os contamina.
—¿Qué es eso? —preguntó Belial, su atención fue captada inmediatamente.
Edred acarició la cruz de madera que le colgaba del cuello y paseó la mirada como buscando algo o alguien.
—¿No podéis sentirlo? Es como una serpiente arrastrándose en las entrañas de la tierra bajo nuestros pies, esperando el momento justo antes de abrirse camino y morder nuestros tobillos cuando menos lo esperamos. Desde la primera vez que vine, he sentido la presencia de Lucifer.
Con el corazón palpitando fuertemente con temor, Belial arqueó una ceja.
—¿La presencia de Lucifer dijisteis?
—Sí, y Lord Daemon es su sirviente.
Belial se mordió la lengua para ahogar la risa provocada por el repentino alivio. Era muy simple. Sin embargo, no pudo resistirse a una víctima tan fácil, una estratagema tan fácil.
—Sí, Lord Daemon está seguramente condenado y sin duda puede beneficiarse de vuestra gracia. ¿Qué pensáis hacer?
—Primero debo hacer que vuestra señora hermana entienda con la bestia que se ha casado. Quién sabe si no es demasiado tarde para salvar su preciosa alma.
Si sólo supiera. El hombre calvo llegaba demasiado tarde incluso para salvar su propia infortunada alma. Belial lucho contra las ganas de sonreír. Debía ir con cuidado no fuera el fraile a descubrir quién era el verdadero sirviente de Lucifer.
—Ah, pero será difícil de convencer —dijo Belial.—Cree que su marido es inocente y puro.
El fraile bajó la cruz y se movió un paso más cerca para susurrar:
—¿Me ayudaríais?
—¿Ayudaros cómo?
—Si pudiera exponer la vileza de su interior, entonces ella no tendría otra opción que creernos.
Belial arqueó una ceja.
—¿Y cómo lo expondréis?
El fraile sacó un vial. Su buen humor huyó, más sudor corrió por la mejilla de Belial cuando reconoció el acre olor del agua bendita.
—Una gota o dos de esto sobre la piel y todos sabrán su verdadero origen.
Tragando, Belial miró el vial con terror. Una o dos gotas de eso en él y conocería más dolor incluso que en los fuegos de la más negra chimenea de Lucifer.
Se resistió a la necesidad de apretar la espalda contra la pared, y plantó una última semilla de terror para cosechar en el fraile.
—Pero, ¿Y si sus poderes son tan fuertes que incluso el agua de Dios no le delate?
Las cejas de Edred se levantaron por la sorpresa y se santiguó.
—¿Podría ser tan poderoso?
—Sí.
El fraile tragó, las pesadas mejillas palidecieron considerablemente a medida que se guardaba el agua.
—Entonces, ¿Qué haremos?
Al final Belial esbozó una sonrisa que tiró de las comisuras de sus labios.
—Vamos a encontrar un modo.
Arina miró por la ventana, la mirada siguió a Daemon por el patio. Cerró los ojos, saboreando la imagen de su porte altivo, hermoso, el pelo suelto y cayendo suavemente sobre los hombros mientras una vacilante sonrisa jugaba en los bordes de los labios tan poco dados a ello. Su corazón martilleaba y su cuerpo ardía, lo imaginaba de nuevo de pie en el borde del acantilado, consolándola.
Apretó los dientes y maldijo su débil cuerpo humano. ¿Por qué le pasaba esto? Incluso ahora la necesidad por él golpeó en su interior, haciendo eco a través de su cuerpo con un ritmo constante que le robó todo sentido.
Quería a su marido, dolida por pasar toda una vida con él, y ahora sabía lo imposible que era su sueño.
Abrió los ojos y miró a las vigas de madera sobre la cabeza. Nunca antes había necesitado abrigo contra la intemperie o dureza. Esos agentes dañinos eran desconocidos en su mundo. Y aunque siempre había sido feliz, nunca había conocido ese tipo de alegría que inundaba su pecho cuando pensaba en Daemon.
¿Por qué no podría ser humana? Si le otorgaran un deseo, sería tener una vida humana, pero eso nunca pasaría.
Una lágrima solitaria bajo por su mejilla. ¿Podría encontrar alguna manera de protegerlo? ¿Evitar el alcance de Belial?
Llamaron a la puerta.
Arina se limpió las lágrimas de las mejillas y se aclaró la garganta.
—Entrad —exclamó, esperando que fuera Wace.
En cambio, entró la arpía.
Un breve parpadeo de odio quemó el seno de Arina, pero tan pronto como apareció, se murió. No podía odiar a la mujer por lo que había hecho. Ahora, después de estar en su mundo y probar la cruda vitalidad de las emociones, especialmente del amor humano, bien podía entender las motivaciones de la mujer.
La vieja avanzó con una bandeja de platos tapados.
—Mi señor me mandó a poner la mesa para los dos aquí mismo para la cena —dijo, colocando la bandeja en la pequeña mesa redonda frente al fuego.
Arina vio los lentos y cuidadosos movimientos con los que ponía los platos en la mesa y preparaba la comida.
La mujer parecía serena y completamente a gusto con su traición. Por su alma, Arina no podría entender la tranquilidad.
—¿Cómo pudisteis? —Preguntó, necesitando una respuesta al porqué de la traición.
La vieja se detuvo y la miró.
—¿Traeros la comida, mi señora?
—No. ¿Cómo pudisteis condenar a un hombre inocente?
Las líneas alrededor de los viejos ojos se arrugaron aún más, lanzó una malévola risa y continuó quitando las tapas de la comida.
—¿Hombre inocente? —Escupió la vieja finalmente, señalándola con una tapa.— Osáis convencer a la buena gente sajona a vuestro alrededor de su inocencia. Él y los de su clase nos han robado nuestras tierras y nuestra dignidad.
Arina negó con la cabeza y dio un paso hacia ella, determinada a hacerla entrar en razón.
—Él no ha cometido más crímenes que cualquier otro en su posición.
Bufando una negación, la bruja levantó la bandeja vacía ante ella como un escudo y retrocedió. La mirada ardiente por el odio recorrió despectiva a Arina.
—Un normando más condenado, ¿Qué me preocupa? Condenados ellos y todos los hombres.
Un escalofrío recorrió su cuerpo. ¿Cómo puede alguien ser tan cruel?
—¿Incluso vuestro hijo?
Los ojos cambiaron. Una profunda y oscura tristeza nadaba en la anciana mirada de la arpía y una oleada de compasión y empatía llenaron el corazón de Arina.
—No—dijo la vieja con la voz quebrada—. Mi hijo era el más puro de cualquier nacido. A diferencias de los otros crueles tontos de este mundo, sólo Dios estaba en su seno. —El fuego regresó a los ojos—.  ¡Y os lo llevasteis!
La acusación la aguijoneó. Arina no había entendido a la mujer cuando se conocieron, pero ahora sabía muy bien el amor que sentía. Sin embargo, no podía perdonarla por condenar a Daemon también.
—Simplemente hice lo que me dijeron.
—¡No! —dijo la vieja, sacudiendo la bandeja en su furioso agarre—. Estaba curándose. ¡Justo cuando estaba a punto de curarlo, vos vinisteis y lo robasteis! ¡Vos lo matasteis!
Horrorizada, Arina miró a la mujer. ¿Cómo podría la arpía creerlo?
—No tuve ninguna parte en su muerte. Fue vuestra cura la que lo mató.
La mujer se puso rígida, el rostro reflejando conmoción. Unió las cejas en un gesto feroz.
—¿Mi cura?
—Si —dijo Arina, suavizando la voz para facilitar el aguijón de la verdad—. Fue la parte del diablo la que lo envenenó.
—¡No! —Gritó, dejando caer la bandeja y tapándose los oídos.— Mentís.
—Me conocéis mejor que eso. —Le tendió una reconfortante mano, pero la arpía se escabulló—. Digo la verdad. Me habéis condenado por algo en lo que no podía ayudar. Pero no importa que le matara. Era su hora de dejaros y nada podría haberlo salvado.
—No, yo —dijo golpeándose el pecho con el puño para enfatizar las palabras—, era su única esperanza. Podría haberle salvado si no lo hubieseis robado, alejándole.
Arina sacudió la cabeza.
—Solo Dios tiene poder sobre vida y muerte. Ninguno de nosotros podría haber hecho alguna cosa para salvarle o matarle. El tiempo de vuestro hijo había finalizado, pero puedo asegurar que es feliz donde está.
Los ancianos labios temblaron y las lágrimas llenaron sus vacíos ojos.
—Era feliz aquí conmigo. Si hubiese tenido elección, se habría quedado.
—Pero no tuvo elección —dijo Arina, tocando el brazo de la anciana—. Mas que yo, o vos, para el caso.
—Sí, pero tengo una opción —espetó, cruzando la habitación donde miró a Arina como una bestia salvaje—. Tendré vuestra alma condenada por lo que hicisteis.
Arina levantó el mentón y respiró hondo, con la esperanza de hacer ver a la mujer lo erróneo de sus acciones. Antes de que fuera demasiado tarde.
—No olvidéis que vuestra propia alma también se ha perdido a través de esto. La vendisteis para una inútil maldición contra dos seres inocentes. ¿Valió la pena?
La mujer frunció los labios.
Arina se acercó más, pero la mujer huyó de la habitación.
La puerta se cerró y Arina exhaló un suspiro de sincero disgusto. ¿Por qué había hecho ésta última afirmación? Había sido mezquino y cruel. Nunca desde su creación había dicho algo tan malo.
¿Qué le estaba pasando? Arina se mordió el labio. Cuando empezó a recuperar la memoria, había poseído alguno de sus poderes, pero con cada hora que pasaba, iba perdiendo más y más de ellos.
Ya no podía oír ruidos lejanos, leer a las personas con la misma claridad. Todo lo que le quedaba de su forma angelical eran los recuerdos. Sólo estos atestiguaban que alguna vez había sido algo más que mortal, más que la esposa de Daemon.
Pero, ¿Eso donde la dejaba? Un dolor en espiral le rodeó el corazón. Una vez que la maldición había sido puesta en marcha, nada podía quitarla, salvo su cumplimiento. Pero, ¿Podría impedirlo? Si abandonaba a Daemon y se aislaba a sí misma lejos del resto de los mortales, tal vez podría poner fin a la maldición.
Arina sacudió la cabeza. Cuan simple había sido su vida cuando no conocía los pensamientos humanos, corrupciones humanas. Amor humano.
—¿Arina?
Respingó ante la voz detrás de ella. Entonces giró, y su corazón se detuvo. Allí, delante de ella estaba el ángel de alto rango, Kaziel. Aunque siempre había sido guapo, nunca le había parecido más bello que en ese instante, de pie en un rayo de sol, con las alas de alabastro brillando. Los ojos dorados la observaban, mientras una triste sonrisa se cernía sobre los labios benditos.
—¿Kaziel?
—Sí, querida hermana. Sentí tu confusión y me di cuenta que necesitabas fuerzas.
Arina cruzó la habitación. La alegría y el alivio recorrieron su cuerpo y le dio una pequeña risa.
—No pensé que ninguno de vosotros pudiera sentirme.
Kaziel la apretó con fuerza, se apartó y la miró a los ojos con una mirada seria que le robo la felicidad.
—Sabemos tu dilema. Pero no hay nada que podamos hacer. Incluso ahora siento disgusto viniendo a ti.
—¿Disgusto? —Repitió, necesitando entender qué se esperaba de ella.
—Sí. —Con un suspiro, guardó las alas y movió la cabeza, con el rostro sombrío—. Sabes que no podemos interferir en el curso de los acontecimientos humanos, no sin la aprobación del Señor.
—¿Qué voy a hacer?
Él apartó la vista, y aunque no podía leer los pensamientos, vio el pesar que atenazaba los rasgos en un ceño.
—Debes cumplir tu destino.
Las lágrimas llenaron sus ojos.
—¿No hay otra manera?
El sacudió la cabeza y la garganta de ella se estrecho. Cuando volvió a encontrar su mirada, vio preocupación por ella.
—A pesar de que fuisteis engañados, te has acostado con un hombre. Gabriel  y Pedro no saben qué hacer.
Arina cruzó los brazos sobre el pecho y se frotó el escalofrío que corrió a lo largo de los brazos. El miedo le golpeó el corazón y temió a la siguiente pregunta que debía hacer.
—¿Estoy condenada por lo que hice?
—Sabes que no puedo responder a esa pregunta. Es Pedro quien decide, no yo.
Arina asintió. El nudo de la garganta se apretó pensando en su marido.
—¿Y qué hay de Daemon?
La tristeza en los ojos de Kaziel le robó el aliento.
—¿Realmente necesitas mi respuesta?
Arina tragó, el corazón le colgaba pesadamente en el pecho. Quería gritar una negación, abogar en la causa de Daemon, pero sería inútil. Pedro y los otros sabían las circunstancias de la vida de Daemon. Sin embargo, ni siquiera esos acontecimientos, en todo el horror, serían suficientes para salvar su alma o su vida.
—Entonces no hay esperanza.
Una luz apareció en los ojos de Kaziel.
—Mi hermana, siempre hay esperanza.
—Pero…
La puerta se abrió y Kaziel se disperso en miles de fragmentos brillantes.
—¿Arina?
Ella parpadeó, el corazón palpitante, los parpados tan pesados como si acabara de despertar de un profundo sueño.
¿Ha venido Kaziel de verdad?
Daemon la miró con un ceño confuso.
—Estáis pálida —le dijo, tomándola por el brazo. La movió para sentarla en la cama.— ¿No estáis bien?
—Sí —susurró—Sólo fue un momentáneo vértigo.
La sospecha se cernía en los ojos de él como si dudara de la respuesta.
—Entonces me alegro de haber decidido tomar nuestra comida solos esta noche.
Arina sonrió tristemente.
—Eso me gustaría mucho —le dijo, agradecida de que la hubiera incluido en su solitaria comida, pero temiendo el tiempo que compartirían. Un tiempo que no serviría a ningún propósito, salvo causarle mayor dolor.
La agonía la consumía, pero sabía que no había otra manera. Al llegar las tardías horas nocturnas, debía abandonarlo. Era la única manera que conocía para salvarle la vida.
Saborearía esas últimas pocas horas con él y estaría agradecida por ello. Sí, tal vez sería suficiente para aliviar el dolor de una vida humana sola.
Un nuevo y repentino terror se instaló en su corazón ante la idea. ¿Y si no era mortal? ¿Si retenía aún la inmortalidad de ángel y la muerte nunca llegaría para ella? ¿Podría pasar la eternidad escondida en el mundo mortal temiendo amar a otro?
Pero aún cuando esa idea apareció, sabía que era una locura. Nunca habría otro hombre que significara tanto como Daemon. No, ningún hombre sería capaz de hacerla sentir como él.
Miró como se quitaba la cota de malla y se lavaba la suciedad y el sudor de la cara y pecho. Una miríada de cicatrices le atravesaban la espalda, atestiguando la brutalidad de su vida. Mirando a otro lado, anhelaba una manera de quitar cada brutal y profunda marca, borrar los recuerdos que, sin duda, llevaba desde el momento en que las había recibido.
Incluso ahora, no quería nada más que el valor para salvar la distancia entre ellos y tocar los ondulantes músculos de la espalda, deslizar los dedos por los duros planos de su estómago. Sus nervios bailaron con deseo, y un latido caliente golpeó su sangre, exigiendo ceder a la llamada.
¿Cómo lo iba a dejar? Lo necesitaba y aunque le dolía admitirlo, sabía que necesitaba su sonrisa, su tacto. Casi valía la pena el precio de su alma para quedarse con él y pasar la mayor parte del tiempo que tenían juntos.
Pero eso tenía un precio aún más alto: su vida.
Se estremeció. No, ese precio era demasiado alto.
Levantándose de la cama, cogió una túnica del arca cercana a la ventana. Se limpió las manos con  una toalla y los rasgos se suavizaron cuando cogió la túnica de sus manos.
—Mil gracias —le dijo.
Arina le ofreció una sonrisa, esperando que no pudiera leer sus pensamientos. Se puso la túnica y ella apretó los dedos en un puño para mantenerlos alejados de él.
Si le dejaba, podría tener tiempo suficiente en su vida para hacer penitencia por sus pecados. Pero si se quedaba y él moría, entonces sería tan culpable por su condena como Belial. Nunca podría hacerle eso.
No, tenía que abandonarle sin importar cuanto le doliera hacerlo.
Daemon le apartó una silla.
—Venid, mi señora.
Arina tomó asiento, deleitándose con la proximidad de su cuerpo mientras le acomodaba la silla. El caliente y rico olor invadió su cabeza y aspiró profundamente. Echaría de menos eso más que nada.
Eso y la sensación de los brazos envolviéndola.
Daemon llenó las copas, los dedos rozando los de ella mientras colocaba la copa cercana a su trinchante.
—Gracias, mi señor —susurró, pero la rigidez de la garganta hacía a las palabras dolorosas de pronunciar.
Daemon tomó asiento y por primera vez, se permitió mirarle completamente el rostro. En lugar de la ternura acostumbrada en la mirada, observó la tensión, una barrera que protegía sus emociones de ella.
Frunció el ceño con confusión y cogió un cuchillo.
—¿Algo os enfada, mi señor?
Él cortó la carne de venado asado y colocó una gran porción en el trinchante de ella. Lanzándole una mirada, sacudió la cabeza.
—No, ¿Por qué?
El ceño se profundizó ante el leve sarcasmo bajo las palabras. Por un momento se preguntó si lo imaginaba, pero mientras trataba de llenar su trinchante con lamprea y albaricoques, vio la rigidez de las manos, la tensión de la mandíbula.
¿Había hecho algo mal? Un nuevo temor invadió su corazón.
—¿Hemos hecho mi hermano o yo algo para ofenderos?
Alzando una ceja, se echó atrás en la silla y la estudió con una mirada ilegible que le hizo temblar las manos.
—¿Por qué mi señora pensaría eso?
Ella sacudió la cabeza y volvió a mirar la comida. Algo estaba mal, pero Daemon hizo evidente que no tenía deseo alguno de hablar de ello. Arina dio un tembloroso respiro y se concentró en la cena.
Comieron en silencio.
Daemon constantemente vaciaba la copa de vino sólo para rellenarla. Frunció el ceño mientras él volvía a llenar la copa con el rico líquido burdeos.
No actuaba atontado, pero el cielo sabía que él había consumido vino suficiente para intoxicar a tres o cuatro hombres normales.
Haciendo lo mejor para pagarle el extraño estado de ánimo con caso omiso, comió lentamente, pero no saboreó nada de la comida. De hecho, todo lo que intentó saborear le sabía a avena seca.
Por fin, la miró con una expresión grave que le hizo desear que volviera a ignorar su presencia.
—Decidme, mi señora, ¿Por qué os casasteis conmigo?
Que pregunta más rara. Pero la intensa mirada en los ojos le advirtió de su seriedad. Arina tragó el bocado de comida y consideró porqué se lo había preguntado.
¿Estaba pensando en confinarla como Belial había sugerido? ¿O meramente quería reconfortarse, saber que se preocupaba por él y no se arrepentía de haber celebrado el matrimonio? Se detuvo en ese pensamiento. ¿Tenía remordimientos?
Arina se limpió la boca, con las manos temblorosas por el miedo y la ansiedad de cómo ofrecerle la mejor respuesta. La única pena que yacía en su corazón provenía de las diferencias. Si fuera una mujer mortal, ¿Habría algún remordimiento por la unión?
Y sin vacilación la respuesta entró en su mente. No. De haber nacido humana, hubiera tenido mucho gusto de tomarlo por marido.
Arina cortó otro pedazo del venado y sonrió. Se merecía una respuesta sincera.
—Quería hacerlo.
Él tragó la comida y tomó otro trago de vino.
—¿Por qué? ¿Por qué os ataríais a un odiado extraño, un hombre que no es de vuestro tipo?
Las palabras la sorprendieron hasta que se dio cuenta de que era normando y la suponía sajona. Bajando el cuchillo, niveló la mirada con la suya.
—Sois un hombre noble, mi señor. Seguís vuestra conciencia.
Daemon resopló.
—¿Qué conciencia es esa? ¿La misma que tomó vuestra virtud?
Se inclinó por encima de la mesa, la mirada clavada en ella, observándola intensamente.
—Pero entonces no dudé en tomar vuestra virtud esa primera noche, ¿Verdad, mi señora?
Se le detuvo el corazón ante la implicación. Un estremecimiento de aprensión se precipitó por la columna y aumento el agarre sobre el cuchillo.
—¿Qué queréis decir?
—He pensado mucho en ese día. Cosas que habían escapado de mi atención han encontrado el camino a mi mente y al fin sé que llamaros.
Arina se tensó ante la seriedad de la voz, el vacío de los ojos.
—¿Y qué es eso, mi señor?
—Ángel.

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