Daemon despertó con un respingo, su garganta igual de tirante como había estado cuando las cadenas lo ataban firmemente a un altar de la iglesia. Las palabras latinas del sacerdote resonaban en sus oídos como si aún ahora el sacerdote intentara exorcizar al Diablo de él.
Por reflejo, se pasó la mano por el pelo, buscando la cruz que había estado marcada en la parte de atrás de su cabeza. Sólo cuando encontró la cicatriz suave escondida por los largos mechones de su pelo comprendió que había estado soñando un recuerdo ambiguo de días mucho tiempo atrás. Una aguda cólera lo inundó y tuvo un momento difícil recordando que él alguna vez había sido tan joven, tan vulnerable.
Aspiró profundamente para estabilizar los erráticos latidos de su corazón. El hermano Jerome había muerto años atrás. Las pesadillas deberían haberse desvanecido, y todavía estaban escondidas en los confines más lejanos de su mente, en espera del sueño, antes de que dieran a conocer su presencia. Las pesadillas eran como los recuerdos, ambos cobardes que siempre se golpeaban cuando un hombre menos se lo esperaba. Podía luchar contra ellos con bastante facilidad mientras estaba despierto, pero por la noche, al amparo de la oscuridad y el sueño, lo atacaban y le dejaban severamente maltratado.
Un gemido suave se entrometió en sus pensamientos. Frunciendo el ceño, Daemon se volteó para ver la forma suave al lado de él. Su estómago se contrajo violentamente ante la vista de Arina descansando pacíficamente, con las sábanas manchadas de sangre envueltas alrededor de sus pálidas caderas desnudas.
Recuerdos repentinos bombardearon en su conciencia y se condenó por su debilidad. ¿Cómo pudo hacerlo? ¿Cómo pudo manchar a alguien tan puro, tan generoso?
Su mente pasó rápidamente con imágenes de sus suaves caricias, su cuerpo amoldándose al de él. Aún ahora, sus entrañas ardían por ella y su interior rabiaba como un infierno. ¿Por qué no podía terminar su condenable lujuria para siempre? Daemon se frotó las sienes, deseando poder regresar la mañana y poder borrar sus acciones de la noche anterior.
Por un momento de liberación él la había condenado a toda una vida de burla y vergüenza. Su misma alma gritaba contra sus acciones, Daemon se levantó de la cama y se puso encima sus pantalones. Echando agua en una pequeña palangana al lado de la cama, maldijo su apestosa vida. Ella le había dado más que a nadie y él la había perjudicado eternamente.
Mientras salpicaba su cara con agua, un terror nuevo, repentino, lo golpeó en el centro de su pecho, sacando el aliento de sus pulmones. ¿Qué pasaría si su semilla había echado raíces? Que si, aún ahora, ¿ella llevara a su niño?
¿Sería la puta del bastardo del Diablo?
Daemon intentó agarrarse de la palangana, los bordes cortaban afiladamente sus palmas. ¿Por qué no la había dejado? Apretando los dientes, sabía que tenía sólo un curso de acción, y ese era aún más reprensible de lo que ya había hecho.
¿Cuál le causaría a ella más ridículo? ¿Sus acciones la noche anterior? ¿O el matrimonio con la abominación de Dios? Aún ahora podía oír la voz del Hermano Jerome resonando en su cabeza.
Los mismos ángeles lloraron en tu nacimiento. En el nombre de Dios, debemos salvar tu negra alma.
Qué tan cruel comprender ahora que el Hermano Jerome había tenido razón todo el tiempo. Él era un monstruo que vagaba en la tierra buscando sangre inocente. La sangre de Arina.
Gruñendo con indignación, golpeó la palangana de la mesa. El agua golpeó la pared y salpicó contra su cara y pecho, y todavía su furia contra sí mismo aumentó.
Arina se despertó con un pequeño chillido.
Daemon clavó los ojos en ella, el nudo en su garganta apretándose aún más mientras toda su furia moría.
¿Por qué sus ojos no podían condenarlo como todos los demás hacían? ¿Por qué no había ninguna acusación en las profundidades claras como el cristal? Podía manejar su cólera, podía manejar su odio, pero la ternura tímida que brillaba tan brillantemente era más de lo que merecía, más de lo que podía resistir.
—Me sobresaltasteis, milord —dijo suavemente, bajando su mirada al piso.
Sus mejillas se oscurecieron y otra vez se condenó a sí mismo por la ola de deseo que se enroscó a través de él, devorando su voluntad hasta que no podía moverse por miedo de mancharla aún más.
—Milady, yo... —Daemon vaciló.
¿Qué podía decir? Estaba maldito y había nacido bastardo, mientras ella era la más noble de todas las criaturas. Ninguna palabra rectificaría lo que tan insensiblemente había tomado, ni quitaría la semilla que podía haber plantado. Él de todos los hombres conocía las heridas dadas por la lengua hostil de la gente. El pensamiento de una mujer tan gentil soportando esas cicatrices desgarraba a través de él.
¿Cómo podía haberse permitido un momento de debilidad? Sin duda alguna había aprendido la falacia de algo semejante para esa hora, y aún no podía controlarse. No con ella.
Ella envolvió la sábana alrededor de sí misma y se movió de la cama como un ángel bendito viniendo a apaciguar su tormento. Daemon estaba inmóvil, necesitaba su consuelo y se aterrorizaba de lo que recibirlo haría. La luz matutina jugaba contra su piel como un halo místico, iluminando su pelo, robando su aliento. Por un momento, casi podía creer en los ángeles, en el amor, en la misma bondad de los hombres.
Su rostro bañado en belleza, en su mirada tierna, ella se estiró para tocar su mejilla. Daemon cerró los ojos, obligándose permanecer ante ella y no escapar. Sólo un toque más, una caricia más. ¿Eso sería demasiado pedir?
Pero antes de que pudiera sentir su suavidad, la puerta se abrió de golpe.
Daemon miró al intruso y se encontró con la mirada asesina de Belial.
—¿Me engañan mis ojos? —gruñó Belial, cruzando la habitación para tomar del brazo a Arina—. ¿Qué juego ruin es éste? ¿El benefactor exigiendo su tributo?
La amarga cólera, hirviente, se hinchó dentro de Daemon. Su visión se oscureció, apenas podía controlar el deseo de silenciar para siempre la fuerte voz de Belial antes de que la llevara afuera al vestíbulo donde las personas sin duda se estaban despertando.
Belial arrastró a Arina en tono burlón.
—¿Cómo pudiste?
A pesar del estremecimiento de miedo dentro de ella, Arina alzó la barbilla contra la mordaz mirada furiosa de su hermano.
—Esto no es asunto tuyo —dijo ella, su corazón palpitaba.
Lo que había hecho estaba mal, sabía eso, y aún así no sentía vergüenza, ni se desanimó por sus acciones. Ciertamente, repetiría gustosamente lo que habían hecho, y aún, de hecho, anhelaba a Daemon de una manera que nunca había anhelado a ningún otro.
Otra vez era como si su mente y su cuerpo guerrearan uno contra el otro. No, ella decidió, era su corazón el que guerreaba contra su mente. Su corazón el que le decía que no tuviera remordimientos.
Belial curvó su labio.
—¡Puta impenitente! —Jaló de nuevo su brazo.
Arina se tensó, esperando el golpe, pero rehusándose a acobardarse.
Antes de que pudiera parpadear, Daemon se interpuso entre ellos.
Forzó el agarre de Belial fuera de su brazo y empujó a su hermano contra la pared, su cara tensa, su mandíbula como acero finamente pulido.
—Bajarás la voz —dijo, su tono era intimidante—, y nunca le vuelvas a poner la mano encima, no sea que arranque al miembro ofensivo de tu cuerpo.
Belial estrechó su mirada y Arina temió por toda su seguridad.
—Exijo restitución —dijo Belial—. La has convertido en una puta y no permitiré que nadie se burle de ella.
Una sombra oscureció los ojos de Daemon y soltó a su hermano. La miró y ella vio toda la tristeza que ardía dentro de él.
El dolor se entretejió a través de su corazón mientras ella tocaba su brazo, ofreciéndole consuelo. Ella quería decir algo, aunque ninguna palabra llegaba.
Repentinamente, la mirada de Daemon se volvió apagada. Liberó su brazo de su agarre.
—Tendré un contrato matrimonial redactado.
El asombro se derramó sobre ella mientras miraba del estoico rostro de Daemon a la orgullosa satisfacción de Belial.
—Nadie debe saber de nuestra trasgresión —continuó Daemon—. No voy a avergonzarla por mis acciones.
Un resplandor extraño apareció profundo en los ojos de Belial, golpeando un cordón familiar en el recuerdo de Arina. La imagen de un lobo blanco llegó a su mente, pero por su vida que ella no podía comprender por qué.
— No haré éste matrimonio en secreto. Por el bien de mi hermana, quiero que todos sepan de él.
La mandíbula de Daemon se tensó, y Arina contuvo su aliento en espera de su rechazo.
—No lo haré de ninguna otra forma —dijo él.
Ella soltó su aliento por el alivio.
Una sonrisa malvada curvó los labios de Belial. Arina tembló como si una escarcha de invierno rozara contra su columna vertebral.
—Entonces su futuro es ahora tu preocupación —dijo Belial—. Te encargo de tener cuidado de no hacerle más daño del que tú ya le hiciste.
Sus extrañas palabras fueron a la deriva a través de su mente. Ella sabía que se refería a algo más que a su próxima unión, pero no podía pensar en lo que podía ser.
¿Por qué no podía recordarlo? Todo eso sin duda tendría sentido si tan sólo pudiera recordar sus fugaces recuerdos translúcidos.
Belial les otorgó a cada uno una última sonrisa de despedida, entonces se dio media vuelta y se fue.
Daemon pasó la mano a través de su pelo suelto, y ella podía jurar que tembló. La enfrentó con la mirada más angustiada que alguna vez hubiera visto.
—No te pregunté antes, milady, pero lo hago ahora. Deseas casarte. . . ¿conmigo?
Aunque su voz era estable, sintió un pequeño temblor subyacente y respondió a eso. La alegría llenaba su corazón.
— Sí, Lord Daemon. No hay otro a quien pudiera preferir.
El fuego caliente chispeó en su mirada, enviando otro escalofrío sobre ella.
—Entonces tú, milady, eres una tonta.
Su cólera repentina la asombró. ¿Qué había en sus palabras que habían provocado su ira?
—No entiendo —dijo.
Él jaló su túnica sobre su cabeza. Apretando con fuerza su mandíbula, clavó los ojos en ella hasta que temió que nunca le contestaría.
Finalmente, suspiró.
—Le enviaré un mensajero a mi hermano. La casa solariega y las tierras serán tuyas para controlar siempre que mantengas el castillo. Tengo algunas tierras en Normandía que también serán tuyas.
Su voz sonaba tan distante, tan fría. Su estómago se acalambró de miedo.
—Hablas como si planearas un testamento —le dijo.
De espalda hacia ella, rescató su armadura del piso. Arina deseaba extender la mano y tocarlo, pero lo rígido de su cuerpo le advertía en contra de tal acción.
—No me quedaré aquí mucho más tiempo —dijo—. Tengo otros asuntos que necesitan atención.
—¿Te vas? —preguntó, un doloroso nudo cerrando su garganta.
—No puedo quedarme.
Y antes de que pudiese discutir, la dejó parada en el centro de la cámara.
Arina recorrió la mirada por el vestíbulo, su corazón colgando pesado. Nunca había visto tantas caras severas. Fiel a su promesa para Belial, Daemon había redactado el contrato matrimonial y todos lo habían firmado.
Wace había planeado su fiesta matrimonial, pero la gente estaba lejos de estar festiva. Aún los pobres músicos se mantenían iniciando canciones, sólo para detenerse cuando nadie respondía o bailaba.
—¿Milord? —preguntó ella, intentando aún otra vez atraer a Daemon a la conversación para que él tuviera algo en qué enfocar la atención aparte del rechazo obvio de su gente a su matrimonio.
Durante la última hora, apenas había tocado su comida. Ahora levantó la mirada de su plato, su mirada tan vacía como los vítores sin entusiasmo que habían recibido cuando primero entraron en el vestíbulo.
—Sí, ¿milady?
Abrió su boca para hablar, sólo para cerrarla mientras Belial se inclinaba hacia adelante con su copa.
—Me parece que nuestra gente ha encontrado un punto de acuerdo —dijo Belial—. Ni Normandos ni Sajones han encontrado un motivo para celebrar.
Un sabor amargo llenó su boca y si ella no lo conociera mejor, lo llamaría odio.
Belial estaba parado e hizo una seña para que los confundidos músicos se detuvieran.
—Buenos amigos, tengo el deseo de bendecir a nuestra feliz pareja con un brindis.
—No brindaré por ellos —se oyó una voz beligerante.
Belial arqueó finamente una ceja y lentamente bajó su copa hacia la mesa.
Arina examinó a la multitud hasta que vio al hombre sajón que luchaba contra sus compañeros.
—No, no guardaré silencio —dijo él, empujándose sobre sus inestables pies.
Recorrió la mirada a Daemon, quien estaba sentado silenciosamente observando.
Su puño se apretaba sobre el cuchillo que sujetaba, y sólo por esa razón podía distinguir cuánto las palabras del hombre lo perturbaban.
—Ésta es una mala acción. Cómo puedo dar mi bendición cuando una de nuestras doncellas sajonas más justas es sacrificada a los perros normandos. No —se burló el hombre, tropezando contra la esquina de la mesa—. Ni siquiera un perro normando, sino peor. ¡Ni siquiera enviaría por un sacerdote para que bendiga nuestra muerte!
Las lágrimas se acumularon en la garganta de Arina y el dolor sofocaba su aliento. ¿Cómo podía estar alguien tan ciego a la bondad de Daemon?
—¡Él es el mismo Diablo...!
—¡Suficiente! —gritó Arina, levantándose de su asiento—. Es mi marido del que estás hablando, y la única maldad que veo aquí ésta noche es la traída por los sucios rumores y la ignorancia.
El bebedor la miró como si lo hubiera abofeteado, pero a ella no le importó. Se rehusaba a permanecer sentada observando y dejar a un hombre decente ser calumniado.
Lentamente, Daemon movió atrás su silla y se levantó. Escudriñó el vestíbulo, y su blanda aceptación de las palabras del hombre desgarró en su alma.
—Quienquiera que se llame amigo de éste hombre debería llevarlo a casa.
Cuando nadie se paró para ofrecer ayuda, Daemon sacudió la cabeza. La miró, su mirada inundada con emociones que ella no podía definir. Arina deseó remover las palabras del hombre de su recuerdo, pero eso no alejaría todas las murmuraciones semejantes que Daemon había escuchado. Por lo que Wace le había dicho a ella, Daemon había pasado su vida entera sujeta a eso. El dolor traído por ese conocimiento invadía su corazón y lo puso a palpitar.
Daemon volvió la mirada de regreso hacia la multitud.
—No me temais. No volveré sus palabras contra él, ni castigaré a esos que le ayuden a llevarlo su cama. Vayan en paz. —Dicho eso, Daemon metió su cuchillo en su cinturón y se fue.
Arina corrió tras él, queriendo consolarlo, temiendo que nada alguna vez podría hacerlo. Lo detuvo justo afuera del patio interior.
—¿Daemon?
Daemon tembló ante la gentileza de su mano en su brazo. Nadie alguna vez antes lo había defendido y no estaba seguro de cómo responder.
—Ve adentro —dijo.
Ella sacudió la cabeza y él deseó jalarla en sus brazos y sentir sus curvas flexibles contra él, para otra vez probar el sabor de su carne, el consuelo de su cuerpo.
Pero eso era sólo un sueño, un sueño que nunca podría ser. Nadie aceptaría su matrimonio. Alguna vez. La reacción de su gente había demostrado eso. Lo mejor que podía ofrecer era dejar las tierras en su posesión y darle su libertad para buscar a un marido más adecuado.
Arina apretó la mano sobre su brazo, y él le permitió a ella darle la vuelta hasta que él la afrontó.
—Él estaba ebrio —dijo—. No sabía lo que...
—Lo sabía, milady.
El tormento en sus ojos lo sorprendió. Para ese momento debería estar acostumbrado a esos extraños sentimientos cuando se trataba de él, pero demasiados años de que nadie se preocupara ya sea de si él vivía o moría, lo había dejado fácilmente anonadado por cualquier muestra de interés.
El trueno golpeó sobre sus cabezas. Aunque la lluvia había sido una llovizna estable la mayor parte del día, la noche amenazaba una tormenta volátil. Daemon miró hacia arriba en las nubes oscuras, extrañas.
—Entra donde estés a segura.
Arina a regañadientes lo soltó. Buscó en su mente y corazón las palabras que sanarían algo por el daño causado por semejantes insultos insensibles, pero nada llegaba.
—Te pertenezco ahora —dijo, su garganta rígida.
Una amargura llenó sus ojos que apretaron su garganta aún más.
—No, milady. No hay lugar en la vida de un guerrero para una noble doncella.
—¿Pero qué hay de tu corazón?
El asombro reemplazó a la amargura en sus ojos por la corta extensión de un latido, entonces escapó bajo un negro semblante ceñudo de cólera.
—¿No has escuchado? Ningún corazón existe dentro de mí. Se dice que el mismo Lucifer robó mi corazón e intentó dárselo a mi hermano humano, cuya bondad rechazó el órgano, por consiguiente causó su muerte.
—Daemon...
—Ni una palabra más, milady —la interrumpió, alejándose de ella—. Te suplico que regreses adentro antes de que te manche aún más.
Quería discutir con él más de lo que alguna vez había querido cualquier cosa, pero sabía que estaba más allá de escuchar. Sólo el tiempo podía aliviar el dolor y sólo el tiempo podía ayudarla a alcanzar la parte de él que deseaba reclamar.
Arina le observó dar un paso alrededor de los charcos, su columna vertebral más indoblegable que una distante cadena de montañas. Suspirando, bajó su mirada al suelo.
Las temblorosas profundidades de los charcos la llamaron, y ella se movió para pararse junto a una puerta justo afuera de la mansión. Una vela de junco se dobló, su llama deformada por la lluvia ligera caía contra el agua negra. De los rincones más profundos de su mente, un recuerdo se apresuró adelante. Un recuerdo de gritos y fuego y el acre olor del azufre.
—No, ángel, no. ¡Me arrepiento!
Ella retrocedió ante el chillido agudo dentro de su cabeza. Las imágenes se desgarraron a través de ella: Los demonios surgiendo adelante, un anciano arrugado aferrándose a ella en el terror mortal mientras ella... mientras ella…
—¡Por favor! —gritó ella, colocando sus puños cerrados sobre sus sienes en un esfuerzo por recapturar el vago recuerdo—. ¿Qué estás tratando de decirme?
—Es tarde y deberíais estar dentro.
Arina se dio la vuelta ante la voz repentina, su corazón martilleando en pánico. Belial estaba a una distancia de algunos metros, su cara enmascarada por las sombras. Por un instante, sus ojos parecían estar rojos, pero tan pronto como ella parpadeó, se desvanecieron en la oscuridad.
—¿Quién eres tú? —susurró.
Presionando sus labios en una línea apretada, caminó un pequeño círculo alrededor de ella, sus manos entrelazadas tras su espalda.
—Tú me conoces. Somos familia, tu y yo. Creados de la misma carne, existimos el uno para el otro.
Se detuvo ante ella e inclinó su barbilla para que mirara arriba en su cara. La frialdad de sus ojos la hizo sobresaltarse.
—Somos hermano y hermana.
Aunque su mente se llenó de imágenes de ellos juntos como niños y adultos, su corazón negó todo ello. Había algo mal, algo que realmente no podía razonar. Profundamente dentro de ella, sabía que había mucho más para su relación que sólo consanguinidad.
—Ahora ven adentro antes de que te enfrentes a otra tormenta —dijo—. Una con la que no estás preparada para tratar.
A pesar de la parte suya que le rogaba no confiar en él, no seguirlo, dejó a Belial tomar su mano y llevarla de regreso adentro.
Horas más tarde, ella se sentaba en su habitaciones, escuchando la tormenta que se enfurecía, sorbiendo de una copa de frío vino especiado. Cada hora que pasaba, estaba segura de que Daemon regresaría. Pero cada una llegó y se fue mientras esperaba, hasta que se dio cuenta que no tenía la intención de unirse a ella.
Cecile se desperezó bajo su toque. Arina le sonrió al pequeño gatito y continuó acariciando la suave barriga de Cecile.
—¿Dónde está tu señor? —preguntó con un pequeño suspiro.
Repetidas veces su mente volvía a reproducir imágenes obsesivas de la noche anterior. Daemon tomándola en sus brazos, su cuerpo duro deslizándose contra el de ella, sus manos saliendo a buscar las partes más íntimas de su cuerpo. Aún algo dentro realmente no aceptaba la realidad que ella recordaba. En lugar de claridad de cristal, las imágenes estaban eran borrosas como la vela de junco en el charco. Sólo su ardiente deseo llegaba a ella en aguda, pulsante realidad.
Pero con ese deseo llegaba una pequeña voz que le advertía contra salir a buscar a Daemon y satisfacer el dolor que palpitaba dentro de su corazón. ¿Por qué? ¿Qué podía estar mal en buscar a un esposo? Ella le pertenecía y él a ella.
Aún así la voz persistía.
Arina sacudió la cabeza en un esfuerzo para aclararla. Quizá estaba realmente loca.
Ve a él.
Alarmada, miró a Cecile como si la voz extraña pudiera haber venido del pequeño animal.
—Tal parece que finalmente he perdido todo juicio.
Colocando su copa en la mesa, se acurrucó en las cobijas forradas de piel. Cerró los ojos, determinada a no pensar más al respecto.
Era tarde y pasaba de su hora para dormir.
No bien se estaba quedando dormida, se enderezó. Esa vez, no había mala interpretación en la voz que había oído.
—Sálvalo —susurró, repitiendo las palabras.
Por primera vez desde que se había despertado y había visto a Daemon parado sobre ella, Arina sabía lo que tenía que hacer. Si, no tenía que dejar a Daemon en esa tormenta más que lo que lo podía dejar continuar en sus tristes costumbres solitarias. Debía salvarlo del camino destructivo por el que caminaba, demostrarle que pertenecía al mundo de los vivos. Los dos habían sido unidos y mientras que el aliento llenara sus pulmones, no debía perder las esperanzas con él.
Su corazón martilleó en temerosa incertidumbre por su reacción, dejó la cama y se vistió, sus manos temblaban y tocaban nerviosamente el material. ¿Daemon alguna vez le daría la bienvenida a ella, o se apartaría por siempre, por su alcance?
De cualquier manera, no tenía alternativa aparte de intentarlo
Examinó rápidamente en su mente todos los lugares posibles en los que podía estar, y lo situó en el establo.
Con la ferocidad de la tormenta, dudaba que él pondría su camastro en el jardín. No, estaría protegido esa noche.
Después de cerrar la puerta de su cámara, avanzó lentamente a través de los cuerpos dormidos en el vestíbulo.
Daemon se despertó con un sobresalto. Recorrió la mirada alrededor del establo, buscando la causa de su sueño, pero sólo su caballo se encontró con su mirada ansiosa.
Suspirando, comprendió que Arina estaba en su cama y él en la suya. La lluvia caía con fuerza contra los lados del establo y unos cuantos de los caballos relinchaban y corcoveaban nerviosamente, luchando contra las cuerdas que los mantenían adentro.
El hedor a heno húmedo y avena llenaba su cabeza, causando que su estómago se revolviera con repugnancia. Cómo odiaba los establos y los recuerdos que le traían. Daemon envolvió su brazo sobre los ojos en un esfuerzo para olvidar de dónde era, lo que fue, y escuchó los sonidos del trueno distante.
Pero todavía sus pensamientos se revolvían contra su voluntad para silenciarlos. ¿Cuántas noches había pasado solo y anhelando cosas que nunca podía poseer? ¿Cien? ¿Mil? Aunque esa vez poseía el mismo objeto que anhelaba.
Si tan sólo pudiera reclamar sus verdaderos derechos. Si sólo pudiera encontrar el valor de levantarse de su camastro ahora y salir a buscar a su esposa y sentir el suave cuerpo caliente, dándole la bienvenida al de él. Su cuerpo se encendió, todavía podía sentir el frío cosquilleo de su aliento contra su cuello mientras la reclamaba, oír su suave voz susurrando su nombre.
Cerró los ojos para saborear el recuerdo, y deseó un tiempo y lugar donde pudiera estar viviendo con ella como su marido.
Aún repetidas veces veía las severas caras, reprobadoras, de su gente y conocía la imposibilidad de semejante deseo. Por siempre ridiculizarían su unión, y eventualmente ese ridículo se derramaría sobre su preciosa esposa. Y estaría condenado antes de causarle a ella ese tipo de dolor. No, nunca sería tan egoísta otra vez.
—Bien, qué lugar tan extraño para encontrar a un novio recién casado.
Inmediatamente alerta, Daemon se enderezó.
Con la burla en su cara, Belial estaba parado en la entrada del establo, apoyándose contra un poste. Puso la linterna en su mano, ante él.
—Habría pensado, después del ansia con la cual tomaste la virginidad de Arina, que estarías sobre ella ésta noche como un lobo sobre un ciervo.
—No seas crudo —dijo Daemon, sus labios se torcieron con repugnancia por la manera en la que el llamado hermano de Arina hablaba de ella—. Es una dama y no dejaré que su nombre vaya de boca en boca como si fuera una prostituta común.
Belial rió, un sonido amargo que estremeció abajo a lo largo de su columna vertebral. Por lo regular no era un cobarde, Daemon no podía creer la reacción involuntaria de su cuerpo.
—Es una lástima que no te defiendes con el mismo vigor —dijo Belial.
Daemon se levantó.
—Puedo defenderme yo mismo bastante bien.
—¿Puedes ahora?
Por solamente la diminuta pulsación de un corazón, Daemon podía jurar que era la voz del hermano Jerome la que había oído.
—No veo a un caballero feroz ante mí, sino más bien a un niñito asustado que permite que un tonto borracho se burle de él delante de toda su gente. Un niñito que se acobarda de su esposa. Qué, ¿temes que ella se burle de ti también? ¿O simplemente eres incapaz de darle placer a ella?
Gruñendo con ferocidad, Daemon se abalanzó sobre su atormentador, atrapando a Belial por la cintura. Tropezaron hacia atrás contra la pared del establo.
—Así es que el gato tiene garras —dijo Belial con otra risa amarga—. Ven, Daemon Sangre Fiera, hijo de Lucifer, mátame y reclama tu justo derecho. Aún ahora tu mujer aguarda, sus entrañas hambrientas por tu cuerpo. ¿Le negarías a ella tu simiente?
Daemon trató de alcanzar la garganta de Belial, determinado a exprimir la vida fuera de su repugnante cuerpo. Pero mientras sus manos se iban acercando al cuello, los ojos de Belial se oscurecieron a un vibrante rojo profundo. Horrorizado en vacilar, Daemon aflojó su agarre y los ojos de Belial inmediatamente se tornaron azules.
Belial rompió su agarre y se alejó.
—No, no eres cobarde. Has peleado por mucho tiempo y duramente para conseguir lo que quieres. ¿O no?
Frotándose el cuello, empezó a afrontar a Daemon.
—Dime, Daemon Bloodfierce, ¿qué deseas realmente?
Todavía impactado por lo que había visto, Daemon clavó los ojos en él, dándole el debido espacio.
Sin duda alguna había sido la llama de la linterna la que reflejara la luz roja que había visto en los ojos de Belial, o quizá algún truco de su mente. Daemon no sabía lo que había causado eso, pero una cosa era cierta: estaría condenado mucho antes de que confiara en el hombre ante él.
—¿Qué te importa a ti?
Una sonrisa siniestra curvó los labios de Belial.
—Desde que te casaste con mi hermana, tengo un interés personal en tu futuro.
Tomó la trenza del hombro de Daemon y la dejó caer para seguir el sendero bajo su espalda.
—Veo las instrucciones cuidadosas escritas en el contrato matrimonial. Cómo le dejaste toda tu propiedad en el caso de tu muerte. —Belial se inclinó más cerca para susurrar en su oreja—. ¿Es eso lo que deseas? ¿Es la muerte el sueño que ronda tu sueño?
Daemon se tensó oyendo su más caro deseo puesto en palabras. Si, anhelaba la muerte, lo había hecho por años. Cada vez que entraba en la batalla, esperaba que la espada de alguien pudiera finalizar su dolor.
Belial sacó una daga de su cinturón y la sujetó bajo la barbilla de Daemon. Sin sobresaltarse, Daemon estudió la hoja brillante, la dorada cabeza de dragón que se proyectaba por encima del puño de Belial. Subiendo su mirada, notó la vacuidad de los ojos de Belial.
Una esquina de la boca de Belial se torció arriba en una sonrisa amargada, apesarada.
—No, n puedo matarte, pero tú podrías matarte. ¿Dime por qué un hombre que no desea nada más que a la muerte nunca ha atendido a su llamada?
Daemon se rehusó a contestar esa pregunta. Se rehusó a admitir en voz alta que nunca había entregado la esperanza de que un día su vida pudiera cambiar, que quizá podría un día encontrar un lugar a donde perteneciera. Por esa razón, nunca había terminado con su vida. Confiaba en que el mismo cruel destino que lo había entregado a semejante vida brutal lo aliviara de su carga de una u otra manera.
—¿Le temes más a la condenación?
La mirada de Daemon se estrechó.
—No le temo a nada.
—Entonces aquí, toma mi daga y termina con todo lo que has sufrido.
Golpeando el brazo de Belial a un lado, Daemon lo afrontó con un gruñido.
—Consideras poca cosa tu vida para salir a buscarme con tu estúpido ingenio. Vete ahora antes de me rinda al deseo de terminar tu existencia.
La sonrisa burlona hizo poco para aliviar su cólera. Ni lo hizo la brusca reverencia.
—Como gustes, milord.
Luego tan rápidamente como Belial había aparecido, se fue.
Afuera, Belial le sonrió a la lluvia que no le empapaba. No, la lluvia, diferente de los tontos mortales, tenía mejor criterio que evocar su furia. Sonrió otra vez. Cómo disfrutaba de jugar con ellos. Era ciertamente una vergüenza que no pudiera terminar con sus lastimosas vidas. Oh, para tener el poder intoxicante de la vida y la muerte. Pero el tomar y dar de la vida le pertenecía solamente a Dios. Todo lo que Belial podía hacer era tentar.
Una mano tocó su hombro. Giró en redondo para enfrentar a la arpía.
—¿Por qué lo tentaste a morir? —le preguntó ella en su chillona voz que envió puñaladas dolorosas por toda la longitud de su cuerpo como humano—. Ella debe enamorarse de él primero, y entonces debe observar cómo su vida es drenada. Si Daemon se mata antes de que ella ceda a su deseo, no puedes reclamar su alma y podríamos tener que esperar años antes de que encuentre a otro hombre que amar.
Pútrida cólera caliente impregnó su boca. A él nunca le había gustado ser cuestionado. Le recordaba a demasiadas noches pasadas en el foso de Lucifer.
—Sé lo que estoy haciendo.
—Entonces explícaselo a mi ingenio humano.
¿Por qué nunca podía encontrar alguna vez a un cómplice inteligente? ¿Uno que pudiera entender los matices de la sutil manipulación?
Belial tomó un aliento profundo, su cabeza latía por la tensión de su cólera y por mantener su forma humana. Pronto tendría que irse y restaurar su fuerza. Y Lucifer sabía que necesitaba cada onza de fuerza para tratar con humanos imbéciles.
Encarándola, le permitió que su veneno penetrara su voz, convirtiéndola en su verdadera forma resonante, demoníaca.
—Sabía que Daemon nunca se mataría. Solamente le recordaba de ese hecho. —Sonrió, cruelmente valorando su miedo y su triunfo por llegar—. Todos estos años pasados, ha vivido solamente de esperanza, y ahora esa esperanza tiene un nombre. Y su nombre es Arina.
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