El nombre aguijoneó a Daemon como la mordedura acre de una víbora.
—¿Belial? —preguntó, inseguro de si había oído al hombre correctamente.
Y Daemon conocía la mirada arrogante que cruzó la cara del hombre. Esa era la misma mirada que tenía él cuando los otros reaccionaban a su propio nombre.
—Sí, Daemon FierceBlood —dijo Belial, enfatizando cada sílaba de su nombre.
—Parece que nuestros padres tenían un sentido del humor similar para llamarnos a ambos como a demonios.
Los ojos de Belial se oscurecieron a un vívido azul y rastrilló a Daemon con una fría mirada fulminante que Daemon podría haber encontrado divertida si su propia rabia no hubiera emergido a la superficie.
—Pero yo pensaba que mi padre me llamó así por el más feroz de los demonios —añadió Belial.
Daemon agarró su espada. La lisa funda de cuero le picaba en la palma y él anhelaba oír la hoja cantar al salir de su vaina. Había pasado mucho tiempo desde que alguien se había atrevido a insultarle en su cara. El recordatorio de su pasado, y su padre, hizo poco para contener el circundante calor en su vientre, o apaciguar la necesidad en su alma no de golpear al simplón que tenía ante él.
Pero Daemon había lanzado el primer insulto. Él, de todos los hombres, conocía el sabor amargo de la superstición.
De repente, resonó la risa de Belial.
—Vamos, no me mires como si tu deseo más fuerte fuese llamarme a las armas. Era una broma —dijo, palmeando a Daemon en la espalda.
Daemon le contempló con incredulidad. ¿Carecían todos los miembros de su familia de sentido común?
—Perdona que te insultara —dijo Belial antes de darse la vuelta para afrontar a Arina. Deslizó un largo y delgado dedo bajando por su mejilla y Daemon advirtió la rigidez de su cuerpo, el control que ella ejercía para no encogerse en respuesta—. Temo que la preocupación por mi hermana haya eclipsado mi sentido común. Y mis maneras. Estoy seguro de que podrás perdonarme.
Las palabras cargaban bastante emoción para sonar sinceras, pero algo en el comportamiento de Belial desmentía su voz. Daemon tenía la distinta impresión de que Belial jugaba tanto con él como con Arina. Sí, la mirada desde la esquina de los ojos del hombre. Esto le recordaba a un infiltrado intentando mantener la discreción cuando observaba cuidadosamente a los soldados a su alrededor. Aunque lo que Belial quería de él, Daemon no podía imaginárselo.
Arina se movió nerviosamente, y le miró. Sus ojos le suplicaron protección.
Daemon se puso rígido. ¿Podría su hermano ser abusivo? El pensamiento golpeó un familiar acorde en su interior e instantáneamente supo, que si ese era el caso, no podía permitir que ella se marchara con Belial. Si había algo que él no podía tolerar, era el abuso de inocentes.
—Así que decidme, Lord Belial, ¿de dónde sois los dos y a dónde os dirigís?
Belial lo enfrentó con un cansado suspiro, dándole la espalda a Arina.
—Nuestro hogar está hacia el sur. Somos del Valle Brakenwich. Mi padre y sus tierras cayeron bajo el yugo normando, y una vez que me di cuenta de que nuestra causa estaba perdida, cogí a Arina y dejé el campo de batalla. Pensé que deberíamos viajar al norte, donde viven nuestros parientes en Hexham —la tristeza oscureció su mirada fija y extendió sus brazos como un suplicante en una plegaria—. A condición de que, por supuesto, ellos todavía mantengan su casa.
Tal era el resultado de la guerra. Daemon lo sabía muy bien, pero no podía hacer nada por ayudar. Las víctimas inocentes siempre sufrían, incluso durante la paz. En efecto, la vida misma dejaba una cicatriz en las almas de todos los que atravesaban este brutal camino.
—No pediré perdón por las acciones de mi hermano —dijo Daemon—. Fue tu propia gente la que empezó esta guerra cuando le negaron el trono que le había sido prometido.
Belial se rió de sus palabras.
—Ah, lealtad. Un rasgo tan noble que lleva a muchos al oscuro abismo del Infierno —una pequeña risa emergió, y Daemon no pudo suprimir un breve temblor—. Admiro la lealtad. Esto facilita mi trabajo —añadió Belial.
—¿Qué significa eso? —preguntó Daemon, no lo bastante seguro de que hubiese oído el bajo tono correctamente.
—Esto alivia mi mandíbula —dijo Belial más alto—. Es un viejo dicho Sajón que solía citar mi padre. Vos sabéis, la lealtad hace la vida más fácil de vivir.
Daemon asintió, aceptando la explicación, pero no completamente seguro de que fuera la verdad.
—Así que, decidme, ¿cómo es que dos nobles ingleses hablan francés como si hubieran nacido allí?
Belial se encogió de hombros.
—Nuestra madre. Ella vino de Flandes.
Daemon echó un vistazo a Arina y la extraña mirada de su cara. Su hermano la asustaba y hasta que él supiera la causa de su miedo, se negaría a dejarla sin su protección.
—Bueno, entonces, somos casi primos, y como tal, os invito a que os quedéis y aceptéis nuestra hospitalidad tanto como deseéis.
Belial arqueó una ceja con sospecha.
—¿Por qué nos ayudaríais a nosotros, los derrotados?
Daemon sintió la confrontación directa en la voz de Belial. Sí, la mirada en los ojos de Belial no dejaba lugar a dudas; un desafío se cernía en las luminosas profundidades. Daemon jamás había sido el primero en echarse atrás, y no tenía ninguna intención de comenzar ahora.
Con la mirada endurecida, caminó hacia el noble sajón.
—Os ofrezco protección por la seguridad de vuestra hermana. Es obvio que ella nada sabe del sufrimiento —rastrilló a Belial con una deslumbrante y fría mirada—. No me preocupa lo que os pase, pero no veré herida a la dama.
Una sonrisa burlona curvó los labios de Belial. Soltó una breve carcajada.
—Así sea. Me quedaré, por la seguridad de mi hermana.
Con una extraviada arrogancia que le decía mucho a Daemon sobre el hombre, Belial atravesó el pasillo a zancadas, saliendo a la agradable tarde.
Arina se adelantó, su cabeza inclinada en modesta sencillez.
—No puedo agradeceros bastante lo que habéis hecho, milord —dijo alzando la vista hacia él con la gratitud brillando en sus ojos.
Entonces, para su absoluto asombro, ella se alzó en las puntas de los pies y le depositó un beso en la mejilla. La sorpresa casi lo pone de rodillas.
Sonrojándose, como una sombra rosada, Arina se excusó y se dirigió a sus habitaciones.
Daemon la observó volar, su mejilla todavía zumbaba por la caliente blandura de sus labios. Dejó caer su fija mirada al suave balanceo de sus caderas bien redondeadas y apretó los dientes.
Un largo dolor se extendió a través de su pecho cortándole la respiración y el deseo se disparó a través de él, encendiendo su sangre, sus lívidos y, durante un único momento, se permitió a si mismo imaginársela en sus brazos, su suave voz susurrándole al oído mientras la mantenía bajo él.
Daemon cerró los ojos en un esfuerzo por borrar la imagen. No lo hagas, se advirtió a si mismo. Y recordó la última vez que alguien se había atrevido a mostrar su gratitud con un casto beso. La cólera hirvió a fuego lento en su tripa ante el recuerdo. Nay, no podía permitir que Arina le tocara otra vez. Nadie debía tocarle jamás.
Arina se sentó a la elevada mesa, escuchando la miríada de conversaciones que zumbaban a su alrededor. La última tanda había sido servida y todavía Daemon permanecía ausente. No podía comprender qué le mantenía alejado de la mesa y su cena.
Belial se había sentado al lado de ella, pero había permanecido silencioso durante toda la comida. Ella advirtió el modo en que él miraba alrededor de la sala como si fuera un depredador al acecho. Algo sobre él la advertía del peligro, de la muerte, pero no podía encontrar completamente la fuente de su preocupación. Parecía lo bastante amigable, pero de todos modos, el sentimiento persistió hasta que temió que se iba a volver loca.
La gente comenzó a excusarse al dejar las mesas. Agradecida de que acabase aquella incómoda comida, Arina sonrió a su hermano.
—Me gustaría salir a pasear.
Él arqueó una ceja, con una mirada de censura en su rostro.
—Sé cuidadosa, Arina, se está haciendo tarde y odiaría que te sucediera algo.
El vello en la parte de atrás del cuello se le puso de punta ante sus palabras. Su rostro parecía sincero, pero un aire de falsedad colgaba entre ellos. Si sólo pudiera recordar su pasado, quizás entonces podría poner sus sospechas y miedos de descansar.
—No me demoraré mucho —dijo, levantándose de su banco.
Arina empujó, abriendo la pesada puerta de roble del señorío, la madera chirriando suavemente contra sus palmas. Un viento frío sopló contra ella, congelando sus mejillas. Casi se volvió atrás, pero no quiso afrontar a su hermano, o a alguien más, en ese momento. Todo lo que necesitaba era un poco de tiempo a solas, tiempo para pensar.
Apretando la mandíbula para impedir que le castañeara, salió al oscuro patio. Las antorchas habían sido encendidas y estas proporcionaron un poco de alegría para combatir las misteriosas sombras de la noche y ocultar los miedos que estaban al acecho en el polvo de su memoria.
Podía oír los murmullos que se dirigían los novios el uno al otro en el establo, y varios animales preparándose para irse a dormir. Con ningún destino en el pensamiento, Arina siguió un sendero que llevaba alrededor del camino de madera y entraba en un pequeño jardín.
Una helada esencia a rosas colgaba en el aire mientras las flores luchaban contra su inevitable rendición a la proximidad del helado invierno. Y aún así, la belleza del jardín, la esencia fuera de lugar de las flores, calentaban su pecho.
—¿Milady?
Ella saltó ante la voz que salía de una oscura esquina. Afrontando el sonido, observó a Daemon empujarse sobre sus pies y elevarse sobre el arbusto que lo había bloqueado de su anterior visión.
—¿Milord, que estáis haciendo aquí? —preguntó ella, acercándose.
Él no dijo nada. En cambio, la miró con la estable intensidad de un zorro cauteloso que había sido atrapado por una partida de caza.
Arina se paró al lado del arbusto, y bajó la mirada hacia el camastro que Daemon había hecho en la fría tierra donde un libro de manuscrito encuadernado en cuero yacía abierto. Su intención de dormir al aire libre en la fría noche era obvio y ella luchó contra el repentino dolor en su pecho por la solitaria naturaleza que lo mantenía tan distante.
Cecile dormía abrigada en una gruesa manta de lana próxima a una pequeña vela de sebo. Un plato de madera con queso, pan y fruta a medio comer no dejaba duda a que Daemon había tomado su comida allí fuera. Solo.
Ella alzó la vista hacia él, tomando nota de la sospecha en sus ojos. Lo que ella vio allí reflejado le robó el aliento. Los suyos eran los ojos de un anciano, alguien que había conocido un indecible sufrimiento. Ninguna chispa de vida brillaba en la ahuecada oscuridad de su alma, y en aquel momento supo que él buscaba darle la bienvenida al alivio de la muerte.
Aquella mirada la persiguió, asustándola más que cualquier cosa que pudiera imaginar. La familiaridad de la mirada rasgó a través de ella, y supo que en algún lugar en su pasado ella había estado más que informada sobre ello.
—¿Por qué estáis aquí? —preguntó él, su voz pesada con la necesidad.
—No estoy segura.
Un repentino fuego chispeó en sus ojos. Arina se lo quedó mirando, hechizada por la visión. Antes de que pudiera decir otra palabra, él la atrajo a sus brazos. Su mirada fija se deslizó por su cara como si se aprendiese cada línea y plano de memoria. Vacilante, alzó la mano hasta tocar su fría mejilla. Los cálidos callos de su palma calmaron el estremecimiento y enviaron un temblor sobre ella.
Ella le deseaba, lo sabía y con ese deseo vino el conocimiento de que su sitio estaba junto a él.
—¿No era suficiente con que frecuentaras mis sueños? —preguntó él, capturando un mechón de su pelo y frotándolo entre los dedos.
—No sé lo que quiere decir.
—¿No lo sabes? —un ceño fruncido delineó sus cejas y su brazo se cerró apretadamente alrededor de su cintura. La retuvo contra la fuerza de su pecho y antes de que Arina pudiera moverse, sus labios cubrieron los suyos.
La cabeza le dio vueltas ante el contacto y se rindió a si misma ante la suave caricia de sus labios que se apretaban contra los suyos. Su corazón palpitó contra su pecho, calentando su sangre con su incesante latido. Envolvió sus brazos alrededor de sus hombros, atrayéndole más cerca, deleitándose con la sensación de fuerza y poder grabada en su esencia.
Él se retiró ligeramente, sus dientes pellizcando sus labios, y entonces volvió. Ella abrió la boca, dando la bienvenida a su sabor, al calor de su aliento. Nunca en su vida podría olvidar la embriagadora sensación causada por su abrazo.
De repente, él alejó. Ella abrió los ojos para ver el terror en su cara cuando él la contempló con incredulidad.
Su respiración era laboriosa, se pasó una mano por el pelo y se apartó de ella.
—¡Márchese! —refunfuñó él.
Arina abrió la boca para protestar, pero antes de que una palabra pudiera escapar de ella, él se giró y la agarró de los brazos.
Toda la furia y la primitiva violencia de la naturaleza ardía en su mirada. Ella tembló repentinamente asustada.
—Mujer, si valoras tu vida, apártate de mi presencia.
Él la liberó. El amargo sabor del miedo aguijoneó su garganta. Horrorizada por sus acciones y las suyas propias, Arina huyó del patio y volvió a la seguridad del recibidor.
Daemon la observó volar con la culpa royéndole las entrañas. Por qué la había besado, no podía imaginárselo. Él sabía que era mejor no bajar sus defensas y ceder a los deseos de su cuerpo. Y a pesar de todo, ella hacía tan fácil el olvidar todo lo que le habían enseñado, todo lo que había sufrido.
—Arina —susurró al viento, el nombre rodando de sus labios como el dulce vino.
Si sólo pudiera reclamarla, pero lo sabía mejor que eso. Ella le recordaba a la luz del sol y el amor, todas las cosas que había anhelado como niño, todas las cosas que sabía que no podría tener como adulto.
Los recuerdos largamente olvidados surgieron a través de él, y recordó numerosas veces en su vida en las que había soñado con una pacífica existencia, con un hogar con alguien que cuidara de él, alguien que viera más que sólo su deformidad física. Daemon apretó los dientes, furioso por la inutilidad de sus deseos.
Debía volver al campo de batalla. Allí, se conocía a sí mismo, su lugar. Allí, no existían recuerdos de su infancia, o de las noches en las que se había tendido golpeado y olvidado. En el campo de batalla, nadie se atrevía a susurrarle por la espalda.
Sí, enviaría otro mensaje a William por la mañana y, esta vez, exigiría a su hermano que lo librara de sus deberes.
Belial vagaba por el patio, la alegría palpitando en su pecho. Casi parecía un pecado que su complot fluyera tan fácilmente. Amortiguó su risa y viajó a través del patio, pasando a los hombres que no podían verle y saliendo de las puertas para entrar en el oscuro bosque. Siguiendo el gutural cántico de la bruja, hizo su camino a través de los árboles al pequeño fuego que ella había empezado en el medio de un claro. Cómo amaba a los cómplices. Ellos hacían su trabajo considerablemente más fácil, y lo que es más, él siempre obtenía dos almas por el precio de una —o en este particular, y bendito, caso tres.
A fin de no asustarla, y a pesar del hecho de que eso disminuía enormemente sus poderes, recuperó su forma humana y se acercó a la bruja, quien removía un líquido espeso y acre dentro de su negro caldero.
—¿Qué es eso? —preguntó, arrugando la nariz en repugnancia.
Ella alzó la vista hacia él con una malévola sonrisa.
—Esto es venganza. Habría pensado que tú más que nadie conocerías su dulce aroma.
—¿Dulce? —Preguntó él, tosiendo cuando la brisa hizo volar el olor hacia su dirección—. Huele peor que las entrañas del agujero más profundo de Lucifer.
Ella sacudió la cabeza, sus ojos iluminados por el fuego y la luz interior de la locura.
—¿Estaban juntos?
—Sí. Él la quiere. Pero Daemon es un hombre con un feroz control. Tendremos que debilitarle.
La bruja sacó el cucharón del pote y lo golpeó un par de veces contra el lateral.
—Para qué crees que es —ella indicó el pote— esto.
Belial frunció el ceño.
—¿Qué vas a hacer, agitarlo bajo sus narices hasta que se desmayen?
Ella le dedicó la más repugnante de las miradas que había recibido nunca y Belial se preguntó sobre su cordura para insultarle así.
—Esta es mi parte del trato. La tuya es suministrar el calor a sus lívidos.
—La lujuria es mi especialidad —Belial flotó hacia la rama baja de un árbol donde podría observar a la bruja y su brebaje—. En efecto, deberías atestiguar los sueños que he impartido a Daemon para esta noche. Odiaría estar con el dolor físico que experimentará él mañana.
Belial comenzó a reírse, pero lo golpeó otro pensamiento.
—Ahora que lo pienso, sé un modo de hacer a la misma ángel un poco menos resistente —una alegre sonrisa se extendió lentamente por su cara. Él volvió a la sombra—. Sí, ella sucumbirá, por supuesto.
La suave música flotó a través del sueño de Arina. Las imágenes acompasaban la melodía y ella se incorporó de golpe en la cama. Durante un momento, pensó que el sueño la había abandonado, pero con cada frenético latido de su corazón recordaba más y más de su sueño, su vida, hasta que pensó que reventaría de felicidad.
¡Se acordaba!
Con una feliz carcajada, hizo la manta a un lado, recogió su vestido y corrió a buscar a Lord Daemon. No podía esperar a contarle lo que había descubierto.
Deteniéndose brevemente en el recibidor, echó un vistazo alrededor pero él no estaba allí. Tenía que encontrarle. Con las piernas temblorosas, salió corriendo por la puerta en busca de su camastro.
Estaba tan absorta en su búsqueda, que no advirtió al caballo y jinete que salían precipitadamente de la cuadra hasta que fue demasiado tarde para algo más que gritar.
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