Mientras Daemon ensillaba su caballo, Belial había juntado las provisiones de alimento.
—Despertaré a los demás —prometió Belial, pero tan pronto las palabras salieron de sus labios, Daemon dudó de ellas.
No es que importara. Sus hombres no se adentrarían en esta tormenta. Y prefería buscar a Arina él mismo que ser retenido por sus poco dispuestos hombres.
Montó a caballo y la silla se inclinó ligeramente mientras se ajustaba a ella. Se colocó la capucha sobre la cabeza y bajó la vista hacia Belial, quien lo miraba como un caballero observa a un escudero que lleva a cabo una orden. Incluso en la distancia, no pudo pasar por alto el destello maligno en los ojos del demonio. ¿Qué había colocado esa chispa allí?
Los escalofríos se propagaron a través de él. Si el demonio había dañado a Arina por su causa, Daemon juró rasgar su insidiosa forma en pedacitos. ¡Infiernos, era mejor que encontrara a Arina entera y bien!
Incitando a Ganille a galopar, se apresuró a través del patio y de la puerta. Daemon maldijo al tiempo que forzaba a Ganille a reducir la marcha a un trote. Los cascos del semental se deslizaban por el suelo congelado hasta que temió que ambos caerían. Peor que el hielo, eran los copos girando que obstaculizaban la visión.
Las mejillas ardían por el frío y Daemon rechinó los dientes con irritación. ¿Cómo de lejos podría haber llegado Arina?
Belial le había dado una dirección, el sur. Aunque dudaba que el demonio fuera alguna vez honesto, decidió que esta vez Belial le había dicho la verdad. No sabía el por qué le creyó, pero así lo hizo.
Cada hora que transcurría, Daemon se ponía más frenético. ¿Podría ella sobrevivir al frío? ¿Llevaba la ropa adecuada? No sabía lo que los ángeles conocían de su mundo. Sólo esperaba que Arina supiera lo suficiente para no poner en peligro su seguridad.
Pocas personas poseían las habilidades suficientes para subsistir en una noche como esta. ¿Pensaría incluso en buscar refugio?
Pero de todas las preguntas que le atormentaban, una ocupaba principalmente su mente. ¿Por qué se había marchado?
Una y otra vez, las imágenes jugaban en su cabeza: Arina riendo con los niños, Arina acercándosele con un brillo de deseo en la profundidad de los ojos. Su cuerpo estalló en llamas ante el recuerdo.
Ninguna otra mujer lo había querido alguna vez, nunca le había dado la bienvenida del modo en que ella lo había hecho. Había parecido tan feliz de estar con él. ¿Por qué entonces se había escapado durante una noche así?
Por favor, pidió silenciosamente, déjame encontrarla viva.
Daemon no podía imaginarse una vida sin ella, una vida de vuelta al aislamiento que conocía desde que nació. Aún así, ¿tenía opción? ¿Qué tipo de vida podrían compartir cuando eran dos seres completamente diferentes? ¿O no?
Apretando los dientes con rabia, juró que no se daría por vencido tan fácilmente. Arina era humana, por ahora, y eso era suficiente para él. Mientras conservara el cuerpo humano era su esposa y no tenía ninguna intención de perderla.
Por fin, vio a la yegua marrón. Las riendas estaban atrapadas en una zarza y el pequeño caballo relinchaba y tiraba de los arneses. El cuerpo se le entumeció y se preguntó si la sensación era debida a los vientos que le azotaban o al sinsabor terrible de la garganta.
Después de desmontar, Daemon se acercó a la yegua con precaución. El viento frío le mordía la carne y tenía las articulaciones rígidas de montar a caballo.
—Tranquila —dijo, su aliento formaba un pequeño halo alrededor de la cabeza. La tocó el cuello, acariciándola con cuidado el morro para que se calmara.
Moviéndose despacio para no alarmar a la yegua de nuevo, desenredó las riendas. Tenía el cuerpo lleno de arañazos y frotó con la mano enguantada los húmedos flancos. Arina había hecho trabajar duro al caballo.
—¡Arina! —la llamó, esperando que estuviera cerca.
Sólo el sonido del viento contestó a su llamada.
Atando las riendas de la yegua a su caballo, Daemon inspeccionó el área a pie, llamando a su esposa, con el corazón alojado dolorosamente en la ronca garganta.
¿Dónde podría estar? ¿La habría tirado la yegua? Tuvo un escalofrío al recordar cuando Ganille le tiró, volvió a montar otra vez y se dirigió al bosque.
¿Podría Arina sobrevivir a tal prueba? Daemon cerró los ojos, esperando que estuviera bien, con demasiado miedo de pensar en otra cosa.
Cuando estaba a punto de girar para buscar ayuda en la búsqueda, la encontró tendida cerca de un árbol grande.
—¿Arina? —jadeó, desmontando y corriendo a su lado.
Se arrodilló a su costado y la recogió. Su rostro era de un blanco espectral y tenía una gran contusión en la mejilla derecha. El terror le dominó.
Estaba demasiado quieta, demasiado inmóvil.
—¿Milady? —preguntó, con la voz temblorosa por el peso de las emociones mientras con delicadeza retiraba los mechones de su mejilla.
Sus ojos parpadearon para abrirse.
—¿Daemon?
El alivio le inundó. El corazón le martilleaba de gratitud, se levantó con ella en los brazos y la acercó al pecho.
—No hableis, debo encontrar dónde refugiarnos.
Asintiendo, ella le pasó un delgado brazo por los hombros y acurrucó la cabeza contra su cuello. El deseo y la ternura explotaron dentro de él. No, no podía dejar que le abandonara, no mientras el aire le llenara los pulmones.
Daemon tiró de la capa para envolverla y regresó hacia los caballos, pero con cada paso que daba, la sentía estremecerse por el dolor. Tragando el nudo de miedo en la garganta, sabía que debía encontrar algún sitio cerca para revisar sus heridas.
La sostuvo con cuidado en el regazo mientras montaba de regreso por donde había venido. Otra ráfaga de viento y nieve les golpeó, haciendo que el caballo corcoveara. Ganille resopló, encabritándose.
—¡So, muchacho! —ordenó, pero el caballo apenas colocó las patas. Cuando el viento aulló más, Ganille, aterrorizado, atravesó corriendo el bosque.
Daemon luchaba por controlar al caballo y mantener el tenue agarre sobre Arina. Durante varios minutos, no pudo hacer nada más que permanecer en la silla mientras atravesaban la nieve y el follaje.
De pronto, la nieve disminuyó y allí, delante de ellos, apareció una pequeña granja. Ganille sacudió la cabeza y se calmó, patinando suavemente en la nieve.
Daemon parpadeó en la oscuridad, ante una pequeña choza. Inseguro de creer lo que veía, giró a Ganille hacia allí y lo guió hasta parar ante la puerta.
Lanzó una pierna sobre la silla y, sosteniendo con fuerza a Arina, se deslizó al suelo. Cautelosamente, se acercó a la pequeña choza, esperando encontrarse a un sajón enfadado saliendo precipitadamente para atacarle. Cuando no irrumpió ninguna luz o sonido, se preguntó si la casa estaría abandonada.
Sujetando con un brazo a Arina contra el pecho, llamó a la puerta. Esta se abrió de golpe, sus goznes de cuero chirriaron cuando una ráfaga de viento la alcanzó y la envió de golpe contra la pared interior.
Daemon entró, luego se detuvo para mirar detenidamente el interior. Quienquiera que hubiera poseído la pequeña casita de campo debía haberla abandonado años antes. Las telarañas colgaban como mantos sobre los restos de unos sencillos muebles de madera y un hedor mohoso saturaba el aire. Torciendo los labios, se dirigió a la pequeña cama que se asentaba contra la pared del fondo.
Con la punta de la bota comprobó las correas de cuero que se entrecruzaban en el antiguo marco. Parecía en bastante buena condición, pero no podía estar seguro. Todavía no totalmente convencido de ello, sostuvo su ligero peso y con cuidado bajó a Arina hasta la cama.
Cuando esta no se derrumbó bajo su peso, suspiró de alivio y la tocó la mejilla.
Ella alzó la vista, su mirada reflejaba el dolor, el miedo y el agotamiento.
—Descansad aquí mientras atiendo a los caballos.
Ella asintió, cerró los ojos y colocó la mano sobre su guante.
—Gracias por venir a por mí.
El pecho se le contrajo. ¿Creía que alguna vez podría abandonarla al peligro?
—¿Dudais de mí?
—No —susurró—. Pero una parte de mí esperaba que no me encontrarais.
La aflicción le arañaba el corazón. ¿Por qué esperaba una cosa así? Daemon abrió la boca para hacerla la pregunta, pero se puso rígida como si una ola de dolor se disparara a través de ella. Decidiendo esperar hasta que tuviera tiempo de descansar, se quitó la gruesa capa y la puso sobre ella.
Se quedó quieta, con el pelo húmedo extendido como un abanico alrededor de ella. Él tuvo muchas ganas de pasar la mano por la masa sedosa, pero sus palabras le pesaban en el corazón como un ancla de piedra. Le dolía su declaración, pero no era el momento de presionar sobre el tema. Apretando los dientes, se dio la vuelta alejándose.
Daemon volvió con los caballos para desensillar a Ganille. Aunque el granero hubiera visto mejores días, todavía permanecía bastante intacto como para ofrecer refugio a los animales. Se echó las alforjas al hombro y recogió un hacha vieja y oxidada de la pared del establo.
Le llevó un tiempo hallar madera lo suficientemente seca como para usarla y para localizar un pequeño pedazo de silex entre el carbón que había alimentado el último fuego que la choza en ruinas había visto. Mientras hacía el fuego en el centro de la habitación, sintió la mirada de Arina sobre él. Mirando por encima del hombro, vio como sus ojos azules le seguían los movimientos.
Incapaz de discernir las emociones que parpadeaban en su mirada, siguió golpeando el silex hasta que hubo encendido un fuego decente. Los vientos aullaban fuera, golpeando la cabaña con una fuerza que le hacía preguntarse como aguantaba de pie sin derrumbarse.
Una vez acabada la tareas, se giró hacia ella.
—¿Cómo os sentís, milady?
—Con frío —dijo, castañeando los dientes.
Daemon cruzó el cuarto hasta erguirse sobre ella. A pesar de la compasión que sentía, su cólera remontó por su insensatez.
—Normal. ¿Qué queríais demostrar saliendo durante una noche como esta?
Ella agarrotó la mandíbula y apartó la mirada.
Suspirando con frustración, Daemon la recogió y la llevó más cerca del fuego. Aunque ella no dijo nada, notó la rigidez de su cuerpo, como si quisiera estar lejos de él. Cuidando de mantener la capa entre ella y el sucio suelo, la puso al lado de las alforjas.
Cuando comenzó a levantarla el ruedo de la falda, le agarró de la mano.
—¿Qué estás haciendo?
El miedo de su tono le atravesó, y supo por qué se había marchado. La última cosa que querría un ángel era el toque de un demonio bastardo.
Con un nudo en la garganta, Daemon se sentó y se quitó los guantes. Sin contestar a su pregunta, tocó su muslo izquierdo. Ella jadeó con dolor y todo su cuerpo se sacudió.
—Tengo que comprobar vuestras heridas, milady. Sentí como os estremecíais os sujetaba, y siempre que vuestra cadera rozaba mi cuerpo temblabais.
—Ah —susurró. Alzó la vista, y él vio la batalla interior que mantenía ella.
La amargura le quemó la garganta. Prefería soportar el dolor que aguantar que la tocara un momento. ¿Por qué se molestaba con ella? Debería abandonarla en esta pequeña granja y dejarla al cuidado de su Señor.
—¿Daemon? ¿Qué pasa?
Hizo una mueca cuando su nombre salió de sus labios. ¿Lo utilizaba sólo para profundizar la herida que ya le había infringido?
—No es nada —dijo, comenzando a incorporarse.
Le cogió del brazo y lo atrajo.
—¿No vais a comprobar mi pierna?
La miró fijamente con incredulidad.
—Por la expresión en vuestra cara; asumí que preferíais que no os atendiese, milady.
Una sonrisa curvó sus labios, y él frunció el ceño desconcertado ante su humor.
—Mi reacción no fue por vuestro toque, más bien fue por el frío —se apretó la capa por los hombros—. Vos, milord, deberíais dejar de juzgar las acciones de la gente con tanta facilidad. La mayoría de las veces, sacais conclusiones incorrectas sobre sus motivaciones.
Él resopló. ¿Quién era ella para reprenderle?
—Simplemente me baso en mis experiencias, que me han enseñado bien sobre el por qué la gente se estremece ante mi acercamiento.
—¿Alguna vez me he estremecido?
Daemon tragó el nudo amargo de la garganta.
—No, milady. Pero os arriesgaste a este temporal por abandonarme. ¿Os importaría decirme el por qué?
Ella miró a lo lejos, sus ojos extrañamente opacos. Se pasó las manos por los brazos como si ahuyentara el frío.
—El tiempo no era tan malo cuando comencé mi viaje.
—Estáis evitando mi pregunta.
Arina retorció el borde de la capa de lana con los dedos, tratando de pensar en alguna respuesta que aceptara. Qué cansada estaba de inventar historias para Belial y Daemon, tratando de mantener a ambos lejos de la verdad. Le palpitaba la cabeza y añoraba la paz.
—¿No vais a contestar?
Arina suspiró profundamente y buscó su penetrante mirada.
—No tenía elección.
—¿No teníais elección? —Preguntó con un profundo ceño—. Siempre hay elección, milady. Escapasteis esta noche como si alguien te alejara. ¿Fue Belial?
—No, milord. Me alejé yo sola.
Su ceño se profundizó y el dolor destelló en su mirada.
—¿Por qué?
Su alma le pedía a gritos que permaneciera callada. Si le dijera la verdad, nunca permitiría que le protegiera. Era un guerrero, acostumbrado a defenderse a sí mismo. Nunca consentiría que una simple mujer lo protegiera.
Pero él no entendía los poderes a los que se enfrentaban, la verdadera falta de esperanzas de su situación.
—¿Por qué debéis seguir guardándome secretos? —preguntó, paseando ante ella—. Pensé que los ángeles siempre daban respuestas honestas.
Ella levantó la barbilla, la implicación la había herido el orgullo.
—Sólo procuro protegeros.
—¿Protegerme? —preguntó, con el rostro horrorizado—. ¿Por qué?
Una vez más, apartó la mirada, temiendo que de alguna manera pudiera leerle los pensamientos.
Él se arrodilló a su lado y ahuecó su barbilla con una cálida mano. Contra su voluntad, la forzó a alzar la vista.
—¿Qué es lo que no me habéis dicho, milady? ¿Qué secreto guardáis dentro del pecho que os aterroriza, hasta el punto de haceros huir de vuestro hogar durante una espantosa noche invernal?
Se humedeció los labios, su toque y su conmovedora mirada estaban debilitando su resolución. Parte de ella quería decirle la verdad, para poder tener ayuda para tratar con Belial y la maldición. Sin embargo, ¿se atrevería?
¿Le ayudaría el conocimiento, o le perjudicaría más? Cerrando los ojos, rezó por una solución.
Daemon la soltó y se alejó.
—Muy bien, milady, guardaos vuestros secretos.
Alzó la mirada para ver el sufrimiento reflejado en sus ojos. Sin duda, él pensaba que lo rechazaba. Se le hizo un nudo en el estómago. No, no podía permitirle que creyese eso. Demasiadas personas lo habían apartado, y preferiría morir que dejar que pensara que ella no era mejor que los demás, que no albergaba ningún amor por él en el corazón.
Inspirando profundamente y temblando, dijo:
—Os abandoné, milord, porque estáis destinado a morir en mis brazos.
El impacto se reflejó en su mirada un momento antes de ser reemplazado por el regocijo.
—No hay ningún otro lugar donde preferiría morir.
Se quedó boquiabierta e inmóvil, aturdida por sus palabras, hasta que la cólera le recorrió las venas.
—¿Cómo podéis ser tan simple? No es ninguna broma.
—Nunca he estado más serio.
Y aunque ella tuvo muchas ganas de contradecirle, la sinceridad de su mirada le dijo que hablaba convencido de ello.
—No me tomo vuestra vida tan ligeramente, y lamento que no presteis atención a mi advertencia.
Él negó con la cabeza y se sentó a su lado. La luz jugaba con su pelo, provocando sombras en las facciones de su rostro.
Arina deseaba levantar la mano y recorrer las sombras que revoloteaban, pero no se atrevió. No, no tenía tiempo para esto. Debía hacerle prestar atención a la advertencia.
—No puedo creer que escaparais porque temíais que yo muriera —una esquina de su boca se levantó en una sardónica sonrisa—. Milady, todos los hombres están destinados a morir tarde o temprano.
—Sí —dijo, con un peso en el corazón—. Conozco la mortalidad de los hombres mucho mejor que vos. He pasado la eternidad recogiendo almas y escoltándolas hasta la Puerta de Pedro.
Esta vez, cedió a la necesidad de tocarle. Extendió la mano y apartó un mechón de pelo de su helada y enrojecida mejilla.
—Pero vos, milord, deberíais tener una vida completa para vivir. No deberías morir tan joven sólo por una maldición con la que no tenéis nada que ver.
El fuego ardía en sus ojos. Esto la chamuscó por su intensidad, derritiendo su voluntad.
—Las maldiciones me han perseguido toda mi vida. ¿Qué me importa una más?
Ella enterró la mano por debajo de la coleta sujeta a la nuca y lo aproximó. Él pasó sus fuertes brazos a su alrededor y ella se deleitó con su delicioso toque. Temblando ante el peso del miedo y del amor, ella enterró la cara en su cuello.
—Las otras maldiciones no traían la muerte —dijo ella.
Le acarició la espalda, su toque la calentaba mucho más que el fuego.
—Sí, milady, las otras maldiciones me condenaron a la muerte eterna. ¿Qué me importa si camino por esta vida poco tiempo?
—A mí me importa.
Dejó de acariciarla y la cogió estrechamente por la cintura.
—¿Cómo ángel o como mi esposa?
—¡Como vuestra esposa! —exclamó, preguntándose cómo podía dudar de los sentimientos que sentía hacia él.
Él se mofó y se apartó.
—¿Pero queréis ser mi esposa? ¿Podéis acatar los votos humanos?
¿Podía? La duda le estrujó el corazón, exprimiéndolo hasta que quiso gritar.
—No lo sé, milord. Pero siento como un humano, me preocupo como un humano.
Su penetrante mirada se oscureció y la repentina sospecha en sus ojos la hirió.
—¿Cómo sabéis que sentís como un humano?
—Porque nunca me había sentido así antes. En el pasado, mis sentimientos estaban embotados.
Sólo ahora veo los colores de verdad, percibo los aromas.
—¿Y qué sentis?
—Yo… —Arina hizo una pausa. No, no podía decirlo en voz alta.
Ella se aclaró el doloroso nudo que tenía en la garganta.
—¿Qué sentís vos, milord?
Daemon negó con la cabeza y se incorporó. Las emociones estaban tan enredadas que no sabía cómo contestar a una pregunta tan simple. Una parte de él moriría por ella, y otra parte quería maldecir su existencia y todo lo que ella significaba.
—No hay ningún motivo para que nosotros tengamos algo en común, milady. Vos perteneceis a la luz y a Dios, y yo soy terrenal y maldito.
Ella le miró con una ternura que le hizo temblar.
—No estáis maldito. No sois más que un hombre.
—Maldito por los hombres.
—Pero no por mí.
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