viernes, 23 de marzo de 2012

DA cap 16

Belial se cernía en las sombras del establo, su cuerpo translúcido flotaba alrededor de las vigas. Por fin podía convertirse a su forma de demonio. Echó la cabeza hacia atrás y rió, deleitándose con el creciente poder. Sólo unos pocos días más y volvería a ser él mismo.
Un destello de color marrón le llamó la atención. Se desvió a la parte superior del establo para poder mirar más detenidamente a través de las grietas de la madera, vio a Edred cruzar el patio. El pequeño fraile gordo echaba un vistazo furtivo alrededor como si buscara a alguien, o tal vez evitaba a alguien.
Belial frunció el ceño, una molestia punzante se asentó en el vientre. Algo estaba mal. Bajó hasta el suelo y despreocupadamente salió.
—¡Lord Belial! —exclamó el fraile.
Con una calurosa sonrisa, Belial fingió sorpresa y se acercó a él.
—Saludos, Hermano. ¿Qué deberes tiene éste día?
El fraile le agarró del brazo y rápidamente lo llevó hasta un pequeño jardín en el lateral de la residencia. Exploró el jardín como un ratón temeroso que buscaba un gato.
Belial tenía muchas ganas de soltarse del apretón en el codo, pero lo toleró, sabiendo que tarde o temprano averiguaría qué tenía al hombrecito tan alterado.
—He hablado con su hermana —dijo el hermano Edred en un tono bajo.
Belial alzó las cejas en expectativa. ¿Podría el pequeño ratón gordo haber tomado el pedazo de queso incorrecto?
—¿Ahora?
—Sí —dijo, los ojos grandes y redondos de miedo—. ¡Y dijo que había demonios entre nosotros!
Belial le otorgó una sonrisa paciente, sermoneando.
—Desde luego que hay un demonio entre nosotros. Lord Daemon…
—No, dijo que era otro.
—¿Otro? —preguntó, asegurándose de parecer asustado mientras se inclinaba más cerca—. ¿Nombró a la bestia?
Edred negó con la cabeza, la mirada melancólica. Retorcía las manos rechonchas.
—Se lo daría si hubiera alguno, pero por desgracia dijo que no sabía quién era. Sólo que había percibido señales y que la bestia se movía cerca.
—Es una mala señal —dijo Belial, sacudiendo la cabeza.
Así que Arina había sembrado la duda en la mente del fraile Edred y le había enviado a buscarle. Era una cosa buena que tuviera al fraile como aliado, o ella podía haber tenido éxito.
Sin embargo tenía que sofocar una sonrisa ante sus recursos. Angelito inteligente. Tenía que vigilarla más estrechamente. Arina estaba aprendiendo su trabajo y los métodos un poco más rápido de lo que debía. Una ola de calor le cubrió el cuerpo. Admiraba a un aprendiz rápido. Pero, aún así, no podía pensar como él, y su pequeña estratagema con el fraile sin duda, la volvería en su contra.
—Al parecer, Lord Daemon está reuniendo a sus vasallos.
El fraile se santiguó, todo su cuerpo temblaba. Belial aspiró el dulce aroma del miedo, alimentando su alma hambrienta de ello.
—¿Cree realmente que el demonio está aquí, entre nosotros?
—Sí —dijo Belial con gravedad—. Debemos desenmascarar a Daemon. Llamaremos a Lord Norbert. Juntos incluso podremos ser más astutos que el diablo.



Daemon salió de la sala, pero antes de que diera tres pasos en el exterior. El hermano Edred corrió hacia él y le echó agua en la cara. Daemon maldijo, limpiándose las gotas que le caían por la barbilla. Mirando al hombrecito airadamente, luchó con el impulso de golpearle.
—¿Qué le ocurre?
—Perdóneme, milord —dijo el hermano Edred, con las manos temblorosas—. No vi que se acercaba. Le pido humildemente que me perdone.
Daemon entrecerró los ojos. Por lo que había visto, eso no había sido ningún accidente. En verdad, lo percibió como muy deliberado. La furia se agazapó en el pecho, Daemon apartó al hombre con una advertencia:
—Le pido que tenga más cuidado por donde anda. Podría hacer daño a alguien, tal vez incluso a sí mismo —refunfuñó, comenzando a caminar hacia el establo.



Belial derribó a Norbert tras del gran arbusto mientras Daemon pasaba caminando con ojos enfurecidos. Cabeceó hacia Norbert.
—Es como dije.
Norbert apretó los dientes. Sí, Belial había tenido razón. Daemon poseía tal poder, que ni aún el agua bendita que el fraile le había lanzado había dañado su carne.
El odio rezumó a través de sus venas. Si Harold sólo hubiera sobrevivido, entonces, esa bestia no se daría un festín con la buena gente de Sajonia.
El hermano Edred se unió a ellos, con preocupación en sus sabios ojos.
—¿Qué vamos a hacer ahora?
Norbert ignoró la pregunta y se excusó. Podía no ser capaz de derrotar al diablo, pero tal vez podía salvar a Arina. Sí, la bestia Normanda podía haberla retenido contra su voluntad, pero con un poco de suerte podía ser capaz de frustrar ese mal y liberarla.


Entre —contestó Arina a la llamada. Levantó la vista de la costura para ver a Norbert entrar en sus aposentos. Frunciendo el ceño ante su presencia, ya que no podía imaginarse lo que quería de ella. Nunca desde la noche en las almenas la había buscado—. Mi señor ¿Qué os trae por aquí?
Él se aproximó, luego hizo una pausa cuando vio a Cecile. Norbert observó sus andares mientras atravesaba el piso. Una mirada extraña cruzó por su expresión, y si Arina no estaba equivocada, juraría que el pequeño gatito lo había asustado. Su mandíbula se tensaba como si tuviera muchas ganas de decir algo.
Esperó varios segundos. Cuando parecía que iba a continuar con su silencio, Arina le ofreció una sonrisa tranquilizadora.
—¿Hay algún asunto que os inquiete, mi señor?
Cuando volvió a mirarla, luchó por captar sus emociones pero éstas la eludieron.
—Mi señora, quería deciros que mis hermanos y yo tenemos la intención de marcharnos dentro de una hora.
Ella bajó la mirada hacia la costura y dio una cuidadosa puntada.
—Entonces tened cuidado e id con Dios.
Se arrodilló ante ella y tomó la aguja de sus manos. Mirándole a los ojos, le recordó a un penitente buscando la ayuda Divina.
—Mi señora, si lo deseais, podemos llevaros con nosotros.
Arina se sobresaltó ante sus palabras. ¿Por qué iba a hacer semejante cosa?
—¿Qué queréis decir?
Con un suspiro puso la mano sobre su rodilla.
—Sé que os escapasteis y que el normando os trajo de vuelta. Si todavía deseáis huir, podemos ayudaos. Os aseguro que ésta vez él nunca os encontrará.
Arina le miró fijamente, una parte deseaba aceptar y otra parte no podía. Si se fuera, Daemon estaría a salvo, pero la negación clamaba en su corazón.
¿Cómo podía abandonarle?
Miró la túnica de Daemon que tenía en el regazo. Trazando con el dedo el fino lino, casi podía sentir sus músculos bajo ella. El dolor insoportable la atravesó, y aunque sabía que debía irse, no podía aceptar la oferta de Norbert.
De hecho, no había ningún contratiempo en todas esas semanas. Tal vez algunos de sus rezos habían surtido efecto. O la penitencia de Raida. Debía creer que todo estaría bien.
—No puedo dejarle —susurró.
Norbert la cogió de las manos colocándoselas entre las suyas. Sorprendida por su contacto, Arina se tensó.
—Por favor, mi señora. Dejadme ayudaros.
Mientras abría la boca para responder, sonó un fuerte ruido en el exterior. Con el aliento atascado en la garganta, arrojó a un lado la túnica y corrió a ver qué había sucedido.
Al entrar en el salón, se detuvo, el corazón se la aceleró. Daemon estaba en el centro de la sala, el gran hachero[1] destrozado a su alrededor.
Wace se aproximaba a él, mirando al techo.
El grupo de funcionarios que se encontraba cerca, inmóvil. Era como si tuvieran miedo de respirar.
Arina corrió hacia su marido, gritando de miedo:
—Milord, ¿estáis bien?
—Casi le aplasta —dijo Wace, antes de que Daemon pudiera responder a la pregunta—. Nunca he visto algo así.
Arina observaba la madera astillada y los hierros retorcidos que cubrían los alrededores de Daemon.
—Perdón, mi señor —dijo uno de los funcionarios, frotándose las manos con nerviosismo cuando finalmente se acercó—. Pero la cuerda se deslizó de las pobres manos de Aldred, mientras estábamos tratando de reemplazar las velas. ¡Fue un accidente, lo juro!
Daemon se adelantó y se sacudió los restos de la túnica. Por un momento, la sospecha le oscureció los ojos, pero al mirar al viejo que tenía delante y a los hombres más jóvenes que se apretujaban contra la pared, su mirada se aclaró.
—No temas, no ha ocurrido nada malo.
—¿Nada malo? —jadeó Arina—. Podías haber muerto.
Tan pronto como dijo las palabras, se dio cuenta de lo que había ocurrido… la maldición.
Había sido una tontería pensar que se podía haber roto. Un frío la recorrió el cuerpo y se la nubló la vista.
Se apartó de él, las familiares palabras llenas de odio de Raida la resonaron en la cabeza.
«Lo verá morir». El terror la cegó, se giró y salió corriendo de la sala.
Volviendo a los aposentos, Arina exploró su entorno con el cuerpo tembloroso por el miedo. Le ardía el pecho y respiraba con breves jadeos. Sintió como si fuera a desmayarse o a morirse.
—No —susurró.
No podía morir. No por su culpa. ¿Por qué, por qué se había quedado? ¿Cómo podía pensar por un momento que podía romper la maldición y liberarlos a ambos?
—¿Milady?
Se dio la vuelta hacia la voz de Daemon. La tomó entre sus brazos, y ella tembló de miedo.
—Eso no fue más que un accidente —dijo, con ternura en la voz.
—No, fue la maldición —susurró, deleitándose con su toque y con miedo de que al siguiente momento pudieran arrebatarle la fuerza de sus brazos, el aliento de sus pulmones.
Una imagen del joven muchacho sajón arrastrándose a la muerte le vino a la mente y se puso rígida. Las lágrimas la anegaron los ojos. No quería ver a Daemon así. Ver cómo se le escapaba la vida, cómo sus ojos se volvían opacos.
Daemon negó con la cabeza.
—Si hubiera sido la maldición, estaría muerto —dijo, dando un paso para alejarse de ella—. ¿Te parezco un fantasma?
Ella negó con la cabeza, las lágrimas le caían por las mejillas.
—Te digo que esto es por la maldición.
Daemon la limpió las lágrimas del rostro, su cálida mano sólo provocaba que se le acrecentara el miedo. La miraba fijamente con asombro y ella vio el dolor que se reflejaba en sus profundidades.
—Nada de lágrimas, milady. Todavía estoy aquí.
Arina asintió y él la atrajo a sus brazos. La retuvo durante varios minutos. Cada uno de ellos parecía suspendido en el tiempo, y ella saboreó cada latido de su corazón contra el pecho. Y con cada golpe, sabía lo que tenía que hacer.
Que el cielo la ayudara, tenía que dejarle.
Sonó un golpe sobre la puerta un instante antes de que Wace la abriera.
—Perdonadme, mi señor, mi señora —dijo, con un rubor cubriéndole las mejillas—. Yo estaba…
—Lo sé, Wace —dijo Daemon, interrumpiéndole—. Atiende a los caballos.
Wace asintió y los dejó solos.
Daemon la frotó los brazos con las manos.
—No más preocupaciones, milady. Todo se arreglará.
Ella asintió, con la garganta demasiado agarrotada para hablar. Con el corazón pesado, le miró ajustarse la espada a las caderas.
Arina lo siguió por el salón, hacia el exterior del patio. Él se montó a caballo y ella admiró la gallarda figura que presentaba.
Nunca le volvería a ver otra vez. El pensamiento destrozó su corazón, su alma. Arina le miró fijamente, grabando cada línea de su cuerpo y rostro en la memoria. Aquel recuerdo sería su único consuelo en los años venideros. Vacuos, años vacíos que pasaría deseando a un hombre que sabía que nunca podría tener.
Sacudiendo las riendas, Daemon le ofreció una última y tierna mirada.
Arina le despidió.
La cálida mirada en sus ojos le robó el aliento. Daemon azuzó con las piernas al caballo y salió por la puerta. Ella cerró la mano en un puño y la bajó al costado.
—Ten cuidado, mi hermoso normando —susurró.
Cerrando los ojos, Arina lamentó que el hachero no le hubiese caído encima. Al menos entonces su desgracia se habría acabado. Con el corazón pesado y con un nudo en la garganta, se giró y vio a Norbert de pie con sus hermanos.
Se acercó a ellos.
—¿Habéis cambiado de idea, mi lady?
—Sí —dijo con la voz temblorosa.
No le abandones, la advertencia sonó en su mente, pero esa vez no le hizo caso.
—Iré con vos.


[1] Hachero: Lámparas antiguas de hierro y madera que mediante una cuerda bajaban y subían para colocar velas sobre el armazón y así iluminar amplios espacios. (N.T.)

No hay comentarios:

Publicar un comentario