viernes, 23 de marzo de 2012

DA cap 19

Belial se enderezó, su atención finalmente sobre ella.
—Bromeas.
—No —dijo, un escalofrío la recorrió ante la mera idea de sacrificarse, un sacrificio del que nunca debía permitir a Daemon saber nada.
Los ojos del demonio ardían.
—¿Tanto significa el mortal para ti?
Levantó la barbilla, negándose a responder a la pregunta. Él sabía su respuesta, y temía que al pronunciarlo, de alguna manera, le diera más fuerza.
Sacudiendo la cabeza, Belial esbozó una pequeña sonrisa.
—Eres una tonta.
Las mejillas se le calentaron con la burla. Sí, era tonta, pero no tenia elección. Se negaba a ver a Daemon castigado por algo que ella había hecho.
—¿De acuerdo?
Él asintió con la cabeza.
—Sí.
Arina cerró los ojos, aliviada y con todo, aterrorizada. Pero prefería perder su propia alma y otorgar la vida a Daemon.
—Gracias —susurró, frotándose el escalofrío de los brazos—. ¿Cuándo me reclamarás?
Belial abrió la boca, luego la cerró. Una extraña mirada flotaba en sus ojos. Inclinó la cabeza hacia atrás y emitió un profundo suspiro.
—No puedo hacerlo —susurró en un tono tan bajo que ella ni siquiera estaba segura de lo que oyó.
Unió su mirada a la de ella.
—Que Lucifer me ayude, pero tengo que contarte la verdad.
Ella frunció el ceño ante la torturada voz, preguntándose qué quería decir.
—¿La verdad?
—Sí, mentí —susurró—. No puedo tomar tu alma y prescindir de la de él. Sabes que no tengo control sobre su condición actual.
—¡Pero tú puedes romper la maldición! —insistió, asustada de que él se volviera atrás en el acuerdo. No podía. Seguramente, incluso Belial no podría ser tan depravado—. Si me llevas ahora, el tendrá una oportunidad de sobrevivir.
Belial resopló. Entonces, antes de que ella se moviera, sacó una daga y le cortó la garganta. Arina jadeó y se tocó la herida, pero donde la sangre debería estar derramándose, sólo había suave piel a salvo. Le miró con horror.
—¿Qué es esto?
Él guardó la daga en su cinturón y se encogió de hombros con indiferencia. Mirando hacia otro lado como si se aburriera, suspiró.
—No puedo reclamar tu alma hasta que mueras, y no puedes morir hasta después que él lo haga.
—No entiendo —dijo ella, su mente corriendo aceleradamente. Era humana, tenía que serlo. Y si era humana, entonces debía ser capaz de morir antes que Daemon—. Me he hecho daño desde que estoy aquí. He…
—Pero nunca has sangrado ni una vez.
Abrió la boca para protestar, después la cerró atenazadamente. Tenía razón. Cuando la yegua la había tirado a la nieve, había sido golpeada, pero no había caído sangre.
La agonía y la desesperanza le invadieron el corazón y el alma. ¿Realmente no había manera? ¿No había esperanza?
—Me dijiste que la maldición podía romperse.
—No, tú lo dijiste. Yo simplemente ofrecí el trueque. Tú sacaste tu propia conclusión. Casi todas las palabras que salen de mi boca han sido una mentira de algún tipo y caíste en todas y cada una. Tú, mi ángel, eres demasiado ingenua.
Rígida por el insulto, ella entornó los ojos.
—¿Por qué me dices esto?
Belial suspiró y se miró las manos.
—Soy un malvado bastardo pero incluso yo soy capaz de tener sentimientos. Nunca me ha importado reclamar humanos como Edred, quienes traen su condena con sus propias acciones, o incluso aquellos que fueron suficientemente estúpidos para caer en mis tentaciones, pero tú…
Hizo una pausa y comenzó a alejarse.
—¿Qué pasa conmigo?
Belial se volvió hacia ella. Las emociones se notaban en su rostro y ella deseaba llamarlas por su nombre, pero su procedencia se le escapaba. Finalmente, él suspiro de nuevo.
—Eres verdaderamente altruista, y no importa cuánto me gustaría entregarte a Lucifer, no puedo.
Belial la observó, y su caliente mirada le envió un escalofrío a sus brazos.
—El corazón de Daemon no es el único que has reclamado.
Aturdida, ella no podía hacer nada más que mirar. ¿Cómo podía decir eso? ¿Era simplemente otra de sus mentiras que utilizaba para manipularla?
—¿Y se supone que debo creerte?
Se encogió de hombres.
—Cree lo que quieras. Sólo déjame en paz.
Arina vaciló. ¿Qué debería creer?
Cuando ella no se movió, Belial la empujó lejos de él.
—Vuelve con tu marido, ángel.
Por la mirada en sus ojos él podría decir que ella quería discutir, quería llamarle mentiroso, pero no dijo nada. En su lugar, se dio la vuelta con una dignidad y gracia sin igual y caminó hacia el vestíbulo.
Sentado, Belial se inclinó y bajó la cabeza a sus manos. Tal vez había sido la pacífica noche la que lo había debilitado. Arina lo había sorprendido en un estado de ánimo débil y él se había confesado a ella. ¡Maldito fuera por su estupidez!
—Ya lo eres.
Miró a Mefistófeles.
—No estoy de humor para tratar contigo esta noche.
Mefistófeles arremetió con una mano en garra, apresándole por la mandíbula. Belial retrocedió por el golpe con la cara ardiendo. Cambió a su forma demoníaca y se abalanzó contra él, pero no le sirvió de nada. 
—Siempre he dicho que eres demasiado blando para tus misiones. Pero Lucifer no quiso escucharme. No, a él le gustan tus bromas demasiado. Gracias por demostrarle finalmente cómo eres realmente.
Belial trató de aflojar la presión en su garganta.
—¡Suéltame!
Mefistófeles sacudió la cabeza, su asimiento apretándose aun más.
—He venido con órdenes de Lucifer. Mata al normando y llévale al ángel o serás mi esclavo.
Mefistófeles le soltó. Belial se atragantó y tosió con la garganta ardiendo.
—Personalmente —dijo Mefistófeles volando por encima de él— no me importa lo que elijas. De cualquier manera, he ganado la confianza de Lucifer. Fuiste un tonto, Belial. ¡Tenías su favor y lo cambiaste por ellos!
Belial se estiró hacia él, pero Mefistófeles se desvaneció en la noche. Apoyando la cabeza en el suelo, escuchó los suaves sonidos de la noche, la brisa a la deriva a través de las hojas. Un tanto por la compasión.
Apretando los dientes, recorrió la lista de sus cómplices. Norbert se había ido, Raida se había convertido y Edred había fracasado. Todos sus peones habían sido efectivamente neutralizados. ¿Dónde le dejaban?
Entre el puño y la palma de la mano de Lucifer. Suspiró, sabía que no tenía elección.
—Perdóname, ángel —susurró.
Durante tres días, Arina permaneció con Daemon mientras duraba su fiebre. Dado que sus lesiones le cubrían la espalda, habían sido forzados a mantenerle sobre su estomago, lo cual hacia casi imposible alimentarle. Ella rezaba por su recuperación antes de que el hambre tomara su vida.
Raida estaba en la mesa, mezclando hierbas y pronunciando sus propias oraciones.
—Aquí, mi señora —dijo, entregándole a Arina una copa—. Esto debería dispersar la fiebre.
Arina forzó su garganta lo mejor que pudo.
—Oh, Raida, ¿qué vamos a hacer? —preguntó con el corazón dolorido.
Raida sacudió la cabeza y suspiró.
—No lo sé, mi señora. He intentado encontrar alguna manera de romper la maldición, pero nada ha funcionado.
Un suave golpe las interrumpió.
—Entrad –respondió Arina.
La puerta se abrió y el Hermano Edred entró. Ella arqueó una ceja de sorpresa, y el amargo sabor del odio escaldó su garganta.
—¿Qué os trae por aquí?
Tragó saliva, su gorda papada se agitó. Aclarándose la garganta, le dio una mirada torva.
—He venido a hacer las paces. He estado ayunando y rezando y, finalmente, una voz me dijo que viniera aquí. Cometí un error, mi señora. Acusé falsamente a un hombre inocente y ahora él puede morir por causa de ello.
Arina abrió la boca para pedirle que saliera de la habitación, pero se detuvo. Por encima del hombro del hermano Edred, vio a Kaziel. Éste alargó una mano y empujó a Edred hacia delante.
Edred dio un paso y tragó.
—Por favor perdonad mi error, mi señora.
—Estáis perdonado —dijo ella suavemente, al darse cuenta de que el hermano Edred debía haber logrado una mayor condonación por su parte.
Asintiendo con la cabeza hacia ella, Kaziel curvó sus labios en una amable sonrisa, después se desvaneció.
Una repentina, irregular y profunda respiración atrajo la atención de Arina de nuevo hacia la cama. Daemon se movió, y lentamente abrió los ojos.
Arina jadeó, corriendo a su lado. Su corazón martilleó, y alargó una mano temblorosa para tocar la febril mejilla.
—¿Mi señor? —preguntó, el alivio se derramó sobre ella. Nada era más hermoso que la vista de sus ojos abiertos, su lúcida inteligencia brillando espléndidamente.
Oyó cerrarse la puerta. Levantando la mirada, se dio cuenta que el hermano Edred se había ido silenciosamente.
Daemon intentó levantarse, pero Arina le detuvo.
—Por favor, mi señor. Os haréis daño.
Él se dejó caer de nuevo al colchón y lanzó un suspiro de cansancio.
Ella se arrodilló a su lado para que no tuviera que esforzarse para mirarla.
—¿Cómo os sentís?
Respondió con una mueca. Arina sonrió, y le apartó un mechón de pelo de los ojos.
—¿Qué pasó con ellos? —preguntó con voz ronca y débil.
La ira se mezcló con el dolor y puso a su corazón a latir con fuerza. No necesitaba que Daemon le explicara de quienes hablaba.
—Los dos que custodiaban la puerta fueron amonestados. Traté al que manejaba el látigo igual, y el hermano Edred…
Arina se detuvo, insegura de cómo decírselo.
—Le soltasteis.
Tragando, asintió.
—Pensé que era mejor permitir al Señor y a Pedro manejar su sentencia.
Daemon tendió una mano y tomó las suyas. Su débil agarre le trajo una oleada de culpabilidad por no haber hecho más. Pero no pudo.
—Está bien, mi señora. Nuestras leyes son tales que no queremos perjudicar al clero, y mi hermano se habría enojado si hubieseis roto esa ley, incluso por mí.
—¿Entonces no estáis enfadado?
Una luz llegó a sus ojos, y si Arina no lo supiera mejor, juraría que sonreía.
—No estoy enfadado. Al menos no con vos.
Ella sacudió la cabeza con la garganta constreñida.
—No es el Señor, deberíais…
—Mi señora, por favor —susurró, interrumpiéndola—. Ya estoy familiarizado con vuestra conferencia de cómo el Señor no es responsable de las acciones de sus seguidores.
—Sin embargo, ¿todavía le culpáis?
Para asombro de Arina, negó con la cabeza.
—No, mi señora. No encontré delito con vuestro culto. Mi ira está reservada únicamente para el fraile.
Le miró fijamente, incapaz de creer sus palabras. Palabras que debían haberle causado mucho dolor pronunciar y que le dieron más esperanza de la que había tenido antes. Si Daemon podía sufrir lo que había sufrido y no arremeter contra el Señor, entonces todo era posible.
Las semanas pasaron rápidamente y Arina esperaba con temor y esperanza. Raida y ella habían intentado todo lo posible para romper la maldición. Lo peor era que no tenían forma de saber con certeza si la maldición se había roto.
Arina había intentado varias veces consultar a Belial, pero éste se negó a hablar más con ella. Decidió que la maldición todavía estaba en pie, de lo contrario les habría dejado.
La espalda de Daemon se curó rápidamente, pero aún así, no estaba en condiciones para viajar a Londres. Y aunque ella deseaba apartarse, también disfrutaba de sus días juntos, agradecida por cada toque y mirada que él le daba.
Ahora Daemon estaba sentado ante ella en una larga tina que los sirvientes habían traído a sus cámaras y llenado con agua hirviendo.
Tan cuidadosamente como pudo, frotó una esponja contra su espalda. La mayoría de los cortes se habían curado, pero las cicatrices frescas atestiguaban la brutalidad del ataque. Arina trazó una de ellas con el dedo, el corazón le dolía por cuantas veces había sido tan maltratado en su vida. Ella daría mucho por eliminar las crueles cicatrices y los recuerdos de él.
Pasando la mano por su espalda, se maravilló de sus músculos endurecidos. Escalofríos surgieron bajo su caricia y sonrió ante su reacción.
—Cuidado, mi señora —dijo Daemon, girando su cabeza para mirarla sobre el hombro—. Estáis tentándome más allá de mi resistencia.
Su sonrisa se amplió.
—Mi señor, no deberíais hacer tales amenazas vacías.
—¿Amenazas vacías? —preguntó, con la cara horrorizada—. Milady, os aseguro que no son vacías.
Ella arqueó una ceja ante su doble sentido y el placer onduló por su estomago. Antes de que pudiera moverse, el pasó una mano por su cabello y tiró de ella hacia delante hasta que sus labios la reclamaron.
Arina gimió con placer, deleitándose en la sensación de su suave boca. Abrió los labios y le tomó dentro. No había probado nada más bueno, jamás se sintió mejor.
Profundizó el beso, tiró de nuevo de ella y antes de que pudiera protestar, la tenía en su regazo.
Ella se irguió con un lloriqueo de protesta.
—¡Me estáis empapando!
Una comisura de su boca se elevó.
—Pensé que con mucho gusto os lanzaríais a un lago por mis atenciones.
Arina se rió de su recuerdo y pensó en la noche en la que ella había pronunciado esa declaración. Su sangre se calentó. Él había cambiado mucho desde entonces, al igual que ella. Pero decidió que le gustaba la diferencia de su personalidad.
—Quizá he cambiado de idea —dijo, intentando ignorar lo agradable que él se sentía bajo ella.
—¿Lo hacéis ahora? —preguntó él, su voz profunda con el deseo.
Ella abrió la boca para contestarle y una vez más él la besó. Arina le rodeó los hombros con sus brazos, deslizando sus manos por la espalda. Un millar de llamas encendían su estomago y su cuerpo vibraba. Le sentía tan bien en sus brazos.
Con un apretado gruñido, Daemon le levantó el dobladillo de la túnica y pasó sus manos sobre las nalgas desnudas y las caderas. El fuego corría por sus venas. Sus caricias húmedas enviaban temblores por ella y su cuerpo le demandaba. Arina jadeó y ajustó sus piernas hasta que le rodearon. El corazón le palpitaba con fuerza en sus oídos cuando la parte inferior de su cuerpo entró en contacto con su caliente excitación. Daemon inhaló aire entre los dientes y cerró los ojos.
Arina sonrió ante su reacción, deleitándose en su poder sobre él. Hundió los labios en su cuello, saboreando el salado sabor de su garganta y se apretó más contra él.
El tiró su túnica fuera y la lanzó al suelo, donde aterrizó con un golpe mojado. Arina se rió ante el sonido, pero su sentido del humor huyó cuando él tocó su pecho. Inclinó la cabeza hacia atrás, se mordió el labio mientras la boca de él jugaba con ella, los latidos aumentaron. Le sostuvo la cabeza con sus manos y gimió de placer.
De repente, la llenó. Arina se agarró a los lados de la bañera con su cuerpo en llamas. Con el aliento laborioso, le miró a los ojos y el amor que allí vio brillar envió una nueva oleada de escalofríos sobre ella.
Él metió las manos bajo el agua y le acarició la parte baja de las caderas.
—Quedaos conmigo, Arina —susurró, inclinándose hacia delante para besarle la carne justo debajo de la oreja. Su cálido aliento en el cuello envió escalofríos por sus brazos—. Sé que no tengo derecho a preguntar, pero no puedo dejaros ir.
Arina cerró los ojos contra la agonía que su súplica trajo.
Él movió las caderas contra las suyas, y ella apretó los dientes ante el placer ardiente que eclipsaba su tristeza. Le quería, anhelaba su presencia.
¿Cómo podía negarse a su petición cuando era su propio deseo más preciado quedarse a su lado?
No podía. Quizá Pedro olvidara y la protegiera.
—Me quedaré con vos, mi señor. No importa qué ocurra por la mañana, permaneceré a vuestro lado y no os forzaré a iros.
Daemon se echó hacia atrás con el cuerpo rígido.
—¿Mi señora? —preguntó, parpadeando como si no la hubiera oído correctamente.
Arina le puso la mano contra la mejilla.
—Me habéis oído bien, mi señor.
Moviendo la cabeza, le lanzó una mirada de sospecha.
—¿Es vuestra intención marcharos?
Ella sacudió la cabeza.
—No.
La empujó de vuelta a sus brazos y la aplastó con un abrazo, hasta que se vio obligada a gritar.
—Mi señor, por favor. ¡Me reduciréis a la mitad!
De repente, se levantó de la tina. Aparentemente ajeno al agua que goteaba de ellos, la llevó hasta la cama y la tendió sobre ella. Arina le miró fijamente, su corazón latía con fuerza.
Con el pelo en cascada sobre ella como una capa húmeda, Daemon le puso las piernas alrededor de su cintura y se deslizó en su interior de nuevo. Arina temblaba, necesitándole, asustada de que al día siguiente él pudiera morir.
Pero había dado su palabra y tenía la intención de ajustarse a ella. Le tomó en sus brazos y lo mantuvo cerca de su corazón. Arqueándose contra él, apretó los brazos.
Todas sus preocupaciones huyeron y se concentró en el olor de su dulce piel, el sabor de su carne. Se clavó en ella una y otra vez mientras elevaba sus caderas a su encuentro. Su cuerpo se estremecía y palpitaba y, antes de que pudiera suplicar más, encontró la liberación.
Gritando, aumentó su agarre sobre sus brazos.
Con dos embestidas más, se unió a ella. Con aliento forzado, colapsó sobre ella.
Arina gemía de satisfacción, su cuerpo todavía palpitante. Pasándole las manos por la espalda, sonrió.
Daemon le mordisqueó el cuello, los dientes elevaron escalofríos a lo largo de su cuerpo.
—Os amo, mi señora —susurró, mordiéndole el lóbulo de la oreja a continuación.
El terror se apoderó de ella y Arina se quedó rígida ante sus palabras. Él se retiró y la miró.
—¿Os desagrada?
Con lágrimas acudiendo a sus ojos, sacudió la cabeza.
—No, mi señor —murmuró, su corazón dividido entre el placer y la agonía.
¿Por qué había pronunciado las palabras? ¿Activarían éstas la maldición? Cerrando los ojos, rezó por tiempo.
Norbert tiró de las riendas de su caballo ante las murallas, enojado contra la pared medio acabar ante él. Una pared que le recordaba la peste normanda cebándose entre su gente.
Y era hora de librarse de las ratas.
Había reunido sajones todo el camino desde la casa de su hermana a Brunneswald. Bueno, hombres sajones expulsados de sus hogares por la suciedad normanda.
A pesar de su escaso número, de unas pocas decenas, todavía eran suficientemente numerosos para terminar la tarea que tenían delante.
Norbert escudriñó las adustas caras, y pensó en lo que todos ellos habían vivido.
De repente, una imagen del dulce e inocente rostro de su hermana pasó ante sus ojos. Su estomago se anudó por el dolor y la rabia. Había muerto por causa de ellos. Los perros normandos la habían llevado de su casa y asesinado a su marido, luego su líder la había forzado a vivir como su concubina. Degradada por su posición, se había cortado las muñecas.
Norbert apretó la presión sobre sus riendas. No había sido capaz de rescatar a su hermana, pero se comprometió a salvar a Arina.
¡Al día siguiente, tomaría la cabeza del normando y la usaría para decorar su casa como sus antepasados habían hecho!

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