viernes, 23 de marzo de 2012

DA cap 18


El viaje de regreso a Brunneswald fue árduo. Arina consiguió dormirse a ratos, pero el furioso silencio de Daemon la irritaba. Sus intentos de conversación habían terminado en fracaso.
Hacía poco tiempo que había amanecido, y Arina se maravilló de la belleza del encaje rosa y azul del cielo. El aire de la mañana era fresco y dulce, la brisa le escocía en las mejillas con el frío mientras cabalgaba.
Lo que daría por pasar toda una vida viviendo tales momentos en los brazos de Daemon. Se irguió ante el pensamiento de los brazos mortales de Daemon, unidos a un cuerpo mortal que estaba destinado a perecer.
Cerró los ojos contra la ola de dolor que atravesó su corazón. Si fuera humana, podrían tener un futuro que planificar, un futuro lleno de esperanzas y sueños reales, y de hijos nacidos de su amor. Oh, tener un precioso momento en el que podría sostener un niño en sus brazos, un niño que la uniría con Daemon para siempre. ¿Por qué era imposible ese sueño?
Arina ignoró la voz en su corazón que le respondió y, por primera vez desde su creación, despreció a los ángeles. Despreció todo lo que se interponía entre ella y su marido.
Por fin, entraron en el patio. Daemon saltó al suelo con ella cogidaa. Avergonzada por su continuo abrazo, trató de retorcerse en sus brazos, pero él aumentó su apretón.
—Puedo caminar, milord.
—Sí, y correr también.
Dejó de moverse y le miró. Tenía la mirada en blanco y no dijo nada más mientras la llevaba al interior. La gente se acababa de despertar y se detenían en sus rutinas matutinas para mirarlos.
Arina desvió la mirada, avergonzada por el brillo especulativo en los pocos pares de ojos que notó. El calor le subió por las mejillas y, a pesar de desear que Daemon la soltara, mantuvo su silencio.
Finalmente Daemon entró en su cámara y la depositó en la cama.
—Debería encadenaros —dijo, su voz tan vacía como sus ojos.
Ella tragó saliva. Nunca se lo haría. Era sólo el dolor lo que le hacía amenazarla, el daño que le había hecho.
—No quise haceros daño.
—Seguro.
Arina se estremeció ante el sarcasmo subyacente en su tono.
—Si milady hizo tanto daño sin intención, entonces odiaría ver qué podríais hacer si os aplicarais.
La furia le oscurecía los ojos, y se dio la vuelta como si no pudiera mantener la mirada más tiempo sobre ella.
Las lágrimas afloraron a sus ojos, pero se negó a dejarlas caer. Tenía derecho a estar enfadado.
Cuando volvió a hablar, su voz era apenas un susurro en la silenciosa habitación.
—Pensé que después de vuestra última fuga habíais decidido quedaros.
Tenía que hacerle entender que le abandonaba por su bien, no por él en sí.
—Estaba tratando de encontrar la forma de romper la maldición, pero cuando cayó el hachero, me di cuenta que era tentar al destino permanecer aquí. Sólo quería protegeros.
Daemon sacudió la cabeza y apoyó las manos contra el respaldo de la silla frente a él. Todavía de cara a la pared, suspiró.
—No quiero vuestra protección. Sólo os quiero a vos.
Arina cerró los ojos contra el calor que sus palabras llevaron a su corazón y el deseo que las acompañaba le hizo querer quedarse con él para siempre.
No podía sentirse así, no si quería salvarlo.
Cualquier cosa que hiciera, debía mantener su mente despejada de emociones.
—Por favor, Daemon, entended que no puedo permanecer aquí y ser responsable de vuestra muerte. Simplemente no puedo.
Cruzó la sala y puso la mano es su rígido hombro. Sus músculos se endurecieron bajo sus dedos, pero no hizo ademán de retirarse.
—Cuando cayó el hachero, me di cuenta que no hay momento o lugar para nosotros. Vos tenéis vuestro mundo y yo tengo el mío. No somos de la misma carne.
Se dio la vuelta y la sujetó por los brazos. Su furiosa mirada buscó la de ella. Y por debajo de su rabia, el dolor brilló en las profundidades de dispar color, robándole el aliento y la voluntad.
—¿Cómo podéis decir eso? Es vuestra carne lo que siento junto a mí, carne humana.
Ella sacudió la cabeza.
—Es una ilusión temporal.
Aumentó el estrecho dominio que tenía sobre sus brazos, y ella sintió el deseo que él tenía de sacudirla.
—Como es mi cuerpo, como es el de todos.
—No, es diferente —insistió—. Vos fuisteis creado para vivir como un humano.
—¿Lo fui? — La amargura remplazó su ira—. Nunca he vivido como los demás. Toda mi vida he vivido solo, sin familia, sin amigos. ¿Esa es la manera de los humanos?
Arina tragó y su pecho se endureció de miedo y aprensión.
—No quiero que vos muráis.
—Y yo no quiero vivir, a menos que os tenga a vos.
Ella cerró los ojos, incapaz de enfrentarse a la sinceridad de su mirada. ¿Por qué hace esto Daemon? ¿Por qué es tan terco?
—¿Estaríais dispuesto a condenaros por un placer momentáneo?
—Por un dulce momento con vos, sí —dijo él con su voz rica y segura—. Ni una sola vez en mi vida he esperado envejecer, y prefiero vivir un día en vuestros brazos que el resto de mi vida en el vacío que ha sido mi destino desde que nací.
Arina se apartó de él, sus palabras la marcaron, emocionándola. Sería tan fácil quedarse, tan, tan fácil darle su promesa de que se quedaría con él durante el tiempo que el destino hubiera reservado para ellos. Pero el precio era demasiado alto y no estaba dispuesta a pagarlo.
Los pensamientos cruzaban su cabeza mientras buscaba algún argumento que le hiciera comprender su lado del problema. Si sólo pudiera ver las cosas como ella hacía.
Sí, eso es. Debo mostrárselo.
Elevando la barbilla, se dio la vuelta.
—¿Y si la maldición dijera que soy yo la destinada a morir en vuestros brazos, milord? —preguntó, acercándose a él.
Arina le tocó la mejilla, la barba raspaba suavemente su palma, y ella quiso tiempo para ganarse su amistad. Pero el tiempo trabajaba en contra de todos los seres mortales.
—¿Estaríais dispuesto a tomar vuestro placer en el presente si supierais que cualquier día mi vida podría terminar y que podríais tener que vivir toda vuestra vida sin mí? ¿Podríais estar a mi lado sabiendo cuál es el precio?
Daemon respingó ante sus palabras. En ningún momento había pensado de esa manera.
Ella asintió.
—Es como yo pensaba. Nunca tomaríais ese riesgo. Sin embargo, vos esperáis que yo lo haga.
—No es lo mismo —dijo con la garganta apretada.
—Sí, lo es y vos lo sabéis.
Daemon apretó los dientes, el nudo en su estómago le oprimió incluso más. Sí, él lo sabía, lo sabía y maldecía.
—Entonces, ¿qué nos queda?
—No lo sé —respondió con los ojos apagados—. Solo sé que no puedo poner vuestra vida en peligro durante más tiempo.
Se alejó de él con los hombros caídos mientras se retorcía las manos. Su evidente miseria le trajo un dolor ardiente a su garganta.
La indecisión lo atormentó. La vida nunca había sido más que una carga molesta y con mucho gusto la apartaría a un lado. Sin embargo, no podría permitir que su muerte rondara a Arina. La culpa la destrozaría.
Pero dejarla le destruiría el corazón. Daemon suspiró, sin saber qué hacer. Apretó los dientes y se maldijo. Era un bastardo egoísta, pero no tan egoísta como para hacerle daño.
Así fuera. Había tenido su momento con ella. No pediría más. Dado que la muerte era su condena, se reuniría con ella valientemente. Pero sería lejos de su Arina.
—Muy bien —dijo Daemon al fin—. Os quedareis aquí donde estáis a salvo. Haré un acuerdo con mi hermano para vuestro bienestar. Estoy seguro que nombrará un administrador leal a él, pero vos tendréis la última palabra —aclarándose la garganta, se sacó los guantes de las manos—. Partiré hacia Londres por la mañana.
Arina jadeó. Era lo que quería, así que, ¿por qué le dolía el corazón como si se estuviera rompiendo?
—Vamos, milady. Ninguno de nosotros ha descansado. Dudo que vaya a morir en mi sueño, así que vamos a tomar nuestro descanso.
Arina asintió con la cabeza, su garganta demasiado apretada para hablar. En su interior su corazón se encogió. Se mordió el labio para evitar que las lágrimas contenidas cayeran. Debe ser de esta manera.
Y sin embargo maldijo su destino.
Completamente vestida, se dejó caer sobre la cama, su alma gritando para que le mantuviera cerca. Daemon se sacó la túnica por la cabeza y se unió a ella. Sus fuertes brazos la rodearon y atrajeron a su caliente y duro pecho.
Se estremeció, no quería nada más que permanecer así para siempre, pero sabía lo imposible que era ese sueño. Su aliento cayó contra su cuello y se estremeció. ¿De verdad no hay manera de romper la maldición?
Quizá, en su ausencia ella podría encontrar alguna manera, entonces podría enviar por él. Sí, eso haría. Sólo era una separación temporal. Tan pronto como él estuviera lejos y seguro, haría todo lo que debiera para disolver el pacto y entonces estarían juntos.
Aferrándose a esa querida idea, cerró los ojos y se permitió sucumbir al sueño.
Daemon se despertó ante las insistentes sacudidas de Wace.
—Milord, perdonadme —susurró— pero una enfermedad se ha apoderado de Ganille. El caballerizo me mandó a buscaros.
Con el ceño fruncido, Daemon se irguió, cuidando de no despertar a Arina. Recuperando su túnica, volvió a fruncir el ceño. ¿Qué habrá pasado con mi caballo?
Se puso la túnica y se disculpó con Wace. Ganille había estado bien esa mañana cuando habían regresado. ¿Qué dolencia podría haberle llegado al corcel tan de repente?
Entrecerrando los ojos, supo la respuesta. Belial. La bestia probablemente había envenenado a Ganille para entretenerle en Brunneswald. Con la ira aumentando, Daemon salió del torreón y se dirigió al establo.
En el momento en que abría la puerta, su ira se disipó. ¿Cómo podría Belial saber que había planeado irse? Arina había dicho que Belial no podía leer las mentes. Sin embargo, ¿qué otra cosa podía haber contaminado al semental, sino la maldad de Belial?
El jefe de caballerizas se reunió con él en la casilla de Ganille, con el rostro sombrío.
—Debe haber sido avena en mal estado, mi señor.
El sudor cubría el cuerpo de Ganille y el caballo luchaba por respirar. Daemon acarició su nariz de terciopelo, deseando poder aliviar algo del evidente dolor del caballo.
—¿Se pondrá bien?
—Es difícil decirlo —dijo el jefe de cuadras, limpiándose la nariz con una mano sucia—. No sé exactamente qué enfermedad le aqueja.
Daemon asintió.
—Mantened un ojo en él y hacedlo lo mejor posible.
—Sí, mi señor.
Daemon suspiró. La enfermedad de Ganille no era suficiente para detenerle de su marcha. De hecho, no era más que una simple molestia. Podía fácilmente usar otro caballo para llegar a Londres, y una vez allí, comprar otro caballo de guerra. Pero llevaba mucho con el semental, y odiaba perder a un animal tan bien entrenado.
Con una última caricia a la cabeza del caballo, empezó a abandonar la casilla, pero algo sólido le golpeó en la parte posterior de la cabeza.
El dolor estalló en su cerebro y cayó al suelo. Sacudiendo la cabeza para aclararla, intentó levantarse, pero otro fuerte golpe le quitó el aire de los pulmones. ¿Qué estaba pasando?
Unas ásperas manos le agarraron y le ataron con cuerdas las muñecas. Con la ira ardiendo a través de él, Daemon luchó contra su atacante. Pero su visión borrosa y la desorientación le dejaron muy vulnerable.
—¡Apresadle!
Daemon frunció el ceño al oír la voz de Edred y, de repente, se dio cuenta que había varios hombres rodeándole. Dos grandes y corpulentos sajones tiraron de él hacia la parte delantera del casillero. Allí le ataron las manos a los postes de madera y le forzaron a arrodillarse ante el fraile.
Edred se adelantó con un frasco de agua y le mojó la cara y la túnica con ella. Su voz resonó, las palabras del exorcismo demasiado familiares incluso para los aturdidos sentidos de Daemon.
—Que el mal se incline ante el bien, y los impíos ante las puertas de los justos.
—¿Qué creéis que estáis haciendo, fraile? —gruñó Daemon con la visión todavía confusa por los golpes.
—Vigilad la puerta —Edred llamó a uno de los hombres cercanos a Daemon, ignorando la pregunta—. Podría llamar a uno de sus subordinados para salvarlo.
Edred se volvió hacia él.
—¡Os vi anoche en mis sueños y sé lo que sois! —de nuevo roció de agua la cara de Daemon.
El que estaba detrás de Daemon rasgó su túnica y expuso su espalda. La furia hirvió en las venas de Daemon. Los recuerdos se apoderaron de él y sin que le dijeran nada, sabía lo que venía a continuación.
Daemon gruñó, tirando contra las cuerdas hasta que sus muñecas ardieron.
—¡Soltadme! —gritó y se lanzó hacia el fraile frente a él.
Edred tropezó fuera de su alcance.
—Amordazadle —instruyó al hombre de detrás de Daemon.
Daemon hizo lo mejor que pudo para evitar que las ordenes fueran llevadas a cabo. Gritó a Wace, pero antes de que pudiera emitir sonido alguno, la tela cubrió sus labios.
Una vez más, Edred empezó a recitar su llamada a Dios.
—Señor, abre sus ojos para que pueda convertirse de las tinieblas a la luz y del dominio de Satanás al de Dios, que pueda recibir perdón por sus pecados y su herencia entre los santificados por la fe —hizo una pausa y asintió con la cabeza a quien estaba detrás de Daemon.
Una vez más Daemon estiró el cuello para ver a quién hablaba Edred, pero antes de que pudiera, el dolor le atravesó la espalda y reconoció el familiar golpe del látigo.
Tan fuerte como pudo, tiró de las cuerdas y una vez más, éstas resistieron. Una y otra vez el látigo cruzó su espalda, el dolor explotó a través de él hasta que la voz de Edred se extinguió y todo a su alrededor se desvaneció.
Arina se estiró y bostezó. Se acercó a su marido, pero sólo encontró el vacío. ¿Dónde se ha ido?
Bostezando de nuevo, salió de la cama, abrió la ventana y se dio cuenta de que era tarde. Recorrió el patio y espió a los niños jugando y la gente animada con las tareas y deberes. No viendo a Daemon entre ellos, abandonó sus cámaras y entró en la sala.
Wace estaba sentado en una esquina limpiando cuidadosamente la armadura de Daemon con un paño con aceite. Si alguien sabía donde había ido Daemon, ese sería Wace.
—Buen día —le dijo acercándose.
Wace levantó la vista de su tarea con una sonrisa.
—Buen día, milady. ¿Confío en que dormisteis bien?
Ella asintió, devolviéndole la sonrisa.
—¿Habéis visto a lord Daemon?
—Yo no lo buscaría si fuera tú.
Ella se irguió ante la voz de Belial. ¿Cómo he fallado en notar su mal olor?
—¿Y por qué no?
Belial se detuvo a su lado con las manos tras su espalda.
—Estaba terriblemente enfadado contigo cuando supo que te habías ido. ¿Verdad, buen Wace?
—Sí, milord —dijo Wace, sus manos deteniéndose mientras miraba de ella a Belial.
El demonio emitió un suspiro nostálgico.
—Incluso juró golpearte por tus actos.
Arina levantó la barbilla.
—No parecía tan enfadado cuando fuimos a la cama.
Una cruda sonrisa curvó los labios de Belial y recorrió el cuerpo de ella con una mirada sarcástica.
—Pocos hombres mantienen su furia cuando una hermosa mujer yace en su cama.
Ella apretó los dientes disgustada por su crudeza.
—¿Dónde está?
Belial se encogió de hombros.
—¿Cómo voy a saberlo?
—¿Milady?
Ella enfrentó a Wace.
—Fue al establo hace casi una hora para comprobar a Ganille. No le he visto desde entonces.
—Gracias, Wace —le dijo.
Dando la vuelta, se encontró que Belial le bloqueaba el paso.
—Disculpa —intentó rodearle para pasar, pero él se lo evitó.
Un temblor de miedo agitó de su cuerpo. ¿Por qué está Belial haciendo esto? Algo debía ir mal. Una luz de conocimiento iluminaba sus ojos.
—Recuerda, no puede morir si no lo hace en tus brazos —susurró.
¿Cómo podría olvidarlo?
De repente, ella captó el significado. ¡Daemon estaba en peligro! Arina comenzó a irse, entonces se detuvo. Si ella le buscaba, ¿podría causarle la muerte?
Y, sin embargo, sentía la apremiante necesidad de encontrarle y tener la certeza de que nada le había pasado.
Un nuevo temor se apoderó de su pecho. ¿Podría morir Daemon incluso sin estar ella presente? Un escalofrío la recorrió. ¿Qué pasaba si estaba meramente herido? Por no ir, ¿le causaría la muerte?
Ve a él.
Ella parpadeó, reconociendo la voz de Kaziel.
—Wace, venid conmigo —dijo, antes de levantar el dobladillo de su sayo y correr hacia el establo.
Empujó contra las puertas del establo, pero no se movieron. El pánico la recorrió. Algo iba mal, horrendamente, terriblemente mal.
Wace se unió a ella, e intentó abrir las puertas.
—¿Están cerradas? —preguntó sorprendido.
—¿Hay otra manera de acceder al interior?
—Sí, milady. Hay una pequeña puerta en la parte trasera.
Determinada a encontrarle, corrió alrededor del establo con Wace un paso por detrás. Wace se adelantó y abrió. La esperó y juntos entraron.
Arina se detuvo. Incapaz de creer la visión que percibía, se entumeció durante un latido, entonces la ira golpeó a través de ella.
—¡No! —gritó.
—Santa Madre —exhaló Wace— ¡Pediré ayuda!
Arina apenas entendió sus palabras por el horror que la llenaba. Aturdida, corrió hacia su marido.
El hermano Edred levantó la mirada y la agarró antes de que pudiera llegar al lado de Daemon.
—Milady, por favor —dijo, manteniéndola a distancia—. No debéis interferir. Estamos llevando a cabo el trabajo de Dios. Debe hacer penitencia por su maldad si queremos salvar su alma.
Ella se giró en los brazos de Edred.
—¡Sois vos quien es malvado! —dijo, alcanzando a Daemon.
Éste descansaba sobre sus rodillas, su cuerpo entero empapado en sangre. Ella ahuecó su cara en las manos y levantó la cabeza.
Ante el febril ardor de su piel, retrocedió horrorizada. Una sucia mordaza le cubría los labios.
—¡Milady, no interfiráis! —dijo el hermano Edred.
La puerta principal se abrió de golpe. Ella levantó la mirada para ver a Wace liderando un grupo de hombres de Daemon. Estos se apoderaron de los tres hombres que estaban con el hermano Edred.
—Habéis condenado su alma con vuestras acciones.
Ignorando al fraile, Arina tiró de la mordaza de la boca de Daemon. Su aliento llegó en superficiales y dolorosos jadeos. La agonía y el temor crecieron en su interior.
—Sois vos quien está condenado, fraile. El Señor nunca podría hacer esto.
Wace se adelantó y cortó las cuerdas que sostenían a Daemon. Éste cayó en los brazos de ella y lo abrazó con todo el cuerpo temblando de miedo por perderlo.
—¡Es hijo de Lucifer! —insistió el hermano Edred—. Puedo probároslo, milady.
Ella levantó la vista hacia él, la rabia embotaba su vista. Quería arrancarle el corazón por lo que había hecho.
—No podéis probar lo que no es cierto —dijo entre los dientes apretados.
—Sí, es cierto —insistió—. Mirad bajo su pelo y veréis la marca del diablo. ¿Por qué creéis que lo lleva largo mientras que los demás de su tipo lo llevan corto?
Su ira se duplicó, agarró al fraile por la manga y lo obligó a arrodillarse junto a ella. Acunando la cabeza de Daemon contra el pecho, tiró del pelo hacia atrás y le mostró a Edred la marca que escondía.
—Es la marca de nuestro Señor la que porta, hermano, no la del diablo.
La mandíbula del hermano Edred cayó y la sorpresa oscureció sus ojos.
—Es a un hombre inocente al que habéis castigado.
A regañadientes, Arina soltó a Daemon y permitió a sus hombres llevarle fuera del establo. Poniéndose en pie, se enfrentó al fraile.
 —Si yo fuera vos, hermano, me preocuparía de hacer penitencia por mi propia alma.
Le dejó boquiabierto y siguió a Daemon.
Las horas pasaron rápidas para Arina mientras trataba de detener el flujo de sangre y preparaba cataplasmas para combatir la infección. Daemon permaneció inconsciente y ella rezó por su supervivencia. No podía morir, no así.
Mucho después de que la sala se hubiese establecido para dormir, Arina dejó a Wace velando a Daemon mientras iba a buscar a Belial. Durante la última hora en la que había atendido a su marido, una nueva manera de romper la maldición le había llegado, una que nunca había pensado.
Aunque la mera idea la aterrorizó, se dio cuenta que ese precio era uno que podía permitirse, uno que de buena gana pagaría.
Arina encontró a Belial en el pequeño jardín exterior. Se ciñó la capa más fuerte a su alrededor, sorprendida de que él pudiera aguantar el frío mientras que a ella el helado viento le cruzaba el rostro y le quitaba el aliento.
Sin un manto para calentarse, él se sentaba en un banco de madera, mirando al cielo.
—Es una vista adorable, ¿verdad? —preguntó mientras ella se acercaba.           
Arina alzó la vista.
—No me preocupan las vistas esta noche.
—No, supongo que no —la miró, sus brillantes y rojos ojos ilegibles—. ¿Cómo está?
Ella se irguió ante su audacia.
—¿Por qué lo preguntas?
Se encogió de hombros y volvió a mirar a las estrellas.
—Daemon es un oponente excepcional.
—¿Toda la gente es eso para ti? —preguntó Arina, casi compadeciéndose de su horrible existencia.
Él se rió, y echó la cabeza hacia atrás.
—Oh, mira quién me acusa de insensible —sentándose con la espalda recta, la atravesó con una maliciosa mirada—. Al menos no me deshago de sus miserables almas en el infierno. Yo no soy a quien se aferran y piden perdón. ¿Cuántas almas has llevado a la agonía final?
Ella tragó saliva, sus palabras la desgarraron de lado a lado.
—No tengo elección sobre lo que hago.
—Y yo tampoco.
Arina se acercó a él y pese a que parte de ella la urgía a huir, se sentó a su lado.
—¿Cómo es estar condenado?
—No lo puedes imaginar —la amargura en su voz la tomó por sorpresa.
—¿Por qué no? —susurró, preguntándose qué se sentiría experimentando el reino de Lucifer.
—Porque no hay nada como eso en este mundo o el tuyo.
Ella asintió con el corazón latiéndole de miedo y remordimiento.
—¿Te arrepientes de lo que has hecho?
Belial la miró, sus rojos ojos inquietantes en su dolor.
—Me arrepiento de cada decisión que alguna vez he tomado —se puso rígido como si de repente fuera consciente de ella por primera vez, y miró de nuevo hacia arriba—. ¿Qué te trae por aquí fuera?
Arina respiró profundamente buscando valor.
—Tengo algo que pedirte.
—¿A mí? —preguntó incrédulamente—. Encuentro difícil de creer que te dignes a pedirme un favor.
—Cree lo que quieras, pero aquí estoy.
—Así que estas aquí, ángel —él se mordió el labio y miró en su dirección—. ¿Qué es lo que quieres?
—Un intercambio —dijo, y entonces se apresuró a decir las palabras ensayadas antes de perder el coraje de pronunciarlas—. Si te doy mi alma, ¿perdonarías la vida de Daemon?

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