viernes, 23 de marzo de 2012

DA cap 3

De repente, fuertes brazos se envolvieron alrededor de Arina y la empujaron hacia atrás. Su cuerpo se sacudió de miedo al tiempo que caballo y jinete pasaron aceleradamente por delante.
—Maldición, mujer, ¿qué estás tratando de hacer?
Arina colapsó contra Daemon, su corazón golpeando en su pecho. Ella se rió nerviosamente de alivio.
—Lo siento —susurró, posando su mano sobre el brazo que él tenía a su alrededor. Tensos músculos se flexionaron debajo de su palma en un sensual ritmo que solo se añadió a su miedo y a su malestar, y trajo un extraño y nuevo palpitar a su corazón.
—Deberías tener más cuidado —dijo él, su voz extrañamente gentil.
Él reclinó su mejilla contra su cabeza, luego se alejó tan rápidamente, que ella casi tropieza.
—¿Confío en que no estés herida? —preguntó él.
Arina miró fijamente a las atractivas líneas de su rostro, y se percató que ella gustosamente se lanzaría debajo de miles de caballos para tenerlo sosteniéndola de nuevo.
—No, gracias a ti.
Él apartó la mirada de ella como si su gratitud lo pusiera incomodo. Cuando la miró de nuevo, ella captó un breve destello de preocupación.
—Decidme, milady, ¿Qué era de tal importancia que casi tropezais con la muerte?
Todo su temor e incertidumbre se desvanecieron debajo de la embriagante intoxicación de felicidad al tiempo que ella rememoraba la razón de su búsqueda. Avanzó y tocó la larga y rubia trenza que él tenía colgando sobre su hombro izquierdo.
—¡Quería deciros que me acuerdo de mí misma, de mi pasado!
Él apartó la trenza de su alcance y la quitó de encima de su hombro, sus ojos se apagaron y de alguna manera, se llenaron de pesar.
—Son buenas noticias, verdaderamente.
—No —dijo Arina sin aliento, demasiado aliviada y mareada para permitirle disminuir su alegría. Ella giró en un pequeño círculo, brazos extendidos.
—¡Esto es increíble! —Inclinando su cabeza hacia atrás, ella observó la espiral del cielo en azul y blanco. Su risa burbujeó por ella y se sintió tan libre como la gentil brisa susurrando por las paredes externas.
—Milady, por favor —dijo Daemon, alzando una mano para detener su danza. —Todo el que os vea pensará que estáis loca.
Ella se rindió una vez más a sus brazos. Con una última risa, alzó su mirada a él, deleitándose con la sensación de su pecho contra el suyo.
—No me importa lo que piensen. Estoy demasiado feliz para preocuparme por otros.
Una sombra oscura saltó dentro de sus extrañamente coloreados ojos.
—¿Por qué eso os pone triste? —le preguntó ella, mientras su risa moría bajo el peso de su preocupación.
—No es nada, salvo un viejo recuerdo —dijo él, alejándose de ella.
Frunciendo el ceño, Arina anheló aliviar el dolor que había vislumbrado, pero sabía que había avanzado bastante. Abrió su boca para disculparse, sólo para contener sus palabras al tiempo que otro jinete avanzó violentamente por las paredes.
—¡Milord! —el caballero gritó, resbaló hasta detenerse justo delante de ellos. —Ha habido un accidente donde los hombres estaban trabajando en las fortificaciones del castillo.
—¿Alguien salió herido? — preguntó Daemon al caballero.
—Sí, milord. No sé cuantos; aún estaban excavando sacando hombres de los escombros al tiempo que me iba.
Una fiera maldición dejo los labios de Daemon. Arina lo observó, asombrada ante la hostilidad en su voz, pero no reveló ningún otro signo de emoción. ¿Cómo podía cualquiera mantenerse tan controlado?
Daemon se volteó y llamó a un joven mozo.
—Ensilla mi caballo.
Cuando Daemon avanzó delante de ella, Arina aferró su brazo.
—Dejadme ir con vos. Puedo ayudar —Sus tensos músculos se relajaron debajo de su asimiento, luego rápidamente se volvieron incluso más rígidos e inflexibles. Ella retuvo su aliento, segura de que negaría su pedido.
—Está bien —dijo él al final—. Pídele hierbas a alguna de las mujeres.
—Gracias —dijo ella antes de correr hacia la mansión.
En los escalones de la mansión, Arina se encontró con la vieja mujer que la había asustado a su llegada. La incertidumbre se agitaba en su pecho, quebrando su caminata.
—Aquí, señora — dijo la vieja al tiempo que extendía una desteñida bolsa color marrón hacia ella—. Todo lo que necesita está en esto.
¿Por qué no podía situar a la mujer? Arina recordaba bastante de su pasado, pero repentinamente se dio cuenta de que existían grandes y prohibidos agujeros. Agujeros que la dejaban inquieta. Esta mujer pertenecía a uno de aquellos agujeros y por su cordura, ella no la podía situar.
Con sus manos frías y temblantes, Arina alcanzó la bolsa.
—Mis gracias —ella dijo, su voz tensa con sospecha.
—¡Arina! —ella se volteó ante el insistente llamado de Daemon, su corazón golpeando pesadamente contra su pecho, y todas sus dudas desaparecieron. Su nombre en los labios de él sonaba más bello que el mismo coro de Canterbury. Algo cálido y vigorizante corrió por su cuerpo y le robó su propia respiración. Él se veía magnifico a horcajadas en su caballo, la luz del sol resplandeciendo contra la cota de malla de cortas mangas que acentuaba cada protuberancia y curva de su bien musculoso cuerpo. El deseo la reclamó totalmente y ella supo que haría lo que fuera para ser su dama. Alzando el dobladillo de su vestido, Arina corrió de nuevo hacia él.
Insegura de si su falta de aliento venía de su corta carrera o de la presencia de él, rápidamente montó a su caballo.
Daemon apenas le dio tiempo suficiente para situarse antes de que pusiera a su caballo al galope. Arina lo siguió por detrás, luchando con su montura. Su mente le decía que había montado miles de veces antes, pero por su vida, su cuerpo lo negaba. Las riendas se sentían extrañas en sus manos, y ella no podía recordar mucho acerca de controlar a la bestia. Luchaba para mantenerse a horcajadas. Con cada paso del caballo, ella estaba más segura de que se encontraría extendida en la tierra.
Para el momento en que alcanzaron la cima de la colina, a menos de una legua de la mansión, ella estaba más que lista para desmontar, y más que un poco agradecida de haber hecho el viaje intacta. Pero la visión que la recibió, rápidamente le robó su alivio.
La bilis escocía en su garganta y sus piernas temblaban. Alrededor de ellos, hombres yacían en el suelo gimiendo y rezando. El pánico mantenía a sus pies arraigados al lugar en donde estaba apostada.
Daemon corrió hacia uno de los hombres caídos y se arrodilló en el suelo junto a él.
—Maestro Dennis, ¿qué ocurrió?
Arina no pudo ver el rostro del hombre, pero su débil voz flotó hasta ella.
—El mortero, para las murallas… La soga se rompió.
Ella miró hacia la sección en que la pared había colapsado. Lagos pedazos de piedras yacían alrededor del campo como el corazón roto de un gigante.
—Ayúdadme.
La frágil voz desvió su atención de la pared. Arina escudriñó a los hombres hasta que vio a un joven que no vería más veranos. Ella fue hacia él, sintiendo de alguna manera su necesidad como más urgente.
Se arrodilló junto a él, el cuerpo de ella temblando por el miedo. Sangre empapaba su cabeza de una cuchillada justo detrás de su oreja izquierda y una larga estaca de metal sobresalía de su costado. Tanto dolor. Arina sintió que una oleada de  empatía irrumpía a través de ella.
—¿Ha venido por mi? —él preguntó.
Un frío subió por su espina ante la inolvidable familiaridad de las palabras. Forzándose a luchar contra su pánico, tomó la mano del joven y lo consoló.
—He venido a ayudarte —dijo ella.
Él sonrió, sus ojos se iluminaron por el simple transcurso de un latido. Luego todo el resplandor de vida se vació lentamente de ellos hasta que ella observó dentro la opacidad de la muerte.
Jadeando, Arina dejó caer su mano. Su aliento atrapado en su garganta. Extrañas imágenes atravesaron su cabeza, imágenes de gente aferrándose a ella con temor y gratitud, la copa de los árboles a lo lejos debajo de ella como si ella… como si ella…
—¿Arina?
Ella parpadeó ante la suave llamada de Daemon. La lágrimas se acumularon en sus ojos. Un feroz dolor desgarró su cuerpo, enroscándose alrededor de su corazón como si devorara el órgano y le dejara cada pedacito tan muerto como el niño ante ella.
Daemon alzó una mano y limpió la única lágrima que había escapado a su control y fluyó descendiendo por su mejilla.
—Sea fuerte, milady —dijo gentilmente—. Estos hombres la necesitan.
Hombres te necesitan. Las palabras flotaron por su cabeza. Las había escuchado antes. ¿Cuándo? Era importante que lo recordara.
—¿Milady?
La voz de Daemon penetró en su bruma. Él tenía razón; tenía que ayudar a estos hombres ahora. Elevándose del frío suelo, Arina hizo su camino hasta el próximo hombre que necesitaba cuidado urgente. Con la ayuda de Daemon y varios otros, Arina coció heridas, encajó huesos y aplicó cataplasmas hasta que temió que se volvería loca del hedor de la sangre y de la visión de heridas mortales. Su estómago se agitó con dolorosos nudos que se contraían con cada latido de su corazón.
—Aquí —dijo Daemon al tiempo que ella alzaba la mano dando puntadas aun en otra herida abierta—. Terminaré esta. Debería tomarse un momento y descansar.
A pesar de su necesidad de quedarse y ayudar tanto como pudiera, Arina asintió con su cabeza y obedientemente le entregó la aguja a él.
Daemon la observó marcharse, un extraño nudo obstruyendo su garganta. Durante toda la tarde, había estado sorprendido con la fortaleza y control de ella. Había consolado a los hombres, aliviándolos sin esfuerzo de la misma manera que había aliviado el dolor que acechaba en la oscuridad de su corazón.
Presionando sus dientes contra el ardiente dolor que se extendió por sus intestinos, Daemon comenzó a coser la herida del hombre inconsciente. Él no necesitaba la suavidad de una mujer. Era un guerrero, feroz y duro. Nadie nunca lo había consolado y no deseaba cambiar su vida. Una mentira.
Daemon se detuvo ante la voz en su cabeza, tan crispada y alta que parecía venir de otra fuente que de su propia mente. No, no era una mentira, decidió. Nunca se permitiría ser víctima de una mujer. El riesgo era demasiado grande.
Con tres rápidas puntadas, terminó la herida y anudó el hilo. Escudriñó el área a su alrededor, deteniéndose cuando vio a Arina sentada sobre una pieza de piedra caída, su rostro pensativo y con sufrimiento.
¿Por qué la añoraba, soñaba con ella, cuando sabía que nunca podría ser de él? Su pasado y su deformidad nunca le permitirían el consuelo de una esposa. Había aceptado ese hecho hacía tiempo atrás. Arina merecía mucho más de lo que él podría ofrecer. Él, que no tenía comprensión del amor, de la bondad. ¿Qué le podría dar? Nada salvo el desprecio de la gente que le temía y lo llamaba monstruo.
Quizás ellos tenían razón después de todo. Sí, los demonios soñaban con corromper a jóvenes inocentes, y desde el momento en que él había depositado su primera mirada en Arina, había tenido algunos pensamientos pecaminosos en los que le quitaba el vestido de su cuerpo y probaba su delicado sabor de su pura piel de alabastro.
Su cuerpo palpitó con el pulso de su deseo. Si tuviera una parte de moral o decencia aún dentro de él, les hubiera ordenado a ambos, a ella y su hermano que salieran de su vista. Daemon se mofó ante el pensamiento. Si alguna vez hubiera tenido cualquier parte de decencia en él, el Hermano Jerome se la había sacado a los golpes mucho tiempo atrás.
El estallido de un trueno rasgó el aire, anunciándose en un repentino y brutal viento. Daemon observó el cielo, sorprendido ante la rapidez de la tormenta.
Él se dio prisa para ayudar a cargar a los heridos dentro de las carretas y llevarlos a sus familias. Al tiempo que la última carreta se alejó, él volvió a la visión que lo perseguía despierto y dormido.
Arina ahora se encontraba parada al borde de la colina mirando hacia el valle debajo a lo lejos. El viento azotaba su vestido contra su cuerpo, delineando todas y cada una de las curvas de su delgada forma.
Daemon le ordenó a su cuerpo a someterse. Él debía llevarla de nuevo a la mansión antes de que la tormenta los ahogara a ambos.
—Arina —la llamó.
Ella lo ignoró.
Frunciendo el ceño, Daemon se encaminó hacia ella. Había tanto de su comportamiento que lo desconcertaba. La manera en la que se movía como si todas las cosas fueran nuevas para ella, casi como si fuera infantil, aunque no había nada infantil en ella.
Se movió para tocarla, pero se detuvo antes de llegar a hacerlo. Ella miraba fijamente a la nada, y aún así sus ojos estaban enfocados, no aturdidos.
—¿Lo oleis? —ella le preguntó, su voz débil.
—¿Oler qué?
—Es dulce como un jardín veraniego, sin embargo la amargura de la muerte y el miedo contaminan el mismo frasco de la vida.
Su ceño se profundizó ante las palabras de ella. No sabía de qué hablaba.
—¿A qué os referís, milady?
Ella no se movió.
—¿Pensáis que estoy loca?
Daemon la observaba. Ella verbalizó el mismo pensamiento que se había pasado recientemente por su mente.
—No loca, milady, sólo confusa —dijo, esperando saber con exactitud de todos modos si estaba cuerda.
Ella lo miró y la tormenta en sus ojos le quitó todo el aliento de su cuerpo.
—Sí, estoy confundida. Mi mente me dice una cosa, sin embargo mi cuerpo me dice que miente. Es como si los dos fueran enemigos entablando una guerra entre sí y es mi alma la que sirve de premio. O quizás mi cordura.
Daemon quería tocarla, no, necesitaba tocarla, pero conocía las consecuencias de eso. De hecho, su cuerpo ya ardía solo por el recuerdo de su suavidad.
—Se de lo que habla milady.
Frustración oscureció su rostro y ella volvió a escudriñar el escenario debajo.
—No, no hablo de deseo —dijo ella —. Conozco los efectos de esa emoción, y no es como si no lo sintiera. Sólo tengo que mirarlo a usted y tiemblo desde el centro de mi corazón.
Daemon tragó en shock. Nadie nunca le había dicho tal cosa a él antes y lo encontró difícil de creer.
—Por favor —ella dijo sin mirarlo—. Lo que me molesta es más que eso. Más profundo que eso. Imágenes que rondan mi mente. Ellas me dicen que sé cosas, que he hecho cosas, y sin embargo no puedo recordar haber experimentado realmente ninguna de ellas. Sé que no tiene ningún sentido. Y yo…
Ella frotó sus manos por su rostro, sus facciones torturadas.
—Queridos santos, ¿Verdaderamente he perdido mi cordura?
Y a pesar de todos los argumentos que tenía dentro de él para que se mantuviera a distancia, Daemon no podía negar la agonía de su súplica. Avanzó y tiró de ella contra él. Sus suaves curvas se moldearon contra su cuerpo, incendiándolo, atormentándolo. Ella era todo lo que alguna vez había deseado, y más. Si solo pudiera darle lo que ella se merecía, pero él no podía.
Todo lo que podía ofrecer era consuelo temporal. Algo que nadie nunca le dio a él, algo que apenas entendía.
—Dudo que alguno de nosotros esté verdaderamente cuerdo, miladi —E incluso al tiempo que las palabras dejaban sus labios, sabía la veracidad de su afirmación.
La lluvia brotó de las nubes. Enormes gotas caían, golpeando sus cuerpos. Arina tiritaba en sus brazos. Debía llevarla de regreso antes de que pescaran una fiebre.
—Venid, miladi. No temáis más por su mente. Todo volverá a vos con el tiempo —Ella alzó su mirada hacia él, sus ojos confiados y grandes. Nadie le había dado tal cálida mirada de bienvenida. Antes de que pudiera detenerse, Daemon la estrechó contra él. Descendió su cabeza y tomó sus labios. Sin vacilación, ella inclinó su cabeza hacia atrás en una dulce e intoxicante bienvenida.
Justo cuando él rozó sus labios, un brillante resplandor de un rayo golpeó una sección de la pared. Daemon se retiró aturdido, su mirada descendió hacia las quemadas piedras. No sabía que lo asustaba más, el golpe del rayo o el disparate de su beso. Pero una cosa sabía con certeza. Debía poner a Arina a seguro antes de que la tormenta se tornara más violenta.
Soltándola, la llevo de un brazo hacia sus caballos. La sentó sobre la silla. Montaron hacia la mansión tan rápido como pudieron dada la fiereza de la tormenta.
A mitad de camino de allí, un grito apartó su atención del camino. Daemon refrenó su caballo, su corazón martilleando. Arina yacía en el suelo justo detrás de él. El pánico lo desgarró, entumeciéndolo ante la fría lluvia.
Saltó de su caballo y la acercó a él. Su pálido cabello caía sobre su rostro, y él apartó sus húmedos mechones de sus frías mejillas.
—¡Milady! —gritó, su miedo volviéndolo irracional.
Ella tosió y abrió sus ojos. Su cuerpo entero se sacudía, aunque si era de miedo o de frío, solo podía adivinarlo.
—No puedo quedarme sobre mi caballo —dijo ella, tan bajo que su voz apenas le llegó a través de los agitados vientos. —Está muy resbaladizo.
Daemon casi sonríe de alivio. Sí, ella estaba bien. Agradecido por ese hecho, la alzó en sus brazos y la cargó hacia su caballo. En un latido, estaban dirigiéndose hacia la mansión, Arina posicionada ante él sobre la montura.
Se aferró a él, el calor de ella ahuyentando los fríos del clima. Ni siquiera su imaginaciones de tenerla sosteniéndolo podía completarse con la actual sensación de sus delgados brazos envueltos fuertemente alrededor de su cintura. Su latido disminuyó hasta un profundo y resonante golpeteo. Vendería su alma por esta mujer, si creyera en tales cosas. Pero no lo hacía. Si un Dios existiera, le había dado la espalda al mundo mucho tiempo atrás. Y Daemon no necesitaba a tal insensible entidad. Sin embargo una parte de él quería creer, y la misma parte se burlaba de él con pensamientos de Arina como suya. Daemon apretó sus dientes. ¿Por qué su mente lo estaba torturando de esta manera?
Una imagen de Willna destelló a través de sus ojos. Aborrecimiento y violencia hirvió en él tan rápidamente, que él casi le da un tirón  a su caballo deteniéndolo. Solo había tenido diecisiete ese verano. Hecho caballero unos meses antes, había estado en una misión para su hermano cuando su caballo había arrojado una herradura y él había ido a un pequeño pueblo para que un herrero lo reparara.
Willna había aparecido con una jarra de ale[1] para su padre. No mayor que él, ella, como Arina, había tenido un rostro que podría poner a todos los ángeles envidiosos. Mientras él esperaba por su caballo, había tratado de hacer lo mejor posible por ignorarla, pero su mirada continuamente lo traicionaba.
Al mismo tiempo que su padre había terminado con su caballo, ella había dejado el hogar, sus brazos cargados con ropa para lavar. Incapaz de ver, había tropezado. Sin pensarlo, Daemon había corrido a su lado para ayudarla, y ella lo había recompensado con un rápido beso en su mejilla.
Antes de que cualquiera de ellos pudiera moverse, su padre la asió por el brazo y comenzó a golpearla. Daemon había hecho lo mejor que pudo para detenerlo, pero su tamaño en ese momento era demasiado pequeño comparado con el del herrero.
Le había ordenado que se retirara, y a regañadientes así lo había hecho. Pero al tiempo que pasaba por delante de la casa había visto el rostro golpeado y magullado de Willna, y había escuchado las palabras desdeñosas de su madre,
—¿Serías la puta del bastardo del diablo?
Daemon cerró sus ojos ante la oleada de dolor que desgarró a través de su alma. Incluso las putas se espantaban de él, solo a su pesar le ofrecían sus servicios. Ninguna mujer, además de Willna, le había mostrado bondad.
Hasta ahora.
Por su vida, que no podía entender a Arina y porqué miraba a través de su deformidad y lo trataba como un humano, como un hombre normal.
Las toses sacudieron el cuerpo de ella. Daemon descendió la mirada hasta ella.
—¿Estáis bien?
Ella asintió.
—Es el frío —dijo ella castañeteando los dientes. Daemon tensó sus brazos su alrededor, acercándola a su calidez. Su cuerpo vibraba con caliente deseo de la silueta del tierno cuerpo de ella presionado tan cerca de él. Nunca nada se había sentido mejor, o más correcto, y maldecía la parte de él que anhelaba noches pasadas con ella a su lado. No, nunca podría cumplir tales pensamientos. Espoleó a su caballo para acelerar al tiempo que alcanzaban las puertas de Brunneswald.
Desmontando, la ayudó a descender y rápidamente la cargó dentro de la mansión. Sirvientes se apresuraban por el salón, preparando la comida próxima.
—Traed a milady una bandeja a su habitación —le ordenó a uno si romper su avance a zancadas.
Empujó abriendo la puerta, Arina continuaba tosiendo y estornudando. Daemon la elevó sobre sus propios pies, asió el cobertor de piel de la cama, y la envolvió en éste.
—Necesitáis quitaros el vestido —dijo él, moviéndose hacia el pequeño baúl contiguo a la cama. Elevó la tapa y retrocedió. —La antigua señora dejó varios de sus vestidos.
Arina le ofreció la más dulce de las sonrisas que él alguna vez había contemplado.
—La gentileza de milord es demasiado grande —El corazón de Daemon golpeaba contra su pecho. Un anheló estalló por él con tal fiera necesidad, que temió que pudiera explotar. Avanzó un paso.
La puerta se abrió. Luchando contra la necesidad de maldecir, Daemon miró a la vieja fea mujer.
Ella le extendía una copa a Arina y luego otra para él.
—Perdonad mi interrupción, mi amo. Pero la bebida os hará bien a ambos —ella le dirigió una mirada encubierta a Arina—, regresaré en breve con la comida de mi ama.
Arina siguió con la mirada a la mujer.
—¿Ella aún os asusta? —Daemon le preguntó después de que la mujer se retirara.
—Sí.
Daemon suspiró, queriendo aliviar sus temores, sabiendo que no podía. Observó la copa con vino especiado. El vapor emanaba del cálido líquido oscuro. Bien, podría no ahuyentar todos sus fríos, pero debería distraerlo de la gentil forma sentada sobre su cama.
De un trago, vació el contenido y posó la copa sobre la mesa. Arina siguió todo el movimiento pero a una velocidad algo más lenta. Él se movió hacia la puerta.
—¿Daemon?
Se detuvo ante su nombre en los labios de ella, el sonido cortando por él más filoso que una daga.
—¿Sí, milady?
Ella se movió desde la cama con una silenciosa gracia.
—Gracias por escuchar mis desvaríos. Y por vuestra paciencia.
Ella estaba parada tan cerca de él, que podía oler la dulce esencia a rosa que emanaba de su cabello. Anhelaba tocarla. Quería decir algo, pero por su vida que no podía pensar en ninguna respuesta, al menos no en una verbal.
Ella le dio una sonrisa de complicidad.
Repentinamente, sus ojos se nublaron y la sonrisa se desvaneció. Ella alzó su mirada a él con el ceño fruncido.
—Me siento tan extraña.
Daemon regresó a ella. Se movió para abrir la puerta y pedir por ayuda, pero antes de que pudiera alcanzarla, ella se desmoronó. Aferrándola, la cargó de nuevo hacia la cama.
—¿Arina? —él preguntó, frotando su mano helada, tratando de calentarla. Su rostro cambió a un pálido horroroso. Tenía que ayudarla.
Daemon se alzó de la cama, pero antes de que pudiera avanzar la mitad del camino, su estomago estalló en fuego. Su visión se borroneó. Un alto zumbido comenzó en sus oídos como un enjambre de abejas enloquecidas.
Alzó una mano para mantenerse quieto, pero sus rodillas se doblaron. Daemon trató de forzarse a elevarse, pero no podía. Cecile corrió de debajo de la cama para olisquear sus mejillas. Su garganta se seco en una ardiente sed y sentía como si se hubiera prendido fuego.
Debía ayudar a Arina.
Cecile le siseó, arqueando su lomo. Daemon rodó sobre sí mismo, pero antes de que pudiera levantarse, la oscuridad invadió su cabeza, mitigando las punzadas de dolor en su cuerpo.
Belial se materializó saliendo de su rincón en las sombras. El tonto gato continuó siseándole hasta que estuvo tentado de ahogar a la bestia.
Al mismo tiempo que él alzaba una mano hacia éste, la puerta se abrió revelando a la fea vieja con una fuente de comida. Sus ojos se abrieron de par en par al tiempo que divisaba sus manos extendidas y el desafiante gato.
—¡Aquí, ahora! —dijo ella en una voz castigadora, como un loco deseando la muerte—. No asusteis a esa pobre cosa —Antes de que él pudiera reaccionar, ella tenía el gato entre sus manos y lo puso fuera de la habitación. Belial se enderezó. Él le haría pagar a la vieja por esto, pero eso podía esperar. Antes tenía cosas más importantes que atender.
—¿Por cuánto tiempo dormirán? —preguntó él.
La vieja se movió para chequearlos.
—Por toda la noche.
Belial asintió, una feliz sonrisa en su rostro. Ah, cuanto amaba la malicia. Y habría abundante en el día de mañana.
Una carcajada burbujeaba en su interior, él se movilizó para desnudar a Daemon. Pronto tendrían a ambos, Arina y Daemon, desnudos y tumbados entrelazados en la cama. Belial miró a través de la cama hacia la vieja.
—No tardaré mucho —dijo con una risa—. Entre despertar así y los recuerdos que les he dado, consumirán su lujuria en poco tiempo.
La vieja frunció el ceño.
—¿Pero y si él se casa con ella?
Belial bufó.
—¿Y qué si lo hace? Ella es un ángel primario. El matrimonio es un dispositivo humano, no celestial —dijo la palabra con un estremecimiento—. Una vez que ella experimente los frutos de la lujuria, su destino estará sellado.
Riéndose ante el pensamiento de la presentación del alma de ella a su amo, Belial salió de la habitación.
—Ven, sierva, tenemos otros planes que hacer.
—Esperad — dijo la vieja. —Se está olvidando de algo.
La furia ardió en Belial ante su audacia.
—¡No estoy olvidando nada! —gruñó. La presunción de la vieja inflamaba su furia aun más.
—¿Entonces qué hay de la sangre de la virgen? ¿Qué pensara Lord Daemon cuando despierte para encontrarse sábanas no manchadas?
Belial titubeó. No había pensado en ello. Tanto como despreciara admitirlo, la vieja tenía razón.
Ella apartó el cobertor de la cama y extrajo un frasco de su bolsa de hierbas. Rociando la sangre entre los dos, ella alzó la mirada hacia él con una sonrisa.
—Y por añadidura —ella dijo, luego esparció más sangre por los muslos de Arina.
Bien, entre los dos, habían pensado en todo. Belial inclinó su cabeza hacia atrás y se rió. ¡Sí, a la mañana siguiente habría un verdadero infierno por pagar! Y él pretendía ser el recolector de impuestos.


[1] Cerveza de alta fermentación. 

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