viernes, 23 de marzo de 2012

DA cap 12

La conmoción se vertió sobre Arina ante la inesperada declaración.
—Ya hemos hablado sobre esto —dijo con cuidado, volviendo a dirigir la atención hacia la carne asada de venado y lejos de la mirada abrasadora de Daemon.
—Sí, y me gustaría saber por qué mentisteis sobre ser humana.
Apartando el cuchillo a un lado, Arina se tragó el miedo y la incertidumbre. ¿Qué podía decir?
Incómoda con la vuelta al tema de conversación y aterrorizada ante preguntas más difíciles, Arina se movió para dejar la mesa, pero él la agarró el brazo. Con un fuerte apretón sobre el antebrazo, Daemon la volvió a sentar en la silla.
Os he hecho una pregunta y estoy totalmente a la espera de una respuesta —dijo con los dientes apretados.
El calor y la angustia en sus ojos y en su toque, la calentaron. Ella sufría por su dolor, sentía muchas ganas de saber las palabras o el hechizo para deshacer la maldición y mantenerle a salvo para toda la eternidad. Si hubiera alguna manera…
—No mentí, milord.
—¿Cuándo? ¿Cuando hablasteis de ser un ángel o cuando lo negasteis?
Tragó saliva y deseó que no fuera tan astuto. Cualquier otro hombre hubiera escuchado lo que hubiese querido y no se hubiese dado cuenta de su ambigüedad. Pero, ¿qué más podía decirle? ¿Cómo podría evitar responder a su pregunta?
Arina apretó los puños y la angustia la inundó. Por todos los santos queridos, ¿por qué se le había ocurrido mencionar su verdadera forma? ¿Por qué no había tenido la precaución de cerrar la bocaza? Trató de inventarse una historia para explicar las palabras anteriores, pero no se le ocurrió nada.
Siendo honesta, tenía poca experiencia con las mentiras. Esa maestría pertenecía a Belial y su especie.
De pronto, una idea saltó en su mente. Sí, utilizaría la propia lógica de Daemon en su contra.
Arina trató de aflojar el apretón del brazo, pero la sostuvo más fuerte, como si tuviera miedo de que le abandonara.
—Entonces, ¿qué pasa con mi hermano, milord? Si soy un ángel, ¿en qué os convierte eso?
La certidumbre en su mirada vaciló, pero entonces sus ojos echaron fuego.
—Él es un demonio, ¿verdad?
Arina se negó a contestar. ¿Por qué había hecho una pregunta tan directa? ¿Una que no podía responder sin mentir?
—¿No lo es? —exigió Daemon.
Apretó un poco más el agarre y a ella se le revolvió el estómago. Arina se mordió el labio tratando de decidir qué decir. ¿Qué debería contarle?
Dile la verdad, Arina se estremeció al oír la voz, esta sonaba muy parecida a la de Kaziel. ¿Podía confiar en ella? ¿Tenía otra opción?
¿Y si le dijera que sí? ¿Cuál sería su reacción?
La soltó el brazo y el fuego de los ojos desapareció. Apartando la silla de la mesa, lentamente se puso de pie.
—Quiero la verdad.
Un nudo le apretaba la garganta mientras lo observaba recorrer la zona comprendida entre la mesa y la cama. Cada paso le hacía eco en la cabeza  en el corazón, y anheló poder abrazarle y mitigar el dolor en sus ojos.
Si tan sólo pudiera pensar en alguna historia creíble, pero no podía dejar que saliera ninguna mentira por sus labios. No, era un ángel y debía responderle con honestidad.
—La verdad es que soy un ángel. Belial es un demonio y está aquí para reclamar nuestras dos almas.
Ella esperó otro reproche, pero en cambio, él simplemente asintió y miró a lo lejos, como indignado.
—¿Por qué tratasteis de hacerme creer otra cosa?
—Porque —dijo Arina—, mientras él piense que desconoceis la verdad, permanecerá con el aspecto de hombre. Le cuesta mucho poder y concentración mantener esa forma presente. Si admitis que sabeis que es un demonio, será libre de sacar fuerzas de las entrañas del infierno.
Hizo una pausa y echó un vistazo hacia él, pero no pudo percibir su estado de ánimo.
—Desde que he tomado forma humana, he perdido mis poderes —prosiguió—. No puedo contenerle.
Él se pasó una mano temblorosa por el pelo y liberó un aliento largo y cansado.
—Y pensar que esperaba estar confundido, que mis conclusiones eran erróneas. Que estabais en verdad loca.
Ella se envaró ante el particular tono.
—¿Por qué?
Nunca antes había contemplado tal maldad, tal frialdad. Él se movió hasta quedar a su lado, su furia sujetándola al asiento.
—Decidme, milady, ¿no tenía tu Dios ninguna manera mejor de divertirse que enviaros para atormentar mi miserable vida?
Jadeó ante la pregunta, la conmocionó la conclusión a la que había llegado.
—No, no es así.
—Entonces explícadme por qué está aquí.
Antes de que pudiera pensar, la verdad salió de sus labios.
—Fui maldecida por acompañar el alma de un niño al cielo. Su madre me echó la culpa de su muerte y decidió castigarme.
Él apartó la mirada ante la angustia que sombreaba sus ojos.
—Entonces ¿qué eres ahora? ¿Eres humana o ángel?
Arina abrió la boca para hablar, luego la cerró. ¿Cómo podría contestar, cuando no estaba realmente segura de lo que era? Incluso bajó la mirada para verse el cuerpo y sintió como se le aceleraba el corazón, el temblor de sus entrañas. Sabía la verdad.
—Soy humana, milord —susurró con un tono ronco.
—Pero no humana —gruñó él.
Dio un paso hacia ella. La rabia oscurecía sus ojos y ella tuvo la clara sensación de que quería golpearla. Tragó con miedo y se presionó contra el respaldo de la silla.
Con una maldición que trajo calor a sus mejillas, él se giró y se dirigió hacia la puerta.
—¿Daemon?
Daemon se paró, pero no se dio la vuelta. La furia y la angustia le traspasaban, todo lo que quería era salir. Apretó los puños a los costados e intentó refrenar el frenético latido del corazón mientras aceptaba la innegable verdad.
Los rumores que había escuchado toda su vida habían sido verdad. Dios existía y lo había maldecido. Incluso ahora se burlaba de él.
—Dime por qué, milady.
—¿Por qué, qué?
—Por qué vuestro Dios me castigó —dijo, dándose la vuelta una vez más para afrontarla, una criatura a la que había querido, una criatura que nunca podría tener—. ¿Es verdad que soy el hijo de Lucifer?
Ella sacudió la cabeza, los ojos llenos de lágrimas.
—¿Qué crees tú?
Daemon tragó, su mente demasiado cansada para pensar.
—No sé que creer.
—Entonces, sigue a tu corazón —susurró, con un apacible tono que acaricia los oídos—. Nunca te engañará.
Abrió la boca para negarlo, pero su dulce y preciosa voz le paralizó.
—No, no digáis que no tenéis ningún corazón, milord. Puedo verlo, incluso ahora, en tus ojos.
Daemon movió la cabeza, negando su consuelo a pesar de que no quería nada más que atraerla a sus brazos y volver a sentir su corazón latiendo contra el pecho. De alguna manera, le haría parecer humano, hacerle olvidar que no había ninguna esperanza de que ellos pudieran compartir nunca una vida juntos.
Crispó los labios por la cólera hacia la insensible entidad que los había separado.
—Si ves algo en mis ojos, milady, es porque tu mente lo colocó allí, no porque realmente exista —gruñó.
Dándose la vuelta, Daemon salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí.
El dolor le revolvió el estómago, salió del señorío y atravesó el patio. La cabeza le palpitaba y con cada paso que daba, la furia aumentaba.
¿Cómo podía el destino ser tan cruel? Hacía mucho que había aceptado su destino, morir sin ser amado y sin ser tocado por la bondad. Entonces, de la nada, Arina había irrumpido en su vida y le había mostrado lo maravillosa que podía ser la vida. Lo que hubiera sido si él hubiera nacido normal. Y justo cuando había comenzado a confiar en aquella realidad, el destino se había apoderado de ella con un puño cruel y se la había arrebatado.
Pero ¿ahora qué? No importaba cuántas ganas tuviera de marcharse, sabía que no podría. Sólo él estaba entre Arina y Belial. A pesar de que su propia alma no significaba nada para él, sabía que no podía permitir que ella sufriera por algo que no podía evitar.
Ella había dicho que Belial había salido para reclamar sus almas. Sin duda, tenía el alma condenada desde el momento en que nació, pero ella no. Más aún, su alma había sido creada con lo más puro de lo puro, y se negaba a verla dañada por algo que ella no podía remediar.
Maldiciendo, Daemon hizo una pausa ante la puerta del establo y levantó la vista hacia el cielo nublado. Sería un largo y riguroso invierno. Un invierno con él entre el cielo y el infierno.
Pero debía andar con cuidado. Si Arina tenía razón acerca de Belial, entonces no podía permitir que el demonio supiera que había descubierto la verdad.
Daemon se detuvo en la puerta del box. El estómago se le sacudió con repugnancia. Su primera noche juntos no había sido nada más que una ilusión. No era asombroso que le hubiera parecido irreal a la mañana siguiente, porque el recuerdo de aquella noche había sido tan vago.
Belial había jugado bien. Pero ahora que conocía la melodía, juró que cambiaría el compás hacia algo que hiciera bailar al demonio a su ritmo.
Arina esperó hasta que estuvo segura de que todos se habían dormido. Deslizándose sigilosamente por el pasillo, presionó los labios, con miedo a que cada aliento tembloroso que le repiqueteaba en el pecho pudiera despertar a un durmiente cercano.
Era la única posibilidad de salvar a Daemon. Debía olvidarle, no importaba cuánto le doliera el corazón, no importaba cuánto se moría de ganas por permanecer a su lado.
Un hombre habló en sueños.
Arina se congeló, el corazón le martilleaba en los oídos. Él se giro de lado y comenzó un ronquido estable. Liberó un suspiro de alivio y volvió al caminar sigiloso.
¡Cómo deseaba que Daemon hubiera ido a los aposentos para dormir!, pero después de horas de espera, había abandonado la esperanza. Todo lo que Arina podía hacer ahora era rezar para que no durmiera en el establo.
Con las piernas y las manos temblorosas por la agitación, Arina abrió empujando la puerta del señorío, estremeciéndose cuando un leve chirrido hizo eco, un chirrido que sonó más fuerte que el trueno a sus ansiosos oídos. Un durmiente próximo se dio la vuelta, pero nadie se percató como para hacerla preguntas. Inspirando para coger coraje, salió como una cuña por la puerta.
Vientos helados le azotaron las mejillas, insensibilizándola antes de que hubiera dado más que unos pocos pasos. La nieve temprana, ligera, le caía en la cara y  el pelo. Arina se arrebujó con fuerza en la capa, tratando de alejar el frío del cuerpo. Con suerte, la nieve cubriría las huellas y Daemon nunca la encontraría.
El dolor aumentó dentro del pecho, pero se forzó a no pensar en ello. Debía hacer esto. Por el bien de las almas de ambos.
Arina entró en el establo, y luego se paró. Daemon se hallaba dentro del primer box, su apacible ronquido se extendió hacía ella y la calentó por todas partes. A pesar de saber que tenía que coger un caballo y salir, se acercó a él.
A través de una grieta del entablado, brillaba una vela de junco, iluminándole el rostro. Arina miró, fascinada por la forma en que jugaba la luz parpadeante sobre sus rasgos afilados.
Sí, era un hombre apuesto. Mucho más atractivo que cualquier otro que jamás hubiera visto. Y en el sueño parecía tan vulnerable, tan amable.
Le ardió el cuerpo por él, por un último toque de su cuerpo contra el suyo, pero nunca podría ser. Cerró los ojos, saboreando el recuerdo de su beso.
Si pudiera quedarse con él, ser su esposa, con gusto pagaría el precio con el alma. Pero ¿cuánto tiempo hasta que la maldición se cumpliera? ¿Un día, una semana? Cada momento que pasara cerca de él, ella ponía en peligro su vida.
Sosteniendo ese pensamiento en el corazón, se obligó a distanciarse de él y se trasladó hacia un caballo. Una yegua dócil a la que hablaba mientras se acercaba al último box.
—No me harás daño, ¿verdad? —susurró.
La yegua marrón la miró fijamente con ojos apacibles.
Arina sonrió antes de alcanzar una de las bridas.
—Tendrás que ayudarme —dijo, colocando el bocado entre los dientes del animal como había visto hacer a Wace y a su novio—. No estoy segura de cómo debe hacerse.
La yegua lo tomó en la boca.
Arina acarició el morro de la yegua, agradecida porque la había entendido, y colocó las bridas de cuero en la posición correcta alrededor de la cabeza del animal.
Con un suspiro de ilusión, Arina echó un vistazo a las sillas, pero decidió no hacerlo. Dudaba de que pudiera coger alguna, y aunque pudiera, no tenía ni idea de cómo colocarla.
Tomó una manta del poste de madera, cubrió el lomo de la yegua y condujo al animal hacia fuera, a la fría y solitaria noche. Aunque ansiaba volver a mirar hacia Daemon, sabía que era mejor no intentarlo. Un vistazo más a la única persona que le aceleraba el corazón y su determinación sería destruida.
Montando el caballo, le incitó a galopar. Arina esperaba que los centinelas la detuvieran en la puerta pero, por el contrario, la dejaron pasar.
Pocos metros después, frunció el ceño ante el injustificable beneplácito hasta que una frialdad familiar le recorrió la espina dorsal y contuvo la respiración con expectativa. La yegua resopló, y Arina se percató que el caballo deseaba marcharse. Calmándola con un toque, Arina esperó lo que iba a venir.
—¿Saliendo tan pronto?
Reconoció el hedor a demonio y se esforzó por no vomitar.
—Vuelve a casa —dijo ella.
Belial rió, luego se materializó detrás de ella.
—¿Por qué te escucharía? —preguntó él.
—Porque estar aquí fuera te debilita.
—Claro, pero a esta hora de la noche soy más fuerte. Deberías saberlo.
Ella levantó la barbilla y se rió con una ligereza que no sentía.
—Eso no significa que tengas todos tus poderes.
La tocó la mejilla, los dedos más fríos incluso que el viento de invierno.
—¿Qué le dijiste al mortal?
—Que estaba loca
—¿Te creyó?
Arina se esforzó con la mentira y la pronunció sin vacilación.
—Desde luego que lo hizo. Sabes que la gente es ciega ante nuestras verdaderas naturalezas.
—Sí, pero él no es como los demás.
Arina tragó, sabiendo que debía ir con cuidado si quería proteger a Daemon de Belial. Sólo rezaba para que las siguientes palabras no vacilaran en la garganta y que Belial en su arrogancia aceptará la juicio de Daemon sin dudar.
—Él niega a Dios. Si creyese en nosotros, entonces tendría que creer en Dios. Y si acepta eso, entonces deduciría que Él lo ha abandonado. Tú, seguramente, sabes que él nunca aceptará o creerá eso.
Belial se rió.
—Con ello cuento. Así, cuando él muera blasfemando el nombre de Dios, tendré dos almas —su aliento le quemó la mejilla—. ¡Lo que significa que no puedes salir!
Tan pronto como las palabras salieron de sus labios, la yegua se desbocó.
Arina luchó con la aterrorizada montura, sosteniendo con fuerzas las riendas. Manteniendo la cabeza gacha, rezó. Las ramas y los arbustos le azotaban el pelo y el cuerpo, golpeándola hasta que palpitó de dolor.
Los animales de la noche se dispersaron bajo los precipitados cascos. Viajaban a través de la oscuridad y Arina trató de ver los obstáculos que se interponían en el camino, pero la yegua siguió su furiosa carrera a un ritmo que le impedía ver alguna cosa. Arina se afianzó.
De la nada, apareció una gran sombra, el chasquido de unos dientes de demonio.
La yegua relinchó, luego se encabritó.
Arina cayó por detrás de la yegua y aterrizó en la nieve. Sintió un feroz dolor en la cabeza, y después, todo fue oscuridad.


Unas manos agitaban a Daemon para despertarle. Maldiciendo, él alcanzó el cuello del culpable, enfadado porque alguien le despertara de esa manera.
—¡Suéltame! —gruñó Belial.
Un temblor frío traspasó todo el cuerpo de Daemon. Pero aún en la oscuridad, vio la forma humana de Belial y se relajó un poco.
—¿Qué te trae por aquí? —preguntó, plenamente despierto.
—Arina se ha ido.
La cólera fue evaporada por una ola de feroz miedo, y Daemon inmediatamente sospechó de la traición de Belial.
—¿Qué quieres decir con que se ha ido?
El rostro de Belial parecía inocente, pero Daemon lo sabía. El demonio había tenido alguna participación en esto, no tenía ninguna duda, y si había resultado herida a causa de Belial, entonces el demonio conocería el verdadero infierno.
—Fui a ver a mi hermana —dijo Belial en voz baja, encendiendo una pequeña luz.
Daemon se protegió los ojos ante el repentino resplandor.
Belial la colgó de un gancho y dio a Daemon su informe.
—Desde su reciente brote de locura, he estado preocupado por ella. Quise ver si todavía se creía un ángel y, cuando entré en sus aposentos, ella se había ido.
El pánico inundó a Daemon y sacudió los hombros bajo la cota, el esófago se le contrajo por la aprehensión. ¿Dónde podría haber ido y por qué?
Poniéndose de pie, echó un vistazo al establo. Aunque los caballos estaban un poco inquietos, no tuvo problemas para localizar el que faltaba.
—¡Maldita sea! —gruñó. ¿Por qué le dejó y abandonó la seguridad del señorío?
Porque eres demasiado repugnante para ella como para quedarse. ¿Sería cierto? ¿Podría ser el motivo por el que se aventurara a salir y se enfrentara a un mundo que apenas entendía?
—¡Debemos encontrarla! —insistió Belial.
Daemon crispó el labio, con el corazón palpitando ante la amarga traición y la rabia.
—¿Por qué? Al parecer se marchó por propia voluntad.
Belial sacudió la cabeza, y una vez más, Daemon tuvo la clara impresión de que de alguna manera el demonio era responsable de su ausencia.
—Pero ¿y si otra vez se ha vuelto loca? Incluso ahora podría estar cerca de morir bajo la tormenta.
—¿Tormenta? ¿Qué tormenta? —preguntó Daemon, floreciendo en él un nuevo terror.
Belial abrió con un golpe la puerta del establo.
Daemon tragó ante los copos de nieve que caían en cascada arremolinándose tan densamente que el aire parecía sólido. Los vientos aulladores azotaban los grandes copos en una brutal danza hasta que apenas podía ver más allá de siete centímetros por delante. El horror le dominó recorriéndole el cuerpo y el corazón.
Arina nunca sería capaz de sobrevivir a una tormenta. Era celestial y no estaba acostumbrada a la dureza del mundo. No importaba lo que pensara de él, debía encontrarla antes de que sucumbiera a los peligros que suponía la noche, aguardando a alguien como ella.

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