viernes, 23 de marzo de 2012

DA cap 6

Daemon salpicó agua helada sobre su rostro y restregó la mugre adherida a éste por la dura cabalgata. Y sin duda que el baile había añadido aún más suciedad, sin mencionar su placentera caída con Arina. Apretó los dientes al tiempo que un cálido deseo corría por su cuerpo. Incluso ahora podía sentir las suaves curvas de Arina, oír su melodiosa risa, sentir sus labios dándole la bienvenida.
El enfado curvó sus labios y penetró su corazón. ¿Por qué había elegido justo ese momento el fraile para aparecer? Había sido la primera vez en su vida que había disfrutado de sí mismo, que había verdaderamente olvidado quién y qué era. Por el infierno, nunca debería haberle pagado al campesino Sajón para encontrar al odioso hermano y devolverlo.
Como si sintiera su mal genio, Cecil aulló y saltó hacia el lavabo. Calculando mal la distancia, golpeó el borde y cayó de nuevo al suelo.
—Aquí estás —dijo, alzándola y posándola donde había tenido intención de aterrizar—. ¿Te lastimaste?
Ella ronroneó debajo de su mano y gentilmente hociqueó sus dedos, su rosada lengua ásperamente golpeteando sus nudillos con cicatrices. Hasta Arina, Cecile había sido la única criatura que le había demostrado amor. No, el amor no podía ser suyo. Era un hombre severo que no sabía nada de palabras de consuelo o gentiles. Esa era su suerte, y hacía tiempo que había aceptado su destino.
Toda su furia desapareció y encontró la parte de él que aceptaba la vida que le había sido dada. No había necesidad de enojarse, no realmente. Tenía el respeto y el temor de la gente; ¿qué hombre podría pedir más que eso?
Un suave golpe lo sacó de sus pensamientos. Apartando la mano del suave pelaje de Cecil, alcanzó su túnica y se la puso.
—Entre.
Para su completo asombro, Arina entró detrás de cinco de los niños del patio. Les frunció el ceño, preguntándose qué podía traerlos a su habitación.
—Edith tiene algo que le gustaría deciros —dijo Arina, con la travesura resplandeciendo profundamente en sus ojos.
La pequeña niña que había tomado sus manos avanzó hacia adelante, manteniendo sus brazos detrás de la espalda. Se mordió el labio tratando de mantener el rostro serio, pero las comisuras se elevaron hasta que se vio forzada a sonreír alegremente.
—Dilo, Edith —uno de los muchachos la incitó.
Su rostro se volvió pensativo y se veía como si algo la afligiera mucho. Un dolor se enroscó en su estómago. ¿Por qué Arina forzaba a esta pobre y asustada niña a confrontarlo, a un hombre que obviamente la aterrorizaba?
—No recuerdo lo que debo decir —susurró.
Daemon la miró fijamente con incredulidad. ¿Podía verdaderamente no estar asustada de él?
El muchacho puso los ojos en blanco y resopló.
—¡El baile, tonta!
Ella miró atrás hacia él, su preocupación desapareciendo.
—¡Oh, eso es! —Se elevó en las puntas de los pies, su sonrisa regresó—. Queríamos agradeceros por uniros a nosotros. Y nosotros… nosotros…
—Queríamos que os unierais de nuevo a nosotros —el muchacho continuó por ella en una alta e irritada voz.
Ella asintió con la cabeza.
—¡Eso es! Queremos, milord, que os unáis a nosotros de nuevo —su pecho se hinchó de orgullo, corrió de nuevo hacia el muchacho, y Daemon notó la guirnalda de flores que sostenía detrás de su espalda.
—¡Edith! Te olvidaste de algo —el muchacho volvió a empujarla hacia él.
Su boca formó una pequeña O. Volteándose, corrió hacia Daemon, sosteniendo la guirnalda frente a ella.
—Hicimos esto para vos, milord, así tendreis una la próxima vez que baileis —dijo, ofreciéndole la guirnalda.
Daemon la tomó, su mano temblaba ligeramente por el peso de alguna emoción que no podía reconocer. Las cuidadosamente recogidas flores y follajes rozaron las callosidades de su palma, y suavizaron las durezas de su corazón. Su pechó se tensó. Nada alguna vez lo había tocado tan profundamente. La idea y el tiempo que pasaron con el regalo, un regalo diseñado únicamente para él, hicieron a la guirnalda el más precioso objeto que había tenido alguna vez.
La pequeña niña se inclinó hacia adelante, ahuecó una mano junto a su boca, y susurró en voz baja:
—Creswyn dijo que no le temerá la próxima vez. Dijo si yo…
—¡Edith! —Dijo el muchacho bruscamente—. Es tarde; debemos ir a casa.
—Está bien —dijo con un resoplido. Mirando a Daemon una vez más, tiró de su túnica, hasta que descendió a su nivel. Para el completo asombro de Daemon, le dio un ligero beso en la mejilla.
El aturdimiento lo sacudió y casi lo hace caer. Nunca en su vida alguien tan joven le había ni siquiera hablado, ni atrevido a tocar su monstruosa forma. Y aquí en este día, esta valiente niña había alzado su mano hacia él en dos ocasiones.
A pesar de todo lo que había aprendido alguna vez, lo que le habían enseñado, Daemon sonrió, su garganta más que demasiado cerrada para hablar. Tragó contra el doloroso nudo en su garganta y trató de desestimar la esperanza que llameó dentro de él. No, sabía mejor que nadie que era mejor no confiar en otros para seguir el ejemplo de la niña. Había aprendido hacía mucho tiempo a no confiar en tales cosas.
Con un grito de indignación, su hermano se apuró hacia adelante y la tomó por el brazo. En lugar del usual comentario cáustico, el niño sacudió la cabeza.
—¡Edith, no se supone que beses a un lord!
Daemon se aclaró la garganta y le revolvió el cabello de la niña.
—Está bien; no me ofendí.
Creswyn elevó su mirada hacia él, sus juveniles ojos aliviados.
—Gracias, milord. Es desobediente. No sé que debería hacer con ella —dijo con una nostálgica voz demasiado anciana para su edad, una voz que debió haber oído incontables veces de sus padres.
Daemon tomó una flor de la guirnalda y se la ofreció a Edith.
—Atesórala.
Ella sonrió, olió la flor, luego salió de la habitación.
Arina cerró la puerta detrás de los niños, su corazón más ligero que las alas de un hada. Se volteó para mirar a Daemon, quien observaba fijamente con reverencia la guirnalda en su mano.  Le recordaba a un niño sosteniendo a su más preciado juguete.
Sonriendo ante la imagen, cruzó la habitación y tocó su brazo. Los duros músculos se flexionaron debajo de su palma, enviando una oleada de calor danzando por su cuerpo.
—Milord teneis una sonrisa muy atractiva. Deberíais practicarla más frecuentemente.
Él le tomó la mano y estudió su palma. Sus delgados dedos acariciaron su carne y escalofríos se expandieron por sus brazos hasta su cuero cabelludo.
—Nunca he tenido una razón para sonreír. No hasta vos.
Un mareo la recorrió al tiempo que Arina apretó su mano en la suya y alzó la izquierda para ahuecar su áspera mejilla. Hebras perdidas de su cabello se deslizaban entre sus dedos en una manera sensual que añadió incluso más escalofríos a su cuerpo.
Él cerró los ojos y sostuvo su mano contra su mejilla como si saboreara su toque tanto como ella saboreaba el suyo.
—Milady, ¿por qué habéis venido?
Sus familiares palabras la atravesaron. Arina se alejó de él, su mente girando. Miró fijamente al suelo, donde una imagen de un campo de batalla parecía pintada contra las piedras. Los gritos resonaron, los hombres se aferraron a ella.
Ella giraba, tratando de soltarse del asimiento de los dedos que tiraban de su cabello, su vestido.
—¡Déjenme! —Gritó, tirando de su vestido donde sus agarres la sostenían fuertemente.
—¿Arina?
Repentinamente, las imágenes se desvanecieron. Parpadeando, alzó la mirada hacia el ceño preocupado de su esposo. Y a pesar del consuelo que sus ojos ofrecían, su corazón continuó martillando contra su pecho.
—Fue horrible —susurró—. ¿Por qué me persiguen?
—¿Quién os persigue?
—La gente —aterrorizada, Arina se arrojó a sus brazos y se aferró a sus hombros, necesitando el consuelo y el confort de su cálido toque—. Los veo, los siento. ¿Por qué no me dejan en paz? —Las lágrimas humedecieron sus mejillas—. Es como si quisieran herirme y no sé porqué.
Sus brazos se tensaron a su alrededor, y ella le dio la bienvenida al consuelo que le ofrecía.
—Está bien, milady. Estoy aquí. Nadie os lastimará mientras viva. Velaré por eso.
Arina se alejó, sintiendo una repentina llama de furia a pesar de sus tiernas palabras.
—Pero queréis dejarme. ¿Quién me protegerá cuando os hayáis ido?
Una sombra pasó por sus ojos, y podía ver que sus palabras lo habían golpeado. Cruzó la habitación para detenerse delante de la ventana. Las imágenes aún se movían por su mente como un violento susurro del pasado.
—Debo estar loca —susurró, su furia desvaneciéndose—. No puede haber otra explicación para lo que veo.
La aferró por los hombros y la volteó para que lo mirara. La ira brillaba en sus ojos de raros colores, volviéndolos fríos, ilegibles, y enviando un estremecimiento por toda ella.
—¡No estáis loca, milady! —Dijo en una amarga, furiosa voz que no comprendía—. Nunca debéis decirle eso a nadie. ¿¡Me oís!?
—¿Por qué? —Le preguntó, tensando su columna para oponerse a él—. Es la verdad.
—Es una mentira. He pasado demasiados días junto a aquellos que están locos. Creed en mí cuando os digo que está mucho más sana que cualquier otra persona que haya conocido.
El aturdimiento se derramó sobre y un presentimiento llenó su corazón.
—¿A qué os referís con que habéis conocido a aquellos que están locos?
Él retrocedió y cerró y abrió los puños como si luchara contra un demonio interior que estaba a la altura de los fantasmas que la perseguían a ella.
Cuando habló, su voz baja apenas logró llegar hasta sus oídos.
—Cuando era niño, viví en una pequeña comunidad de monjes y frailes. En la misa de los domingos, los aldeanos locales traían a aquellos juzgados locos. Los hermanos nos ataban al altar donde podíamos recibir la bendición de Dios.
Se volteó hacia ella, y el vacío en sus ojos la estremeció.
—Habiéndolos conocido, estoy más que seguro de que milady está bastante sana.
El dolor se deslizó por su corazón ante el pensamiento de él siendo tratado de tal manera.
—¿Le ataban con los locos?
—Sí —dijo, su cuerpo y su voz vacíos de cualquier emoción. Incluso así, Arina sabía que el hecho debía haberlo dejado espantado.
—¿No estabais asustado?
—Sí. Estaba aterrado.
Imágenes de él como un niño indefenso la invadieron. ¿Cómo podía alguien hacerle tal cosa a un niño pequeño? Apenas podía comprenderlo.
—Oh, Daemon, lo siento.
Sacudió la cabeza y se alejó del tranquilizador contacto que le ofrecía.
—No lo hagáis. Fue hace mucho tiempo atrás.
Frotando su mano izquierda sobre su hombro derecho, le dio la espalda.
—Con el tiempo ya ni siquiera parece que era yo realmente, sino más bien que le sucedió a alguien más. Alguien a quien nunca conocí. —Cuando volvió a mirarla, la furia y el aborrecimiento llamearon en su mirada—. Es el pasado y el pasado es mejor dejarlo atrás.
Un golpe sonó en la puerta un momento antes de que Wace la abriera.
—Milord, milady, el administrador me ordenó que os dijera que todos están esperando vuestra presencia para cenar.
Esperando tener más tiempo para explorar el tema mientras su esposo parecía querer hablar, Arina asintió.
—Iremos en seguida.
Wace cerró la puerta. Volvió a acercarse a Daemon, y por su rostro podía decir que no tenía intención de reunirse con su gente, o seguir con la conversación.
Sálvalo, repitió la voz en su cabeza.
—Daemon, deberíais uniros a nosotros.
La miró con un oscuro fruncimiento de ceño.
—Prefiero no hacerlo.
Su testarudez prendió su furia. ¿Cómo podría salvarlo cuando él persistía en sus maneras solitarias?
—¿Tenéis intención de pasar vuestra vida entera en el exilio?
Una extraña luz llenó sus ojos.
—De hecho, sí, milady.
Cerró los ojos y rezó por ayuda Divina. Seguramente, se necesitaría un milagro para persuadir a Daemon.
—Si no le dais a la gente la oportunidad de conoceros, entonces nunca verán más allá de los rumores.
Su bufido de incredulidad la hizo querer tirarle algo por la cabeza.
—Si voy allí afuera, los rumores sólo empeoraran.
—¿Por qué creéis eso?
—Lo sé.
Arina soltó un profundo suspiro, su cuerpo temblando de rabia. ¿Cómo podía ser tan ciego, tan testarudo?
Se acercó a él, pero se rehusó a mirarla.
—Bien, quedaos aquí tanto tiempo como queráis. Pero si verdaderamente habéis puesto el pasado a descansar, entonces no continuaríais aislándoos del mundo. Vuestro pasado aún os persigue, Daemon FierceBlood, y hasta que lo enfrentéis y lo conquistéis, nunca cesará de atormentaros.
Ante lo dicho, se retiró de la habitación.
Daemon estaba apostado en el centro de la habitación, sus palabras haciendo eco en sus oídos. Quería negarlas, pero en sus profundidades, sabía que había hablado con la verdad. Sí, su pasado seguía sus pasos como un lobo hambriento esperando para devorar cualquier tierna parte de él que pudiera alcanzar.
¿Por qué no podía sencillamente dejarlo en paz? Todo lo que quería era que el mundo entero lo olvidara. En el pasado, había parecido simple. Nadie nunca había ido en su busca. Wace hacía todo lo que se le decía y lo dejaba con sus propios deseos. ¿Por qué no podía Arina hacer lo mismo?
Sólo porque tenía alguna noción peculiar de que podía de alguna manera hacer a todos olvidar quién y qué eres, no quería decir que pudiera. Si había aprendido algo en su vida, era que la gente lo rechazaba. Así que había aprendido a rechazarlos primero.
Todos los años pasados le habían enseñado bien qué ocurriría si se unía a una comida en común. Quizás era tiempo de que su esposa también aprendiera lo que había conocido durante toda su vida.
Arina alzó la mirada al entrar Daemon en la habitación. Una sonrisa curvó sus labios. Sí, había ganado está batalla; con algo de suerte conquistaría la guerra.
Daemon se sentó a su lado, su rostro tenso y tirante.
—Podríais al menos aparentar que esperáis por la comida —ella susurró.
La mirada que le brindó enfrió su alma.
—Pensaría que después de nuestra fiesta de bodas, milady, sabríais demasiado bien por qué tomó mis comidas solo.
—Pash —dijo, frunciendo la nariz—. El hombre estaba borracho.
Negó con la cabeza, y ella supo las palabras en su mente como si las hubiera dicho en voz alta. Pensaba que era tan testaruda como él. Sonrió ante ese pensamiento. Quizás lo era, pero era por su propio bien.
Una vez que los sirvientes hubieran terminado de traer la comida, el fraile gesticuló para que todos inclinaran las cabezas para una plegaria. Por el rabillo del ojo, Arina notó que Daemon mantenía la cabeza erguida, su mirada enfocada en la lejana pared.
Las palabras del fraile se oyeron, titubeando solo cuando también notó a Daemon.
El hermano Edred terminó su plegaria, luego miró a Daemon.
—¿Mi señor no os unís a la plegaria?
La mandíbula de Daemon se tensó.
—No os fuerzo a mis creencias, hermano. Rezo para que me deis la misma cortesía.
Arina lo pateó por debajo de la mesa.
Él le dirigió una mirada hostil que le robó el aliento. Abrió la boca para hablar, pero antes de que pudiera, el administrador entró.
—Milord, hay viajeros a la entrada que desean alojamiento por la noche y comida.
—Traedlos dentro.
El administrador vaciló como si quisiera decir algo más. Finalmente, se inclinó y susurró en el oído de Daemon. Arina frunció el ceño, deseando saber qué pasaba entre ellos.
—No importa. Traedlos y sentadlos como nobles invitados.
Una mirada de sorpresa cruzó el rostro del administrador, pero no dijo nada más y se apresuró a llevar a cabo la orden de Daemon.
A pesar de su necesidad de preguntarle acerca del extraño comportamiento del administrador, Arina se mantuvo en silencio, sabiendo que lo descubriría pronto. Después de algunos minutos, el administrador regresó dirigiendo a tres hombres, el mayor de los que apareció no parecía muchos más años que los otros. Sus largas cabelleras y trenzas le decían que eran sajones y su orgulloso porte y ropas hablaba de su nobleza.
Rígidamente, se acercaron a la mesa. Sus miradas se estrecharon casi al unísono al divisar los ojos de Daemon.
—Os agradecemos por vuestra hospitalidad —dijo el mayor.
Arina contuvo la respiración ante el obvio desaire. Era realmente grosero pedir hospitalidad y no al menos reconocer el señorío de Daemon.
Sin duda Daemon lo había notado también, pero no dio indicio de la omisión del sajón.
En cambió, asintió ligeramente, y el administrador los ubicó en sus asientos al final de la mesa.
Belial se inclinó hacia adelante para descansar la barbilla en su palma, y Arina se preguntó ante la maliciosa mirada en sus ojos cuando escudriñó a los recién llegados.
El hermano Edred se dirigió a los hombres en inglés. Arina regresó a su comida, notando la tensión de Daemon, lo que hizo temblar sus propias manos.
Se las arregló para comer unos pocos bocados antes de que la voz de Belial se oyera.
—Ahora que tenemos un fraile en la residencia, parecería oportuno que la unión de mi hermana fuera bendecida por él —se atragantó con la comida, horrorizada ante la audacia de su hermano, especialmente después de la declaración que hizo Daemon anteriormente—. ¿Qué decís vos, Lord Daemon? ¿No deberíamos tener una misa nupcial?
¿Por qué Belial lo provocaba deliberadamente?
Daemon tomó un sorbo de vino, luego volteó para enfrentarse a Belial y el hermano Edred, que había hecho una pausa en su conversación con los sajones y en ese momento estaba sentado con aplomo expectantemente.
—Entiendo que la Iglesia piensa que el matrimonio es demasiado pecaminoso como para molestarse con éste. Creo que la orden oficial dice que es mejor dejar los asuntos seculares a las cortes seculares.
El hermano Edred asintió.
—Eso hace tiempo se sostuvo como verdadero, pero el último consejo sostuvo que las uniones deberían ser bendecidas.
—Entonces bendiga a mi esposa y dejadme en paz.
La indignación endureció la mirada del fraile y Arina retuvo la respiración, rogando por que sus palabras no fueran demasiado duras.
—¿Por qué, milord, rechazáis la bendición? ¿Hay algo acerca de Nuestro Celestial Padre que os atemoriza?
La mirada de Daemon se oscureció en un peligroso tinte que envió una oleada de miedo a lo largo de su espina.
—Nada acerca de vuestro Dios podría asustarme nunca. Guardad vuestros consuelos para aquellos que los crean. Yo no sirvo para eso.
—¡Blasfemo! —Gritó el Hermano Edred, alzándose—. ¡Hereje!
Daemon se irguió y se elevó por encima del pequeño hombre. El hermano Edred retrocedió, sus ojos abiertos de par en par y llenos de miedo. Arina tragó el nudo en su garganta, insegura de qué hacer.
Los labios de Daemon se curvaron al tiempo que deslizaba sus ojos por el fraile.
—Si vuestro Dios no está ofendido por los indecorosos cobardes que lo representan, entonces dudo que mis breves palabras aumentaran Su ira.
—Milord, por favor —dijo Arina, tomando el brazo de Daemon. Sólo una cosa la molestaba más que su esposo fuera atacado, y eso era la falta de fe de su esposo—. Os suplico que sostengáis vuestra lengua. Es mi Señor el que también rechazáis. Y sé que vuestras palabras Le desagradan.
Se encogió ante la caliente mirada que le lanzó. Quitando la mano de su brazo, Arina tembló.
—No defendáis a este libertino patán ante mí, milady —dijo Daemon—. Conozco sus seguidores y su clase mucho mejor que vos. Y os suplico que evitéis su presencia para que no aprendáis pronto los verdaderos horrores que yacen debajo de sus sotanas.
El calor golpeó sus mejillas, el doble significado era más que claro. Antes de que pudiera replicar, él abandonó el salón.
Arina recogió su falda y corrió detrás de él. ¡Por el cielo, la escucharía en este tema! Era tiempo de que dejara su ceguera de lado y viera la verdad.
—¡Daemon! —Dijo bruscamente, alcanzándolo justo frente a la puerta—. No puedo creer las palabras que habéis pronunciado.
A pesar de las oscuras sombras que oscurecían su rostro de su vista, detectó la furiosa mirada. Pese a ello, se rehusaba a dejar que el tema muriera, no antes de que terminara esta discusión.
—Habláis de hombres rechazándoos cuando fuisteis vos el que provocó al hermano Edred.
—¿Yo provoqué al Hermano Edred? —Preguntó, su voz dura con sarcasmo—. Él fue el que lazó insultos, no yo.
Ella elevó la barbilla y estrechó los ojos.
—Podríais haber adivinado su reacción cuando os rehusasteis a inclinar la cabeza.
—¿Inclinar mi cabeza por qué? ¿En respeto a una deidad que en la que se me dificulta creer?
Su mano escocía por abofetearlo. Furia y dolor se juntaron dentro de su pecho. ¿Por qué él no podía ver la verdad?
—El Señor está vivo. ¿Cómo no podéis sentirlo?
Daemon tomó su mano y la aplastó contra su pecho, donde su corazón golpeaba contra las frías yemas de sus dedos. Escalofríos recorrieron la longitud de su brazo y picaban en su cuello.
—Siento a mi corazón latir —dijo en una ronca voz—. Siento el viento contra mis mejillas. Por toda  mi vida he escuchado a criaturas tales como Edred decirme que no era humano. Que soy una abominación contra Dios. —Su asimiento se tensó sobre su muñeca—. Me han maldecido, golpeado y llamado monstruo y todo en nombre de Dios. Si creyera en Dios, entonces debiera creer las palabras que dijeron sobre mí. ¿Por qué más un omnisciente y omnipotente Dios me permitiría sufrir en Su nombre y de las manos de Sus sirvientes?
Cerró los ojos, rezando por una manera de hacerlo ver.
—El Señor se mueve de forma misteriosa. Nos da libre elección de servir a Su voluntad o a la de Lucifer. No todo el que jura en Su nombre sigue Sus dictámenes. —Arina alzó la mano y apartó una hebra del cabello de la frente de Daemon—. Todos nosotros caminamos por diferentes caminos y no sé porqué se os ha dado el vuestro, pero sí sé que el Señor es real y que Él está lejos de ser insensible y despreocupado.
Daemon la tomó de los brazos, su toque sorprendentemente gentil.
—Perdonadme, milady, pero no puedo creer en lo que decís. Si acepto vuestra creencia, entonces debo aceptar lo que los curas han dicho acerca de mí, y me rehúso a creer que Lucifer sea mi padre.
La soltó y se dirigió a los establos.
Arina lo observó retirarse, su corazón golpeando salvajemente contra su pecho. No solamente se había aislado de todos a su alrededor, sino incluso de Dios en sí mismo. Apenas podía concebir la soledad, el dolor y la desesperación que tal asilamiento debía causar.
Parecería que en toda su vida, Daemon había caminado solo. Completamente solo. Se estremeció ante aquel pensamiento. El alma humana no había sido creada para tal travesía. Era una maravilla que Daemon hubiera sobrevivido tanto tiempo.
—¿Milady?
Se volteó para ver a Wace apostado a la entrada.
—¿Sí?
—La gente está ansiosa. El administrador desea que vos regreséis para así ellos puedan ser calmados —Arina avanzó hacia él. Estudió la juventud de su rostro pensativo y tenso.
—Decidme, Wace. ¿Cuánto tiempo habéis viajado con Lord Daemon?
Un fruncimiento junto sus cejas.
—Casi cuatro años ahora, milady. ¿Por qué?
Suspiró y miró hacia los establos al tiempo que Daemon lo dejaba a horcajadas de su caballo.
Sin mirar en su dirección, galopó a través de las murallas y salió por la entrada. Una añoranza de él crecía en su corazón y anheló poder reclamarlo como suyo, para calmar el dolor que años de sufrimiento y burlas incrustaron en su alma
—¿Siempre ha sido como es ahora?
Su fruncimiento se profundizó.
—No sé a lo que milady se refiere.
Ella suspiró y volvió su mirada a Wace.
—¿Siempre ha evitado estar con la gente?
—Sí, milady —dijo, asintiendo con su cabeza—. A decir verdad, esta es una de las pocas veces en que nos hemos quedado en una mansión por más de un día o dos. Normalmente viajamos de batalla en batalla, rara vez durmiendo bajo techo.
Su garganta se cerró ante la angustia que golpeaba dentro de ella. ¿Encontraría alguna vez la manera de alcanzar a su esposo guerrero?
—¿Ha hablado con vos acerca de por qué elige vivir de tal manera?
—No, milady. Rara vez habla conmigo salvo para darme mis deberes.
Su corazón se dolió. Arina se movió para regresar dentro, pero Wace tocó su brazo, haciéndola detenerse.
—No lo juzguéis duramente, milady. Sé la clase de cosas que los sirvientes y los hombres susurran acerca de él, pero os juro sobre mi propia alma que son mentiras. Lord Daemon puede no ser piadoso, pero está lejos de ser un demonio. En todo el tiempo en que lo he servido, nunca me ha elevado la voz, o me ha golpeado. Pero muchas veces mi anterior amo me ha llevado a misa mientras las contusiones oscurecían mi carne por los golpes que me había dado. Lord Daemon es un buen hombre, no merece tal crítica.
Ella palmeó su brazo.
—Es honorable la manera en que apoyáis a vuestro señor, pero no tengáis miedo. No necesitáis defenderlo ante mí. Como vos, sé que no es el monstruo que otros piensan. Podéis descansar tranquilo acerca de ese asunto.
Wace asintió y regresó dentro.
Sosteniendo la puerta, Arina miró fijamente en la dirección en que Daemon se había ido cabalgando. ¿Podría alguna vez penetrar la armadura que escudaba su corazón? ¿Qué haría falta para que alcanzara su interior y lo hiciera darse cuenta de la destructividad de sus modos? ¿Hacerlo darse cuenta de que ella estaría a su lado y nunca lo juzgaría por sus defectos, o le daría importancia a los rumores no inició?
Arina aferró la puerta, la madera mordía ferozmente su palma. Debía encontrar el remache suelto y quitar la armadura antes de que fuera demasiado tarde. Y algo dentro le decía que su tiempo casi había expirado.

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