Daemon la miró con incredulidad.
—Pero vos ni maldecís ni juzgáis a nadie. Esa no es vuestra naturaleza.
—Ya no puedo decir cuál es mi verdadera naturaleza —dijo, bajando la cabeza. Él la miró mientras seguía con el dedo el bordado de su manto, y unos escalofríos recorrieron su carne como si le tocara—. Ya no sé qué o quién soy.
Levantó la mirada, sus rasgos nostálgicos y dolidos.
—Recuerdo volar, el aire revoloteando contra mis mejillas, pero ese aire nunca lo sentí como lo hago ahora.
Sacudiendo la cabeza, exhaló un profundo suspiro.
—¿Soy ángel o soy humana? Hay veces que me siento enloquecer por el esfuerzo de tratar de decidirlo.
La luz del fuego parpadeaba reflejada en su carne y, por un momento, Daemon podría jurar que vio un resplandor suave que abarcaba su cuerpo. Ella levantó su pierna derecha y la rodeó con sus brazos. Con la mejilla apoyada en su rodilla, lo miró con una mirada inocente y necesitada que le atravesó desgarrándole.
Frotándose la mandíbula, quiso aliviar el dolor en sus ojos, pero por su vida, no podía pensar en ninguna forma de responder a su pregunta.
Frotándose la mandíbula, quiso aliviar el dolor en sus ojos, pero por su vida, no podía pensar en ninguna forma de responder a su pregunta.
—Pero aunque seáis humana por ahora, ¿qué hay del mañana? ¿Sabéis cuándo volveréis a tomar vuestra forma celestial?
—No —exhaló Arina, deseando saberlo. Sin embargo, la vieja nunca le había hablado de esa parte. ¿Sería transformada tan pronto como él muriera o viviría una vida humana normal?—. No sé cuánto tiempo me quedaré como estoy.
—Entonces, sois más humana de lo que pensabais.
—Entonces, sois más humana de lo que pensabais.
Ella frunció el ceño, confundida por sus palabras.
—¿Qué queréis decir?
Daemon volvió a sentarse junto a ella, pero no la miró. En cambio, estudió el fuego.
—Ninguno de nosotros sabe lo largo o corto que será el tiempo que tengamos —dijo—. Pasamos toda nuestra breve vida temiendo la muerte. Es el verdadero demonio que acecha a todos los hombres.
La tristeza revistió su cara y ella deseó alguna manera de consolarlo. Él tiró un trozo perdido de madera en el fuego y suspiró.
—Por lo menos tenéis una ventaja sobre nosotros, sabéis con certeza lo que os espera tras la muerte.
Ella sacudió la cabeza.
—No, al igual que todos los mortales, mi muerte será como la humana. Porque no tengo la certeza de dónde voy a terminar más que cualquier otro. No lo sabré hasta que esté frente a Pedro y su libro.
—Así que Dios es tan implacable como pensaba.
Arina se puso rígida ante sus palabras y se quedó atónita por su conclusión.
—¿Qué queréis decir?
Se volvió hacia ella, con la cara llena de odio.
—¿Qué pecado habéis cometido, milady? ¿Qué podríais haber hecho para causar vuestra maldición? Sois más pura de corazón que cualquier criatura jamás nacida. Sólo el más miserable y más ruin podría condenaros.
—No, no digáis tales cosas —dijo.
—¿Por qué no? Él me ha castigado por cosas en las que no podía ayudar y os ha condenado por hechos que no pudisteis evitar.
—Dios no me ha condenado —insistió—. Si muero condenada, entonces me lo he hecho yo misma. No podemos controlar los obstáculos que nos ponen delante, o lo que otros piensan o pueden hacer. Pero todos somos dueños de nuestro propio fin, de las decisiones que tomamos.
Daemon resopló.
—Me parece recordar una historia que el hermano Jerónimo solía contarme del faraón que había nacido para ser condenado. ¿Alguno de nosotros realmente tenemos elección?
Ella asintió.
—Si el faraón hubiera liberado a los hebreos, incluso él se habría salvado. Fue su terquedad la que lo maldijo, su obstinación la que le costó la vida.
Una extraña mirada le cruzó por la cara y ella luchó por nombrarla.
—¿Qué? —preguntó ella.
Desvió la vista, su cuerpo estaba más rígido que la espada atada a su cadera.
Arina extendió la mano y le tocó el hombro. Los músculos bajo sus dedos se tensaron fuertemente.
Arina extendió la mano y le tocó el hombro. Los músculos bajo sus dedos se tensaron fuertemente.
—Por favor, ¿me diréis lo que ronda vuestros ojos? —dijo.
Su mandíbula se crispó.
—No es nada más que un viejo recuerdo que me atormenta.
—¿No lo compartiréis? —preguntó ella.
Daemon la miró, y el dolor en su rostro llegó muy dentro de ella y le tocó el corazón.
—Se dice que mi padre, después de verme por primera vez, fue afectado por una necesidad de ir de peregrinación y hacer penitencia por mi nacimiento —susurró, su voz era amarga y forzada—. Aunque muchos trataron de convencerle de lo contrario, insistió, afirmando que se lo debía a Dios por ayudar a traer a un niño tan malvado a este mundo.
A ella se le llenaron de lágrimas los ojos y se mordió los labios para no gritar ante la injusticia. ¿Cómo puede alguien creer tal cosa?
Daemon frunció los labios mientras estrechaba la mirada.
—Mi padre nunca regresó, porque fue emboscado y asesinado por los sarracenos en las afueras de Jerusalén. Se rumorea que los sarracenos llevaron a cabo el castigo de Dios. Y mientras los hermanos me culpaban por la muerte de mi padre, yo le culpé a su obstinación.
Tanto dolor, tanta tristeza. Arina anhelaba encontrar alguna manera de aliviar el tormento que se enconaba en su corazón.
—Entonces, ¿vos creéis que controlamos nuestro destino?
Él sacudió la cabeza.
—¿Cómo podría?
Arina trazó la línea de su mandíbula, su barba le raspaba la punta del dedo, enviándole remolinos de placer a través de su cuerpo. Se sentó tan cerca que podía sentir su calor aún más fuerte que el del fuego.
—Ojalá pudiera haceros creer —susurró.
Cuando la miró, su respiración se tambaleó ante la ternura de sus ojos.
—Cuando estoy cerca de vos, casi puedo creer cualquier cosa —susurró, sus palabras le entibiaban el pecho.
Antes de que ella pudiera moverse, se inclinó hacia adelante y capturó sus labios. Arina gimió de placer, muy poco acostumbrada a la sensación de su boca reclamando la de ella. Le pasó las manos por la espalda, el deseo asediando su corazón y su sangre.
Aunque sabía que tenía que apartarlo, no podía decidirse a hacerlo. No, esta vez, se quedaría con él.
Daemon le mordió los labios, tirando de ellos con sus dientes y raspándolos suavemente. Ella se estremeció, su cuerpo explotando en latidos calientes.
Él le apoyó la espalda contra el suelo y ella se dejó ir voluntariamente, deleitándose en la sensación de su peso sujetándola hacia abajo. Arina cerró los ojos, saboreando la cruda y terrenal vitalidad de su tacto, su cuerpo.
Nunca había imaginado un sentimiento tan maravilloso. Ni siquiera la libertad de volar podía compararse a la embriagadoramente cálida sensación de su beso.
Él abandonó su boca enterrando los labios en su cuello. Arina se arqueó contra él y su cuerpo chisporroteó en respuesta a su contacto. Le quería. El cielo la ayudara porque no podía encontrar en su interior nada para alejarlo. Aunque ella no pertenecía realmente a su mundo, era su esposa. Y una esposa pertenecía a su marido.
Él le apoyó la espalda contra el suelo y ella se dejó ir voluntariamente, deleitándose en la sensación de su peso sujetándola hacia abajo. Arina cerró los ojos, saboreando la cruda y terrenal vitalidad de su tacto, su cuerpo.
Nunca había imaginado un sentimiento tan maravilloso. Ni siquiera la libertad de volar podía compararse a la embriagadoramente cálida sensación de su beso.
Él abandonó su boca enterrando los labios en su cuello. Arina se arqueó contra él y su cuerpo chisporroteó en respuesta a su contacto. Le quería. El cielo la ayudara porque no podía encontrar en su interior nada para alejarlo. Aunque ella no pertenecía realmente a su mundo, era su esposa. Y una esposa pertenecía a su marido.
No, nunca le haría daño, nunca renegaría de él. Esta noche se quedaría con él como ser humano y trataría de no pensar en lo que podría ocurrir al día siguiente. Por ahora, ella necesitaba su toque tanto como él el de ella.
Daemon inhaló su rico aroma, la cabeza le giraba como si estuviera intoxicado. Sabía que debía dejarla. Si tuviera un mínimo de decencia en su interior, debería levantarse de su cuerpo y dormir al aire libre con los caballos.
Nadie le había aceptado o le dio la bienvenida como ella hacía. Y nada se había sentido mejor que las deliciosas curvas que moldeó contra sí, presionando contra su pecho, sus caderas. Su cuerpo ardía por ella. Sin embargo, no podía permitirse deshonrarla más. No, la había corrompido una vez, no podía perjudicarla más.
Daemon inhaló su rico aroma, la cabeza le giraba como si estuviera intoxicado. Sabía que debía dejarla. Si tuviera un mínimo de decencia en su interior, debería levantarse de su cuerpo y dormir al aire libre con los caballos.
Nadie le había aceptado o le dio la bienvenida como ella hacía. Y nada se había sentido mejor que las deliciosas curvas que moldeó contra sí, presionando contra su pecho, sus caderas. Su cuerpo ardía por ella. Sin embargo, no podía permitirse deshonrarla más. No, la había corrompido una vez, no podía perjudicarla más.
Obligando a sus músculos cansados a cooperar, se apartó.
Ella le rodeó los hombros con sus brazos. Daemon la miró a los ojos y su respiración desfalleció ante la gentil necesidad que flotaba en las ricas profundidades azules.
—No, milord —susurró, y su voz retumbó a través de él—. Durante esta noche, quiero teneros como marido.
Arina vio las emociones cruzar su rostro, incredulidad, añoranza y, finalmente, felicidad. Él regresó a sus labios, a su aliento más dulce que cualquier vino. Ella tiró de su túnica, queriendo sentir la fuerza de su pecho contra las palmas de sus manos.
El fuego jugaba con su rostro, mostrándole el hambre cruda de sus ojos. Ella se estremeció, incapaz de creer que la deseara tanto. Alcanzándole, ella le tomó la trenza y la soltó lentamente hasta que su pelo cayó en cascada sobre ella. Las puntas le hicieron cosquillas en el cuello y la cara. Como había anhelado hacer tantas veces, le pasó las manos a través de las sedosas hebras.
Daemon cerró los ojos y volvió el rostro para mordisquearle suavemente el brazo. Arina aspiró el aire entre los dientes mientras el pecho le hormigueaba. Ningún hombre se podría comparar a su guerrero. Sólo él era el más honrado, más noble, y ella se comprometió a no dejar que ningún daño le aconteciera.
Él tomó el dobladillo de su túnica. Por un brevísimo instante, casi le detuvo. Pero, ¿qué importaba? O ya estaba condenada por yacer con él, o no lo estaba. ¿Una vez más haría la diferencia? No, no para Pedro. Pero para Daemon podría serlo.
Se estremeció cuando el aire frío contactó con su piel desnuda y los pechos se tensaron en respuesta. El calor le subió a las mejillas y trató de cubrirse de su mirada.
Daemon cerró los ojos y volvió el rostro para mordisquearle suavemente el brazo. Arina aspiró el aire entre los dientes mientras el pecho le hormigueaba. Ningún hombre se podría comparar a su guerrero. Sólo él era el más honrado, más noble, y ella se comprometió a no dejar que ningún daño le aconteciera.
Él tomó el dobladillo de su túnica. Por un brevísimo instante, casi le detuvo. Pero, ¿qué importaba? O ya estaba condenada por yacer con él, o no lo estaba. ¿Una vez más haría la diferencia? No, no para Pedro. Pero para Daemon podría serlo.
Se estremeció cuando el aire frío contactó con su piel desnuda y los pechos se tensaron en respuesta. El calor le subió a las mejillas y trató de cubrirse de su mirada.
—No, milady —murmuró, pasando el dedo por el centro de su pecho desnudo—. Vos no tenéis nada de qué avergonzaros.
Arina tragó, todavía incómoda. Pero a medida que él bajaba la cabeza contra su pecho y lo tomaba en su boca, se olvidó de su desnudez. Todo en lo que podía pensar era la pasión rizándose en su estómago, un placer que todo lo consumía y le corría a lo largo del cuerpo. Su pelo se derramaba por sus pechos y su estómago, haciéndole cosquillas, inflamando sus sentidos.
Acunó su cabeza mientras el chupaba, su lengua enviaba un millar de temblores a su vientre. Sus manos recorrían su carne, pero cuando le tocó el muslo izquierdo, se quedó sin aliento cuando el dolor interrumpió su placer.
Daemon se apartó con el ceño fruncido. ¿Cómo podía haber olvidado sus lesiones? Le pasó la mano por encima de su muslo e hizo una mueca ante su herida. Toda la longitud de su muslo y cadera estaban rojos y amoratados.
Tan suavemente como pudo, sondeó el hematoma. Finalmente, dedujo que ningún hueso se había roto.
Daemon se apartó con el ceño fruncido. ¿Cómo podía haber olvidado sus lesiones? Le pasó la mano por encima de su muslo e hizo una mueca ante su herida. Toda la longitud de su muslo y cadera estaban rojos y amoratados.
Tan suavemente como pudo, sondeó el hematoma. Finalmente, dedujo que ningún hueso se había roto.
—Deberíais habérmelo recordado —susurró con la voz ronca por la culpa de haber sido tan negligente.
Le tocó la barbilla, volviéndole la cara hasta que encontró su mirada.
—No me dolió hasta que lo tocasteis —dijo con una sonrisa.
Él encontró su sentido del humor terriblemente fuera de lugar.
—¿Y ahora?
—El único dolor que siento es el vacío en mis brazos. Venid, Lord Normando, os necesito para desterrar ese vacío.
Daemon contempló con incredulidad sus palabras. Antes de que pudiera detenerse, la apretó contra él. Las manos de ella bailaban sobre su pecho desnudo, explorándolo. Cerró los ojos, saboreando cada delicioso toque.
Acostado sobre la espalda, la puso sobre sí.
Acostado sobre la espalda, la puso sobre sí.
Arina jadeó ante su posición. Los pantalones de cuero se sentían extraños debajo de sus nalgas desnudas y un latido exigente golpeó. Él subió las manos, por su pecho, ahuecando los senos. Con la cabeza llena de placer, ella se arqueó contra él.
¿Todos los seres humanos se sienten así cuando se unen? Por alguna razón, ella lo dudaba. No, lo que existía entre ellos era algo más que lujuria, algo más especial.
Daemon extendió la mano y la hundió en su pelo, tirando de ella hacia delante hasta que sus labios se tocaron. Se quedó sin aliento cuando sus senos rozaron su pecho y se estremeció.
Daemon extendió la mano y la hundió en su pelo, tirando de ella hacia delante hasta que sus labios se tocaron. Se quedó sin aliento cuando sus senos rozaron su pecho y se estremeció.
Su cálida fuerza la rodeaba, espantando toda la frialdad producida en el interior de la vieja cabaña.
Arina cerró los ojos, deseando poder estar con él así durante toda la eternidad. Oh, si sólo pudiera permanecer como humana y lograran romper la maldición. Nunca pediría más que el amor de Daemon, su tacto.
De repente, Daemon los giró. Arina se mordió los labios mientras él forcejeaba con los pantalones. La expectativa inundaba su corazón y la dejó palpitando mientras el calor le subía hasta el rostro.
Él se quitó los pantalones y ella se deleitó con la visión de su cuerpo desnudo. Nunca había visto nada tan glorioso, tan hermoso.
Vacilante y un poco asustada, se estiró para tocarlo. Trazó el camino de rizos que bajaba por su vientre. Él dio una entrecortada inspiración, y ella sonrió ante su poder sobre él.
Daemon cerró los ojos, saboreando su contacto. Nunca antes una mujer había sido tan atrevida, estado tan ansiosa por él. ¿Qué pasaba con su ángel, qué le hacía tocarle cuando otros se negaban?
Pero, ¿le abandonaría?
El temor le desgarró por la mitad y juró que nunca la dejaría ir. Y qué si él moría por la mañana. Por lo menos iba a morir conociendo la felicidad, la aceptación. Y si tenía que morir, entonces nada le complacería más que exhalar su último aliento mientras miraba a los ojos a su ángel.
La mano de ella le ahuecó y le dejó sin aliento. Incapaz de aguantar más, le retiró la mano. Lo miró a los ojos y él se estremeció ante la inocencia y el amor que brillaban tan intensamente en ellos. ¿Tendría todavía esa mirada cuando el sol les interrumpiera apartándolos? ¿O lloraría arrepintiéndose?
Como si sintiera sus pensamientos, ella le pasó la mano por debajo de su pelo y tocó su cuero cabelludo. Ella notó su marca y frunció el ceño.
Él se tensó previendo su pregunta.
—Es una cruz —dijo antes de que tuviera la oportunidad de preguntarle.
Su ceño se profundizó.
Su ceño se profundizó.
—¿Una cruz?
Él se inclinó hacia adelante y se apartó el pelo.
Arina jadeó ante la marca. Tocó las cicatrices con el corazón latiendo con fuerza. Haciendo una mueca, apenas podía imaginar el dolor que tal herida debía haberle causado. Y sin preguntar, sabía cómo y por qué la había recibido.
Ella le peinó el pelo hacia atrás sobre la cicatriz y tiró de su barbilla hasta que se encontró con su mirada. La miseria nadaba en sus ojos verdes y marrones, pero debajo de ella vio su miedo.
Ella le peinó el pelo hacia atrás sobre la cicatriz y tiró de su barbilla hasta que se encontró con su mirada. La miseria nadaba en sus ojos verdes y marrones, pero debajo de ella vio su miedo.
—Los que hicieron eso están sin duda condenados por sus actos.
Él resopló y miró hacia otro lado.
—¿De verdad? Yo había pensado que fueron recompensados por exorcizar el demonio de mí.
Ella respiró profundamente y sacudió la cabeza.
—Os puedo asegurar que el Señor no permite que nadie inflija tanto dolor en su nombre.
Tomando su mano, él se la llevó a los labios y le mordisqueó los dedos. El fuego bailó en su vientre.
—Por vuestro gentil toque, milady, con mucho gusto lo sufriría todo de nuevo –susurró con voz entrecortada.
El calor inundó su cuerpo y tiró de él contra su pecho. Le apretó fuertemente, deseando poder haber detenido las torturas que había recibido. Una imagen de un niño gritando vagó a la deriva por su mente, y se preguntó cómo alguien podía ser tan cruel.
Pero como Daemon le acariciaba la espalda, la imagen se evaporó. La cubrió con su cuerpo dispersando sus pensamientos. Arina temblaba contra el fuego que le corría por las venas.
Daemon la besó apasionadamente, separándole las piernas con las rodillas. Su cabeza giró vertiginosamente por la presión de sus labios, el sabor de su boca, y ella le aferró para tenerlo cerca. Él apoyó los brazos a cada lado de ella, sosteniéndole la cabeza en sus manos. El calor la inundó ante la ternura de su toque.
Y entonces se deslizó dentro de ella. Arina se tensó ante la súbita plenitud. Con las caderas descansando contra las suyas, Daemon empezó a mordisquear la carne detrás de las orejas.
Y entonces se deslizó dentro de ella. Arina se tensó ante la súbita plenitud. Con las caderas descansando contra las suyas, Daemon empezó a mordisquear la carne detrás de las orejas.
Un increíble placer se propagó a través de su tenso estómago y su vientre. Ella echó la cabeza hacia atrás con un gemido ronco. Nunca había sentido nada como el tembloroso placer que pulsó a través de ella. Se agarró a sus hombros levantando las caderas para llevarlo más profundamente en su interior.
Ante su invitación, comenzó a mecer lentamente las caderas. Arina se mordió el labio ante el extraño baile. Con cada suave golpe, su cuerpo ardía más.
Daemon cerró los ojos ante el rebosante júbilo en su interior. Ni siquiera sus sueños podían compararse con la realidad de lo que experimentó. Sus pechos hinchados se frotaban contra él, urgiéndole a ir más rápido. Ella le pasó las manos por la espalda y las nalgas, y él tembló por la magia de su toque.
Arina se estremeció cuando él hundió el rostro en su cuello. Su respiración se hizo eco en sus oídos y sus suaves gemidos le encantaron. Este era su marido y se comprometió a luchar por él.
Ante su invitación, comenzó a mecer lentamente las caderas. Arina se mordió el labio ante el extraño baile. Con cada suave golpe, su cuerpo ardía más.
Daemon cerró los ojos ante el rebosante júbilo en su interior. Ni siquiera sus sueños podían compararse con la realidad de lo que experimentó. Sus pechos hinchados se frotaban contra él, urgiéndole a ir más rápido. Ella le pasó las manos por la espalda y las nalgas, y él tembló por la magia de su toque.
Arina se estremeció cuando él hundió el rostro en su cuello. Su respiración se hizo eco en sus oídos y sus suaves gemidos le encantaron. Este era su marido y se comprometió a luchar por él.
Mientras él se movía contra sus labios, un extraño pulso caliente creció. Ella arqueó sus labios, tirando de él más profundamente, maravillada por el placer agridulce. Él se movió más rápido, y los latidos crecieron hasta que ella temió morir por eso. Entonces, justo cuando no podía aguantar más, su cuerpo estalló.
Arina gimió, con todo su cuerpo temblando. Nunca, nunca había experimentado nada similar. Su corazón latía con fuerza mientras se preguntaba si había muerto. Seguramente, sólo eso podría explicar la sensación de caída.
Arina gimió, con todo su cuerpo temblando. Nunca, nunca había experimentado nada similar. Su corazón latía con fuerza mientras se preguntaba si había muerto. Seguramente, sólo eso podría explicar la sensación de caída.
Pero entonces los brazos de Daemon se apretaron sobre ella y él también convulsionó. Gimió suavemente, luego se desplomó contra ella, sosteniéndola con tanta fuerza que casi gritó de dolor.
—¿Todavía estoy viva? —susurró.
Su abrazo se aflojó, se inclinó y la besó suavemente en los labios.
—Sí, milady.
—¿Es siempre así? —preguntó ella.
Daemon sacudió la cabeza.
—No, milady. Nunca fue tan dulce como esta noche.
El calor se propagó a través de ella y le apartó el cabello sobre su hombro. Con los brazos apoyados en ambos lados de ella, la observó con una intensa mirada que le robó el aliento y la dejó aún más débil. Trazó la incipiente barba de su mandíbula y le ofreció una sonrisa.
—Me alegro de haberos dado lo que ninguna otra antes.
Y así, cuando las palabras salieron de sus labios, ella supo que repetiría sus actos con mucho gusto, sin importar lo que el destino y Belial interpusieran en su camino.
Daemon se quedó tendido en calmada tranquilidad, escuchando el aullido del viento y el crepitar del fuego. El pelo de Arina se extendió sobre su pecho mientras se tendía a su lado. Él daría cualquier cosa para permanecer así durante toda la eternidad.
Pero, ¿y mañana? Su propia muerte no le importaba, pero a ella sí.
—¿Milord?
Respingó cuando su dulce voz se entrometió en sus pensamientos.
Respingó cuando su dulce voz se entrometió en sus pensamientos.
—Pensé que estabais dormida.
—Tuve un sueño maravilloso —susurró, girando en sus brazos hasta que ella quedó mirando a sus ojos. El brillo de su mirada le calentaba—. Vos y yo íbamos a la deriva en un glorioso rayo de la luz tan brillante que no podíamos vernos, pero podía sentiros. Vuestra respiración era mi respiración, vuestros pulmones eran mis pulmones.
—¿Mi corazón vuestro corazón?
Ella le sonrió.
—Sí.
—¿Pero qué sucede cuando llega la noche y termina la luz del sol?
Ella frunció el ceño y le golpeó en el hombro.
—Siempre dudando, ¿no?
Daemon suspiró, con el corazón pesado mientras le peinaba el cabello apartándolo de su cara.
—La vida me ha enseñado a ser cauteloso, milady.
Ella asintió, y la tristeza sustituyó el brillo feliz de sus ojos.
Una punzada de culpa retorció su conciencia, pero él no podía compartir su optimismo.
Mientras ella estudiaba las llamas, dio un cansado suspiro que coincidía con el suyo.
Mientras ella estudiaba las llamas, dio un cansado suspiro que coincidía con el suyo.
—¿Cómo me encontrasteis? —inquirió.
Daemon se preguntó qué le había hecho hacer esa pregunta.
—Belial me envió por vos.
—¿Belial? —preguntó ella, tensándose en sus brazos.
—Sí.
Ella entrecerró los ojos.
Ella entrecerró los ojos.
—Por su culpa me caí del caballo. Me pregunto qué maldad planea.
Daemon se puso rígido, un escalofrío de aprensión corrió a través de él. El pelo en la parte posterior de su cuello se erizó. ¿Cuánto poder poseía realmente el demonio?
—¿Está con nosotros?
Arina sacudió la cabeza y se acomodó en sus brazos.
—No, os puedo decir cuándo se acerca.
Daemon la abrazó con el corazón latiéndole fuertemente.
—¿Conocéis sus limitaciones?
Ella le pasó la mano por las costillas, dibujando pequeños círculos en una caricia tierna que le quemó. Su respiración cayó sobre su pecho, aumentando los escalofríos.
—Cuando está en forma humana, está muy limitado. Sólo puede seducir y tentar. Es su forma demoníaca la que es peligrosa. Entonces puede infiltrarse en la mente o poseer un cuerpo.
Una vez más un presentimiento se apoderó de él.
—¿Infiltrarse en la mente?
—Sí. Puede manipular los recuerdos, o robarlos como hizo conmigo. Él es también un maestro de los sueños, usándolos para debilitar la determinación de su víctima.
—Tal como hizo cuando pensé que había tomado vuestra inocencia.
Arina se sentó, con el rostro severo.
Arina se sentó, con el rostro severo.
—Creo que quiere mi alma más de lo que alguna vez haya querido nada. No sé lo que hará para lograrlo. Os lo ruego, milord, tened cuidado. No me habéis sacrificado.
Daemon le tocó la mejilla. No estaba seguro de cómo acabarían las cosas entre ellos, pero estaba aterrorizado de poder perderla. Ella no pertenecía a su mundo, y sería sólo cuestión de tiempo antes de que lo dejara.
Daemon le tocó la mejilla. No estaba seguro de cómo acabarían las cosas entre ellos, pero estaba aterrorizado de poder perderla. Ella no pertenecía a su mundo, y sería sólo cuestión de tiempo antes de que lo dejara.
—No os veré perjudicada. Belial tendrá que deshacerse de mí primero.
El horror llenó su mirada.
El horror llenó su mirada.
—Y ese, milord, es mi peor temor.
Llegó la mañana, pero no trajo la alegría al corazón de Arina. A pesar de que estaba agradecida a Daemon por haberla salvado y lo que habían compartido esa noche, se temía lo que vendría después.
La voz dentro de su corazón la apremiaba a huir, pero ¿dónde iría?
Daemon entró en la cabaña, su rostro rosado por el ejercicio.
Daemon entró en la cabaña, su rostro rosado por el ejercicio.
—He ensillado a Ganille –dijo quitándose de los guantes. Extendió sus manos ante el fuego y ella admiró la fuerza y la belleza de ellas.
—Decidme, señora –dijo, apartando su atención lejos de sus manos, unas manos que recordó buscando sus partes más íntimas y emocionándola—. ¿Dónde está vuestra silla?
El calor le subió hasta las mejillas tanto por su pregunta como por sus descarados pensamientos.
—No tomé ninguna.
Él arqueó una ceja. Bajando las manos, se volvió hacia ella.
—¿Tampoco alforjas?
Ella negó con la cabeza.
—¿Cómo planeabais sobrevivir a vuestro viaje?
Arina se frotó los escalofríos de sus brazos y suspiró.
—Perdonadme, milord, pero nunca he tenido que planificar tales cosas antes. Es sólo recientemente que me tengo que preocupar por tener hambre y necesidad de vivienda.
Él cruzó los brazos sobre el pecho y le dirigió una mirada penetrante.
—Entonces os sugiero que nunca más tratéis de iros.
Aunque sus palabras deberían haberla hecho enfadar, no lo hicieron. En su lugar le oprimieron el pecho y el corazón le pesaba ante la idea de abandonarle. ¿Realmente tenía elección?
Si Daemon notó su repentina tristeza, no dio ninguna pista.
—Vamos, milady, debemos hacer nuestro camino de regreso, mientras que el tiempo sea agradable.
Arina se levantó, pero el dolor le desgarró la pierna y fue incapaz de erguirse.
Daemon se lanzó hacia ella, un ceño fruncido en su rostro.
Daemon se lanzó hacia ella, un ceño fruncido en su rostro.
—¿Estáis bien?
—No –dijo, los músculos de sus piernas le pulsaban—. Es el hematoma. Me temo que no me permite caminar.
Él asintió con la cabeza, a continuación la cogió en sus brazos y la llevó a los caballos. Arina saboreó la sensación de sus brazos, asustada de su alegría, pero incapaz de detenerla. Estaba condenada por la maldición. Seguramente debía haber algún modo de poder deshacerla o evitarla.
Daemon montó en su caballo, acomodándose tras ella. La atrajo contra su pecho, y le rodeó con sus brazos la cintura. Apretando la cabeza debajo de su barbilla, ella escuchó el latido profundo de su corazón, agradecida por su saludable y firme ritmo. Él le tocó la mejilla, su abrazo era tenso.
Ella esperaba que dijera algo, pero él tomó las riendas de su caballo y lo echó a andar hacia delante. Arina cerró los ojos y trató de enfocarse sólo en el momento, no en el futuro y en lo que podría traer.
Alrededor del mediodía, se detuvieron para un breve almuerzo. Daemon extendió su capa sobre el suelo y la colocó sobre ella. Sacó las alforjas de Ganille y se dispuso a preparar una comida ligera, pero antes de que pudiera terminar, Belial y un grupo de los hombres de Daemon se unieron a ellos.
Arina encontró la divertida mirada de Belial. No cabía duda de que había adivinado lo que había ocurrido entre ellos la noche anterior, probablemente incluso lo había planeado. Así fuera. Mientras permaneciera en forma humana, era la esposa de Daemon y no tenía ninguna intención de negar a su marido el consuelo que pudiera ofrecerle.
Arina encontró la divertida mirada de Belial. No cabía duda de que había adivinado lo que había ocurrido entre ellos la noche anterior, probablemente incluso lo había planeado. Así fuera. Mientras permaneciera en forma humana, era la esposa de Daemon y no tenía ninguna intención de negar a su marido el consuelo que pudiera ofrecerle.
Pero ¿qué hay acerca de la vida de él?
Ella se estremeció al oír la voz de Belial dentro de su cabeza. Así que había recuperado algo de su fuerza. Tendría que recordarlo y tomar más precauciones.
—¡Arina! –gritó Belial—. Estoy muy agradecido de encontrarte a salvo. Me tenías terriblemente preocupado.
—¡Arina! –gritó Belial—. Estoy muy agradecido de encontrarte a salvo. Me tenías terriblemente preocupado.
Ella intercambió una mirada con Daemon, advirtiéndole con los ojos que le siguiera la corriente.
—Te pido perdón. No quise causarte preocupación.
Belial dirigió su caballo hacia ella.
—¿Confío en que no fuisteis heridos?
Tenía que estirar el cuello para mirarle, y le dio la clara impresión de que disfrutaba haciéndola esforzarse.
—No físicamente.
Se apeó, se arrodilló a su lado y susurró sólo para sus oídos.
—Os sugiero que no intentéis escapar de nuevo.
—No me amenacéis, demonio –dijo ella, asegurándose de que ni Daemon ni sus hombres podían oírlo—. Sé el alcance de tu poder.
Su sonrisa envió un escalofrío sobre ella.
—Espero por vuestro bien que sea cierto, pero ¿y si estáis equivocada?
—¿Arina?
Se volvió ante la llamada de Daemon, agradecida de que él la hubiera sacudido de su miedo. Sí, las palabras de Belial estaban destinadas a sacudir su confianza.
Daemon se acercó a ellos, y aunque se mantenía rígido, ninguna parte de él traicionaba que sabía la verdad acerca de Belial. El orgullo creció dentro de ella, y con él la esperanza. Quién sabe si podrían encontrar una manera de frustrar los planes de Belial.
Daemon se acercó a ellos, y aunque se mantenía rígido, ninguna parte de él traicionaba que sabía la verdad acerca de Belial. El orgullo creció dentro de ella, y con él la esperanza. Quién sabe si podrían encontrar una manera de frustrar los planes de Belial.
—¿Esta vuestro hermano castigándoos? –preguntó Daemon.
Belial sacudió la cabeza.
—No, nunca podía ser duro con mi dulce hermana.
—Entonces venid –dijo Daemon, guiando al nervioso caballo de Belial hacia él—. Vamos a volver.
Aunque el viaje de regreso transcurrió sin incidentes, acabó con los nervios de ella. Aun sin hablar, podía sentir la intención malévola de Belial, su traicionera mirada buscándola y observando la forma en que su marido la agarraba.
Si sólo poseyera la facultad de ver dentro de la mente de Belial. Arina suspiró, deseando poder ver el futuro también.
Si sólo poseyera la facultad de ver dentro de la mente de Belial. Arina suspiró, deseando poder ver el futuro también.
En poco tiempo, entraron a caballo en el patio de Brunneswald Hall. Los niños detuvieron su juego y corrieron a saludarlos, sus mejillas rosadas y sonrisas brillantes. Su corazón se calentó ante la vista y Arina les saludó.
Edith se detuvo junto a Ganille y sonrió.
Edith se detuvo junto a Ganille y sonrió.
—Hemos hecho ángeles en la nieve, milady. ¿Queréis verlos?
Arina le devolvió la sonrisa, pero antes de que pudiera responder, Daemon habló.
—Milady está herida, buena Edith. Puede pasar un tiempo antes de que pueda ver vuestros ángeles.
La arrugada cara de Edith cambió a un gesto de preocupación.
—¿Estáis bien, milady?
—Sí –respondió Arina—. No es nada grave.
—¡Vamos, Edith! –un niño pequeño gritó—. Tenemos a Creswyn inmovilizado.
Arina ahogó la risa mientras Edith entusiasmada corrió a reunirse con los otros niños.
Daemon desmontó, y luego la ayudó a bajar, sus brazos como una cuna ideal para su cuerpo. Arina le pasó los brazos a su alrededor, observando el oscurecimiento de sus ojos mientras le miraba los labios.
Arina ahogó la risa mientras Edith entusiasmada corrió a reunirse con los otros niños.
Daemon desmontó, y luego la ayudó a bajar, sus brazos como una cuna ideal para su cuerpo. Arina le pasó los brazos a su alrededor, observando el oscurecimiento de sus ojos mientras le miraba los labios.
Sonriendo, ella deseó que estuvieran solos para poder rendirse a la parte de ella que deseaba sus besos.
Él apretó su abrazo y la llevó a través de la sala a sus cámaras y la colocó en su cama. Tiró la capa de sus hombros y la dobló.
Una extraña mirada cruzó su rostro mientras la observaba.
—Al menos no debo preocuparme por vos corriendo. No hasta que la pierna sane.
Arina tragó y desvió la mirada.
Arina tragó y desvió la mirada.
—Tal vez seáis vos quien debería huir.
Puso su capa de vuelta al pequeño cofre, luego se volvió hacia ella.
—Me niego a correr, milady. Vos lo sabéis.
—Sí –dijo, las lágrimas obstruyéndole la garganta—. Lo sé.
Ella lo vio salir de la habitación, con un peso en el corazón por las lágrimas encerradas. Debía haber alguna manera de salvarle.
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