viernes, 23 de marzo de 2012

DA cap 5

Daemon apagó la linterna, sus pensamientos vagando entre la innata bondad de Arina y la maldad de su hermano. ¿Cómo podían haber tenido el mismo origen?
Frunció el ceño cuando un nudo familiar se instaló en su esófago. ¿Habría sido tan diferente de su hermano gemelo si él hubiera vivido?
Inclinó la cabeza contra la gruesa madera del puesto y permitió que el dolor fluyera libremente por él. Toda la vida se había preguntado cómo podría haber sido si su madre, padre o hermano hubiesen sobrevivido. ¿Le habrían abandonado ellos también?
Nay, prefería pensar que ellos se parecerían a William. Reservado y respetuoso, pero no cruel, temeroso o desdeñoso.
Cerrando los ojos, todavía podía recordar la primera vez que había visto a Guillermo. Su hermano había cabalgado durante tres semanas para visitar el pequeño monasterio donde el abuelo materno de Daemon le había abandonado. El hermano Jerome, a menudo, había descrito el miedo en los ojos de su abuelo cuando entregó a Daemon a la iglesia con la esperanza de que los hermanos pudieran salvar su alma.
Anciano ignorante. ¿Cómo podría haber creído en tales cosas?
Aún así, Daemon nunca podría criticar realmente a su abuelo por su miedo, más de lo que podría criticar a todos los pobres tontos religiosos que se aferraban a sus creencias. De haber nacido normal, tenía pocas dudas de que hubiese sido tan piadoso y mantuviese tantas supersticiones sobre la gente como él.
No era que William, con toda su piedad, no hubiera escuchado alguna vez aquellos absurdos cuentos. Y después de todos estos años, Daemon todavía no entendía por qué su hermano había sido diferente, por qué sólo su hermano había visto más allá de las mentiras.
William nunca le había dicho por qué había venido ese día, ni siquiera sabía cómo su hermano le había reconocido a primera vista. William siempre lo había atribuido a la Divina Providencia. Bien, todo lo que hubiera sido, había cambiado su vida. A partir de aquel día, había dejado de ser el pobre niño poseído que los hermanos se esforzaron por exorcizar, y se había convertido en un endurecido escudero. Se había entrenado más duro que los otros muchachos, sabiendo que debía ser el más feroz si quería acallar alguna vez sus burlas y desprecios. Sí, había quebrado algunos cráneos pero, al final, había conseguido su largamente ansiada paz. Nadie se atrevía a burlarse de él en su cara.
Hasta ahora.
—¿Daemon?
Saltó ante la gentil voz detrás de él. ¿Cómo le había encontrado ella sin que él la oyese?
—Estoy aquí, milady.
Ella se adentró en el establo y él la sintió más que verla. Los caballos se calmaron inmediatamente, como si su presencia los sosegara tanto como a él. Ella mantenía los brazos extendidos, buscando a tientas en el área a su alrededor mientras se adentraba lentamente en la oscuridad donde estaba él, en la oscuridad en la que vivía.
Reprendiéndose a sí mismo por la estupidez de buscarla, acortó la distancia entre ellos y tomó sus manos extendidas. Sus fríos dedos temblaron en los suyos y la suavidad de su piel le recordó todo lo que había querido, incluso rogado durante las solitarias noches.
—¿Por qué habéis venido?
—Estaba preocupada por vos, milord. Insistía en pensar que volveríais y cuando no lo hicisteis… Yo sólo tenía un presentimiento en mi interior que me decía que os encontrara.
Arina deseó que hubiese bastante luz en el establo de modo que ella pudiera ver qué emociones jugaban en sus ojos. Pero las sombras de la noche ocultaron su cara de su investigadora mirada. Tembló por el frío, su vestido mojado colgaba pesado contra su congelada piel.
—Estáis empapada —refunfuñó Daemon, sus manos apretando las de ella un instante antes de liberarla.
Arina se estiró hacia donde él había estado, pero no encontró nada más que oscuridad. Durante un momento temió que la hubiese dejado sola. En el espacio de unos latidos de corazón, él volvió con una manta y se la echó sobre los hombros. Ella sonrió ante su bondad, mientras una extraña calidez la llenaba y ahuyentaba su frialdad.
—Pareciera que siempre os estoy secando, milady.
Ella se rió y se ajustó la manta, sus mejillas se calentaron cuando recordó qué había sucedido la última vez que él le había ahuyentado el frío. Y en este momento, le daría agradecida la bienvenida a su toque. Sí, ella ardía por él de un modo en que nunca había hecho antes, y nada le daría más placer que sellar el lazo que habían hecho anteriormente esa noche.
—Por vuestra amable atención, Señor Galante, me lanzaría de buena gana en un lago.
Él se apartó y ella sintió que sus palabras le habían molestado.
—Oh, por favor —dijo ella, adelantándose—. No quise decir…
Jadeó cuando su pie golpeó contra algo y tropezó. De repente, sus brazos la rodearon y la levantaron contra él. Todo su cuerpo tembló, atónita por la sorpresa.
Una vez más, recordó la noche anterior, su tierna pasión, sus audaces caricias. El fuego bailaba en su estómago, trayendo una feroz demanda que sólo él podría apaciguar.
¿La buscaría él alguna otra vez, o se vería por siempre obligada a ir ella a él?
—Gracias —susurró, estirándose para tocar su cara.
—Ya está —dijo él con voz brusca cuando la bajó al suelo estabilizándola y apartándole la mano de su mejilla.
Cuando comenzó a alejarse, Arina agarró su brazo y tiró de él para que se sentase a su lado.
—Nay, Lord Daemon. Me gustaría que hablases conmigo, no que huyas en la oscuridad como un demonio que tiene miedo a la luz.
—¿Y si yo fuera justamente eso?
De nuevo, ella lamentó que no pudiera ver su cara, pero quizás la oscuridad le ayudase a confiar en ella. Sí, ya que él no podía verla, quizás abriera las puertas del tesoro que mantenía tan firmemente guardado.
—Ambos sabemos qué sois vos, milord.
Él resopló.
—Sé lo que pensáis que soy y sé lo que soy sinceramente. Vos, milady, os engañáis con una imagen imaginaria de un hombre amable y noble que os rescatará de los tejemanejes de vuestro estúpido hermano.
Ella frunció el ceño en confusión.
—¿No es eso lo que hicisteis?
—Sí —dijo él, su voz llena de amargura—. Pero con mi prisa empeoré vuestra situación. Antes, vos erais un tesoro que cualquier señor tomaría de buena gana. Ahora que os habéis ligado a mí, conoceréis el sabor del desprecio de una manera que no podéis ni imaginar.
—¿Como el Sajón en el hall aquella noche?
Él liberó su aliento en un resoplido y, por un momento, ella pensó que él se marcharía. Entonces habló.
—Sus palabras eran suaves, milady. Su gente fue derrotada y ahora nos temen. Incluso borracho, no dijo todo lo que podría.
Mordiéndose el labio contra el oleaje del comprensivo dolor, ella pensó en el sajón y sus comentarios. Si sólo pudiera haber evitado que aquello fuese dicho alguna vez. Si tan solo pudiera llevarse todos los años que Daemon había estado sujeto a tales cosas.
Un doloroso nudo cerró su garganta y dejó escapar un profundo aliento. ¿Encontraría alguna vez un modo de tocar su corazón? ¿Sería incluso capaz de hacerle darse cuenta que poseía realmente un corazón, un corazón amable y noble como el que deberían tener todos los hombres?
—Venid —dijo él, tomándola del brazo—. Debo devolveros al señorío.
—Nay. Prefiero quedarme con vos.
Su apretón se puso rígido.
—No podéis, milady. Vos no pertenecéis a mi mundo. Este os destruiría.
Arina comenzó a discutir, pero estaba demasiado cansada. Daemon era un hombre obstinado y necesitaría más que meras palabras para que cambiase de idea. Quizás con el tiempo, ella podría encontrar un modo de alcanzarle, pero ¿le daría él ese tiempo?
Permitió que la condujera de vuelta, atravesando el establo con sólo el sonido de la paja del suelo y el de la decreciente lluvia rompiendo el tenso silencio entre ellos.
Él abrió la puerta e hizo una pausa. Los fuertes truenos resonaron y la lluvia rompió nuevamente en un estallido. El viento aullaba en sus oídos.
Blasfemando, Daemon cerró las puertas con un audible chasquido de la madera y la hizo retroceder.
—Tendremos que esperar un rato a que amaine la lluvia.
Ella sonrió, agradecida por la intervención del tiempo.
Su silencio casi tangible, Daemon la condujo de vuelta a la cuadra.
—Descansad. Os despertaré cuando sea el momento —él se alejó y el corazón de ella lloró por su presencia.
—¿Os sentareis conmigo?
Ella sintió su renuencia cuando tomó asiento al lado de ella. Arina colocó la cabeza sobre su hombro. Él se tensó durante un momento, como si  luchase con él mismo. Entonces se relajó y le pasó un brazo sobre los hombros.
Saboreando su rica esencia, con el calor de su cuerpo tan cerca del suyo, ella cerró los ojos y deseó el coraje que la haría quitarle la túnica y revivir sus recuerdos de la noche anterior. Pero si lo intentase, él la haría a un lado y la dejaría sola.
Nay, a pesar de la exigente necesidad en su interior, se obligó a esperar. Se prometió a sí misma que encontraría la manera de alcanzarle. Antes de que fuese demasiado tarde.
—¿Milady?
Arina se despertó lentamente. Abrió los ojos para ver a Wace de pie ante ella. Frunciendo el ceño en confusión, echó la manta que la cubría hacia atrás y comprobó que estaba en sus habitaciones. ¿Cómo había llegado hasta allí?
—¿Dónde está Lord Daemon?
—Se marchó temprano por la mañana con varios hombres. Me pidió que le dijera que volvería esta tarde.
La sonrisa de Wace brilló y arqueó una pequeña ceja molesta, la implicación de lo cual ella conocía muy bien.
 —Él la trajo con las primeras luces del día y me advirtió que me asegurara de que no la molestaran.
Ella le devolvió la sonrisa, pero no se reflejó en su cara. ¿Por qué no la había despertado Daemon cuando se lo había prometido?
Wace se revolvió sobre sus pies y miró por encima del hombro, hacia el pasillo.
—Yo no os molestaría ahora, milady, pero un fraile ha llegado y busca al Señor o a la Señora de la casa.
Arina alzó la mirada, su mente aturdida por sus palabras.
—¿Un fraile, dices?
—Sí, milady.
Un repentino pensamiento trajo una nueva cálida sonrisa a sus labios. Esto sólo podría ser la posibilidad de aliviar todos los miedos de Daemon. Lanzándose el pelo sobre el hombro, se levantó de la cama.
Arina vaciló cuando notó que Daemon la había abandonado totalmente vestida. ¿Por qué?
—Milady, él la espera.
Haciendo a un lado los pensamientos sobre su enigmático marido, Arina siguió a Wace al salón.
El menudo y redondo fraile se puso inmediatamente en pie, con su cara horrorizada.
Preguntándose por su extraña reacción, ella se acercó a él.
—Saludos, ¿Hermano...?
—Edred —le suministró él, pasándose nerviosamente la mano sobre su tonsura. Incluso mientras lo miraba, el rubor se extendió sobre sus mejillas y ascendió hasta el círculo afeitado de su cabeza. Él se aclaró la garganta y posó una mirada gris acerada en ella—. Recibí un mensaje de Lord Daemon hace dos días pidiendo por alguien para que viniese a bendecir las tumbas y administrar los Últimos Ritos. ¿Entiendo que ocurrió alguna clase de accidente?
¿Daemon había pedido a un fraile que viniera? Arina frunció el ceño ante la revelación. ¿Por qué no lo había dicho cuando el sajón lo criticó delante de todos?
—Pido perdón por mi tardanza —siguió el fraile—. Pero había un pobre niño poseído que necesitaba mi ayuda.
—¿Y cómo fue poseída ella, buen hermano?
Arina alzó la mirada a la burlona voz de Belial. Él se inclinaba en la entrada, con una sonrisa amenazante en sus labios.
—Ella fue… —el fraile hizo una pausa, luego frunció el ceño—. ¿Cómo sabe milord que fue una mujer?
Belial negó con la cabeza.
—Es la mirada de usted, buen hermano —se unió a ellos en el salón y enlazó su brazo herido en la cintura de ella—. Y la mirada en sus ojos cuando se dirigió a mi querida hermana.
La mandíbula del fraile empezó a abrirse como un pez boqueando fuera del agua. Sus ojos se ensancharon, y una ola de cólera se estrelló en Arina.
—Discúlpate con el fraile —dijo con los dientes apretados—. No hay ninguna necesidad de insultarle así.
La mirada de advertencia de Belial envió un helado temblor de miedo sobre ella. Arina parpadeó, con su mente vacilando. Sé buena y sacrifícate a ti misma por mí. Las palabras giraron por su cabeza, repitiéndose una y otra vez. Sí, era la voz de Belial.
Ella debía recordar....
—¿Milady? —el hermano Edred se adelantó y tomó su brazo.
Arina echó un vistazo de él a Belial, cuyo ceño estaba rayado con… ¿miedo? Todavía no podía creerse que Belial le tuviese miedo a algo.
—Mi hermana ha tenido un accidente —dijo Belial y no había confusión en la precaución de su tono—. De unos días para acá no puede recordarse a sí misma y es propensa a tener mareos.
—Milady posiblemente este…
—No, fraile, no lo diga —advirtió Belial.
Arina le contempló. ¿Qué pasaba por la mente de Belial? Los imperceptibles y extraños susurros rondaron por su cabeza y una parte de ella le decía que si escuchaba con bastante cuidado, aquellos susurros contestarían a su pregunta.
Belial le apartó el pelo de la mejilla y sus pensamientos volaron. Un extraño brillo se cernía en los ojos de Belial y una esquina de su boca se alzó. Él miró al fraile.
—No la tratéis de poseída hasta que os encontréis con su señor. Temo que él no se tomará tan ligeramente vuestras atenciones a su esposa.
El hermano Edred frunció el ceño.
—¿Qué queréis decir?
La lenta sonrisa que se extendió a través de la cara de Belial pareció siniestra y fría. Un temblor trepó por la columna de Arina y se asentó en su estómago.
—A su debido tiempo, Hermano. Pero venga. Le mostraré las tumbas y las familias de las personas que necesitan sus ministerios.
Arina los observó marcharse sin permiso y las nebulosas imágenes en su mente se aclararon.
La alianza de su hermano con el fraile no era un buen augurio. Belial era un hombre malo, malvado y frío. Cada vez que le ponía una mano encima, ella podía sentirlo en su toque, en la frigidez de su carne.
A lo largo de los pocos días anteriores, él no había hecho ningún intento de hablar con nadie más que con ella o Daemon, y sabía que debía estar planeando algo malo para buscar ahora al fraile. Pero, ¿a quién estaba destinado su mal? ¿Ella, Daemon o el hermano?
Parte de ella la urgía a ir tras ellos y hablar con el fraile a solas, pero otra parte le advertía que se quedara hasta que Daemon regresara. Escuchando la advertencia, volvió a sus habitaciones, donde podría terminar su aseo de la mañana.
Daemon tiró de la rienda de su caballo para que se detuviera. Por las miradas de sus hombres, podía asegurar que estaban listos para volver, aún cuando cada uno sostenía su lengua. De hecho, cuando los estudió, se dio cuenta que ni un solo hombre entre ellos se atrevía a encontrar su mirada fija.
La amarga diversión le llenó. Había algunas ventajas en que te temieran. Nadie se atrevía a expresar una queja, pero entonces tampoco nadie se acercaba alguna vez a él con cualquier otro objetivo.
Nunca antes lo había notado. No, hasta que Arina le hizo darse cuenta de lo solitario que se había convertido; cuántas noches había pasado solo, sin amigos y sin consuelo.
Inclinó la cabeza ante el pensamiento. Tres días. Sólo tres cortos días desde la primera vez que la había visto y ya se había engranado en su vida, en su alma. Sabía mejor que nadie cuidarse de mantener tiernos pensamientos por alguien, especialmente por una mujer. ¿Por qué, entonces, no podía bloquearla de su mente?
Daemon se estremeció ante el dolor en su pecho. Nunca antes tuvo la perspectiva de tomar las tierras reclamadas por él. Entonces, ¿por qué esta lealtad a una doncella que apenas conocía? ¿Una doncella que se había convertido en su esposa?
Quizás esto venía de su necesidad de protegerla. Con sus tierras y su alianza de sangre con William, ella nunca carecería otra vez de hogar, nunca conocería otra vez el miedo, el hambre o el frío. Una vez que cayese en la batalla, ella tendría la opción de elegir a cualquier señor que la atrajese. Sí, sería lo mejor para todos ellos.
Ignorando la parte de él que negaba su reclamo, Daemon hizo a su caballo volver grupas.
—Si hubo bandidos robando en las pequeñas granjas, parece que han huido.
Como esperaba, ninguno de sus hombres contestó.
—Volvamos.
Daemon espoleó a su caballo hacia el señorío. La anticipación se precipitó por su cuerpo, apretando sus tripas. Prefería afrontar a todo el ejército sajón que pasar otro momento con Arina. Ella planteaba una amenaza mucho mayor para su cordura y su vida que todos los ingleses alguna vez nacidos.
Sacudió la cabeza con ironía. Él se había mantenido en pie en la batalla contra lo mejor que Inglaterra tenía para ofrecer y no había sufrido ningún daño. Ahora, una simple doncella sajona lo había puesto de rodillas, haciendo de él muchas de las cosas que siempre había desdeñado.
No, él nunca sería un Señor, más de lo que se permitiría a sí mismo ponerse gordo y desaliñado.
Los hombres sólo respetaban a los guerreros, y sólo como un temido guerrero podía sujetar las lenguas todavía. Y con su ausencia, la bondad de Arina persuadiría a la gente. Con el tiempo, olvidarían y perdonarían el matrimonio que había realizado.
Sin importar por qué, debía dejar Brunneswald y a ella atrás. Aunque su alma discutiera contra ello, sabía que era la única opción que tenía.
Para la hora en la que volvió, Daemon se había convencido a sí mismo de que estaría mejor alejado de Arina. Concentrado en las acciones que debía tomar, montó para entrar en el valle.
Los niños bailaban en una frenética prisa, levantando sus pies y más polvo que una manada de sementales incontrolados. La risa resonaba, así como los vítores y canciones.
Daemon tiró de su caballo para que se detuviera. Asombrado por la vista, los contempló con incredulidad. No había sido hasta que llegaron a Inglaterra que había escuchado las risas de los niños.
De repente, el grupo de bailarines se rompió haciéndose a un lado y saliendo del centro, poniéndose en pie, estaba Arina sosteniendo un niño contra su pecho. Su corazón se detuvo. Nunca en toda su vida había contemplado a una mujer más hermosa, más aturdidora. La luz del sol brillaba en su pelo como el oro sutilmente tejido. Círculos rosados oscurecían sus mejillas, y ella sonrió con la misma sonrisa que debía hacer que cada ángel en el cielo temblara de envidia.
El dolor rasgó por su pecho como si dagas le perforaran el corazón y el fuego corrió por sus venas para despertar una parte de él mismo que despreciaba. Se esforzó por respirar contra la sensación. Una vez más, se recordó a sí mismo por qué no podía tener una vida con ella. Por qué nunca iría a ella en busca de consuelo y liberación.
Ella dejó al niño a un lado y ambos unieron sus manos con los otros y giraron en una danza. Su voz sonaba por encima de las demás, más encantadora de lo que jamás había oído.
—Si alguna vez un hombre merece la salvación, debido a una penosa separación, él debería ser justamente ese hombre. Ya que, con la pérdida de su compañero, nunca una tortuga estuvo más destruida que su caparazón.
Arina se rió del niño a su derecha y dejó escapar un profundo suspiro antes de seguir con su canción.
—Cada uno se aflige por su tierra y su país cuando se separa de los amigos de su corazón, pero no hay ninguna despedida, que alguien pueda decir, tan miserable como aquella de un amante y su amor.
Su dulce melodía y palabras resonaron alrededor de él, burlándose, consolándole, susurrando a su alma, a su cobarde corazón. Saboreando cada frágil tono, él cerró los ojos. Sí, ella era una mujer que pondría orgulloso a cualquier hombre. Entonces, ¿por qué debía él, su marido, rechazarla?
Porque ella nunca podría ser realmente suya. La gente que los rodeaban, siempre iban a llamarle monstruo, deforme.
—Destino, ¡cruel bastardo! —gruñó en voz baja y desmontó. Su vientre se revolvió con la cólera, él le lanzó las riendas a un mozo que esperaba.
Sacándose los guantes y el yelmo, se dirigió hacia el señorío.
—¡Daemon!
Él cerró los ojos en un esfuerzo por desvanecer la alegría de su voz. No quería oír su nombre en sus dulces labios. Eso no servía a otro propósito que debilitar su resolución.
Ella corrió y le agarró del brazo, sus ojos brillando con alegría. Daemon la contempló, su corazón latiendo y su cuerpo cobrando vida. En este momento, nada le complacería más que escoltarla a sus habitaciones y probar su cálida piel.
—Venid, milord, ¡debéis uniros a nosotros!
Él frunció el ceño.
—¿Unirme a vos?
—¡Sí! —dijo ella con una risa, tirando de su brazo hacia los niños.
Daemon sacudió la cabeza, el horror llenándole por completo.
—Nay, milady. No puedo. Los asustaré.
Ella vaciló durante sólo un momento antes de tomar sus guantes y colocarlos dentro de su yelmo, el cual dejó en el suelo.
—¡Bah! Asústalos, por tanto.
Llevándole de la mano, ella se rió y se detuvo delante de los niños.
—Tenemos otro bailarín —declaró ella.
El demonio echó un vistazo a las caras de alrededor y notó de inmediato su miedo y reserva.
—Milady, por favor —dijo él.
Un profundo ceño aguzó sus rasgos cuando ella notó también sus reacciones. Le soltó y se llevó las manos a las caderas. Miró a cada uno echándoles una mirada de regaño.
—¡No me digáis que le tenéis miedo!
Nadie habló, pero él podía decir, por el terror en sus ojo, que todos y cada uno de ellos preferían afrontar a Lucifer que tocarle a él. Daemon comenzó a alejarse, pero una niña pequeña se adelantó.
—Yo no tengo miedo —dijo ella, su voz más dulce que la primera brisa cálida de la primavera—. Si milady dice que no tiene miedo, entonces yo tampoco lo tengo.
Antes de que pudiera moverse, ella se estiró y agarró su pulgar con su diminuta mano. Su toque era tan ligero como un soplo de aire, pero enviaba una ola de dolor estrellándose por él que casi lo derribó. Daemon se quedó mirando su cara de duende y los brillantes y oscuros tirabuzones que rodeaban sus mejillas sonrojadas. Ella le sonrió, y casi lo hizo ponerse de rodillas.
—¡Vamos, Lord Duda! —dijo Arina, tomando su otra mano—. ¡Tenemos un baile!
Todavía inseguro de sí mismo, Daemon permitió que ellos comenzaran el baile. Se sentía el mayor de todos los tontos cuando tropezó con los pasos. Nunca en su vida había bailado y los intrincados movimientos se escapaban de sus torpes pies.
Arina se rió, entonces rompió el círculo. Tomándole por las manos, se inclinó hacia atrás y giró con él. Daemon se quedó mirando temeroso cuando el resto del mundo se movió en espiral emborronando todo a su alrededor. Sólo su cara, con su sonrisa alegre y agradable belleza, podía ser vista claramente. Y algo en esto le satisfizo más de lo que se permitía admitir.
Sostenido por su sonrisa y encantamiento, se esforzó por respirar. La quería más de lo que había querido alguna vez algo. No, la necesitaba,  se corrigió. La necesitaba más que el mismo aire que alimentaba sus hambrientos pulmones. Ella era su vida, su alma.
Por instinto, tiró de ella hacia él. Ella tropezó con sus pasos de baile y se tambaleó con un grito ahogado. Daemon la agarró antes de que cayera, pero su esfuerzo por salvarla lo desequilibró a él también. Entrelazados, cayeron al suelo.
Su risa, unida a la de los niños, sonó en sus oídos. Arina estaba sobre su pecho,  con su pelo derramado a través de su rostro en el más tierno de los abrazos. Él inhaló el cálido y dulce aroma, y su cuerpo erupcionó en llamas. Cerrando los ojos, se permitió a sí mismo durante un momento fingir que podían tener una vida juntos. Que podría mirar hacia los venideros años con tal placer y risas.
Ella se retorció encima de él hasta que se sentó a su lado, mirando hacia abajo. Sus ojos centellearon como los zafiros más finos que alguna vez adornaron la tierra. Su cuerpo palpitó con una demanda que él sabía que nunca podía satisfacer otra vez. Él la había avergonzado una vez con sus odiosos deseos carnales; se negaba a hacerlo otra vez.
Ella se echó el pelo hacia atrás y le dedicó la misma sonrisa que derritió su desgraciado corazón.
—Mis gracias, milord. ¡La tierra parece de lejos demasiado sólida y estoy más que agradecida de no descubrir por mí misma qué heridas hace!
Y antes de que él pudiera moverse, ella se inclinó hacia delante y le besó en los labios. Aunque fuera casto y breve, envió mil llamas que revolotearon en su estómago y sus costados. Con el deseo pisoteando su razón, Daemon se puso en pie, la tomó en sus brazos y, entonces, tiró de ella para otro y más satisfactorio beso.
Ella jadeó y se rindió a él. Daemon bebió de sus labios calientes, dulces, que sabían mejor que el más fino de todos los vinos de Normandía. Ella abrió la boca dándole la bienvenida y su corazón saltó en su pecho. Nada le daría mayor placer que pasar la eternidad en sus brazos.
—Milord, milady, viene el fraile —gritó la niña, antes de irrumpir en risitas.
Arina se apartó, en sus mejillas una deliciosa sombra rosada. Ella se tocó los labios con la mano y Daemon luchó para ganar la batalla en su interior. Una tímida sonrisa cruzó sus labios cuando se le quedó mirando, sus ojos llenos de calor y amor.
Él nunca había pensado recibir tal mirada. Extendió el brazo y tomó su mano de sus labios. Su suave piel le recordó a la seda más fina.
—¿Lord Daemon?
La desconocida voz lo apartó de su deseo de tenerla en sus brazos y apagar la lujuria de su cuerpo. Parpadeando en un esfuerzo por disipar sus pensamientos, Daemon se puso en pie. Él le ofreció la mano a Arina y la ayudó antes de darse la vuelta y afrontar al fraile.
Daemon obligó a sus labios a no rizarse, pero no podía hacer nada para restañar la inundación de odio que ahogó su corazón. Él había pasado demasiados años con los así llamados Hermanos de Dios que usaban su título para sus propios fines corruptos. Incluso aunque lo intentara, no podía reunir ninguna amabilidad hacia cualquiera que llevara esas túnicas. Si no fuese por su gente y sus creencias, desterraría a todas esas criaturas de las tierras de Brunneswald.
—¿Hermano Edred? —preguntó él, no muy seguro de si era el mismo fraile al que había llamado, el mismo fraile cobarde que, a la llegada del ejército de Daemon, había huido de su casa y de la gente que dependía de él.
El pequeño hombre sonrió cuando se acercó más.
—Sí —dijo, con su gruesa mandíbula temblorosa—. He venido tal como vos… —su voz se rompió cuando alzó la vista y se encontró con la mirada de Daemon.
Su mirada de terror era una a la que Daemon se había más que acostumbrado.
—¡Santa Madre de Dios! —jadeó Edred, agarrando la cruz de madera sobre su cuello—. Es verdad, los Normandos son los hijos de Lucifer.
Daemon recuperó su yelmo y sus guantes del suelo, luego se acercó al pequeño fraile. Él entrecerró los ojos.
—Si somos el mismísimo diablo, entonces apuesto a que los sajones son sus amantes. Después de todo, fue vuestro buen Rey Harold el que tomó los votos sagrados para apoyar a mi hermano. Y Edward apenas había muerto cuando vuestro Rey Harold se apropió del trono con mentiras y traición —rastrilló al fraile con una mirada deslumbrante—. Estamos aquí bajo autoridades papales. Así que parece que representamos a vuestro Dios, no a Satanás.
Ignorando el jadeo y la indignada mirada del hombre, Daemon se dirigió al salón. Un tanto más para sus inútiles sueños. Nunca podría quedarse allí con Arina. La gente de Brunneswald siempre exigiría la presencia del clero y mientras el clero permaneciese, también lo harían los rumores de su nacimiento.
Daemon abrió la puerta de golpe con tal fuerza que chocó contra la lejana pared. Su furia hervía a fuego lento profundamente en sus tripas.
Incluso ahora, podía sentir la picadura de la marca cuando esta chisporroteaba contra su cráneo, oía las palabras del Hermano Jerome resonando a su alrededor. Un niño no mayor de cinco años,  él había gritado y gritado para que parasen. Había luchado contra las cadenas que lo sujetaban hasta que hubo dejado una cicatriz permanente en sus muñecas. Repetidas veces había declarado su inocencia y repetidas veces le habían condenado.
Que así fuera. Prefería estar asociado con el diablo que con un dios que podía permitir que realizaran tales abominaciones en su nombre. Al menos, el diablo era honesto en su traición. Él no se escondía detrás de los así llamados trabajos para la caridad que enmascaraban horrores mucho peores que cualquier infierno. Y aún con todo, sólo tenía que mirar a Arina y podría creer en el mismísimo dios. Su bondad y belleza tenían que venir de alguna fuente realmente divina.
Daemon agarró el yelmo en la mano y luchó contra el impulso de lanzarlo contra la pared. Debía calmarse. El pasado era sólo eso, pasado. Debía concentrarse en el futuro.
¿Qué futuro?  Rumió su mente.
Daemon hizo una pausa, toda su furia se marchitó bajo una ola de amarga y mordaz pena y desesperación. Él sabía que no podía quedarse y fingir que el pasado nunca había existido, que la gente los dejaría a él y a Arina en paz.
Su única alternativa sería llevársela y vivir en aislamiento. Él cerró sus ojos, tratando de imaginarla en una granja, su espalda doblada por los años de duro trabajo, sus suaves manos marcadas y con callos. No, no podía someterla a eso más de lo que podía terminar con su propia miseria. Ella era una dama noble y se merecía todos los privilegios y riqueza que le garantizaba su título.
Suspirando con pena, sabía qué era lo que tenía que hacer. Una vez que William lo liberara de sus votos, buscaría otra guerra.

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