viernes, 23 de marzo de 2012

DA cap 17

Daemon entró en el salón y suspiró cansado. Después de pasar toda la tarde en las murallas escuchando al maestro Dennis instruyéndole sobre la cantidad de hombres que deberían traer en primavera, enumerarle todas las distintas provisiones que tendrían que conseguir para entonces, y discutir sobre el cambio de planes, Daemon sólo quería encontrar a su esposa y disfrutar de una tranquila tarde en soledad.
Empujó la puerta de los aposentos para abrirla y se congeló. La túnica que Arina había estado confeccionando estaba doblada sobre la cama, pero ningún otro signo de su presencia. Cecile salió corriendo de debajo del lecho, chocó contra sus piernas y luego hizo un giro alrededor de sus pies.
Daemon colocó el casco y los guantes sobre la mesa cercana al tálamo y se inclinó para acariciar suavemente la cabeza del gatito.
—¿Dónde está la señora? —preguntó, pero la única respuesta vino como un maullido suave.
¿Dónde podría haber ido Arina? Frunció el ceño, dejó la habitación y fue en su búsqueda.
Después de una exploración rápida de la sala y del señorío no encontró nada. Al entrar en el establo, una voz incorpórea le detuvo.
—Si buscas a mi hermana, entonces temo que no estas de suerte. Otra vez la has permitido escapar.
Se dio la vuelta hacia la voz.
—¿Qué dices?
Belial salió de las sombras, con el rostro sombrío, los ojos hundidos. Daemon se regocijó ante la clara impresión de que la ira del demonio había llegado a su punto de rotura.
El demonio sacudió la cabeza, un parpadeo de incredulidad iluminaba su mirada.
—Montó a caballo y se fue con Norbert y sus hermanos. Ella me dijo que iba a reunirse contigo, ahora comprendo que me mintió —miró a la distancia con cierta preocupación—. Una acción realmente increíble —susurró Belial—. Nunca pensé que sería capaz de tal cosa.
La sangre de Daemon se heló. ¿Se había marchado con Norbert?
—¿Sabes en que dirección partieron a caballo?
—Montaron hacia el norte cuando se marcharon de aquí, pero pueden haber cambiado de dirección.
Apretando los dientes con furia y dolor, Daemon cogió un caballo fresco y lo ensilló. Con la facilidad de la experiencia, colocó las cinchas de cuero alrededor del vientre del caballo. ¿Se la había llevado Norbert, o se había ido por propia voluntad?
Pero ¿por qué le había dejado voluntariamente? Y en cuanto la pregunta se materializó en su mente, Daemon lo supo. Debido a la maldición.
¿Por qué se había marchado sin aliviar sus temores un poco más? Debería haber sabido que ella haría algo tan estúpido. Daemon apretó la cincha con un último tirón, luego se balanceó para subir al caballo.
—¿No quieres provisiones? —preguntó Belial, con un brillo extraño en los ojos.
—No —dijo, con una opresión en el pecho—. Pero quiero saber realmente cuanto tiempo hace que se han ido.
—Se marcharon no mucho después que tú.
Prácticamente todo un día. La ira se enrolló en el vientre ante su insensatez y su abandono. La parte racional le rogaba que desistiera y la dejara marchar, pero el corazón le gritaba una negación, recordándole lo que sería su vida sin su maravilloso toque, su tierna sonrisa. No, no podía dejarla marchar, no sin luchar.
Pero, ¿tendría tiempo para encontrarlos? Si cabalgaba toda la noche, podría alcanzarlos. Siempre y cuando se detuvieran a descansar. Seguramente no podrían viajar sin parar.
—Gracias —dijo Daemon, a continuación giró al caballo y lo espoleó a un galope.

Arina miraba las llamas del fuego, mientras rememoraba la tormenta de nieve y la noche en que había hecho el amor con Daemon. El fuego la calentaba las mejillas, pero no hacía nada con la frialdad interior, una frialdad que requería el tacto de su marido.
Arina cerró los ojos debido a la agonía que la estrangulaba la garganta. San Pedro la ayudaría, lo único que quería era volver con él. Pero ¿cómo hacerlo? ¡Iba a morir y sería culpa de ella!
—¿Mi señora?
Alzó la vista hacia Norbert, su cara estaba ensombrecida por la oscuridad. Le tendía un tazón de gachas de avena.
—Pensé que podríais tener hambre.
—Gracias —dijo ella, tomándolo de sus manos, aunque debido al nudo de dolor el estómago se la rebeló.
Norbert se agachó a su lado y echó más ramas al fuego. Después de unos minutos de silencio, el volvió la mirada hacia ella.
—No os encontrará. Ahora estais a salvo.
Seguridad. ¿Se atrevería a esperar tal cosa? Pero no era su seguridad la que anhelaba, o la preocupaba. Era la seguridad de Daemon la que buscaba.
¿Entendería lo que ella había hecho y el porqué? ¿O sería tan grande su dolor que no entendería las motivaciones? El corazón se estrujó con tanto dolor que la dejo sin aliento.
—¿Mi señora? —preguntó Norbert, su tono preocupado no hizo nada por aliviar el pesar dentro de ella.
La cogió del brazo y tuvo que echar mano de todo el control para no estremecerse o huir. Había sido tan amable desde que se habían iniciado la marcha. Pero él no era Daemon, y no quería que ningún otro hombre la tocara de cualquier manera.
—Estoy bien, mi señor —dijo y cató un poco las gachas.
Norbert asintió con la cabeza, pero se acercó dudosamente a ella y percibió que quería decirla algo más.
El más joven de sus hermanos, Arturo, recordaba el nombre perfectamente, se adelantó con una manta. Norbert se levantó y la cogió, a continuación, la abrigó cubriéndola con ella.
—Deberíais descansar e intentar no preocuparos excesivamente —la dijo, acariciándola los brazos—. No permitiré que el normando os haga daño. Lo juro.
Arina dejó las gachas de avena a un lado y se instaló frente al fuego. Levantando la manta hasta la barbilla, suspiró cansadamente, agradecida a Norbert, pero con el deseo de nunca la hubieran forzado a huir.
Norbert y sus hermanos habían hecho un hueco en la tierra apartando la nieve, pero de todos modos la fría humedad se la filtró hasta el cuerpo. Mirando las vacilantes llamas, permitió que la mente fuera a la deriva.
Por un momento recordó su divino hogar, los amigos que la esperaban allí. Y aunque el recuerdo la llenó de felicidad, no podía compararse con la calida emoción que se disparó a través de ella cuando sus pensamientos volvían a Daemon.
—¿Arina?
Abrió los ojos con el corazón martilleando. ¡Era la voz de Belial! Explorando el campamento, intentó por todos los medios encontrar el rastro de la bestia, pero su intranquila mirada nerviosa sólo encontró a Norbert y sus hermanos cerca del fuego.
El frío la provocó temblores en las manos y percibió el aroma a demonio.
—Aquí estás —dijo la voz incorpórea.
Se dio la vuelta para ver una sombra alada a su lado.
—Arriesgas mucho apareciendo tan cerca de la gente —susurró.
Él se rió, el sonido reverberó a través de los árboles, sabía que era de una alta frecuencia que el oído humano no podía percibir. Pero los animales nocturnos protestaron y gimieron por el sonido insidioso; y Norbert y sus hermanos desenvainaron las espadas y miraron el contorno del bosque.
—Mi señora —dijo Norbert, volviendo a su lado—. Harald va a comprobar que provocó ese ruido.
Asintió con la cabeza. Su hermano la palmeó la espalda antes de dirigirse hacia el bosque.
—Bestias patéticas —dijo Belial con una sonrisa—. ¿Crees que debería dar un festín a los lobos con su piel?
—¡No! —jadeó.
Norbert la miró con el ceño fruncido.
—¿No quereis que vaya?
Arina dedicó una mirada furibunda a Belial, y luego volvió la vista hacia Norbert, su temperamento cuidadosamente resguardado.
—No me refería a la partida de vuestro hermano, mi señor, sino más bien al repentino frío que he sentido en el cuerpo.
Norbert la ofreció una sonrisa de complicidad.
—Voy a conseguiros otra manta.
Belial la rozó con una fría mano la mejilla.
—Que mentirosa te has vuelto. Estoy impresionado por tus capacidades.
Arina con una feroz sacudida del brazo le apartó la mano de un manotazo.
—Vamos ángel, eres más lista que eso. Ahora no puedes dañarme.
Arina tembló. Él se hacía cada vez más fuerte. Pronto no sería rival para ese poder y tendría toda la fuerza para infringirla todo el daño que quisiera.
¿Qué haría entonces?
Norbert regresó con la manta prometida. La ofreció una tímida sonrisa mientras se la colocaba encima.
—Descansad tranquila, mi señora. Estoy seguro de que el sonido no era nada serio.
—Gracias —contestó, devolviéndole la sonrisa.
Cuando la dejó sola una vez más, se volvió hacia Belial.
—¿Por qué estás aquí?
—Quería encontrarte.
Un escalofrío la provocó temblores en las manos, y esta vez no tenía nada que ver con las heladas del invierno.
—¿Por qué?
Antes de que Belial pudiera contestar, escuchó como un caballo se acercaba. El miedo se dio un banquete con el corazón.
—No —susurró, sabiendo quien era el jinete incluso antes de verle. El pánico la consumió.
Daemon entró en el claro con su caballo haciendo cabriolas. Saliendo de su estupor Arina se abalanzó sobre él con el corazón martilleando.
—No ¡bastardo del diablo! —gritó Norbert hacia Daemon mientras desenvainaba la espada—. Nunca la tendréis.
Con el cuerpo helado Arina miró hacia su marido.
Daemon se había detenido. Con la espalda rígida miraba a Norbert. Una repentina ráfaga de viento le apartó hacia atrás la trenza rubia que llevaba sobre el hombro derecho, haciendo ondear por detrás su capa.
Incluso a esa distancia, pudo ver la maldad brillar en sus ojos.
—No me obligues a matarte, sajón. Es a mi esposa a quien has cogido. Date la vuelta y puedes ir en paz.
Ella contuvo la respiración mientras Norbert cargaba hacia delante. El caballo de Daemon se encabritó, alejándose de la espada de Norbert.
—¡Prefiero mandarte al infierno primero!
Daemon controló la montura, luego se deslizó de la silla y desenvainando la espada. Las lágrimas la brotaron de los ojos y temió desmayarse. ¡No podían luchar! No por la maldición y no con su presencia para atestiguar el acontecimiento. ¡Sería la muerte de Daemon!
Norbert y Daemon se quitaron las capas.
—¡No! —gritó, corriendo para colocarse entre ellos antes de que pudieran comenzar la lucha de espadas.
Agarró fuerte la túnica marrón de lana de Daemon.
—Milord, por favor, no lo hagas por mí.
La mirada de sus ojos marrones la atravesó. Deseó poder aliviar la agonía que la dejó sin aliento, pero no podía, no a costa de su vida.
Él pasó un brazo alrededor de ella y la sostuvo cerca del corazón palpitante.
—Vuelve conmigo.
—No puedo —dijo, ahogándose con los sollozos, sintiendo las palpitaciones con los dedos. No podía soportar pensar tocarle el pecho y no volver a percibir el latido estable de su corazón—. No hay ninguna posibilidad para nosotros.
Su mandíbula se tensó y la miró airadamente.
—¡No digas eso! No es así.
—Pero sí es así, milord —sollozó—. Te ruego que me dejes todavía que puedes. Tienes que vivir por mí.
Él abrió la boca para responder, pero antes de poder, Norbert la agarró y la empujó a los brazos de su hermano.
—Sujétala, Arthur.
—¡No! —gritó ella otra vez, tratando de liberarse, pero el asimiento de Arthur no se soltó.
—Esto es entre nosotros, normando. Es tiempo de que pagues por las almas que has arrebatado, las vidas que has destruido. —Cruzaron las espadas—. ¡Dale a tu amo infernal mis saludos!
El sonido de metal contra metal, la abrasaba el alma, la conciencia.
—¡Por favor, Dios, no! —exclamó, las palabras la ardieron en la garganta. El dolor se hizo eco en su cuerpo y lloró, incapaz de soportar la visión de los dos hombres que trataban de matarse el uno al otro.
Todos sus sentidos se embotaron, menos la audición. Con una claridad cristalina, oía como las espadas golpeaban, cada gruñido de Daemon, y contuvo la respiración, asustada de escuchar el gemido de un golpe mortal.
De repente, una luz se abrió paso en sus cabezas.
Arina miró a través de las lágrimas y jadeó. Invisible a los hombres, Kaziel descendió y se unió a la lucha. Conteniendo el aliento jadeante ella vio a Kaziel agarrar la espada de Norbert y lanzarla lejos.
Así que Kaziel era el guardián de Daemon. Arina miró hacia el cielo y dijo una plegaria silenciosa dando las gracias.
Belial se abalanzó hacia delante con un gruñido y separó al ángel de los hombres.
—¡No! ¡No puedes interferir!
Kaziel giró en los brazos de Belial.
—Esta noche no se cumple el tiempo de Daemon, demonio. ¡Harías bien en recordar que no debemos interferir!
Arina se sintió aliviada. «Esta noche no se cumple el tiempo de Daemon». La frase la iluminó el corazón mientras la repetía una y otra vez, deleitándose con su dulce sonido.
Pero aun así, Norbert se precipitó hacia Daemon y le agarró de la cintura. Daemon soltó a un lado su propia espada y los dos lucharon con los puños.
Belial voló hasta su lado, los dedos de un frío cortante la cogieron de la barbilla y la obligaron a mirarle.
—Puede que esta noche esté a salvo, ángel. Pero será mío. No te regocijes tan pronto.
Tragó saliva, el miedo reclamaba una vez más hacer posesión de ella. El significado de las palabras de Belial. Sólo esperaba poder impedir que se hicieran realidad.
La lucha continuó durante unos minutos más hasta que Daemon sujetó a Norbert al suelo. Recuperando la espada, la sostuvo contra el cuello de Norbert.
—Abandona la lucha, sajón —dijo con la respiración entrecortada.
Norbert se incorporó sobre los codos, alzó la vista hacia Daemon, la mirada dura y condenatoria.
Su espada nunca tembló, Daemon la miró.
—Arina —la llamó—. Ven aquí.
Arthur la liberó mientras Harald irrumpía en el claro. La indecisión brilló en sus ojos, pero Daemon presionó la punta de la espada en el cuello de Norbert.
—No lo hagáis. —les advirtió con un tono mortal.
Harald dejó caer la espada y se colocó al lado de Arthur.
Todavía aprensiva e insegura de si lo que hacía estaba bien, Arina se acercó a su marido.
Daemon la abrigó con un brazo protector y la dio un apretón tan fuerte que casi la rompió las costillas.
Liberándola, la obligó a permanecer detrás de él. Quitó la espada del cuello de Norbert y la envainó.
—Sugiero que sigáis vuestro camino. Ni vos ni vuestros hermanos son bienvenidos en mis tierras.
Daemon la ayudó a subir al caballo, luego montó detrás de ella. Norbert no se movió del suelo, pero su ira era tal, que casi esperó que se incorporara y volviera a atacar a Daemon.
Azuzando al caballo con los pies, Daemon la abrazó y dejaron los campos sajones. A pesar de que él no dijo nada, Arina sintió el dolor de su interior y deseó calmarlo.
Los kilómetros volaron antes de que Arina encontrara el coraje para hablar.
—Tuve que marcharme.
—Lo sé —dijo con un tono de amargura.
—¿Entonces por qué vinisteis a por mí?
La cólera se mezcló con la ternura en sus ojos y sus brazos la apretaron por la cintura.
—Siempre iré a por  vos, milady.
Aunque sus palabras le mandaron una oleada caliente al corazón. La frustración y la necesidad de hacerle entrar en razón gritaban dentro de ella. Pero se mordió la lengua. Daemon nunca estaría de acuerdo con ella sobre este asunto.
Belial hizo una mueca. Un vez más la fuerza interior le estrujaba las tripas.
—Demonios —maldijo, incapaz de ignorar la insistencia. Tanto si quería como si no, tenía que prestar atención a la llamada.
Cerró los ojos y abrió el camino. La luz se proyectó a su alrededor cuando cayó a través de las dimensiones del tiempo y el espacio. El dolorido cuerpo de pronto se encontró en el infierno, el acre olor le ahogaba.
Tal y como había previsto, aterrizó en la sala principal del trono. Luces naranjas bailaban por las paredes haciendo billar el azufre. Escuchó los ecos de los gritos a su alrededor, y miró a la silla de su amo.
Mefistófeles estaba sentado en el trono de oro de Lucifer, mirándole fijamente, como si tuviera muchas ganas de destrozar la carne del demonio. Acariciaba al jabalí negro que estaba encadenado al brazo del trono y posó una mirada hostil sobre Belial.
Aunque Belial nunca se había fijado en Mefistófeles cuando habían sido verdaderos ángeles, admiró a Dios por la hermosa apariencia que había otorgado a Mefistófeles. Hasta que con cada año pasado, los cuernos de su cabeza crecieron, la piel se extendió, y los colmillos destacaron.
—Saludos, hermano Belial —dijo Mefistófeles con la saliva goteando de los colmillos.
Sorprendido por la presencia de Mefistófeles, Belial se colocó frente a su mayor rival.
—¿Dónde está Lord Lucifer?
Mefistófeles se encogió de hombros.
—Divirtiéndose con sus maldiciones, sin duda.
—¿Entonces por qué fui convocado?
Una sonrisa curvó los labios de Mefistófeles y un escalofrío de miedo bajo por la espalda de Belial. Desde el día de su caída, Mefistófeles había codiciado el puesto de Belial como segundo comandante de Lucifer, y Belial reconocía la familiar envidia y el odio que ardía en los rojos ojos de Mefistófeles.
—Lucifer quiso que te informara de su descontento.
—¿Su descontento? —preguntó Belial. El miedo se enrolló en el vientre y tragó. El carácter de Lucifer no era algo que quisiera provocar.
—Si, querido hermano —dijo Mefistófeles, rascando las orejas del jabalí—. Al parecer has estado perdiendo el tiempo y Lucifer está ansioso por las almas prometidas. ¿Cuánto tendremos que esperar por ellas?
—Estoy haciendo lo que puedo.
Mefistófeles rió, agarró con el puño el pelaje de la bestia. Su mano se congeló y un brillo ilumino su color rojizo.
—¿Quieres que trasmita ese mensaje a Lucifer?
Un temblor de miedo le atravesó la espina dorsal.
—No. Dígale que las tendrá muy pronto.
Mefistófeles abandonó el trono de Lucifer y se acercó hasta los pies de Belial. Lo agarró de la pechera y lo atrajo hacia él.
—Por tu bien, más vale que sea así. Sabes cuánto lamenta Lucifer ser decepcionado. La verdad es que ya ha preparado un hoyo especial para ti si fallas. ¿Te gustaría verlo?
El terror cubrió a Belial. Había pasado muchas noches en los pozos de Lucifer para saber el tipo de dolor que provocaban. Incluso ante el mero recuerdo, el cuerpo se le contraía violentamente de miedo.
—Lucifer se está cansando de esperar —escupió Mefistófeles, empujándole a los brazos de un demonio que estaba allí—. Te sugiero que te des prisa.
Un latigazo le fustigó la espalda, Belial se quedó sin aliento por el fuego que se desató a lo largo de la columna vertebral. Cayó de rodillas, con las piernas demasiado débiles para sostenerle.
—No falles, Belial.
De repente se encontró de nuevo en el bosque. Se llevó la mano a la espalda dolorida. Cuando la sacó, vio sangre.
Gimiendo, Belial se mantuvo tendido en el suelo, necesitaba tiempo para recuperar su fuerza. ¿Qué iba a hacer? No podía arrebatar el alma de Daemon antes de la hora de su muerte. ¿Qué podía hacer, si Kaziel seguía interfiriendo?
Belial se estremeció, su mente rasgada entre disgustar a Lucifer y cruzar voluntades con Dios.
Que opción podía coger. ¿La ira de Dios o la de Lucifer?
El miedo agarrotó su pecho. ¿Por qué alguna vez había seguido a Lucifer? Debería haber sabido lo que acarreaba creer en las mentiras de Lucifer.
Qué maldito idiota había sido.
Belial frunció los labios. Cuanto odiaba que le dieran ordenes. Desde que ellos habían caído, Lucifer no había hecho nada salvo pisotearle y Belial estaba cansado.
Cuando accedió a unirse a Lucifer, el hijo de puta le había prometido una parte igualitaria de su reino. Sin embargo, Belial sólo compartía la igualdad con las otras almas condenadas que Lucifer torturaba. Sí, con mucho gusto daría a Lucifer lo que Lucifer les daba.
Belial cerró los ojos intentando que la impotente furia desapareciera. Porque al final, sabía que no tenía ninguna opción.
Independientemente de las leyes de Dios, debía hacer cumplir la maldición y reclamar a Daemon y Arina.

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