viernes, 23 de marzo de 2012

DA cap 20

Daemon miró entrenar a sus hombres. Había intentado ejercitarse durante un tiempo, pero su espalda todavía estaba rígida y dolorida. Demasiado doloroso para hacer más que unos cuantos golpes con la espada.
Capturó un aleteo de color rojo por el rabillo del ojo. Volvió la cabeza y vio a Arina cruzar el patio. Un grupo de niños corría a su alrededor y se reía con ellos, su rostro más bello que el de cualquier criatura jamás nacida.
El calor se precipitó a lo largo del cuerpo, inflamándole las entrañas. Daemon dio un paso, con la intención de tomarla en sus brazos y transportarla de vuelta a su recámara.
Pero antes de poder cruzar la distancia, un jinete desconocido entró por el portón. Frunciendo el ceño, miró al siervo a lomos del asno. Recordaba haber visto al chico labrando un campo con su padre, quien vivía no muy lejos.
Daemon se detuvo, a la vez que el joven se detuvo ante uno de los sirvientes y se inclinó para hablar. El sirviente gesticuló hacia Daemon, y el chico siguió la línea del brazo y asintió.
¿Qué podría querer el chico de él? Esperó que se acercara.
El joven pateó la mula hacia delante y se acercó.
—¿Vos sois mi señor Daemon?
—Sí.
—Mi padre me envió a buscaros, mi señor. Hay hombres destruyendo los muros del castillo sobre la colina y prendiendo fuego a nuestros campos. ¡Mi padre os pide que vengáis rápido!
Con la vista oscurecida de rabia, llamó a sus hombres.
Corrió hacia el establo, pero antes que pudiera entrar, Arina le atrapó.
—Mi señor, ¿Qué ocurre?
Daemon abrió la boca para hablar, entonces se detuvo.
Enmascarando sus emociones, se dio cuenta que no haría nada excepto preocuparla al decirle la verdad. Su mente corrió, buscando una mentira rápida. ¿Qué podría decirle que la mantuviera…?
Tuvo una idea. Con un poco de suerte, no sabría que la construcción del castillo se había detenido durante el invierno, ni como cosas como los castillos eran construidos en este mundo. Vale la pena probar al menos.
—El maestro Dennis necesita ayuda con su trabajo. Estoy tomando algunos hombres para ver si podemos ayudar.
—¿Debería guardar cena para vos? —Preguntó, y la pronta aceptación de la mentira trajo la culpa a su corazón.
Daemon sacudió la cabeza, recordándose que debía despistarla. Es por su propio bien.
—No, mi señora, podría ser tarde cuando regrese.
Ella asintió.
—Entonces tened cuidado, mi señor. Os veré entonces —dijo, alzándose para besar su mejilla.
Daemon la vio alejarse con un hormigueo en el rostro, de nuevo la deseaba. Apretando los dientes, forzó la mente a centrarse en la próxima tarea y se prometió que a su regreso, llevaría a cabo lo que había previsto originalmente.
Después de la comida del mediodía, Arina decidió llevarle a Daemon y sus hombres un poco de alimento. No sabía qué tipo de provisiones tenían en la colina, pero probablemente no fueran suficientes para todos los hombres adicionales que Daemon había llevado.
El cocinero envolvió las provisiones en trozos de tela y Arina las empacó en sus alforjas mientras el mozo ensillaba su palafrén.
Entregó las alforjas al joven, quien las colocó en la parte trasera de la silla. Con una sonrisa, se lo agradeció.
Murmurándole a la yegua para que tuviera cuidado y no asustarla, Arina instó al pequeño caballo a cruzar el patio y salir por el portón. El tiempo era agradable, y decidió que no podía esperar a ver la próxima primavera y la nueva belleza que traería a la tierra. Sonriendo, tarareó para sí.
No tardo en llegar a la colina. Extrañada, notó el mal olor del humo negro a la deriva alrededor de la zona, y se preguntó que habrían quemado.
Una brisa azotaba la capa tras ella y oyó los lamentos y esfuerzos de los hombres trabajando.
Desmontó y condujo al palafrén ladera arriba. Cruzando el lado del muro, se quedó inmóvil, el cuerpo entumecido de miedo y pánico. ¡No era trabajo lo que estaban haciendo! Una feroz batalla rugía a su alrededor.
Aunque la mente le gritaba que corriera, no podía moverse, no podía apartar los ojos de la horrible vista frente a ella.
—Mi señora, ¿Por qué habéis venido?
Daemon se congeló ante la familiar voz, una voz que no había oído desde que había encontrado a su ángel. Con el corazón palpitante, se volvió en su silla y vio a Arina saliendo de una nube de humo de pie sobre la colina mirando hacia ellos. El viento azotaba la capa y el cabello claro a su alrededor, se mostró tal como se le aparecía todas las veces cuando le visitaba en sueños.
Un grupo de sajones se reunieron a su alrededor como si trataran de protegerla. El estomago se tensó y otra vez se acordó de su sueño.
Giró el caballo, tratando de llegar a ella, pero los hombres en torno a ella lo impidieron. Una sombra corrió sobre su cuerpo. Se volvió en la silla, esperando la espada que le cortaría el muslo como siempre había hecho en su sueño. A salvo esta vez, no fue su muslo. La espada del atacante rebotó en la hoja de Daemon y se introdujo en el pecho.
Daemon jadeó ante el súbito dolor que se filtró a través suyo. La vista se embotó y se deslizó de la silla.
—¡El normando está muerto!
Arina se estremeció ante el grito que surgió de los sajones los cuales levantaron las espadas en gesto de victoria. El dolor atormentó su cuerpo, pero tenía que estar segura…
—¡No! —Gritó, sabiendo quien debía haber caído.
Se cogió el dobladillo de la túnica y corrió cruzando el campo. Los hombres se apartaron de su camino, mirándola como si su presencia les asustara.
—¡Mi señora!
Oyó la llamada de Norbert, pero no le prestó atención mientras continuaba la carrera a través de cuerpos caídos, buscando la familiar forma de su marido.
Quién sabe si no había caído. Quién sabe si era él…
De repente, le vio, la trenza rubia cubierta de sangre, el yelmo y la espada yacían a su lado. Gritando en negación, corrió a su lado. La angustia se enroscaba por su cuerpo mientras se desplomaba en el suelo junto su precioso esposo y tiraba de él a su regazo.
Las lágrimas le llenaron los ojos y se le destrozó el corazón. Esto no puede estar pasando. No, por favor, solo un día más con él, solo un momento más.
—¿Arina? —Preguntó Daemon con la voz ronca.
—Callad, mi señor —dijo, ahogándose en las palabras y usando una esquina de su manto para limpiar la roja sangre de los labios, las pálidas mejillas—.  Debéis conservar las fuerzas.
—No, esto es mortal. —Las palabras de aceptación arrancaron su alma en pedazos. Levantó la mano y le tocó la mejilla. Una lenta sonrisa cruzó su rostro—. Es tan maravilloso como pensaba.
Frunció el ceño ante la felicidad fuera de lugar en la mirada.
—¿El qué?
—Morir en tus brazos.
Cerrando los ojos contra la repentina ola de agonía, le aferró, instándole a vivir.
—No podéis dejarme —susurró—. No os lo permitiré.
La sonrisa se amplió y dejó caer la mano.
—Yo… — La luz desapareció de sus ojos.
—¡No! —Grito, incapaz de creer que se había ido, incapaz de aceptar este destino.
A su alrededor, los ángeles aparecieron reclamando almas.
Arina levantó la mirada y la reunió con los tristes ojos de Kaziel, que se cernía sobre ellos. Agarrando fuertemente a Daemon, quería el alma de vuelta en el cuerpo.
Pero no sirvió de nada. En contra de todas sus oraciones y suplicas, su alma rosada. Arina sacudió la cabeza, no quería permitir a la maldición terminar de esta manera, robando la vida y el alma de un hombre inocente.
—¡No! —Gritó de nuevo.
El dolor se propagó a través de ella como fuego.
De repente, el dolor desapareció. Flotó libre de su cuerpo, una vez más sus alas de ángel revoloteaban contra su espalda.
Miró con asombro. Vio el cuerpo de Daemon, y junto a ella su vestido rojo y su capa. El vacío la llenó. Así que nunca había sido verdaderamente humana. Sólo una imagen, una ilusión.
Tragando, volvió a mirar a Kaziel, quien tomaba la mano de Daemon. La ira se apoderó de ella y juró arreglar el problema.
—No interfieras —advirtió Kaziel.
Arina sacudió la cabeza, su estomago se agitaba cuando lo pensaba.
—Tengo que hacerlo.
Y antes de que Kaziel pudiera detenerla, rompió el dominio sobre Daemon. Le agarró por ambas muñecas.
—¿Arina? —Preguntó, el asombro iluminaba los ojos ante su apariencia.
Mordiéndose el labio, le tocó el rostro, sólo que esta vez no sentía nada debajo de los dedos.
—Lo siento, mi señor. Pero es mejor así.
—No, Arina —gritó Kaziel.
Ignorándole, tiró de Daemon de vuelta al suelo.
—Os amo, Daemon FierceBlood —susurró mientras engatusaba a su alma dentro de su cuerpo.
—Eso fue una tontería, Arina. Conoces las reglas.
El alivio y el temor atenazaban su garganta y ella asintió con la cabeza.
—Sí, lo sé. —Levanto las manos hacia Kaziel—. Llévame ante Pedro. Estoy lista para recibir mi destino eterno.
Daemon despertó sobresaltado, el cuerpo dolorido.
—¡Es un milagro! —Gritó Wace, el juvenil rostro radiante—.  Pensé que estabais muerto.
Sacudido y dudoso, Daemon se pasó la mano por el pecho. La malla se rompió cuando la espada había atravesado su pecho, pero no existía otra marca para probar que había sido herido. ¿Sólo se había caído del caballo y golpeado la cabeza?
Wace corrió a decirles a los demás que había sobrevivido.
Mirando a su alrededor, Daemon notó que sus hombres habían derrotado a los sajones. Y a unos pocos metros, vio el cuerpo de Norbert. Sacudió la cabeza y suspiró. A pesar no tener un gran amor por los sajones, lamentaba el final que había tenido el pobre hombre.
Los gemidos le llenaban los oídos, y vio como sus hombres buscaban entre los cadáveres y reunían a los heridos.
Daemon frunció el ceño. ¿Cuánto había estado inconsciente? ¿Había sido Arina otro sueño?
De repente, la mirada se posó sobre la túnica roja a su lado. Una insoportable agonía le atravesó, perforando su corazón y quemando su alma. Alcanzándola, se llevó la ropa a la cara e inhaló el dulce aroma a rosa.
No fue un sueño.
Arina se había ido. Las palabras circularon por su mente como bestias de presa que trataban de abatirle. Y le abatieron. Crudo y brutal dolor le arrasó. Su precioso ángel se había ido.
Os amo, Daemon FierceBlood, las suaves palabras susurraban en su mente, cortando su alma con dolor.
Daemon apretó la túnica, deseando a su cuerpo en su interior. ¡Su matrimonio no podía terminar, no así!
Miró hacia el cielo con la pena ardiendo profundamente en su corazón.
—Se que estas ahí, Señor, y que Vos y yo somos desconocidos. Pero por favor, por favor concededme este único favor.
Daemon unió las manos y se obligó a arrodillarse.
—Ni una sola vez en mi vida os he pedido nada. Pero ahora lo hago. Por favor, no os la llevéis de mi lado.
Daemon no sabía que esperaba, un rayo de luz, Arina apareciendo de alguna parte. Sin embargo esperaba con ansiedad, su corazón latía con fuerza.
Solo la brisa que se agitaba y los lamentos de los heridos llenaron su cabeza.
Arina se había ido y no había nada que pudiera hacer.
Apretando los dientes, quiso maldecir el cruel Dios que la había arrancado de su lado. Pero no podía deshonrarse siendo a quien Arina sirvió, siendo en quien ella había creído tan fuertemente. Sería como maldecirla a ella.
Tirando la túnica hasta su pecho, permitió que las lágrimas se unieran en sus ojos y cayeran por las mejillas.
Arina estaba en pie ante Pedro con la cabeza gacha. Por la severa mirada de su rostro, sabía que había perdido la paciencia hacía tiempo.
—Sabes que no podemos interferir con la vida humana —dijo, dando vueltas a su alrededor.
—Sí, Señor Pedro.
—Entonces, ¿Por qué pusiste el alma de vuelta en su cuerpo?
Arina tragó. Aunque las emociones estaban apagadas, todavía podía sentir una punzada de remordimiento por romper las estrictas reglas, pero pensando en Daemon, toda la culpa se desvaneció. Por él, ¡Lo haría de nuevo!
Mientras los pensamientos se centraban en Daemon, esperó que la familiar emoción la consumiera, pero nada de eso sucedió. Suspiró.
Las emociones, junto con su precioso Daemon, se habían ido. Y mientras permanecía ante su juicio celestial, se encontró echando de menos la vitalidad que las emociones humanas le habían dado, la riqueza de su especial amor por Daemon le había dado.
 —¿Arina?
Se sobresalto ante la voz de Pedro.
—No me has respondido.
—No podía dejarle morir por mí, Señor Pedro.
Pedro suspiró con ojos cansados.
Arina avanzo y bajo de nuevo la cabeza.
—Estoy lista para mi castigo.
—Espera.
Levanto la mirada cuando Gabriel apareció y frunció el ceño ante la severa mirada de su rostro. Se puso ante Pedro y los dos hablaron en voz baja. ¿Qué discutían? ¿Estaban planeando algo peor que su envió al infierno? Se estremeció ante la idea.
Después de varios terroríficos momentos, se volvieron.
Gabriel se adelantó y Arina se estremeció, casi esperando que se la llevara. Girando, exhaló un temeroso y entrecortado aliento. ¿Qué haría Pedro con ella?
—¿Arina?
Parpadeó ante la voz de Kaziel. Éste apareció al lado del Señor Pedro.
Con un guiño de Pedro, la tomó por el brazo y las alas se disolvieron. Arina jadeó, la garganta forzada de terror.
—¿Estoy desterrada?
—Durante un tiempo, o por toda la eternidad, depende de las decisiones que tomes —replico Pedro, dándole la espalda.
Arina se mordió los labios para evitar pedir clemencia. Sabía las consecuencias de sus actos y lo menos que podía hacer era aceptarlas valientemente.
—¿Dónde me llevas? —pregunto a Kaziel, necesitando saberlo pero asustada de su respuesta.
Kaziel se puso frente a ella con los ojos sombríos.
—Verás.
Daemon estaba sentado en su silla con Cecile en el regazo. Ésta ronroneaba satisfecha y él deseo poder ser tan fácilmente calmado. Una vez más el dolor le envolvió el corazón. Una y otra vez vio a su Arina en toda su belleza y bondad llegando a él.
¿Por qué lo había forzado de vuelta a su cuerpo? ¿Por qué no le había dejado morir?
—¿Mi señor?
Se congeló ante el sonido. Cuando no oyó nada más, suspiró.
—Ahora incluso estoy oyendo su voz —dijo con la garganta apretada.
—¿Puedes sentir mi contacto?
Una mano le rozó la mejilla. Daemon saltó de su asiento y se dio la vuelta con un jadeo. Cecile dejó escapar un aullido indignado cuando cayó.
Con el corazón palpitando fuertemente, Daemon parpadeó, incapaz de creer a su vista.
—¿Arina?
Una sonrisa curvó los labios y le alcanzó.
—Sí, mi señor. Soy yo.
Tomándola en sus brazos, la abrazó con fuerza.
—¿Estás realmente aquí?
Ella rió en su oído, el sonido envió olas de alegría a través de él.
—Sí, Pedro ordenó mi regreso.
—Pero, ¿Cómo? ¿Por qué? —Preguntó, echándose para atrás.
Su sonrisa le derritió el corazón.
—Fue vuestra fe, mi señor. Me trajisteis de vuelta. Cuando Gabriel le dijo a Pedro de tu llamada y fe, Pedro decidió que había actuado noblemente. —le tocó la mejilla y se maravilló de la tibieza de la carne.
Un repentino dolor reemplazó su alegría.
—Pero, ¿Por cuánto tiempo?
Con un suspiro, se encogió de hombros con el rostro fruncido por los pensamientos.
—Ahora soy humana, mi señor. Como cualquier otro no tengo manera de saber cuan larga será mi vida. Así que deberéis tolerarme durante mucho tiempo.
—Con mucho gusto, mi señora —le dijo con el corazón iluminado—. ¡Estaría muy molesto de otra manera!

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