viernes, 23 de marzo de 2012

Daemon Angel

Ella salió de la nube de humo proveniente de los cuerpos caídos como el Ángel de la Muerte llegado a reclamar sus almas. Su pálido cabello rubio flotaba en la fuerte brisa recordándole un estandarte de batalla.
Daemon parpadeó ante la visión, sus ojos ardiendo por el humo y sudor, y el hedor de la muerte que lo rodeaba. Una sombra desde la derecha captó su atención. Se volvió en su montura con la espada en alto justo a tiempo para evitar que la espada curva del Sajón le rebanara el muslo. Con dos giros, y limpias estocadas, derribó a su atacante y dirigió una rápida mirada a la misteriosa forma. Los sajones que aun permanecían en pie la rodearon en un manto de protección como si ahora se unieran a su favor. Daemon negó con su cabeza ante su esfuerzo. Su número apenas asustaría a un bebé, y mucho menos al ejército normando que había cortado a través de sus filas con tan poca dificultad.
Los sonidos de la batalla se calmaron en un áspero silencio, quebrado sólo por el ocasional relincho de un  caballo, o el gemido de los moribundos.
—Señora ¿por qué has venido? — dijo bruscamente uno de los sajones en su vulgar lengua nativa, su voz arrastrada por el viento hasta los oídos de Daemon.
Ella elevó su barbilla con un coraje que rivalizaba incluso con el más valiente de los hombres y se alejó del soldado sajón.
—¿Quién dirige este ejército? — preguntó la mujer en los puros y dulces tonos de un ángel hablando en francés normando.
—¡Milord!
Algo aferró el brazo de Daemon. Con una maldición, aplastó al insecto, pero sólo golpeó aire. Enfurecido ante la interrupción de su sueño, parpadeó abriendo sus ojos para ver a su escudero apostado junto a su catre.
—Es un mensajero de su hermano, el rey —dijo Wace, su rostro radiante de juventud sonriendo alegremente de la manera que siempre molestaba a Daemon por las mañanas.
Con sus labios fruncidos en una mueca, Daemon retiró las sabanas y se levantó.
—Saldré enseguida —dijo, buscando sus calzones y túnica.
¿Qué diablos podía William querer de él ahora? Había dominado a los Sajones como prometió, y ahora todo lo que anhelaba era libertad para regresar al continente, donde tenía intención de buscar hasta que encontrara otro ejército o causa por la que luchar.
Daemon apartó el pelo de sus ojos y alzó una mano abriendo la solapa de la tienda. Vio al mensajero de William, un joven con una mirada asustada que palideció considerablemente en cuanto lo miró. Daemon no hizo caso de la reacción, la amargura ardiendo en su garganta. Estaba demasiado acostumbrado a la reacción de la gente ante él, demasiado acostumbrado al completo terror brillando en sus ojos como si temieran por sus almas. Como si alguna vez hubiera dado algún uso para el alma de alguien, incluyendo la suya.
—¿Qué quiere mi hermano de mi? —Daemon preguntó con voz ronca, incluso para sus propios oídos.
Los ojos del mensajero se abrieron de par en par al tiempo que alzaba la mirada y notaba los ojos desiguales de Daemon. Por un momento, Daemon temió que Wace fuera a tener que traer al hombre un paño y hule[1]. El hombre se veía como un conejo arrinconado.
—Su Majestad el Rey me envía, milord —dijo, extendiendo un pergamino sellado.
Daemon lo tomó de sus manos y rompió el sello. Con curiosidad atravesándole fuertemente, escudriñó los contenidos. Su estado de ánimo se oscureció con cada palabra que leía. William le había dado el señorío de Brunneswald Hall, las tierras circundantes a la mansión, y todos los territorios más alejados.
¡Por los infiernos, mataría a William por esto!
Su puño se tensó sobre la carta. Alzó la mirada al mensajero, su respiración agitada.
—Dile a William que me ocuparé de la rebelión como pidió, pero quiero que busque un cuidador permanente para la mansión. No tengo necesidad de ésta.
El mensajero asintió violentamente.
—Sí, milord. Se lo diré inmediatamente.
Daemon asintió con la cabeza, su estomago anudándose ante el humor de William. ¿Qué estaba pensando ese hombre? Había servido bien a su hermano; ¿por qué William le haría tal cosa a él?
—Bastardo sangriento —dijo al entrar en la tienda, inseguro para quién estaba dirigido el insulto, si para él mismo o para William
—¿Quién dirige este ejército?
Daemon se giró ante el sonido de la voz de sus sueños, pero no vio nada. Un anhelo doloroso se extendió a través de él, un anhelo cuya fuente no podía identificar. Sin embargo, era siempre la misma. Siempre desde que había desembarcado en Hastings con William, había sido acechado por el sueño de una hermosa doncella viniendo por su alma.
Gruñendo, se percató que era más que probablemente un aviso de su muerte. Sí, él le daría la bienvenida con los brazos abiertos al momento y la paz que traería.


[1] Oil cloth: paño y tela encerada para ser impermeable, como un pañal de bebé, dando a entender que el mensajero se iba a hacer sus necesidades encima. 

DA cap 1

Mirad de vuelta a casa, Ángel, ahora, y fundíos con la compasión.
Arina gritaba por la agonía, las palabras consumían su mente como una serpiente, enroscándose por sus extremidades, haciéndolas pesadas, insoportables. Un peso extraño la arrastraba desde el cielo en un violento torbellino, abajo hacia la tierra. Extendió las manos, tratando de detener la caída, pero sólo encontró el veloz viento bañando su cuerpo con un extraño aguacero. Los salvajes vientos le azotaban el cabello, las alas y aullaban en los oídos como las despiadadas bestias que custodiaban el camino al Infierno.
¿Qué estaba pasando? Nada de esto tenía sentido. Cada parte de ella dolía y pulsaba con ondas de sensaciones que colisionaban. Ningún ángel primario había alguna vez experimentado la cicatriz del pecado original. Eran los mortales quienes estaban destinados a soportarlo. Sin embargo, lo estaba experimentando ahora. El dolor le desgarraba la espalda, y tomó aliento desde un cuerpo que no necesitaba respirar, exhaló el aliento de un cuerpo que no debía exhalar, se le revolvió el estomago el cual nunca se había agitado antes.
La oscuridad la rodeó como un remolino en embudo. Privada de la vista y el oído, Arina extendió sus otros sentidos, tratando de encontrar las respuestas a sus preguntas. Una mezcla de olores la asaltó, el hedor carbonizado del miedo, el azufre del Infierno, y peor aún, el agridulce aroma de carne humana. Antes, todos estos habían sido tenues, ahora la asaltaron en un ramo picante que casi la abrumaron con una vitalidad primitiva que no pertenecía a su mundo, o su entendimiento.
De repente, se estrelló contra el suelo, el cuerpo dolía y palpitaba de tal manera que no podía comprender. Santos queridos, ¿qué le había pasado?
El zumbido en los oídos dio paso a la llamada apacible de los pájaros y animales que retozaban en el bosque. Pero el sonido pronto se fue apagando hasta que todo lo que podía escuchar era el canto ocasional de un pájaro, el susurro de la brisa a través de las brillantes hojas del otoño.
Arina se levantó, pero rápidamente volvió a caer, las piernas temblando con un peso desconocido. El pelo le cayó sobre de los hombros, cubriéndole la cara. Trató de respirar a través del pesado obstáculo, pero el aliento quedo atrapado en los mechones y casi se asfixió.
Una mano apartó hacia atrás la masa de pelo.
Arina miró la cara de odio que sabía había sido la fuente de su miseria.
—¿Qué me habéis hecho? —preguntó, con picor en la garganta al utilizar las cuerdas vocales que no habían existido hacia diez minutos.
La anciana la miró con ojos oscuros y dilatados.
—Vos me robasteis mi posesión más preciada. Os rogué misericordia y aun así os llevasteis a mi hijo. Es el momento de que aprendáis lo que quiere decir ser mortal, lo que significa sufrir una pérdida.
El cuerpo le temblaba de rabia, y Arina se cuestionó la sensación. Era un ángel y los ángeles no tenían sentimientos salvo el amor. Sin embargo, el cuerpo respondía a la presencia de la mujer con una ardiente furia, con anhelo de venganza.
— ¡Devolvedme a mi forma original!
La risa de la anciana hizo eco alrededor de ella, en los árboles del bosque que las rodeaba.
—No puedo deshacer mi hechizo. Sólo vos podéis.
Arina la miró fijamente con incredulidad. No podía permanecer aquí. Los mortales eran brutales y fríos. No sabía nada de supervivencia en el mundo del Hombre. Un rezo afloró a los labios, pero sabía que no habría ninguna respuesta. El Señor dio a todos los seres soberanía sobre su propia existencia, y permitió a la naturaleza, incluso naturaleza malvada, seguir su curso.
Pero no podía quedarse aquí. Esta no era su casa. Alzando la vista al cielo gris claro por encima de ellas, Arina sabía que debía regresar a sus dominios antes de que la corrupción de los mortales la dañara para siempre.
— ¿Qué debo hacer? —preguntó Arina con desesperación.
La sonrisa que curvó los labios de la bruja le envió un escalofrío por el cuerpo.
—Tenéis que amar, y luego ver morir a vuestro amante mortal. Sostenerle en los brazos mientras lucha por recuperar el aliento y la vida. Sólo entonces seréis libre.
Arina sacudió la cabeza en negación.
—Amo a todos los mortales. Lamento su pérdida como si fuera propia, pero no tengo elección sobre a quien tomar de este mundo. ¡Es la voluntad del Creador!
—Y ahora vos bailáis a mis órdenes. —La mujer dio un pequeño círculo a su alrededor, las hojas secas caídas se arrastraban resueltamente bajo el dobladillo de su falda—. Realmente no entendéis la pena, ni los lazos del amor. Pero lo haréis, ángel. Vos lo haréis.
Entonces desapareció.
Arina miró los alrededores del bosque. No había ningún rastro de la mujer. Si pudiera soñar, diría que su situación era una pesadilla, pero nunca dormía. Tampoco había sentido la fuerte hierba seca bajo las manos, la brisa del aire fresco en las mejillas, ni el calor del sol sobre la piel humana. Sin embargo, sentía todas esas cosas ahora y sabía que estaba despierta.
—¡No! —gritó. Debía volver a casa.
Con las extremidades temblando, se incorporó. Levantando los brazos por encima de la cabeza, se ordenó elevarse. Lo que siempre había conseguido con tan poco esfuerzo era un imposible.
Las alas habían desaparecido. Era mortal. La conciencia llegó a la mente con un miedo que la hizo mover la cabeza y trajo lágrimas a los ojos.
No podía permanecer en el mundo mortal y enamorarse. Los ángeles no fueron creados para tal cosa. Pero, ¿qué más podría hacer para recuperar su lugar?
—Rendíos a la maldición.
Giró hacia las palabras y se enfrentó a un lobo blanco. Sus ojos brillaban, rojos y supo que era la manifestación de un demonio.
—No soy Eva para caer en tus artimañas, demonio —dijo—. Vuelve a tu amo y no me tientes más.
Eso avanzó hacia delante. Con cada paso, su forma cambiaba hasta ser una sombra alada. Sólo los ojos rojos iluminados, seguían siendo los mismos.
—Ya no estás en nuestro mundo, ángel —dijo el demonio—. Estás en el suyo. Te temerán, te golpearán, te destruirán. Entonces, ¿qué será de ti?
Arina levantó la barbilla con una confianza que no sentía.
—Si me matan, volveré a mi hogar. Si me rindo a la maldición, me arrastraras al tuyo. Pertenezco al Cielo, no al Infierno, y me niego a condenarme.
Sonó su maligna risa. Le tocó la barbilla con su helado y desbastador dedo. La frialdad del Infierno le quemó la piel, haciéndole estremecerse.
—Mi amo me dará mucho por el alma de un ángel primario. Vamos, mascota, se amable y sacrifícate por mí. Te prometo un lugar fresquito donde sumergirte si vienes ahora.
Le miró airadamente, su nuevo cuerpo temblaba de miedo y furia por la oferta.
Belial. El nombre le pasó por la mente, y se dio cuenta de que aún la quedaban algunos poderes. Pero no los suficientes para luchar contra este demonio en particular, que se deleitaba con las travesuras y la discordia, cuyo poder del mal era el segundo al de Lucifer. Un escalofrío de pánico la sacudió las manos. Las apretó juntas, sabiendo que el miedo le daría fuerzas.
—Rechazo tu oferta —dijo—. Déjame en paz y vuelve a tu agujero.
Sus ojos brillaron, irradiaban calor y malicia.
—Serás mía, buen ángel. —Su forma se onduló en una bola y se posó por encima de su cabeza. El olor de carne quemada y azufre la asfixió—. ¿Cuánto tiempo podrás permanecer fiel a tu carácter divino ahora que serás corrompida por las tentaciones de la sensibilidad humana?
Abrió la boca para negarlo, pero tan pronto como lo hizo, la nube la abarcó la cabeza, ahogándola con el hedor. El grosor negro la cubrió el cuerpo. Arina luchó por respirar. Con los pulmones ardiendo, cayó sobre las rodillas.
De todos modos el demonio permaneció dentro de ella, borrando sus recuerdos, la determinación.
Con un último suspiro, se desplomó sobre el suelo.

Daemon vio a sus hombres en fila entrenando. El sonido del choque del acero llenó sus oídos, haciéndole morirse de ganas por poder estar lejos de este lugar y ceder a la familiar llamada de la batalla y la guerra. A su llegada varios meses atrás, se había expulsado a los sajones que quedaban. La mayoría de los líderes de la rebelión habían llegado a Londres bajo la escolta de sus hombres y allí habían encontrado su destino final.
Los pocos rebeldes que quedaban ahora se escondían de su ira, y durante las últimas semanas la paz reinaba en el valle de Brunneswald Hall. Y Daemon despreciaba la paz, el tiempo de ocio daba tiempo a pensar y a recordar. Tenía que encontrar otra guerra para entretenerse, pero William todavía se negaba a liberarle de su deber.
—¿Milord?
Se apartó de sus hombres para mirar a su escudero, corriendo hacia él. El rubor de la exuberancia juvenil cubría las mejillas de Wace. Daemon no recordaba la sensación de que algo le entusiasmara.
—¿Qué ocurre? —preguntó mientras Wace se detuvo jadeando a su lado.
Wace cogió varias bocanadas profundas antes de que pudiera finalmente responder.
—Los hombres que mandasteis a un reconocimiento han regresado. Encontraron a una mujer en un campo y la trajeron aquí.
Daemon frunció el ceño ante sus palabras.
—Por qué traerían a una moza…
—No, milord. No es ninguna moza, más bien una dama.
El ceño se intensificó. ¿Una dama?
—¿De dónde ha salido?
—No lo saben, milord. Ellos simplemente me mandaron a buscarle.
Daemon cerró los ojos, la agitación remontó ferozmente. Qué imbéciles. ¿No podían hacerse cargo de una mujer sin sus instrucciones?
Cabeceando hacia Wace, se dirigió hacia el salón.
Daemon se preguntó como su hermano había logrado conquistar Inglaterra con los tontos que lucharon en su ejército. Seguramente podrían devolver a la mujer a su casa sin molestarle. Después de todo, tratar con el sexo débil era algo con lo que no tenía mucha experiencia, o por el cual tuviera mucha tolerancia. De hecho, tenía toda la intención de encontrar a su señor y sacarla de su sala tan pronto como le fuera posible.
Daemon empujó la pesada puerta de madera para abrirla, los goznes chirriaron como ratones huyendo. El olor del pan flotó hasta él, revolviéndole el estómago. Como odiaba las mansiones y los castillos. Había pasado muchos años de su vida en el interior de lugares como éste, escuchando el eco de los rumores maliciosos que resonaban en las paredes encaladas, de la risa burlona de la gente. Apretando los dientes, gruñó con furia. Quería dejar este lugar. Era un guerrero, no un señor.
El grupo de hombres reunido en el centro de la sala se retiró ante su presencia, mostrándole el cuerpo tendido sobre un banco. La cólera se disipó y Daemon vaciló. Al fondo, la tela de color rojo oscuro abrazaba el voluptuoso cuerpo de la mujer, derramándose sobre el suelo como un charco de sangre. Su cabello rubio por encima de la cinturilla de la saya, su palidez destacada por la riqueza del traje. Nunca antes había visto una túnica, ni un color de pelo como el de ella.
Una cruz de oro se posaba en el hueco de su cuello, pulsando con cada latido de su corazón. Su forma brillaba a la mortecina luz del sol que todavía iluminaba el salón. Con las manos sudorosas, Daemon se cuestionó la forma en que se le aceleró el corazón, la forma en que el cuerpo le ardía fuera de control. No era el arrebato de la juventud en la primera flor de la virilidad, nunca antes había encontrado a una mujer que lo conmoviera así. Cuya silueta le rogaba que la tocara.
Sin embargo, quería a esta mujer. A pesar de todos los años de negación estricta y disciplina, extendió la mano y tocó la suavidad de su mejilla. Se maravilló de la textura de la carne blanca y fría, y luego la giró para confrontarle.
El aliento se le atascó en la garganta. Instintivamente, dio un paso atrás, liberándola. Esta era la cara de su sueño.
El sudor estalló sobre la frente mientras Daemon la miraba fijamente sobrecogido. ¿La habría convocado? ¿Era algún truco de la luz?
Un gemido bajo escapó de sus labios y su pecho subió con una inspiración profunda. Sus hombres dieron un paso atrás al unísono, algunos persignándose como se la temieran.
Recuperando el control de sí mismo y obligando a distanciar el impacto inicial, Daemon se mofó de su superstición y de la suya propia. Era una mujer, ni más ni menos. Cómo se había infiltrado en sus sueños, no lo sabía, pero se negó a creer ni por un momento que ejercía un poder sobrenatural sobre él. De hecho, durante muchos años la gente que se persignaba cuando le miraban le habían convertido en un escéptico sobre la presencia de los demonios y las brujas.
Sus largas pestañas oscuras revolotearon hasta abrirse, mostrando un par de hermosos ojos de un profundo azul. Sí, la moza era tan encantadora como la Virgen Madre, y podía imaginarse como de enfadado debía estar su señor ante su pérdida.
Un ceño arrugó su frente y se incorporó hasta sentarse.
—¿Dónde estoy? —preguntó en un perfecto francés normando, frotándose la frente como si un dolor golpeara dentro de su cabeza.
Con el cuerpo inflamado por el sonido de su rica voz, Daemon la miró fijamente. ¿Cómo había llegado una dama normanda a estar abandonada en medio de las tierras sajonas? Y sin duda era una dama. Su vestido y maneras nunca podrían pertenecer a la servidumbre o a comerciantes.
—Estáis en Brunneswald Hall, milady —dijo en voz baja, esperando que lo mirara y se encogiera de terror.
En lugar de eso, se volvió hacia él y le devolvió la mirada sin pestañear.
—¿Conozco este lugar?
Ahora fue él quien frunció el ceño.
—¿No sabéis quien sois?
—Sí —dijo—. Soy Arina.
—Entonces ¿por qué preguntasteis…?
—Pero no puedo recordar otra cosa. —Para su sorpresa, el terror en sus ojos no estaba dirigido a él, sino a un pánico interior—. Había una sombra —susurró, mirando fijamente al suelo.
Ella alzó la vista hacia él con una mirada triste y vulnerable y una ola protectora derribó todas las capas de dureza que había erigido alrededor del corazón.
Enfurecido por la sensación, Daemon dio otro paso atrás, inseguro de sí mismo. Ansiaba tocarla, pero sabía que no debía. Una mujer como esta tenía un señor que la buscaba, sin duda. Pertenecía a su marido, no a él, y debía encontrar a su esposo y sacarla de su salón y de su vida. Antes de que fuera demasiado tarde.
—¿Pertenezco a este lugar? —preguntó en un susurro.
La pregunta le atravesó como una lanza rompiéndole el corazón. Por un momento, Daemon deseó poder responder sí. Apretó los dientes ante la estupidez de su necesidad y deseo. Por ahora, debería echar mano de la privación a la que estaba acostumbrado, especialmente cuando implicaba algo tan precioso como la mujer que tenía delante.
—No, milady. Fuisteis encontrada en un campo.
Más tristeza oscureció sus ojos y él se preguntó que recuerdos la acosaban.
Daemon se dio la vuelta, llamando a una de las mujeres del servicio que vio.
—Lleva a mi señora a mi habitación y atiende sus necesidades —dijo en inglés.
La mujer asintió con la cabeza y se movió para ayudar a subir a Arina.
Arina miró a la mujer. El terror inundó sus ojos y gritó. Daemon apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que ella se despegara del banco y le agarrara del brazo, usando el cuerpo para protegerse de la mujer.
Nadie nunca se había atrevido a sujetarle, incluso cuando fue un niño.
Inseguro de cómo reaccionar, la miró fijamente la cara aterrorizada y las palpitaciones de su corazón.
—¿Qué ocurre, milady? —preguntó con un tono de voz más severo de lo que había pretendido.
—¡No dejéis que me toque!
Su cuerpo entero temblaba e instintivamente pasó un brazo alrededor de ella, atrayéndola más cerca del pecho. Nunca había abrazado a una mujer de tal manera, y lo encontró de alguna manera consolador y profundamente inquietante.
—¿Por qué os asusta? —preguntó, mirando por encima de su cabeza la cara de la vieja bruja.
—Es la muerte.
Frunció el ceño ante las palabras. ¿Estaba loca la mujer? ¿La habrían abandonado parientes incomprensivos?
—No hay nada mal en mi mente —dijo Arina, como si pudiera leerle los pensamientos—. No puedo explicar mis sentimientos. Pero sé que ella me quiere hacer daño.
Los ojos de la anciana se ensancharon ante las palabras de Arina.
—No quiero haceros ningún daño, mi señora —dijo en inglés—. Yo jamás podría hacer daño intencionadamente a un ángel.
Arina se tensó entre sus brazos.
—Ángel —susurró ella. Alzó la mirada hacia él y toda la agonía en sus ojos arremetió atravesándole—. Ella me llamó así antes. Recuerdo que, p-pero no puedo… —Su voz se apagó, los ojos con la mirada ausente como si se sumiera de nuevo en su pasado.
—Está bien —dijo Daemon, liberándola—. He visto algunos hombres caer durante la batalla después de recibir un golpe en la cabeza. Muchas veces pierden los sentidos por un breve tiempo, pero siempre vuelven. —Miró severamente a la vieja—. Hasta que milady recupere la memoria, quiero que se mantenga alejada de ella.
La bruja asintió con la cabeza.
Daemon se volvió hacia Arina y le tendió la mano.
—Vamos, milady, voy a mostraros vuestros aposentos.
Su cálida y suave mano se cerró alrededor de su palma vacía, calmando los ásperos callos. Ella le miró como si fuera su salvador. La sangre se le encendió. Daemon sabía que no debía percibir los pensamientos que de pronto asaltaron su mente, pensamientos de su flexible silueta entre los brazos, de labios dulces abiertos para saborearlos.
Cerró los ojos y la liberó la mano, asqueado por la traición de su cuerpo. Nunca había tenido esos pensamientos.
Alguna vez.
Conduciendo a Arina por delante de la mesa del señor, entró en el pequeño vestíbulo y empujó una puerta para abrirla. Se apartó, esperando que entrara en sus habitaciones.
Alzó la mirada hacia él con una sonrisa tímida que envió aún más sangre a sus partes inferiores. Daemon apretó los dientes. ¿Cómo podía arder así por algo que nunca podría tener?
Sin decir una palabra, ella entró en sus aposentos.
Camino por la sala, tocando varios artículos como si nunca hubiera visto un lugar así antes. ¿De donde venía para estar tan cautivada con un mobiliario tan pobre? Cuando ella se acercó a la ventana, dio un gritito.
—Oh, mi —dijo ella, con un tono risueño—. ¿Qué estás haciendo ahí?
Daemon avanzó con curiosidad de a quien se dirigía.
Ella se alzó fuera de la ventana y atrajo hacia su pecho una diminuta mota negra.
—Ven dentro —dijo ella suavemente—. Estoy segura que este aire frío no es algo que necesites.
Daemon se detuvo mientras ella se giraba con un gatito sostenido tiernamente en sus brazos. Miró fijamente sobrecogido como sus tiernas manos acariciaban la suave piel negra mientras Cecile hocicaba contra su hombro.
—¿No tenéis miedo? —preguntó Daemon, aproximándose a ella. Puede que demasiado cerca, le advirtió su mente.
Arina le miró con ceño fruncido.
—¿Miedo de un gatito? No, ¿por qué debería tenerlo?
Daemon la miró fijamente. Desde que había salvado a la diminuta criatura desvalida, mujeres y hombres por igual habían huido de su poco ortodoxo animal domestico con miedo y sospechas.
Ella agachó la cabeza hacia el gatito y le acarició entre las orejas.
—¿Tiene un nombre?
—Cecile —contestó Daemon.
Ella sonrió y una vez más él sintió que perdía el control bajo la belleza de sus facciones, el destello de felicidad bajo el matiz del zafiro. Cuando ella volvió a mirarle, el estómago se retorció como si alguien le hubiera dado un fuerte golpe justo por debajo del corazón.
—¿Y vos, milord? —preguntó—. ¿Tenéis un nombre?
—Daemon —dijo, esperando la familiar burla para oscurecer la mirada.
En su lugar, su sonrisa se amplió.
—Os va bien.
Las tripas se le retorcieron. Sus facciones no lo demostraron pero parecía que se estaba burlando de él y su maldición.
—No —dijo, colocando a Cecile sobre la cama. Ella dio un paso hacia delante, con la mano levantada como si fuera a tocarle—. No quise ofenderos.
Se alejó de ella, con los labios fruncidos.
—Vos no podéis ofenderme, milady. Al parecer, el destino por sí mismo ya lo ha hecho.
La ira hacía estragos en su interior, se dio la vuelta y la dejó, cerrando de golpe la puerta tras de sí para desahogar su furia, antes de aprovecharse de una criatura tan sensible.
Arina dio un paso hacia delante, pero se detuvo cuando Cecile maulló. Miró al gatito y sacudió la cabeza.
—¿Crees que debo dejarle solo?
Cecile asintió con la cabeza ligeramente, a continuación saltó de la cama, sólo para chocar contra el pequeño cofre que había debajo de la ventana.
Decidiendo que Cecile podía tener razón sobre Daemon, Arina recogió al gatito y le ayudo a encontrar su recipiente de comida. Los ojos de la pobre criatura eran bizcos, por lo que no podía caminar en línea recta. Acariciando el cuello del gato, vio a Cecile comer con delicadeza los trozos de carne abandonados en el suelo. Vaya pareja que hacían, Cecile no podía encontrar lo que necesitaba más de lo que podía hacerlo ella.
Arina suspiró disgustada. ¿Por qué no podía recordar nada? Sabía su nombre, sabía hablar, como hacer todo, excepto recordar cosas de sí misma, su pasado. Simplemente ¿quién era?
Las imágenes fugaces que pasaban ante los ojos no tenían sentido alguno. Vio a cientos de personas y lugares extraños, y sin embargo sabía muy profundamente dentro de ella que los conocía. Pero, ¿qué necesitaba para volver a recordar?
Después de tomar su comida, Cecile comenzó su aseo personal. Arina se incorporó y se dirigió hacia la ventana, desde donde vio a Daemon cruzar el patio.
Sonrió ante su gran zancada segura, y se volvió para mirar a Cecile. Un gatito bizco era un compañero extraño para un guerrero. Sin embargo, de alguna manera le iba bien.
Un extraño calor la inundó el pecho ante el mero pensamiento de Daemon. Cuando abrió los ojos por primera vez y vio su preocupación, había estado segura de pertenecerle. El conocimiento de que no era así trajo un dolor al pecho que no podía llegar a comprender.
Pero pudo entender que le deseaba. Era el hombre más hermoso que alguna vez hubiera contemplado. Su pelo largo y tan rubio que parecía blanco, le recordaba un brillante campo nevado, y podía asegurar que era tan suave como el polvo cristalino.
Y sus ojos…
Sí, eran únicos… uno verde brillante como el más profundo mar, el otro de un rico marrón canela. Se mantenía de pie alto y musculoso, con la arrogancia de un poderoso guerrero. Y sabía que en lo más profundo de él, mantenía el honor y la honestidad junto al corazón.
La sangre le corría por la venas. Con demasiada facilidad, podía recordar la fuerza de sus calidos brazos mientras la sostenía, oír el sólido latido de su corazón baja la mejilla. Sí, era un hombre para calentar el pecho de cualquier moza.
Un golpe sonó sobre la puerta.
—¡Pasad! —dijo con las mejillas acaloradas. A pesar de saber que la persona que estaba fuera no podía oír o ver sus pensamientos, aún se sentía como si hubiera sido sorprendida en medio de una conducta indecente.
Despacio, la puerta se abrió para revelar a un joven de no muchos veranos, con el pelo corto negro y una sonrisa radiante. Se cambió la bandeja de brazo y pateó la puerta para cerrarla con el pie.
—Buenos días, milady.
Ella le devolvió la sonrisa.
—Buenos días, mi joven señor.
Cuando se acercaba a ella, la fuente se inclinó peligrosamente a la izquierda. Con un grito ahogado, Arina la agarró, le ayudó a enderezarla antes de que todos los platos fueran a parar al suelo.
Alzó la mirada hacia ella con una sonrisa tímida, sus mejillas tan rojas como el sol que se hunde en el horizonte. La calida honestidad, la inteligencia y la amistad brillaron en las ricas profundidades marrones de sus ojos, y en aquel instante, ella formó un fuerte vínculo con el muchacho.
—Gracias, milady —dijo, poniendo la bandeja sobre la cama—. Lord Daemon pensó que podríais tener hambre.
En respuesta a sus palabras, el estómago retumbó.
—Supongo que la tengo.
Cogió un trozo de queso y pan y los colocó ante ella, entonces rápidamente vertió vino en una copa.
—Mi nombre es Wace —dijo, apoyando la bandeja contra la pared—. Soy el escudero de Lord Daemon. Si necesitáis algo…
—El escudero de Daemon —dijo, interrumpiéndole.
Él asintió.
— ¿Conocéis bien a vuestro señor? —preguntó inclinándose para recoger un trozo de queso.
La sospecha oscureció sus ojos, y la miró como una liebre protegiendo a sus crías de un cernícalo al acecho.
—Tranquilizaos —dijo, mordiendo el trozo de queso, sorprendida por el fuerte sabor del mismo—. No pienso herir a tu señor. Simplemente quiero saber por qué su propio nombre le molesta.
Wace dio una risita.
—¿No habéis oído hablar de Daemon FierceBlood?
Negó con la cabeza.
—¿Debería?
Él acercó una silla a su lado y se sentó.
—Bueno, la mayoría de la gente lo hace. Incluso cuando llegamos a Inglaterra, la gran parte de las personas que nos encontrábamos le conocía al verle.
—¿Y eso le molesta?
La miró con el ceño fruncido.
—Sí, ¿cómo lo sabéis?
Ella encogió los hombros, no más segura que él.
—¿Por qué su fama no inspira agrado? Pensé que todos los muchachos querían servir a maestros bien conocidos.
El dolor llenó sus ojos y por un momento, pensó que se escabulliría. En cambió, él suspiró.
—Es un hombre bueno, milady, pero temo que la gente no entiende esto. Más bien, no puede verlo. —Wace miró alrededor de la sala como si tuviera miedo de que alguien pudiera oírle por casualidad—. A sus espaldas susurran cosas horribles, impías.
Arina levantó la ceja y se inclinó más cerca para captar todas las palabras del tono bajo de Wace.
—¿Cómo por ejemplo?
—Que es hijo del diablo.
Recostándose, ella se rió en voz alta ante la idea.
—Hijo del diablo, sí, como no. Porque no se le parece en nada al verdadero hijo del diablo.
Una luz extraña oscureció los ojos de Wace y se movió nerviosamente.
—¿Qué queréis decir? Habláis como si conocierais al hijo del diablo.
Los escalofríos se arrastraron a lo largo de la espalda de Arina, y tuvo la extraña sensación de que realmente lo conocía. Desterró la tonta idea.
—No, nunca lo he conocido, pero me imagino que es oscuro y siniestro con la cara de una gárgola.
El humor de Wace volvió.
—Sí, y tiene las orejas puntiagudas, sin duda.
Sofocando la risa, Arina bebió de la copa. Wace abrió la boca para decir algo más, pero la puerta se abrió de golpe, estrellándose contra la pared. Con un jadeo, Arina alzó la mirada hacia el severo rostro de Daemon.
—Milady, allí fuera hay un señor que os reclama como suya.
La mano de Arina que sujetaba la copa, tembló. Se llenó de incertidumbre. No sabía quién la esperaba, pero tenía la extraña impresión de que no pertenecía a ningún otro lugar que no fuera este.
Wace la ofreció una sonrisa alentadora.
Haciendo un esfuerzo, Arina siguió a Daemon hacia el salón.
Un hombre alto, de cabello rubio estaba en el centro de la sala, mirando a los soldados de alrededor como si le incomodaran. Arina vaciló. Algo del extraño la resultaba familiar, sin embargo, no podía ubicarlo.
De pronto, se dio la vuelta y la miró. Su pálida belleza la asustó y una aguda ola de alerta la recorrió la espalda. Una sonrisa cariñosa curvaba sus labios.
—¡Querida Arina! —dijo, precipitándose hacia ella—. Tenía tanto miedo de haberte perdido.
La sujetó en un abrazo triturador que la asustó. Frenética, Arina miró a Daemon, esperando que interviniera en su nombre. Pero sólo observaba con una mirada de desconcierto que la perturbó más que el extraño hombre que la sujetaba.
Empujando al forastero, ella no podía desterrar sus dudas. No conocía a este hombre y no tenía idea de cómo evitarle.
—¿Os conozco, señor? —preguntó.
La liberó. Distanciándose le echó una mirada herida.
—¿Qué juego es este? Seguramente, te has divertido conmigo. Debería pegarte por desviarte hasta aquí y preocupar a esta buena gente.
Arina se apartó de él, de repente aterrorizada.
—No le conozco —dijo, dirigiéndose hacia la única persona en la que sabía podía confiar… Daemon.
Antes de que pudiera llegar a él, el desconocido la agarró por el brazo y la volvió para enfrentarla. Sus ásperos y un poco fríos dedos la quemaron la carne.
—¡Para esto en este instante! —gruñó él.
Arina abrió la boca para contestar, pero rápidamente la cerró cuando Daemon dio un paso adelante y la liberó del apretón de acero del codo.
—Ella ya ha padecido suficientes sobresaltos por un día —dijo Daemon, su tono de voz insinuaba violencia—. No sé que le pasó, pero no recuerda nada.
El forastero desvió la mirada de Daemon horrorizado.
—¿Realmente no me conoces? —preguntó asombrado.
—No, no le conozco.
La presentó los brazos, sus facciones una mezcla entre el afecto y la tolerancia.
—Arina, querida, soy tu hermano, Belial.