sábado, 25 de febrero de 2012

Dream Worrior

PRÓLOGO
Ellos vendrían por él.
Cratus se detuvo sobre el punto más alto del Olimpo, contemplando la hermosa puesta
de sol. Lazos de cálido color atravesaban el oscurecido cielo, recordándole un brillante
ópalo de fuego, destellante y titilante. En ninguna parte era más impresionante que allí y
quería observarlo por última vez antes de que se sometiese a su bien merecido castigo.
No podía pedir clemencia. No había necesidad. Conocía mejor que nadie la ira de Zeus.
Durante siglos, él había sido el martillo del dios Olímpico, impartiendo su justicia.
Ahora esa justicia se volvería contra él.
—Huye y huiré contigo.
Bajó la mirada a la pequeña forma de su hermana Nike. Donde sus alas eran negras, las
de ella era de un blanco puro. Su rizado pelo negro estaba recogido con una cinta blanca
que hacía juego con su vestido. La personificación de la victoria, había sido su cómplice
durante toda su vida.
Ellos, junto con sus otros hermanos y hermanas habían sido los Centinelas de Zeus.
Amados guardianes, habían sido atesorados por el padre de los dioses incluso más que los
propios hijos de Zeus. Hasta que Cratus había cometido un imperdonable pecado… había
perdonado una vida que debería haber quitado. No era su cometido cuestionar a su
maestro, solo obedecerlo. Todavía no podía entender por qué lo había hecho. Los dioses
sabían que la compasión era una emoción ajena para él.
Y aún así, aquí estaba…
A punto de morir.
Cratus suspiró pesadamente.
—No puedo pedirte eso, akribos. Todavía tienes el favor de Zeus. No te culpes de eso
por mí. Además, no puedo huir de la justicia del Olímpico. Lo sabes tan bien como yo. No
hay manera de que me oculte, él me encontraría.
Nike tomó su mano y se la llevó a la mejilla.
—Sé por qué lo hiciste y te respeto por eso.
Y eso no cambiaba nada.
Lo hecho, hecho estaba. Ahora no había nada excepto el castigo.
Apartó la mirada del sol para contemplar a su hermana allí a su lado. Su hermosa cara
todavía ahuecada en la palma de su enorme mano. En toda la eternidad, ella era la única
en la que había confiado realmente. Su hermana, con pálidos ojos azules y cuyo coraje y
lealtad no tenía igual. Por ella, haría cualquier cosa.
Pero no la sacrificaría por su estupidez.
—Quédate aquí, donde estarás a salvo.
Ella apretó su agarre.
—Preferiría estar contigo, hermano. Hasta el final, como siempre.
Él le acarició la mejilla con ternura antes de dejar caer su mano y bajar la mirada donde
los templos de los dioses descansaban como enjoyados huevos a través del verde follaje.
—Quédate aquí, Nike… por favor.
Ella asintió, pero él vio la renuencia en sus ojos.
—Sólo por ti.
Dándole a Nike su dorado yelmo para que conservara un recuerdo de sus batallas
juntos, Cratus la besó en la frente antes de dirigirse montaña abajo, hacia la antesala de los
dioses. Su escudo era tan pesado como su conciencia, por lo que inclinó su gruesa lanza
para mantenerlo equilibrado en su sitio.
Como prometió, Nike se quedó atrás, pero podía sentir su mirada sobre él mientras
caminaba. Ella le ofrecía huir con él. Pero no estaba en su naturaleza huir de algo o
rendirse. Él era un guerrero y esto era todo lo que conocía. Todo por lo que vivía.
Lucharía hasta el final.
Más que eso, se negaba a darles a sus enemigos la satisfacción de arrastrarlo ante Zeus
encadenado. Había vivido su vida sobre sus propios pies y moriría así.
Solo. Sin estremecerse, sin rogar o con miedo.
Este era un final apropiado en realidad. Después de todas las vidas que él había tomado
insensiblemente para Zeus, ésta sería su penitencia.
Se detuvo ante las puertas que llevaban al lugar donde los dioses estaban reunidos.
Había caminado por allí, entre ellos, cientos de miles de veces.
Pero hoy, sería la última.
Con la cabeza en alto, abrió de golpe las enormes puertas doradas. Tan pronto como lo
hizo, el silencio inundó la antesala cuando todo el mundo contuvo la respiración al mismo
tiempo, esperando ver como Zeus lo castigaba.
Zeus se quedó congelado en su trono, sus ojos oscuros y amenazantes. La mirada de
Cratus fue a la derecha de la tarima donde había estado durante todos esos siglos.
Ya no sería más su puesto.
Respirando profundamente para darse valor, dejó caer su escudo justo al lado de la
puerta. El sonido hueco y metálico resonó fuertemente en el silencio e imitó el vacío en el
corazón de Cratus.
Todavía, nadie se movió.
Ni siquiera los vestidos de las mujeres crujían.
Su mirada se centró con determinación en la de Zeus, alzó la lanza sobre su hombro y la
lanzó con fuerza para enterrarla en la pared a la derecha de la cabeza de Zeus… un último
acto de desafío que hizo que cada dios presente jadeara sorprendido.
Cratus se sacó la espada y la vaina por encima de la cabeza y la lanzó a los pies de Ares.
Después se quitó su carjac y arco, el cual le tendió a Artemisa. Con cada paso que daba se
acercaba a Zeus. Se quitó una pieza de su armadura y la tiró al suelo de mármol donde
resonó con fuerza. Primero los antebrazos, entonces los guanteles, su coraza y finalmente
su cinturón.
Para el momento en que llegó a Zeus, no llevaba nada a excepción de su taparrabos
marrón. Plegó sus alas e inclinó la cabeza en un silencioso saludo al rey de los dioses.
Zeus maldijo en voz alta antes de sacar un relámpago de su guante plateado y usarlo
para lacerar la cara de Cratus.
Cratus probó la sangre cuando sus ojos y mejilla estallaron con punzante dolor.
Cubriéndose la cara con la mano, sintió el calor de la sangre de su herida manando entre
sus dedos.
—¡Cómo te atreves a venir aquí después de lo que has hecho! ¡Nadie me ofende!
El posterior golpe lo derribó y lo envió rodando a través del suelo. El frío mármol arañó
su piel y lastimó sus músculos.
Fue a parar a los pies de Apolo. Bajando la mirada con repugnancia, el dios se mofó de
él antes de apartarse, fuera de la línea de fuego de Zeus.
Cratus se limpió la sangre de la mejilla que goteaba de su cara al suelo antes de ponerse
en pie.
No fue lejos.
Zeus plantó su pie sobre su columna y lo mantuvo allí sobre su estómago.
—Me has desobedecido. Quiero que ruegues por mi piedad.
Cratus sacudió la cabeza en negación.
—Yo no ruego por nada.
Zeus lo pateó y mandó un luminoso relámpago atravesándole el hombro y clavándole
al suelo.
Cratus gritó ante la aguda agonía que pulsaba con cada latido de su corazón.
—Tú, perro insolente. ¿Te atreves a desafiarme incluso ahora?
—Yo no… —Sus palabras se rompieron en un aullido cuando Zeus incrustó otro
relámpago en su costado y después en su otro hombro.
Curvando los labios, Zeus retrocedió. Pasó una imperiosa mirada alrededor de los
dioses congregados.
—¿Hay alguien entre vosotros que hable a favor de este desafiante gusano?
Con su ojo sano, Cratus miró a sus hermanos.
Uno por uno, se volvieron. Hera, Afrodita, Apolo, Atenea, Artemisa, Ares, Hefesto,
Poseidón, Demeter, Helios, Hermes, Eros, Hipnos… etc. Pero las que únicamente le
dolieron fueron las de su madre y su hermana, Bia.
Ellas dieron un paso atrás y apartaron la mirada, avergonzadas.
Así que era eso.
En su corazón, sabía que Nike habría hablado en su favor. Pero ella había hecho lo que
él le había pedido y se había quedado atrás.
Zeus lo perforó con otro relámpago que debería haberle hecho más daño si su cuerpo
hubiese sido capaz de sentir más dolor.
—Parece que aquí no le importas a nadie.
Qué gran sorpresa. Cratus se rió, escupiendo sangre, cuando recordó el día en que
había obligado a Hefesto a encadenar a Prometeo a una roca para su castigo eterno. El dios
había sido reacio a cumplir sus órdenes y habían llamado a Cratus por su despiadada
obediencia a las órdenes de Zeus.
Cratus a su vez se había burlado de la pusilánime compasión de Hefesto. Le había
dicho al dios que era mejor ser el castigador que la víctima.
Ahora era su turno para sufrir. No le sorprendía que ninguno le hablara.
No se merecía nada mejor.
Zeus lo alzó del suelo por la garganta. Todo su cuerpo estaba entumecido por el
palpitante relámpago que todavía perforaba su carne. Cratus no podía hacer nada excepto
quedarse mirando al padre de los dioses.
—¿Recogerás tus armas y lucharás por mí?
Cratus negó con la cabeza. Nunca serviría otra vez como un perro estúpido que obedece
cada capricho de su amo.
—Entonces sufrirás por toda la eternidad y me rogarás cada día por mi misericordia.

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