Kiara temblaba conmocionada por el miedo. Una y otra vez, recordó como Nykyrian le había roto el cuello al soldado, el sonido del hueso roto, la sangre…
Habían aterrizado en las afueras del edificio donde vivía Rachol. El olor de la sangre, ardiente y pegajoso, la invadió. La sangre tenía que ser la del asesino que había matado Nykyrian, pensó, su estomago se retorció. Intentó levantarse del asiento, pero sus miembros no se movieron.
Nykyrian envolvió suavemente sus brazos alrededor de ella y la llevó al apartamento de Rachol. Kiara deseaba tener fuerzas para empujarlo, para borrar el olor de la sangre de su cuerpo. Pero solo entonces, tomó toda su fuerza para mantener alejado de su mente el recuerdo de toda la lucha, y a sus orejas de escuchar una vez más el chasquido final y macabro del hueso.
Nykyrian la puso sobre un sofá. Sentándose al lado de ella, le frotó sus frías manos. La mente de Kiara protestó.
—¡No me toques! —le gritó ella, mientras lo empujaba—. ¡Dios, mataste a ese hombre con tus propias manos!
Sus manos se pusieron rígidas sobre las de ellas, luego se marchó sin decir ni una palabra.
Kiara se apoyó en el brazo del sofá y lloró. Era cierto que ambos habían hablado de su profesión muchas veces, Nykyrian incluso había hecho chistes sobre eso, pero la realidad de lo que verdaderamente él podía hacer, nunca la había golpeado hasta ahora.
Nykyrian la miró fijamente mientras sus hombros se estremecían, deseando consolarla, pero sabiendo que no podía. Pensó en Arast y sus intestinos se anudaron. La culpa lo consumió. Desde que él, Aksel y Arast habían desertado de la Liga, había hecho su mejor esfuerzo por evitarlos, sabiendo lo que pasaría si alguna vez se encontraban.
Su garganta se contrajo cuando escuchó su lamento. Sabía cual iba a ser la reacción de Kiara, una vez que ella comprendiera lo que él realmente era. Ahora lo odiaba. Por lo menos así se mantendría de ahora en adelante apartada. Ya no lo molestaría haciendo intentos por conseguir su amistad.
Pero aún así, sus lágrimas lo desgarraron. Miró el temblor de sus hombros y su corazón hizo un ruido sordo, un latido vacío contra sus costillas. No debió haber aceptado ese contrato.
La puerta se abrió. Nykyrian se dio la vuelta ante el sonido, apuntando con su pistola a la figura.
Rachol levantó las manos.
—¡Quieto, amigo!
Nykyrian cerró los ojos y enfundó su pistola.
—Lo siento —masculló.
Rachol agitó la cabeza, con una sonrisa inteligente en sus labios.
—Lo que sea que le hiciste a Aksel, hizo que se enfadara mucho. Envió a todos sus hombres para que te buscaran —hizo una pausa cuando se dio cuenta de la presencia de Kiara—. ¿Ella está bien?
Nykyrian agitó la cabeza, lleno de culpa.
—Maté a Arast en la bahía antes de que escapáramos.
Rachol palideció.
—¿Tú qué? ¿Estás bien?
Se encogió de hombros, sin estar seguro de nada en ese momento.
—Tengo algunas cosas que hacer. Protégela.
Kiara oyó cuando Nykyrian salió, pero no se molestó en levantar la mirada. No estaba segura de si prefería estar con Rachol o con Nykyrian en ese momento. Querido Dios, ¿entre los dos, a cuantos hombres habrían matado?
—Aquí.
Saltó cuando Rachol le ofreció un vaso de brika.
—Yo no tomo bebidas alcohólicas —le dijo ella, al olfatearla.
—Te ayudará —le dijo él, presionándole el vaso en su mano. Sin más discusiones, ella vació el líquido abrasador en su garganta, el cual le quemó todo el camino hacia su estómago. Quedó casi sin resuello, sus ojos se pusieron llorosos.
Le devolvió el vaso a Rachol y estudió su rostro pensativo. ¿Acaso él era tan desalmado como Nykyrian?
Un nuevo nudo se formó en su garganta. Nadie podía hacer lo mismo que Nykyrian y seguir teniendo un alma, o incluso seguir siendo una persona normal. Todo lo que ella podía afirmar, era que él había asesinado a ese hombre como si estuviera atándose los cordones de los zapatos.
Rachol suspiró, haciendo que se interrumpieran sus pensamientos.
—Si prefieres, podemos enviarte de regreso a tu padre. Pero te advierto, si lo hacemos, te asesinarán.
Ella levantó la mirada hacia él, sus ojos le escocían por todas las lágrimas que había derramado.
—Preferiría arriesgarme con los hombres de mi padre. Confío en ellos.
—Pensé que confiabas en nosotros.
—Lo hacía.
Él estrechó los ojos. Por la expresión de su rostro, pensó que él quería estrangularla. En su lugar, hizo un gesto cansado y soltó un gruñido feroz.
—Por qué no dejas de sentir tanta compasión por ti misma. Creo que estoy cansado de eso.
El calor sonrojó sus mejillas.
—¡Cómo te atreves a insultarme!
Rachol se apoyó en un brazo del sofá, forzándola a retroceder. Él colocó sus brazos a cada lado de ella, acorralándola. No le gustaba sentirse acorralada. Los ojos de él ardieron, y por un momento ella pensó que de verdad quería golpearla.
—Crees que eres intocable. Como te atreves a sentarte allí como si fueras una reina, que obliga a hacer su voluntad a los demás. ¡Si te bajaras del altar en el que vives, podrías darte cuenta que aparte de ti, las demás personas también tienen sentimientos y necesidades!
La respiración de él cayó sobre su mejilla en furiosos latidos, que enfatizaron cada palabra hiriente.
—Yo…
—¿Tú qué? —él sonrió con desprecio—. ¿Sabes quienes son Aksel Bredeh y Arast?
Ella negó con la cabeza, sin saber como actuar.
—Son los hermanos de Nykyrian.
Soltó la respiración de su cuerpo por la conmoción.
—No —susurró ella, mientras la atontaba una ola de escepticismo.
Rachol se apartó de ella y caminó hacia la barra que separaba al cuarto principal de la cocina.
—Oh, claro que sí. Ahora mismo, en cualquier lugar donde se encuentre Kip, seguramente no se siente muy bien. Si tú crees que estás herida, imagina como se siente él. Se ha pasado los últimos años evitándolos, permitiendo que la gente lo llame cobarde, ¡para que no sucediera lo que tu provocaste hoy!
Su temperamento explotó ante su acusación.
—¡Tú no puedes culparme de eso!
Rachol curvó su labio con desprecio.
—¿Y quién más tiene la culpa? Si no fuera por tu maldito trasero, él no hubiera estado tan cerca de ellos hoy.
Sus manos temblaron mientras ella las apretaba en su regazo, pensando en sus palabras.
—¿Cómo pudo matar a su propio hermano? —susurró ella, incapaz de comprender tal cosa.
Rachol negó con la cabeza.
—Cállate, por favor —le ladró—. No malgastes tu piedad sintiendo lastima por Arast. Si él hubiera tenido la oportunidad, te habría violado, o cortado en pequeños pedazos para dárselos a sus perros. Y eso no es tan malo, comparado con lo que él le hubiera hecho a Nykyrian.
Kiara lo miró fijamente, preguntándose si le estaba diciéndole la verdad. No, ella no podía creer que alguien pudiera ser tan cruel con su propio hermano. Nykyrian era el demonio, no Arast.
—No entiendo como puedes asegurar tal cosa.
—No, ni lo haces, ni tampoco lo intentas.
Ella enderezó su columna vertebral.
—Cómo puedo hacerlo, si todo lo que ustedes hacen es agobiarme.
Para su sorpresa, la conmoción ondeó por el rostro de Rachol antes de que soltara una media sonrisa.
—Supongo que eso es cierto.
Ella se frotó la frente, donde un pequeño dolor estaba empezando a latir.
—¿Así que qué sugieres que entienda de él o de ti en este asunto?
Rachol resopló.
—Dudo que puedas entenderlo alguna vez.
—¿Qué se supone que significa eso?
Él se encogió de hombros.
—Dudo que puedas imaginar el tipo de hogar en el que Kip y yo crecimos. Esos no existen en los mundos dulces y abrigados de las niñitas consentidas.
Su voz burlona la hizo enojar.
—Yo no soy una niña.
—¿Entonces por qué estás comportándote como una?
Lo miró fijamente.
—Supongo que asesinar a un hombre es sinónimo de madurez.
—A la mierda con tu autocompasión.
Kiara se quedó sentada, mirándolo fijamente, mientras sus palabras se mantenían sobre el aire que había entre ellos como si fueran un paño mortuorio. Él rompió el contacto con sus ojos y se dirigió a la barra. Tomó una botella de brika y llenó un vaso grande.
Miro fijamente al vaso por un rato, entonces maldijo y lo vació en el fregadero.
—Autocompasión —masculló él, en un tono de voz tan bajo, que Kiara se preguntó si en verdad lo había escuchado. Llenó su vaso de agua esta vez y se la tomó de un trago.
Una súbita revelación la golpeó cuando miró la forma envidiosa en la que él miraba fijamente a la botella de alcohol.
—Tienes un problema con la bebida, ¿verdad? —le preguntó, intentando descubrir que otras sorpresas le tenían reservadas Nykyrian y Rachol.
Él la señaló con el vaso de agua.
—No tengo ningún problema para estar sobrio. De todas formas eso hace que Kip enloquezca. Si alguna vez quieres verlo realmente furioso, solo tienes que verlo oler el alcohol en mi respiración. Odia todos los hábitos autodestructivos.
Su enojo se aplacó.
—¿Eres un duwad? —él le sonrió, sus ojos oscuros centellearon.
—Eso te lo tuvo que haber dicho Kip.
Ella asintió con la cabeza, preguntándose como podía él cambiar del enojo a la diversión tan rápidamente.
Rachol bajó el vaso y recorrió con la mano la condensación que estaba al lado de él.
—No, soy demasiado cobarde como para intentar matarme abiertamente. El alcohol solo es una buena manera de atontarme hasta que la naturaleza se ocupe de mí.
Un duro golpe resonó en la puerta. Kiara jadeó, temiendo que Aksel la hubiera encontrado.
—Y tú te preguntas por qué bebo —dijo Rachol, mientras sacaba su pistola de la funda.
—Quédate abajo —le advirtió, mientras se arrastraba hacia la puerta. Se asomó en la consola y entonces soltó un suspiro de alivio. Enfundó nuevamente su pistola.
Dándose cuenta por su gesto que era una visita amistosa, Kiara se incorporó. Rachol abrió la puerta y prácticamente arrastró a Darling por el brazo para que entrara en el apartamento.
—¡Eh! —Chasqueó Darling—. ¿Qué demonios estás haciendo?
—Aksel está detrás de nosotros —dijo Rachol, mientras cerraba la puerta con llave.
Darling la miró y la saludó con un gesto de la cabeza.
—No es extraño que Nykyrian estuviera tan sacado de casillas.
Kiara miró fijamente el ojo negro que estropeaba el costado expuesto de la cara de Darling. Tenía el ojo rojo y toda la mejilla inflamada.
—Dios mío —dijo Rachol, al percatarse de su estado finalmente—. ¿Qué te pasó?
Darling suspiró.
—¿Qué crees que me pasó?
—Juro que voy a matar a ese boowah algún día.
Darling soltó una risa amarga.
—Kip dijo prácticamente lo mismo. Pero eso no importa ahora, me envió para que consiguiera ese disco en el que estás trabajando, de la base de Aksel en Oksana.
Rachol frunció el ceño.
—¿Por qué?
—¿Acaso crees que me lo dijo?
Rachol se pasó las manos por la cara como si tuviera un dolor de cabeza parecido al de Kiara.
—Está en la caja fuerte de mi cuarto. —Rachol miró fijamente los ojos de Kiara—. Darling, odio ser grosero, pero tengo que llevarla a un lugar seguro antes de alguien averigüe donde vivo. Cierra con seguro mi puerta y no olvides conectar mi escáner.
—Entendido.
Rachol le ofreció una mano a ella.
—¿Vais a ir con vosotros a vuestra nave reina?
Kiara aceptó su mano, sin estar segura de si lo que hacía era lo mejor.
—Por ahora. —Él la impulsó para ponerla de pies y se dirigieron a la puerta.
Kiara esperó hasta que estuvieron en la nave de Rachol y fuera de la orbita del planeta antes de hablar.
—¿Qué le pasó a Darling en el ojo?
Rachol se puso rígido mientras encendía los interruptores de su consola.
—Arturo.
Ella frunció el ceño.
—¿Su familia?
—Es una forma de decirlo —dijo el con un suspiro—. Su padrastro se convirtió en su tutor legal.
Kiara sopesó la información, mientras su corazón latía como un dolor nervioso.
—¿Por qué Darling no se marcha de su casa?
Rachol respiró profundamente.
—Porque no puede. Según la ley de los Caronese, él es menor de edad hasta que cumpla los veintiséis años. Y todavía le faltan tres. —Rachol giró la nave a la derecha—. ¿Te sorprendió su ojo?
—No —dijo Kiara—. Lo que me sorprende es que él permita que Arturo lo golpee.
Rachol suspiró nuevamente.
—Esa es una larga historia y estoy seguro que Darling no querría que tú la escucharas.
Ella asintió con la cabeza, sin estar segura de querer escucharla tampoco.
—¿A dónde me llevas? —preguntó.
—A la casa de Kip.
A pesar de su mejor esfuerzo, su corazón corrió desbocado.
—Estoy impresionada de que él me permita acercarme a su casa.
—También yo. —Rachol se removió en su asiento—. Aparte de mí, eres la única persona a la que él le ha permitido saber donde vive.
Ella frunció el ceño, confusa.
—¿Entonces por qué vas a llevarme a su casa?
—Porque él me lo pidió.
Con esa simple declaración de lealtad, ella se quedó callada y miró las estrellas que iban dejando atrás fuera de la ventana.
No tardaron mucho en llegar al planeta. Kiara miró fijamente la rueda anaranjada y a la neblina amarilla que la rodeaba. Parecía un lugar tan pacífico y aislado. Rachol aterrizó en el exterior de una casa que era tan grande como todo el edificio donde ella vivía. Atracó en la bahía y apretó un botón.
—Tenemos que esperar hasta que la bahía se presurice, para que podamos respirar en esta atmósfera.
Ella no le respondió. En su lugar, se concentró en observar la bahía enorme y vacía.
Después de un par de minutos, bajaron de la nave.
—Quédate atrás —le advirtió Rachol, antes de abrir la puerta.
Kiara frunció el ceño ante su advertencia, entonces fue bombardeada por una enorme lorina. El animal soltó sobre ella, lamiéndole la mejilla con su lengua grande y áspera. Tres más bailaban alrededor de ellos.
—Odio estas cosas —ladró Rachol, tratando de apartarlos de él—. Ellos creen que son mascotas que se pueden llevar en el regazo.
Kiara sonrió, mientras una de las mascotas le lamía el brazo.
—¿Solo hay cuatro?
—Sí. Créeme, cuatro son suficientes. Entra a la casa y ponte cómoda. No sé cuando regresará Kip.
Rachol atravesó la casa y encendió las luces con un mando manual.
—Esta es la cocina —dijo él, mientras le mostraba un área blanca a la derecha de la puerta—. El cuarto de Kip está arriba, junto con el baño.
Kiara echó una mirada alrededor. Todo el lugar estaba limpio. No había nada en desorden.
—Puedes manejar toda la casa con esto —dijo él, mientras le ofrecía el mando manual a ella—. Puedes alumbrar el techo para ver el cielo, y puedes hacer lo mismo en el techo de la habitación donde duerme Nykyrian.
Ella escuchó a Rachol siguiéndola, mientras le mostraba dos cuartos en la parte trasera de la casa, un cuarto de ejercicios y un cuarto para ver televisión.
—Este es un lugar impresionante —susurró ella—. No sabía que él tenía tanto dinero.
—Si te muestro sus declaraciones tampoco podrías creer en los balances de sus cuentas —masculló Rachol, mientras se dirigía a un escritorio que estaba en el fondo del cuarto principal—. Mira, tengo que hacer algunas cosas. Revisa el lugar, o haz cualquier cosa.
Kiara se frotó los brazos, sus ojos examinaban los escasos, pero lujosos muebles que había en el interior de la casa. En el cuarto principal solo había dos sofás de color crema, una mesa baja y un costoso escritorio de madera donde Rachol estaba trabajando.
Seguramente no le permitiría ver el cuarto que ella ansiaba conocer: la alcoba. Normalmente las personas guardan sus artículos más importantes en sus alcobas.
Quizá podría echar un vistazo después.
—¿Hay libros o archivos para leer en este lugar? —preguntó.
—Sí, revisa el armario que está detrás de mí.
Ella abrió el armario y se congeló. Soltó un silbido bajo ante la cantidad y variedad de libros ocultos en su interior.
—¿Él lee en todos estos idiomas?
—Y en muchos más —comentó Rachol ausentemente—. Se graduó en el primer lugar de su clase en la Academia Pontari, como experto en Traducciones e Interpretaciones.
Obviamente impresionada, ella sacó uno de los volúmenes de poesía Gourish.
—¿Rachol?
Esperó hasta que él levantó la mirada hacia ella
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—¿De Kip o de mí?
Apretó el libro para darse valor.
—Bueno, de ambos.
Él volvió la mirada hacia la pantalla de la computadora varios segundos y se mordió el labio inferior.
—Te escucharé y luego decidiré.
Kiara se sentó en el sofá, preparándose mentalmente para escuchar su respuesta.
—¿Qué cosa tan horrible les sucedió a ustedes en sus pasados, que les impide ahora abrirse a las demás personas?
Rachol respiró profundamente antes de girar su silla para enfrentarla. Dobló los brazos sobre su pecho y apartó sus ojos cuidadosamente.
—En mi caso, mi madre nos abandonó a mí y a mi hermana al cuidado de nuestro padre, cuando yo tenía tres años. Mi padre era Bynan Verlaine, el infame ladrón y espía.
Ella apretó el libro, notando el odio en la voz de Rachol cuando mencionó el nombre de su padre. Conocía bastante bien la historia que había detrás de Bynan Verlaine. Su carrera y su ensayo político había sido uno de los eventos más publicitados en toda su vida.
—Él fue ejecutado cuando yo tenía diez años.
—Lo siento —dijo ella, mientras frotaba con su dedo pulgar el lomo de cuero del libro.
Él se encogió de hombros.
—No lo hagas, yo no lo siento.
Ella lo miró por un momento, sus ojos marrones, se clavaron en su rostro, expresándole claramente lo que estaba sintiendo.
—¿Y tu hermana?
Su mirada se endureció.
—Se suicidó seis meses antes de que mi padre fuera atrapado y sentenciado.
Kiara cerró los ojos, una ola de dolor la invadió.
—Entonces no tienes familia.
Él asintió con la cabeza, con una expresión en el rostro tan estoica como la de Nykyrian.
—Crecí en la calle y mi casa era una caja de cartón.
Ella digirió esas noticias despacio, comprendiendo en ese instante lo afortunada que siempre había sido.
—¿Así fue como conociste a Nykyrian?
Rachol se rió y desenredó sus brazos.
—Intenté robarle.
Una sonrisa divertida se dibujó bruscamente en los labios de Kiara.
—¿Lo hiciste?
Rachol se rascó la oreja, mientras una sonrisa amplia se extendía por su rostro.
—Oh sí, no podía creer cuando él me compró la cena en lugar de mandarme al infierno.
Un calor la inundó al pensar en la bondad de Nykyrian.
—¿Lo conoces desde entonces?
—Se puede decir que sí. Pero realmente creo que nadie lo conoce en absoluto.
El motor de una nave rugió en el exterior de la bahía. Kiara se mordió el labio inferior, comprendiendo que Nykyrian había regresado. Bajo la mirada hacia su brazo donde todavía tenía sangre seca. Se la despegó con la mano. En ese momento no estaba segura de lo que sentía por Nykyrian, o por sí misma.
La puerta se abrió. Nykyrian hizo una pausa en la puerta, y clavó sus ojos en los de ella. Se sacó la mochila del hombro, y la dejó caer en el suelo junto a su casco. Las lorinas lo rodearon y se frotaron contra sus piernas. Él le dio palmaditas, pero seguía mirándola fijamente todo el tiempo. Ella no sabía como romper ese silencio tenso. Por suerte, Rachol lo hizo por ella.
—¿En dónde has estado?
Nykyrian apartó la mirada y tuvo que pasar al lado de ella para acomodarse en el escritorio del fondo. Apoyó un brazo y revisó la pantalla del computador.
—Recopilando información —dijo él calladamente, mientras sus ojos examinaban la pantalla.
Rachol levantó la vista hacia ella.
—¿Encontraste algo interesante?
Nykyrian presionó un par de teclas.
—La dirección de Arturo —exclamó él y se enderezó.
Rachol se removió en su silla.
—¿Es esa? —preguntó él apuntando a la pantalla.
—Sí.
Rachol le sonrió a Kiara.
—¿No quieres mandarlo al infierno?
Nykyrian la miró tímidamente. La culpa consumió a Kiara cuando comprendió el motivo por el cual él dudaba.
—No —dijo él, al fin—. Darling me hizo prometerle que no haría nada. Pero eso no significa que Hauk no pueda hacerlo.
Rachol sonrió.
—Gracias por el cebo. Nunca podría resistirme a intimidar a un matón.
Nykyrian se movió para ponerse de pie al otro lado del sofá y la miró fijamente. Había tantas cosas que Kiara quería decirle, pero no se atrevía a hacerlo delante de Rachol. Deseaba disculparse por su estupidez y por las palabras que le había dicho, después de que le había salvado su miserable vida.
—Rachol y yo tenemos asuntos que discutir —dijo él en un tono afilado que la rasgó profundamente—. Sí no te importa, necesitamos estar solos.
Ella asintió con la cabeza, abatida y se dirigió hacia el cuarto de la televisión. Al abrir la puerta, quiso echarse a llorar. ¿Por qué le había dicho esas crueles y estúpidas palabras? Kiara recordó como la había protegido durante la pelea, la forma en la que la había salvado. Rachol tenía razón, ella era una mocosa consentida que no podía comprender cuan afortunada era la vida que vivía.
Suspirando, puso el libro sobre el sofá blanco y caminó hacia la pantalla que estaba sobre la pared. Había un armario lleno de discos en la esquina. Abrió la puerta del armario y rebuscó entre los discos de video de Nykyrian. Una sonrisa se dibujó en sus labios cuando se dio cuenta de que él tenía varios discos de las presentaciones que ella había realizado en el pasado. Un calor inundó su cuerpo. A pesar de sus constantes rechazos y el desinterés que le demostraba, Nykyrian debía estar un poco fascinado con ella como para molestarse en comprar todos esos discos.
Cuando encontró un grupo de discos marcados como privados, su corazón se detuvo. Sacó varios de ellos y miró fijamente a las piezas frías de metal que podrían contarle más en unos minutos, de lo que podrían decirle en todo un año esos hombres de labios apretados que la rodeaban.
La luz del techo brilló a través de los discos en un arco iris luminoso de colores. Su conciencia le dijo que los volviera a colocar en su lugar, que no era correcto espiar su pasado, pero también tenía mucha curiosidad por averiguar lo que contenían.
Apartando su conciencia lejos de ella, Kiara insertó un disco en el aparato. Tomó el control y encendió la televisión. Con una sonrisa de satisfacción, se lanzó sobre el sofá para ver cuan horribles eran los secretos que contenían los videos.
Las líneas difusas se aclararon en el rostro de un niño. Su sonrisa se ensanchó cuando reconoció a Nykyrian, cuando tenía alrededor de diez años. Él estaba sentado en una mesa con otros dos muchachos rubios, quienes parecían ser unos años mayores que él.
—Miren hacia acá —dijo la voz de una mujer fuera de la cámara.
—¿Por qué estamos haciendo esto? —gimoteó el chico mayor.
—Es el cumpleaños de Nykyrian —dijo ella, mientras caminaba alrededor de la cámara para enderezar el cuello de la camisa de Nykyrian. Nykyrian no se movió, solo miró ausentemente la superficie de la mesa, con un enorme ojo negro en su mejilla izquierda.
—No vamos a celebrar su cumpleaños —dijo el niño menor, mientras pateaba la silla de Nykyrian.
Nykyrian no se movió. Permaneció allí sentado, mirando fijamente la mesa como si estuviera en mitad de un sueño.
—Arast, Aksel —chasqueó la mujer, apuntando con los dedos a los niños—. ¿Cuántas veces les he dicho que no deben meterse con él? ¡Ustedes son dos veces más grandes!
Aksel se levantó.
—Solo porque usted sea una psico, lo que sea, no significa que deba decirme que debo hacer.
—Además —gimoteó Arast, mientras apartaba su plato, derramando la comida por los bordes—. Él es un monstruo. Por qué no lo llevan de regreso a donde sea que lo encontraron.
La enfermera intentó calmarlos, pero ellos no la escucharon. Antes de que pudiera hacer algo para detenerlos, Aksel empujó a Nykyrian de la silla y Arast lo pateó en las costillas. Nykyrian luchó contra ellos sin lágrimas o palabras. La niñera desapareció.
Kiara apretó los dientes ante los salvajes golpes que Aksel y Arast repartía, asombrada de que Nykyrian no llorara ni gimoteara. Aguantó los golpes, pero era muy difícil para él defenderse de los dos.
Después de un momento, la niñera regresó junto con el Comandante Quiakides.
—¡Chicos! —dijo él, mientras chasqueaba las manos cuando se puso en frente de la niñera. Al instante, ellos soltaron a Nykyrian.
—¿Qué está pasando aquí? —exigió el Comandante, su mirada afilada perforó al grupo.
—Él se metió con mis cosas de nuevo, Papá —replicó Aksel defensivamente—. Estoy cansado de eso también.
La niñera protestó detrás del Comandante.
—Eso no fue lo que…
—Suficiente —dijo el comandante, interrumpiéndola—. No quiero más conflictos en mi casa. Déjenme con Nykyrian.
La mirada de Kiara cayó en donde Nykyrian estaba sentado, estudiando calladamente el diseño del suelo de porcelana. Él no se había molestado en ponerse de pie. El cuarto fue desocupado y el Comandante levantó a Nykyrian del suelo por el brazo con tanta fuerza, que hizo que Kiara se encogiera instintivamente.
—¿Entraste otra vez en sus cuartos?
Nykyrian siguió callado.
—Contéstame —gruñó el Comandante, mientras lo sacudía.
Nykyrian lo miraba con un odio tan frío que congeló a Kiara. La respuesta del Comandante fue mucho peor, le dio una cachetada. Nykyrian no retrocedió, ni se lamentó. El darse cuenta de eso hirió a Kiara mucho más que la brutalidad del Comandante.
—Eres un animal híbrido —gruñó el Comandante—. ¡Ni siquiera tus propios padres te quisieron! ¡Tendrás suerte si alguien lo hace alguna vez! ¡O respetas mi casa y mis reglas, o te devolveré a la casa de trabajo, encadenado en la pared!
Las palabras ardieron a través del cuerpo de Kiara, y no fue capaz de seguir mirando tal crueldad. Cambió el disco.
En el siguiente disco Nykyrian tenía alrededor de quince años. Practicaba en un cuarto de ejercicios con sus hermanos. A Kiara le pesó el corazón cuando observó la brutalidad con la que ellos entrenaban. Si Nykyrian erraba en alguna defensa, recibía un golpe severo de alguno de los dos.
Su hermoso pelo rubio estaba cortado casi al borde de su cabeza y una larga y rosada cicatriz le recorría la parte trasera de su cuello, a lo largo de su espina dorsal.
El Comandante entró y Kiara creyó vislumbrar una expresión de orgullo en sus ojos cuando miró a sus hijos.
De repente, y sin ninguna razón, Nykyrian dejó caer su arma y se arrodilló. Respiraba con dificultad, se agarraba la cabeza como si un dolor intolerable le atravesara el cráneo.
Al ver al Comandante, Aksel dejó caer su arma, sonrió, entonces Arast aplaudió detrás de él y ambos salieron del cuarto.
Huwin se movió para ponerse en frente de Nykyrian, con las piernas separadas. Él golpeteó el suelo con su bastón plateado en un rimo constante. Nykyrian bajó las manos de su cabeza y levantó su rostro para mirar fijamente con un odio amargo a su padre.
—¿Todavía te duele tu herida? —le preguntó Huwin con un tono de voz casi afectuoso. Nykyrian permaneció en silencio.
Huwin golpeteó con el bastón más cerca de Nykyrian. El sonido se detuvo. Agarró por el pelo a Nykyrian y lo tiró a sus pies. Nykyrian ni siquiera hizo una mueca.
—He recibido alguna información penosa sobre ti —dijo Huwin, mientras lo apretaba más fuerte por el pelo—. Algo relacionado contigo y la hija del Embajador Krila. —Nykyrian solo lo miró fijamente.
Huwin levantó su bastón y dirigió el borde afilado del asa hacia los ojos de Nykyrian.
—¿Es verdad?
—No —escupió Nykyrian.
Huwin lo soltó.
—Bueno. Tu sangre está corrompida. Lo único que debes hacer es estar sano para matar. No quiero escuchar más rumores sobre ninguna mujer. ¡La única cosa que una mujer podría querer de ti es mi dinero, y no quiero que ninguna descendencia bastarda de un híbrido como tú, disfrute de lo que he construido en toda mi vida!
Nykyrian abrió su boca para hablar y recibió un feroz revés.
—Recuerda mis palabras.
—¡Qué estás haciendo!
Kiara saltó al escuchar el gruñido de Nykyrian. El calor picó sobre sus mejillas al ser descubierta curioseando.
Corriendo hacia delante, Nykyrian apagó el televisor. Su mirada afilada y feroz la petrificó.
Ella apartó los ojos sintiéndose culpable.
—Solo quería ver como fue tu niñez —susurró ella.
Él se pasó una mano por los bíceps, con la mirada clavada sobre ella. Kiara podía jurar que veía como su mano temblaba.
—No quiero que nunca vuelvas a ver ninguno de mis archivos personales —dijo él, en un áspero susurro. Furioso, salió del cuarto.
El desaliento, la culpa y el dolor la invadieron mientras se sentaba, sosteniendo aún el control en su mano. No había querido herirlo, solo había querido ver como había sido su niñez. Ahora, entendía muy bien, la razón por la cual él la mantenía oculta. Soltando un suspiro doloroso, fue a buscarlo para pedirle disculpas por todo.
Kiara dudó en el vestíbulo justo antes de entrar en el cuarto principal. Nykyrian estaba sentado en el escritorio, sosteniendo su cabeza con las manos, viéndose más miserable que cualquier cosa que ella hubiera visto alguna vez. Buscó a Rachol, pero quizá él ya se había marchado. Avanzó, se arrodilló al lado de su silla y le puso una mano en el muslo.
—Lo siento, no quería fisgonear.
Nykyrian miró fijamente su apologético rostro. No podía creer que ella hubiera podido encontrar sus archivos. Los recuerdos amargos, agónicos, lo desgarraban. Muchas veces había querido tener una persona con quien hablar, alguien que lo abrazara, que borrara esos recuerdos de su mente y lo dejara llorar. ¿Pero qué ganaría con eso?
Miró el dolor reflejado en el rostro de Kiara mientras lo miraba. Allí encontró el cariño sincero que él siempre había pedido. El deseo de tomarla en sus brazos y encontrar el consuelo que necesitaba ardió en su interior. Estaba seguro que entre sus brazos encontraría la paz que su alma le pedía a gritos.
Cuan fácil sería confiar en una persona. Kiara lo miraba con una adoración, como si quisiera aliviarle su agonía. Él necesitaba su calor, sus caricias, su amor. Su mente protestó brutalmente. Él no podía confiar en ella, no podía confiar en nadie.
Pero por primera vez, no escuchó a la voz que estaba en su interior, ni a todas las advertencias que le gritaba. Él extendió la mano hacia ella, estremeciéndose con la fuerza de sus emociones.
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