lunes, 27 de febrero de 2012

Born Of Night

Prólogo



—¡Cómo se atreve! —El Comandante Tiarun Biardi miraba ceñudo al Embajador, conteniendo el enojo bajo su rígido control. Por todos esos años había gobernado el Imperio de Gouran y había ocupado el puesto de Presidente del Consulado de Gourish, y nunca se había sentido tan débil y desvalido como ahora mientras enfrentaba al Embajador de Probekein.
 Nunca se había rendido ante las amenazas y no tenía ninguna intención de empezar lo que solo podría ser un hábito destructivo.
 Tiarun permanecía de pie, dirigiéndole improperios a la fuente de su agitación.
—¡Puede decirle a su emperador que nos negamos a permitirle el acceso a Miremba IV!
Serenamente, muy despacio, el embajador se postró a sus pies, la seda de sus túnicas susurraron por el volumen de sus formas.
—Obtendremos los derechos de ese fortín, o cada miembro de este Concilio sentirá la mordedura de la justicia de Probekein. —Miró fijamente a los ocho consejeros que estaban sentados en la mesa redonda ante él.
Gracias a la luz proyectada por las lámparas del techo, Tiarun vio como el color se marchitaba en las caras de sus pares. Su corazón latió de terror.
Todos conocían la ferocidad de los Probekeins, una raza belicosa, que vivían a expensas de los más débiles. Incluso el diseño sanguinolento, de las túnicas ostentosas del embajador, le recordaban a un planeta injustamente conquistado.
Los dos hombres estaban de pie, mirándose fijamente desde los extremos opuestos de la mesa, ninguno se veía más lejos de un parpadeo. Tiarun sentía el miedo de los Consejeros mientras pensaban en la amenaza. Su propio miedo se incrustó en sus venas como una enfermedad, intentando quitarle su fuerza y su voluntad.
Endureciendo su espina dorsal, Tiarun sabía que no podía permitir que él y su gobierno estuvieran sujetos a los antojos de la raza del embajador, sin importarle las consecuencias. Era su deber y el de cada miembro presente, asegurar la existencia pacífica de todos los habitantes del mundo. Si cedían ahora, los Probekeins los creerían débiles e impotentes.
—Puede matarme, si lo desea —dijo Tiarun valientemente—. ¡Preferiría morir que permitirle construir el arma que desea!
El embajador lo miró sonriendo con malicia y locura.
—Como soldado, ha demostrado que su vida significa poco comparado con el bienestar de su gente. Pero… —hizo una pausa, asumiendo su verdadero papel melodramático de Probekein, midiendo las reacciones de su público antes de continuar—. ¿Diría lo mismo de la vida de su hija?
Tiarun apretó el borde de la mesa y sus nudillos se pusieron blancos. Tuvo que poner mucho de su parte para no brincar y estrangular al embajador.
—Mi hija es una artista reconocida y está protegida por el Código. ¡Usted no puede tocarla!
El embajador se mofó.
—¿No? ¿Qué hay de los otros miembros de este Concilio? Sus niños no están tan protegidos. Pero lastima que ninguno sea suyo, Comandante. Conozco a muchos que no respetan al Código ni a sus dictados. Nos permitirá extraer el mineral de surata, o todos sus niños morirán.
Tiarun no supo que lo asustó más, si la fría voz del embajador o su intensa mirada. Sabía que no encontraría misericordia en las manos del Probekein.
—¡Usted no puede amenazarnos! —respondió el Consejero Serela, mientras limpiaba la transpiración de su frente con un pañuelo.
 Una ola de respeto corrió a través de Tiarun. Agradecía que el Concilio continuara apoyando su decisión.
 El embajador rastrilló a Serela con intensidad, luego miró fijamente a Tiarun.
—¿Usted todavía se opone a nuestra propuesta?
—¡Ahora, más que nunca!
—Entonces cuiden bien a sus hijos.
El embajador se giró con una vuelta rápida de sus túnicas de seda. Sus guardias lo siguieron como dos espectros silenciosos al lado de un señor demoníaco.
La puerta se cerró de golpe detrás de ellos.
Tiarun dio un suspiro de alivio ante esa salida dramática.
—Querido Dios, protégenos —susurró Serela en la silla que estaba a su lado, mientras una lágrima se deslizaba por su pálida mejilla—. Sólo tengo un hijo.
 Tiarun le puso una mano en el hombro para confortarlo mientras pensaba en su propia hija, Kiara.
—Asumo que debemos aplazar esta reunión. Lo mejor será que regresemos a nuestros hogares para reforzar la seguridad de nuestros hijos hasta que los Probekeins encuentren otra fuente para conseguir el surata que necesitan.
El Concejo estuvo claramente de acuerdo. La reunión terminó en un estado de pánico controlado. Tiarun respiraba con dificultad. Cerró el archivo que estaba frente a él, mientras miraba a sus amigos apresurándose por salir del cuarto. Tenía que encontrar a su hija y protegerla. Era la única familia que le quedaba. No podía permitir que Kiara muriera por su culpa, como le había ocurrido a su madre.
El miedo estrechó su garganta, y se le hizo difícil respirar. ¡Su país o su hija: Cielo santo, que terribles opciones! Eso lo aturdió.
Salió del cuarto, determinado a mantener segura a su preciada hija sin importar el costo.

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