sábado, 21 de enero de 2012

TB cap 1

Capítulo 1

Acheron se comunicó desde el templo de vuelta a Simi, y le ordenó estarse quieta un poquito más. La demonio sólo complicaría un ya de por sí complicado asunto. Una vez que estuvo seguro de que ella se quedaría, se impulsó a Falossos.
Encontró a los tres hombres acurrucados en la oscuridad tal como Artemisa había dicho. Estaban charlando tranquilamente entre ellos, agrupados alrededor de un pequeño fuego para calentarse y sus ojos aún lagrimeaban por el brillo de las llamas. Sus ojos ya no eran humanos, y no podrían soportar el brillo que viniera de cualquier fuente de luz nunca más.
Tenía mucho que enseñarles.
Acheron se adelantó, saliendo de las sombras.
–¿Quién eres tú? –preguntó el más alto tan pronto le vio.
El hombre era sin dudas un Dórico, con largo cabello negro. Era alto, poderosamente constituido, y todavía vestido con su armadura de batalla, el cual necesitaba urgentemente cuidado y reparación.
Los demás eran rubios Griegos. Sus armaduras no estaban mejor que la del primer hombre. El más joven de ellos tenía un agujero en el centro del pectoral de su armadura, por donde habían atravesado su corazón con una jabalina.
Estos hombres nunca podrían salir y mezclarse con las personas vivas vistiendo así. Cada uno de ellos necesitaba cuidados. Descanso. Instrucción.
Acheron bajó la capucha de su negra túnica y observó a cada hombre a su vez. Cuando notaron el arremolinante color plata de sus ojos, los hombres palidecieron.
–¿Eres un dios? –preguntó el más alto–. Nos fue dicho que un dios nos mataría si estábamos en su presencia.
–Soy Acheron Parthenopaeus –dijo él suavemente–. Artemisa me envió para entrenaros.
–Soy Callabrax de Likonos –dijo el más alto. Señaló al hombre a su derecha–. Kyros de Seklos –después al más joven de su grupo–, e Ias de Groesia.
Ias permanecía detrás, sus oscuros ojos hundidos. Acheron podía oír sus pensamientos tan claramente como si estuviesen en su propia mente. El dolor del hombre le alcanzó, haciendo que su propio estómago se contrajese en simpatía.
–¿Cuánto tiempo ha pasado desde que fuisteis creados? –les preguntó Acheron.
–Unas pocas semanas para mí –dijo Kyros.
Callabrax asintió.
–Yo fui creado hace alrededor del mismo tiempo.
Acheron miró a Ias.
–Hace dos días –dijo él, su voz hueca.
–Todavía está enfermo por la conversión –contribuyó Kyros–. Hace casi una semana que yo conseguí... ajustarme.
Acheron ahogó el impulso de reír amargamente. Era una excelente palabra para describirlo.
–¿Habéis matado ya algún Daimon? –les preguntó.
–Lo intentamos –dijo Callabrax–, pero es muy distinto a matar soldados. Son más fuertes. Más rápidos. No se mueren fácilmente. Ya perdimos a dos hombres con ellos.
Acheron se sobresaltó ante el pensamiento de dos hombres no preparados yendo contra los Daimons y la terrorífica existencia que les esperaba cuando hubieran muerto. Lo que le recordó su primera pelea... Echó el recuerdo fuera de su mente.
–¿Habéis comido esta noche?
Ellos asintieron.
–Entonces seguidme fuera y os enseñaré lo que necesitais saber para matarlos.
Acheron trabajó con ellos hasta que casi llegó el alba. Compartió con ellos todo lo que  pudo durante una noche. Les enseñó nuevas tácticas. Dónde y cómo los Daimons eran más vulnerables. Al finalizar la noche, los dejó en su cueva.
–Os encontraré un lugar mejor para esconderos durante la luz del día –les prometió.
–Soy un Dórico –dijo Callabrax con orgullo–. No requiero nada más de lo que tengo.
–Pero nosotros no –dijo Kyros–. Una cama sería muy bienvenida para Ias y para mí. Un baño más aún.
Acheron inclinó su cabeza, a continuación se dirigió a Ias para que le acompañase fuera. Él se quedó atrás e Ias salió primero, entonces lo llevó lejos del oído de los otros.
–Quieres ver a tu esposa de nuevo –dijo Acheron suavemente.
Él alzó la vista, pasmado.
–¿Cómo sabes eso?
Acheron no respondió. Incluso como humano, había odiado las preguntas personales ya que enseguida le llevaban a conversaciones que él no quería tener. Remordiéndole la conciencia ante recuerdos que quería mantener enterrados.
Cerrando sus ojos, Acheron dejó que su mente vagara a través del cosmos hasta encontrar a la mujer que atormentaba la mente de Ias.
Liora.
Era una mujer hermosa, con cabello tan negro como el ala de un cuervo. Ojos tan claros y azules como el mar abierto.
No era extraño que Ias la echase de menos.
En ese momento, la mujer estaba de rodillas, llorando. Por favor, –suplicaba a los dioses–. Por favor, devuélvanme a mi amor. Por favor, dejen que mis niños tengan a su padre en casa.
Acheron sintió simpatía por ella, ante la vista y el sonido de sus temores. Nadie le había dicho aún lo que había pasado. Ella estaba rezando por el bienestar de un hombre que ya no estaría con ella.
Eso lo perturbó.
–Entiendo tu tristeza –le dijo a Ias–. Pero no puedes dejarles saber que ahora vives en esta forma. Ellos te temerán si vuelves a casa. Tratarán de matarte.
Los ojos de Ias se anegaron de lágrimas y cuando habló, sus colmillos cortaron sus labios.
–Liora no tiene a nadie más que se preocupe por ella. Era una huérfana, y mi hermano fue asesinado el día anterior a que yo lo fuera. No hay nadie que provea para mis niños.
–No puedes regresar.
–¿Por qué no? –preguntó Ias con furia–. Artemisa dijo que podría tener mi venganza sobre el hombre que me mató, y luego viviría para servirla. No dijo nada acerca de que no pudiese ir a mi hogar.
Acheron apretó el puño en su bastón.
–Ias, piensa por un momento. Ya no eres humano. ¿Cómo crees que actuarían tus paisanos si volvieses a casa con colmillos y ojos negros? No puedes aventurarte a la luz del día. Tu lealtad es hacia toda la humanidad, no sólo hacia tu familia. Nadie puede cumplir con las obligaciones de ambas. No puedes volver jamás.
Los labios del hombre temblaron, pero asintió, comprendiendo.
–Yo salvo a los humanos mientras mi inocente familia es arrojada para morirse de hambre sin nadie para protegerlos. Así que ese es el trato.
Acheron miró hacia otro lado mientras su corazón se condolía por el hombre y su familia.
–Ve adentro con los otros –dijo Acheron.
Observó a Ias volver mientras pensaba en las palabras del hombre. No podía dejarlo así. Acheron podía arreglárselas solo, pero los otros…
Cerrando sus ojos, se deseó a sí mismo de vuelta con Artemisa. Esta vez, cuando sus mujeres abrieron sus bocas para gritar, Artemisa congeló sus cuerdas vocales.
–Dejadnos –les ordenó.
Las mujeres se apresuraron hacia la puerta tan rápido como pudieron, cerrándola de un golpe tras ellas. Tan pronto como  estuvieron solos, Artemisa le sonrió.
–Has vuelto. No esperaba verte tan pronto.
–No, Artemisa –dijo él, refrenando el carácter juguetón de ella antes de que empezase–. Básicamente estoy de vuelta para gritarte.
–¿Para qué?
–¿Cómo te atreves a mentirles a esos hombres para tenerles a tu servicio?
–Yo nunca miento.
Él arqueó una ceja. Pareciendo incómoda, ella se aclaró la garganta y se reclinó en su trono.
–Tú eras diferente y yo no mentí. Simplemente olvidé mencionar unas pocas cosas.
–Eso es semántica, Artemisa, y no se trata de mí. Es sobre lo que les has hecho a ellos. No puedes dejar a esos pobres bastardos allí fuera como has hecho.
–¿Y por qué no? Tú sobreviviste bastante bien por tu cuenta.
–Yo no soy como ellos y lo sabes muy bien. No tenía nada en mi vida por lo que valiera la pena volver. Ni familia, ni amigos.
–Tengo que objetar a eso. ¿Qué fui yo?
–Una equivocación que he estado lamentando durante los últimos dos mil años.
Su rostro se enrojeció. Salió de su trono y descendió dos escalones para pararse ante él.
–¡Cómo te atreves a hablarme de esa manera!
Acheron se quitó rápidamente su capa y furiosamente la arrojó a ella y a su bastón a una esquina.
–Mátame por eso, Artemisa. Vamos, adelante. Haznos a ambos un favor, y líbrame de mi miseria.
Ella intentó abofetearlo, pero él atrapó su mano en la suya y la miró fijamente a los ojos. Artemisa vio el odio en la mirada de Acheron, la mordaz condena.
Sus airadas respiraciones se mezclaron, y el aire alrededor de ellos crepitó furiosamente mientras sus poderes chocaban.
Pero no era su furia lo que ella quería. No, nunca su furia…
Su mirada le recorrió. Sobre los planos perfectamente esculpidos de su rostro, sus altos pómulos, su larga, aquilina nariz. La negrura de su cabello. El sobrenatural mercurio de sus ojos.
Nunca había habido un mortal que pudiese igualar su perfección física.
Y no era sólo su belleza lo que atraía a la gente hacia él. No era su belleza lo que la atraía.
Él poseía una cruda, rara clase de carisma masculino. Poder. Fuerza. Encanto. Inteligencia. Determinación.
Mirarlo era desearlo. Verlo era padecer por tocarlo.
Había sido creado para complacer, y entrenado para el placer. Todo en él, desde los músculos ondulantes hasta el profundo y erótico timbre de su voz, seducían a cualquiera que tuviese contacto con él.
Como un letal animal salvaje, se movía con una primaria promesa de peligro y poder masculino. Con la promesa de una suprema realización sexual.
Eran promesas que cumplía muy bien. En toda la eternidad, él fue el único hombre que la había hecho vulnerable. El único hombre que ella había amado.
Tenía poder en él para matarla. Ambos lo sabían. Y ella encontraba el hecho de que no lo hiciera intrigante y provocativo. Seductor y erótico.
Lo recordó como había sido la primera vez que se habían conocido. Su fuerza. La pasión.
Desafiante, él había permanecido de pie en su templo, y había reído cuando ella lo amenazó con matarlo.
Allí ante su estatua, se había atrevido a hacer lo que ningún hombre antes o después se había atrevido...
Ella aún podía saborear ese beso.
A diferencia de otros hombres, él nunca la había temido.
Ahora, el calor de su mano en su carne la calcinaba, pero su toque siempre lo había hecho. No había nada que anhelase más que el sabor de sus labios. El fuego de su pasión.
Y con una equivocación, lo había perdido.
Artemisa quería llorar por lo desesperanzador de todo eso. Había intentado una vez, hace mucho, de volver el tiempo atrás y rehacer esa mañana. De volver a ganarse el amor y la confianza de Acheron.
El Destino la había castigado severamente por su audacia.
Durante los últimos dos mil años, lo había intentado todo para traerlo de vuelta a su lado. Nada había funcionado. Nada se había aproximado a lograr que la perdonase o volviese a su templo.
Nada hasta que se le ocurrió la única cosa por la cual él nunca podría decir que no – un alma mortal bajo amenaza.
Acheron haría cualquier cosa para salvar a los humanos.
Su plan para hacerlo responsable de más Cazadores Oscuros había funcionado y ahora él estaba de vuelta. Si sólo pudiera conservarlo con ella.
–¿Quieres que los libere? –preguntó ella.
Por él, ella haría cualquier cosa.
–Sí.
Por ella, él no haría nada.
Nada a menos que ella lo forzara a ello.
–¿Qué harás por mí, Acheron? Conoces las reglas. Un favor requiere un favor.
Él la soltó con una furiosa maldición y se alejó de ella.
–He aprendido lo suficiente como para no jugar a este juego contigo.
Artemisa se encogió de hombros con una indiferencia que no sentía. En este mismo momento, todo lo que a ella le importaba estaba en jaque. Si él decía que no, eso la destruiría.
–Bien, ellos continuarán como Cazadores Oscuros, entonces. Solos sin nadie para enseñarles lo que necesitan saber. Nadie que se preocupe por lo que les suceda.
Él soltó un largo, cansado suspiro. Ella quería consolarlo, pero sabía que rechazaría su toque. Él siempre había rechazado consuelo o solaz. Era más fuerte de lo que cualquiera tenía derecho a ser.
Cuando la miró, su mirada envió un crudo, sensual estremecimiento sobre ella.
–Si ellos están para servirte a ti y a los dioses, Artemisa, hay cosas que necesitan.
–¿Cómo qué?
–Armaduras, por ejemplo. No puedes enviarlos a luchar sin armas. Necesitan dinero para conseguir comida, ropas, caballos e incluso sirvientes para velar por ellos durante la luz del día mientras descansan.
–Pides demasiado para ellos.
–Pido sólo lo que necesitan para sobrevivir.
–Tú nunca pediste nada de eso para ti mismo. –Ella se sentía herida ahora por ese hecho.
Él nunca pidió nada.
–No necesito comida y mis poderes me permiten procurarme todo lo demás que  necesite. Y como protección, tengo a Simi. Ellos no durarán solos.
Nadie dura solo, Acheron. Nadie. Ni siquiera tú. Y especialmente, no yo.
Artemisa levantó su mentón, determinada a tenerlo a su lado sin importar las consecuencias.
–Y de nuevo te digo, ¿qué me darás por lo que ellos necesiten?
Acheron miró hacia otro lado, sus entrañas contraídas. Sabía lo que ella deseaba y la última cosa que quería era dárselo.
–Esto es para ellos, no para mí.
Ella se encogió de hombros.
–Bien entonces, ellos pueden estar sin eso, dado que no tienen nada con lo que negociar.
La furia de él se encendió profundamente por su despreocupado abandono ante sus vidas y bienestar. Ella no había cambiado para nada.
–Maldita seas, Artemisa.
Ella se le aproximó lentamente.
–Te deseo, Acheron. Te deseo de vuelta como eras antes.
Él se encogió interiormente mientras la mano de ella acunaba su cara en su mano. Ellos nunca podrían volver a lo que habían sido antes. Había aprendido demasiado sobre ella desde entonces.
Había sido traicionado.
Podría decir que aprendía despacio, pero eso no era cierto. Lo que había estado era tan desesperado por alguien al que él le importase, que había ignorado el lado oscuro de la naturaleza de ella. Ignorado, hasta que ella le había vuelto la espalda y le había dejado para que muriese.
Algunos crímenes estaban por encima de su capacidad para perdonar.
Sus pensamientos pasaron de sí mismo a los inocentes hombres que estaban viviendo en una cueva. Hombres que no sabían nada de sus nuevas existencias o enemigos. No los podía dejar allí de esa manera.
Él le había costado a bastantes personas sus vidas, sus futuros. De ninguna manera podría dejarlos perder también sus almas y vidas.
–De acuerdo, Artemisa. Te daré lo que quieres, si tú les das lo que ellos necesitan para sobrevivir.
Ella se iluminó.
–Pero –continuó él–, mis condiciones son estas: vas a pagarles cada mes un salario que les permita comprarse lo que sea que ellos necesiten o deseen. Como recalqué antes, necesitarán escuderos que se ocupen personalmente de ellos, para que no tengan que preocuparse de buscar comida, ropas o armas. No quiero que se distraigan de su trabajo.
–Bien, encontraré humanos que los servirán.
–Humanos vivos, Artemisa. Quiero que les sirvan por su propia voluntad. No más Cazadores Oscuros.
–Cuatro de vosotros no son suficientes. Necesitamos más para mantener a los Daimons bajo control.
Acheron cerró sus ojos mientras sentía lo interminable de esta relación. Demasiado fácilmente podía ver en el futuro y adonde se dirigía esto.
A más Cazadores Oscuros, más estaría él enredado a ella. No había manera de evitar que lo atara a ella para siempre. ¿O había alguna?
–Muy bien –dijo él–. Cederé en esto, si accedes a procurarles una manera para dejar de estar a tu servicio.
–¿Qué quieres decir?
–Quiero que establezcas para los Cazadores Oscuros una manera de recobrar sus almas, para que así ellos no estén atados a ti si eso es lo que eligen.
Artemisa retrocedió. Esto no era algo que hubiese anticipado. Si le daba esto, entonces incluso él estaría atado a eso. Podría abandonarla.
Había olvidado cuán astuto podía ser Acheron. Lo bien que conocía las reglas del juego, y como manipularlas a ellas y a ella. Realmente era su igual.
Y si se negaba a darle esto, entonces la dejaría de todas formas. No tenía elección, y él lo sabía bien.
Sin embargo, todavía había cosas que podrían mantenerlo a su lado. Una manera que ella sabía aseguraría su presencia en su vida por toda la eternidad.
–Muy bien. Hagamos las reglas para gobernarlos, entonces –ella sintió que los pensamientos de él se dirigían de vuelta hacia Ias.
Compadecía al pobre soldado griego que amaba a su esposa. Piedad, misericordia y compasión, serían siempre su perdición.
–Número uno, es que ellos deben morir para reclamar sus almas.
–¿Por qué? –preguntó él.
–Un alma solo puede ser liberada de un cuerpo en el momento de la muerte. Asimismo, sólo puede retornar a un cuerpo que ya no esté funcionando. Mientras tanto ellos “vivan” como Cazadores Oscuros, nunca podrán tener sus almas de nuevo. Esa no es mi regla, Acheron, es simplemente la naturaleza de las almas.
Él frunció el ceño ante eso.
–¿Cómo matas a un Cazador Oscuro inmortal?
–Bien, podríamos cortar sus cabezas o exponerles a la luz del día, pero dado que eso dañaría sus cuerpos más allá de toda reparación, como que no sirve al propósito.
–No eres divertida.
Y tampoco lo era él. Ella no quería liberarlos de su servicio. Sobre todo, no quería liberarlo a él.
–Tienes que drenarles sus poderes de Cazadores Oscuros –le dijo–. Hacer a sus inmortales cuerpos vulnerables para atacarlos y luego detener los latidos de sus corazones. Únicamente entonces ellos mueren de una forma que les permita volver a la vida.
–Bien, puedo hacer eso.
–De hecho, tú no puedes.
–¿Qué quieres decir?
Ella luchó contra la ansiedad por sonreír. Aquí era donde lo tenía.
–Hay unas pocas leyes que necesitas saber sobre las almas, Acheron. Una es que el poseedor debe darla libremente. Desde que yo poseo sus almas...
Acheron maldijo.
–Yo tendré que negociar contigo por cada alma.
Ella asintió.
Él pareció poco complacido ante la información. Pero se recuperaría, con tiempo. Sí, definitivamente se recuperaría...
–¿Qué más? –preguntó.
Ahora su única regla que lo ataría a ella por siempre.
–Únicamente un sincero y puro corazón puede liberar el alma de vuelta a un cuerpo. Quien retorne el alma debe ser la única persona que los ame por encima de cualquier otro. Una persona que ellos amen y confíen también.
–¿Por qué?
–Porque el alma necesita algo que la motive al movimiento, de otra forma, se queda donde está. Yo uso la venganza para motivar al alma en mi posesión. Solo una emoción igual de poderosa motivará al alma de vuelta a su cuerpo. Como yo puedo elegir esa emoción, escojo que sea el amor. La más hermosa y noble de todas las emociones. La única por la que vale la pena volver.
Acheron miró fijamente el piso de mármol mientras sus palabras susurraban alrededor de él.
Amor. Confianza.
Unas palabras tan sencillas de nombrar. Unas palabras tan poderosas para sentir. Envidiaba a aquellos que conocían su verdadero significado.
Él nunca había conocido ninguna de ellas de verdad. Traición, dolor, degradación, suspicacia, odio. Esa era su existencia. Eso era lo único que le había sido mostrado.
Parte de él quería dar la vuelta y dejar a Artemisa para siempre.
Devuélvanme a mi amor. Por favor, haré cualquier cosa para tenerlo aquí en casa...
Las palabras de Liora resonaban en su cabeza. Podía oír sus lágrimas incluso ahora. Sentir su dolor. Sentir el dolor de Ias mientras pensaba en sus niños y en su esposa. Su preocupación por su bienestar.
Acheron nunca había conocido esa clase de amor desinteresado. Ni antes ni después de su muerte.
–Dame el alma de Ias.
Artemisa le dirigió una airada mirada.
–¿Estás de acuerdo con el precio que pido por eso, y con las condiciones para su liberación?
Su corazón se encogió ante sus palabras. Recordó al joven que había sido tiempo atrás.
Todo tiene un precio, chico. Nadie consigue nunca nada gratis. Su tío le había enseñado bien el precio de la supervivencia.
Acheron había pagado bien caro por todo lo que había tenido o querido. Comida. Refugio. Ropas. Pagado con carne y sangre. Algunas cosas nunca cambian.
–Sí –dijo–. Estoy de acuerdo. Pagaré.
Artemisa sonrió.
–No parezcas tan triste, Acheron. Te lo prometo, lo disfrutarás.
Su estómago se encogió más aún. También había oído esas palabras antes.

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