NUEVA ORLEÁNS
EL DÍA DESPUÉS DE MARDI GRAS
Zarek se reclinó en su asiento mientras el helicóptero despegaba. Se iba a casa, a Alaska.
Sin duda moriría allí.
Si Artemisa no lo mataba, entonces estaba seguro que Dionisio lo haría. El dios del vino y el exceso había sido muy explícito en su desagrado sobre la traición de Zarek, y en lo que tenía intención de hacerle como castigo.
Por la felicidad de Sunshine Runningwolf, Zarek se había cruzado en el camino del dios, quien se aseguraría de hacerle sufrir aún peores horrores que aquellos vividos en su pasado humano.
No era que a él le importase. No había mucho en la vida o la muerte por lo que Zarek alguna vez se hubiera preocupado.
Todavía no sabía por qué había puesto su trasero en la línea por Talon y Sunshine, aparte del hecho de que joder a las personas era lo único que verdaderamente le daba placer.
Su mirada cayó a la mochila que estaba a sus pies.
Antes de percatarse lo que hacía, sacó el tazón, hecho a mano, que Sunshine le había dado y lo sostuvo entre sus manos.
Fue el único momento en su vida que alguien le había dado algo sin que tuviese que pagarlo.
Pasó sus manos sobre los diseños intrincados que Sunshine había grabado. Ella probablemente había pasado horas con este tazón.
Tocándolo con manos amorosas.
—Pierden el tiempo con una muñeca de trapo y eso se vuelve de suma importancia para ellos; y si alguien se los quita, entonces lloran…
El pasaje del Principito pasó por su mente. Sunshine había pasado mucho tiempo en esto y le había dado arduo trabajo sin ninguna razón aparente. Ella probablemente no tenía idea cuánto lo había conmovido su sencillo regalo.
—Realmente eres patético —suspiró agarrando firmemente el tazón en sus manos mientras torcía su labio en repugnancia. —No significó nada para ella, y por un pedazo de arcilla sin valor te consignaste a la muerte eterna.
Cerrando los ojos, él tragó.
Era cierto.
Una vez más, iba a morir por nada.
—¿Y qué?
Déjenlo morir. ¿Qué importaba?
Si no lo mataban en el viaje, entonces sería en una buena pelea, y las buenas peleas eran demasiado pocas y muy esporádicas en Alaska.
Esperaba con ilusión el desafío.
Enojado consigo mismo y con todo el mundo, Zarek hizo añicos el tazón con sus pensamientos, luego se sacudió el polvo de sus pantalones.
Sacando su reproductor de MP3, seleccionó la canción de Nazareth Hair of the Dog, se puso los audífonos, y esperó a que Mike aclarara las ventanas del helicóptero y dejara entrar la luz del sol tan letal para él.
Era, después de todo, lo qué Dionisio había pagado al Escudero para que hiciera, y si el hombre tenía una pizca de sentido común obedecería, porque si Mike no lo hacía, iba a desear haberlo hecho.
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