Zarek miró mientras Talon y Sunshine desaparecían en la muchedumbre. Él estaba feliz por Sunshine, pero no podía entender lo que ellos sentían el uno por el otro.
Él nunca había conocido ninguna clase de amor.
–Mierda –gruñó, cojeando al alejarse del edificio.
Él necesitaba regresar a su casa de la ciudad.
–Dionisio vendrá por ti.
Él hizo una pausa ante el sonido de la voz de Acheron detrás de él.
–¿Entonces?
Ash suspiró mientras se acercaba.
–¿No podemos tener una tregua?
Zarek se burló del pensamiento.
–¿Por qué? El mutuo desdén nos sienta tan bien.
–Z, estoy demasiado cansado para esto. Dame algo para usar con Artemisa. Algo que le haga querer darte otra oportunidad.
Zarek se rió amargamente.
–Sí, claro. ¿Después de lo que vi allí francamente no esperarás que crea que ella tira de tu cadena, verdad? ¿Tan estúpido parezco?
–Las cosas no son siempre como parecen.
Tal vez, pero Zarek no estaba dispuesto a aceptarlo. Él se había jodido espléndidamente esa noche. En el momento en que había atacado a los dioses, él sabía que se lo harían pagar.
No es que eso le preocupara.
Que vinieran por él.
–Mira –dijo, dando su espalda a Acheron–, estoy cansado y hambriento, y sólo quiero acostarme hasta que mis heridas se curen, de acuerdo?
–De acuerdo.
Zarek hizo una pausa mientras un grupo de estudiantes de colegio tropezó, riendo y embromándose el uno al otro. Él los miró curiosamente.
Ellos giraron en la esquina y desaparecieron.
Él miró a su alrededor, a los turistas borrachos y a los vecinos que gritaban y ovacionaban. Era casi la una de la mañana y de todos modos la ciudad estaba viva y vibrante aún cuando la muchedumbre había comenzado a dispersarse.
–¿Cuándo vuelvo? –preguntó Zarek, temiendo la respuesta.
–Mañana. Nick irá a recogerte aproximadamente a las dos. Él tendrá una furgoneta con cristales oscurecidos que pueda llevarte hasta la pista de aterrizaje sin exponerte a la luz del día.
Zarek cerró sus ojos y se estremeció al pensar en volver a Alaska. Unas semanas más y llegaría la primavera.
Él estaría atado a la casa otra vez.
Un destello a su izquierda llamó su atención. Tres segundos más tarde, un Daimon vino corriendo atravesando la muchedumbre. El Daimon mostró sus colmillos y gruñó a Zarek como si no tuviera ninguna idea de a quien se enfrentaba.
Zarek rió malvadamente, anticipando lo que estaba a punto de hacer.
–¿Qué eres tú? –preguntó el Daimon cuando no logró asustarlo o intimidarlo.
Zarek torció sus labios.
–Ah por favor, déjame darte una descripción de mi trabajo. Yo, Dark Hunter. Tu, Daimon. Yo golpeo, tu sangras. Yo mato, tu mueres.
–No esta vez. –El Daimon atacó.
Actuando por instinto, Zarek lo cogió por la garganta y usó su garra para matarlo.
El Daimon se evaporó mientras Valerius venía corriendo a través de la muchedumbre.
El romano respiraba con fuerza y obviamente había estado persiguiendo al Daimon por algún tiempo. Valerius miró a Ash e inclinó su cabeza, entonces echó un vistazo a Zarek y se congeló.
Zarek encontró su mirada conmocionada sin estremecerse. Según las ordenes de Ash, él se había afeitado la barba sobre su barbilla.
El reconocimiento oscureció los ojos de Valerius mientras estaba de pie allí sin parpadear.
Zarek le dirigió una sonrisa sardónica.
–Sorpresa –él dijo tranquilamente–. Apuesto a que no lo viste llegar.
Sin otra palabra, él se mezcló con la muchedumbre, dejando a Valerius y Acheron sus propios finales.
VANE y FANG Nueva Orleans, tres horas más tarde
–¿Él comió?
Vane tragó ante la pregunta de Mamá Oso Peltier y sacudió su cabeza negando. Fang no había comido nada desde que los osos los habían alojado.
Su hermano se estaba muriendo, y como con Anya, no había nada que Vane pudiera hacer para salvarlo.
Una rabia impotente lo llenaba y él deseaba sangre por lo que había pasado aquella noche. Sobre todo, él quería el corazón de Talon en su puño.
Mamá Oso pasó una gentil mano sobre su hombro.
–Si necesitas algo, pídelo.
Vane se obligó a no gruñirle.
Lo que él necesitaba era que su hermano estuviera entero otra vez. Pero el ataque de los Daimons había dejado a Fang sin voluntad de sobrevivir. Ellos habían tomado más que la sangre de su hermano, ellos habían tomado su dignidad y su corazón.
Vane dudaba que su hermano estuviera normal otra vez.
Mamá se convirtió a su forma de oso y se fue caminando tranquilamente. Vane fue sólo vagamente consciente de Justin caminando suavemente por el exterior en su forma de pantera, seguido de un tigre y dos halcones. Todos se dirigían a sus cuartos donde ellos podrían pasar el día en sus verdaderos cuerpos de animal, encerrados con seguridad, lejos del confiado mundo.
–Esto es un zoológico, ¿verdad?
Él alzó la vista ante la voz de Colt que venía de la entrada. Midiendo un metro noventa y cinco, Colt era uno de los miembros de los Howlers. Como Mamá y su clan, Colt era un oso, pero a diferencia de ellos, él también era un Arcadian.
Vane estaba asombrado que los osos hubieran tolerado uno en su hogar. La mayor parte de las manadas de Katagaria mataban cualquier Arcadian al verlo.
Él lo haría.
Pero claro, Mamá y Papá Oso no eran un grupo habitual.
–¿Qué quieres? –preguntó Vane.
Colt se movió incómodo.
–Estaba pensando... Tú sabes, que sería mucho más seguro para cada uno en el Santuario si hubiera dos Centinelas protegiendo a los Peltiers.
Vane se mofó de esto.
–¿Desde cuándo un Centinela protege un clan Katagaria?
Colt le dirigió una mirada burlona.
–¿Eso lo pregunta un Centinela que está acariciando la piel de un lobo Katagari?
La rabia oscureció la vista de Vane y si no fuera por el hecho que tenía que quedarse aquí por el bienestar de Fang, él estaría arremetiendo contra la garganta de Colt.
–No soy un Centinela y no soy Arcadian.
–Tú no puedes ocultarte de mí, Vane. Como yo, has decidido ocultar tus marcas faciales, pero eso no cambia lo que eres. Ambos somos Centinelas.
Vane lo maldijo.
–Nunca seré un Centinela. Rechazo esos derechos de nacimiento. No cazaré y mataré a los de mi propia clase.
–¿Ya no has hecho eso? –preguntó Colt con una ceja arqueada–.¿Cuántos Centinelas has matado por tu manada de nacimiento?
Vane no quería pensar en eso. Eso había sido diferente. Ellos habían amenazado a Anya y a Fang.
–Mira –dijo Colt. – No estoy aquí para juzgarte. Sólo estoy pensando que sería más fácil.
–No voy a quedarme –dijo Vane–. Los Lobos no se mezclan con otros. Una vez que esté bastante fuerte para proteger a Fang, nos iremos de aquí.
Colt inspiró profundamente y sacudió su cabeza.
–Está bien. –Él se dio vuelta y lo dejó.
A Vane le dolía el corazón mientras abandonaba el cuarto el tiempo suficiente para llevar el alimento que Fang no había comido a la cocina.
Si su hermano no se recuperaba pronto, él no sabía lo que haría. Ambos estaban bajo pena de muerte. No pasaría mucho antes de que su padre enviara exploradores para decidir su destino. Una vez que ellos averiguaran que ambos habían sobrevivido, los asesinos vendrían por ellos. Él necesitaba a Fang recuperado.
Él podía luchar solo, pero arrastrar el trasero de Fang en estado catatónico con él no iba a ser fácil y eso no era algo que él tuviera ganas de hacer cuando todo lo que él quería era acostarse y lamer sus heridas también.
Maldito Fang por ser tan egoísta.
Cuando Vane volvió a su cuarto arriba, encontró a Wren al otro lado de la puerta y a Aimée Peltier sobre la cama al lado de Fang.
Al principio de los treinta, Wren lucía mucho más joven. Él usaba su pelo rubio oscuro con rastas y todavía tenía que hablarle a Vane.
Mamá Oso le había dicho que Wren había sido dejado por muerto unos años atrás y traído al Santuario por otro clan de osos. Nadie sabía nada sobre Wren aparte del hecho que era un Ochi Kilida Katagari, un raro leopardo blanco que no tenía ninguna mancha.
Aimée Peltier era una hermosa rubia, si es que a un hombre le gustaran sus mujeres sumamente flacas y a Vane no le gustaban. Ella era el orgullo y la alegría del clan Peltier y por lo que él había visto, era uno de los pocos osos realmente buenos.
Vane frunció el ceño mientras Aimée se inclinaba y susurraba algo a Fang.
Para su asombro, Fang lamió su mano.
Aimée acarició la piel de Fang, luego se levantó de la cama. Ella se congeló al ver a Vane.
–¿Qué le has dicho? –preguntó Vane.
–Le dije que ambos eran bienvenidos aquí. Que nadie volvería a hacerle daño otra vez.
Vane echó un vistazo a su hermano que había vuelto a su estado de lobo inmóvil.
–No nos quedaremos aquí –reiteró Vane.
Wren le sonrío sardónicamente.
–Gracioso. Eso es lo que dije hace diez años.
VALERIUS, Nueva Orleans al amanecer
Hermanos. La palabra pesaba en el corazón de Valerius mientras miraba fijamente el busto de mármol en su vestíbulo. Esa era la cara de su padre.
Esa era la cara de su hermano.
Zarek.
El dolor lo atormentó mientras estaba parado allí intentando reconciliar el pasado con el presente. ¿Por qué nunca había visto la semejanza?
Pero él sabía. Él nunca había realmente mirado a Zarek antes de esa noche.
Esclavo de baja extracción, Zarek había estado tan por debajo de él que apenas le había dado un vistazo al muchacho.
Sólo hubo un tiempo en sus vidas cuando él realmente lo había mirado.
Él no podía recordar ahora por qué había sido golpeado Zarek. En realidad, él ni siquiera podía recordar cuál de sus hermanos había cometido el acto que había causado el castigo de Zarek. Tanto podría haber sido su fechoría como la de los demás.
Él sólo recordaba que esa era la primera vez que él había reconocido a Zarek como una persona.
Zarek había estado sobre el piso empedrado, con sus brazos cruzados sobre su pecho, su espalda desnuda, llena de cicatrices, ensangrentada y herida.
Lo que más había golpeado a Valerius fue la expresión en la cara de Zarek. Los ojos del muchacho habían estado huecos. Vacíos. Ni una lágrima era evidente.
Valerius se había preguntado en ese momento por qué Zarek no había gritado por los latigazos tan fuertes, pero entonces se dio cuenta que Zarek nunca lloraba.
El desventurado esclavo nunca había pronunciado una sola palabra mientras ellos lo golpeaban. No importaba lo que dijesen o hiciesen, el muchacho lo tomaba como un hombre, sin sollozos, sin ruegos. Solamente con fuerte y frío estoicismo.
Valerius no podía comprender tal fuerza en alguien que era más joven que él.
Antes de comprender lo que hacía, había extendido la mano y había tocado uno de los verdugones sobre la espalda de Zarek. En carne viva y sangrando, lucían tan dolorosos que le era imposible imaginarse como se sentiría tener semejante herida, mucho menos la espalda entera llena de ellas.
Zarek no se movió.
–Necesitas... –Valerius se había ahogado sobre el final de la oración.
Él había querido ayudar a Zarek, pero sabía que ambos serían castigados si alguien lo viera hacer tal cosa.
–¿Qué estas haciendo?
La voz enfadada de su padre hizo que él brincara.
–Y-y-yo estaba mi-mi-mirando su espalda –contestó francamente.
Su padre había estrechado sus ojos sobre él.
–¿Por qué?
–Tenía c-c-curiosidad.
Valerius odiaba cómo siempre tartamudeaba cerca de su padre.
–¿Por qué? ¿Piensas que esto lo lastima?
Valerius también había tenido miedo de contestar. Su padre tenía esa mirada muerta que a menudo aparecía en sus ojos. Una mirada que significaba que el afectuoso y amante padre se había ido y que el brutal comandante militar estaba allí, en cambio.
Por mucho que amara a su padre, él temía al comandante militar, quien era capaz de cualquier clase de crueldades a sangre fría, hasta contra sus propios hijos.
–Contéstame, muchacho. ¿Piensas que esto le hace daño?
Él asintió.
–¿Te preocupa si esto le hace daño?
Valerius había parpadeado para alejar sus lágrimas antes que lo traicionaran. La verdad era que realmente le importaba, pero él sabía que su padre volaría de rabia si él alguna vez lo desafiara al decir eso en voz alta.
–N-n-no. No me i-i-importa.
–Entonces demuéstralo.
Valerius parpadeó, de repente con miedo de lo que esto significaba.
–¿Demostrarlo?
Su padre había recuperado la fusta del soporte y se la había dado.
–Dale diez latigazos más, o yo veré que le den veinte.
Con el corazón enfermo y con su mano temblorosa, Valerius había tomado la fusta y le había dado los latigazos.
No estando acostumbrado al manejo de una fusta, él había errado a la espalda de Zarek completamente. Sus latigazos caían sobre los brazos y piernas sin cicatrices de Zarek. Carne virgen que nunca había sido golpeada antes.
Por primera vez Zarek había siseado y había retrocedido ante los latigazos. Sobretodo ante el último latigazo que había cortado a través la cara de Zarek, directamente debajo de su frente.
Zarek había gritado, tapando su ojo mientras la sangre se escurría de entre sus dedos sucios.
Valerius había querido vomitar cuando oyó a su padre elogiarlo por cegar al esclavo.
Su padre en realidad lo había acariciado en la espalda.
–He aquí, mi hijo. Siempre golpea donde ellos son más vulnerables. Serás un buen general algún día.
Zarek había alzado la vista hacia él entonces y el vacío se había ido. El lado derecho de su cara estaba cubierto de sangre, pero con su ojo izquierdo, Zarek había mostrado todo el dolor y la angustia que sentía. Todo el odio que estaba dirigido tanto hacia adentro como hacia afuera.
Aquella mirada quemaba por dentro a Valerius hasta este día.
Su padre había golpeado Zarek otra vez por la insolencia de aquella mirada.
Nada le asombraba que Zarek los odiara a todos. El hombre tenía el derecho de hacerlo. Más ahora que Valerius conocía la verdad sobre la ascendencia de Zarek.
Él se preguntaba cuándo había conocido Zarek la verdad. Por qué nadie jamás se lo había dicho.
Enfadado, Valerius agarró el busto de piedra de su padre.
–¿Por qué? –exigió, sabiendo que nunca obtendría una respuesta ahora.
Y ahora odiaba a su padre más que nunca. Odiaba la sangre que corría por sus venas
Pero al final del día, él era romano.
Esta era su herencia.
Bien o mal, él no podía negarlo.
Levantando en alto su cabeza, se retiró del vestíbulo hacia su dormitorio de arriba.
Pero mientras ascendía los peldaños de la escalera, él arremetió una última vez.
Girando, pateó con su pierna, dándole al pedestal.
El busto de su padre cayó contra el piso de mármol y se rompió.
ZAREK, Nueva Orleans, esa tarde
Zarek se reclinó mientras el helicóptero despegaba. Él estaba yendo a casa.
Sin duda moriría allí.
Si Artemisa no lo mataba, él estaba seguro que Dionisio lo haría. La amenaza de Dionisio sonaba en sus oídos. Por la felicidad de Sunshine, él había contrariado a un dios que estaba seguro lo haría sufrir aún peores horrores que aquellos de su pasado.
Zarek todavía no sabía por qué lo había hecho, salvo por el hecho que joder a la gente era la única cosa que realmente le daba placer.
Su mirada cayó sobre su mochila.
Antes de saber lo que hacía, sacó el tazón hecho a mano y lo sostuvo entre sus manos.
Él deslizó sus manos sobre los intrincados diseños que Sunshine había tallado. Ella probablemente había pasado horas sobre este tazón.
Acariciándolo con manos cariñosas...
«Ellos perdieron el tiempo con una muñeca de trapo y se volvió muy importante para ellos; y si alguien la alejaba de ellos, ellos gritaban... »
El párrafo de El Principito traspasó su mente. Sunshine había perdido mucho de su tiempo en esto y le había dado su trabajo.
Ella probablemente no tenía ninguna idea de cuánto, su simple regalo, lo había tocado.
–Realmente eres patético –suspiró él, agarrando el tazón en su mano mientras curvaba su labio con repugnancia–. Esto no significó nada para ella y por un pedazo de arcilla sin valor tú te has sentenciado a morir.
Cerrando sus ojos, él tragó. Era verdad.
Una vez más, él iba a morir por nada.
–¿Y qué?
Déjenme morir. Tal vez entonces encontraría alguna clase de consuelo.
Enfadado por su propia estupidez, Zarek astilló el tazón con sus pensamientos. Sacando su reproductor MP3, puso a reproducir Hair of the Dog de Nazareth[1], se puso los auriculares y esperó que Mike aclarara las ventanillas del helicóptero y dejara entrar la letal luz del sol sobre él.
Era, después de todo, por lo que Dionisio había pagado para que hiciera el Escudero.
STYXX, Tartarus
Los gritos rodearon a Styxx, perforando la oscuridad. Él hizo su mejor intento por ver algo y sólo vio las extrañas luces fantasmales de ojos que estaban desesperados por servir de algo.
Ese lugar era frío. Helado. Él buscó su camino a lo largo de una roca escarpada sólo para darse cuenta que estaba encerrado en una pequeña celda de dos por dos. No había ni suficiente espacio para que él pudiera acostarse cómodamente.
De repente, una luz apareció al lado de él. Provenía de una joven mujer, hermosa, con pelo rojo oscuro, piel clara, y el verde arremolinado de los ojos de una diosa. Él la reconoció al instante.
Ella era Mnimi, la diosa de la memoria. Él la había visto incontables veces en templos y sobre volutas.
Ella sostenía una antigua lámpara de aceite en su mano mientras lo estudiaba de cerca.
–¿Dónde estoy? –preguntó Styxx.
Su voz era débil y apacible, como una brisa que susurra a través de hojas de cristal.
–Estas en Tartarus.
Styxx tragó su afrenta. Cuando él había muerto eones atrás en la antigua Grecia, él había sido ubicado en el paraíso de los Campos Elíseos.
Tartarus era donde Hades desterraba a las almas malas que deseaba torturar.
–No pertenezco aquí.
–¿Dónde perteneces? –preguntó ella.
–Pertenezco con mi familia.
Los ojos de ella estaban teñidos por la tristeza mientras lo consideraba.
–Todos ellos han nacido de nuevo. La única familia que ahora has dejado es el hermano que odias.
–Él no es mi hermano. Él nunca fue mi hermano.
Ella levantó su cabeza como si escuchara algo a lo lejos.
–Extraño. Acheron nunca se sintió así sobre ti. No importa las veces que fuiste cruel con él, él nunca te odió.
–No me interesa lo que él siente.
–Verdad –dijo ella como si conociera sus pensamientos más íntimos, como si ella lo conociera mejor que él mismo–. Francamente, no te entiendo, Styxx. Durante siglos, te fue dada la Isla Desaparecida como tu hogar. Tenías amigos y todos los lujos conocidos. Eso era tan pacífico y hermoso como los Campos Elíseos, y aún así todo lo que hiciste fue planear más venganza contra Acheron. Te di los recuerdos de tu hermosa casa y familia, de tu pacífica y feliz niñez para consolarle y en vez de obtener placer de ellos los usaste para abastecer de combustible tu odio.
–¿Me culpas? Él me robó todo. Todo lo que alguna vez esperé o amé. Por él mi familia está muerta, mi reino perdido. Incluso mi vida terminada debido a él.
–No –dijo ella suavemente–. Tú puedes mentirte a ti mismo, Styxx, pero no a mí. Fuiste tú quien traicionó a tu hermano. Tú y tu padre. Tú dejaste que tu miedo te cegara. Fueron tus propias acciones las que lo condenaron no sólo a él, sino a ti mismo también.
–¿Qué sabes de eso? Acheron es malo. Sucio. Él profana todo lo que toca.
Ella bailó sus dedos por la llama de la lámpara, haciéndola parpadear misteriosamente en la oscuridad de la pequeña celda. Todo el tiempo sus ojos lo quemaban con su intensidad.
–Esa es la belleza de la memoria, verdad? Nuestra realidad siempre está nublada por nuestras percepciones de la verdad. Tú recuerdas acontecimientos de una manera y entonces juzgas a tu hermano sin saber cómo fueron las cosas para él.
Mnimi colocó una mano sobre su hombro. El calor de ella le chamuscó la piel y cuando habló su tono sonó malvado, insidioso.
–Estoy a punto de darte el más precioso de los regalos, Styxx. Al final, habrás comprendido.
Styxx intentó correr, pero no pudo.
El toque ardiente de Mnimi lo mantuvo inmóvil.
Su cabeza giró mientras él se precipitaba atrás en el tiempo.
Vio a su hermosa madre yacer sobre su cama dorada, su cuerpo cubierto por el sudor, su cara cenicienta, mientras una asistente retiraba el húmedo, rubio cabello de sus pálidos ojos azules. Él nunca supo que su madre pareciera más llena de alegría que ese día.
El cuarto estaba atestado por funcionarios de la corte y su padre, el rey, estaba de pie al lado de la cama con sus ministros. Las largas ventanas, de cristal emplomado estaban abiertas, dejando que el alivio del aire marino refrescara el calor del último día del verano.
–Es otro hermoso muchacho –proclamó felizmente la comadrona, arropando al bebé recién nacido con una manta.
–¡Por la dulce mano de Apollymi, Aara, me has hecho orgulloso! –dijo su padre mientras un ruidoso grito jubiloso se repetía por el cuarto–. ¡Muchachos gemelos para gobernar sobre nuestras islas gemelas!
Riendo, su madre miró cómo la comadrona limpiaba al primogénito.
Entonces Styxx conoció el verdadero horror del nacimiento de Acheron, aprendiendo el oscuro secreto que su padre había ocultado de él.
Acheron fue el primogénito. No él.
Styxx, que estaba ahora en el cuerpo infantil de Acheron, luchó por respirar con sus pulmones recién nacidos. Él finalmente había tomado un profundo, claro aliento cuando oyó un grito de alarma.
–Zeus ten compasión, el mayor está mal formado, Majestades.
Su madre alzó la vista, su frente fruncida por la preocupación.
–¿Cómo es eso?
La comadrona lo llevó a su madre, que sostenía al segundo bebé contra su pecho.
Asustado, el bebé sólo quería ser consolado. Buscaba al hermano que había compartido la matriz con él esos meses pasados. Si solamente pudiera tocar a su hermano, todo estaría bien. Él lo sabía. En cambio, su madre puso a su hermano fuera del alcance de su vista.
–No puede ser –sollozó su madre–. Es ciego.
–No ciego, Majestad –dijo una anciana mujer sabia mientras daba un paso adelante, entre la muchedumbre. Su traje blanco estaba pesadamente bordado con hilos de oro, y llevaba una corona adornada de oro sobre su pelo gris descolorido–. Él le fue enviado por los dioses.
El rey estrechó sus ojos con ira mirando a la reina.
–¿Fuiste infiel? –Él acusó a Aara.
–No, nunca.
–¿Entonces cómo es que él vino de tu vientre?. Todos aquí lo presenciamos.
El cuarto en su totalidad miró a la mujer sabia, que miraba fija e inexpresivamente al diminuto y desvalido bebé que gritaba para que alguien lo sostuviera y le brindara consuelo. Calor.
–Él será un destructor, este niño –dijo ella, su anciana voz alta y clara para que todos pudieran oír su proclamación–. Su toque traerá la muerte a muchos. Ni siquiera los mismos dioses estarán a salvo de su ira.
–Entonces mátelo ahora. –El rey ordenó a su guardia sacar su espada y matar al bebé.
–¡No! –dijo la mujer sabia, parando al guardia antes que pudiera realizar la voluntad del rey. –Mate a este infante y su hijo muere también, Majestad. Sus fuerzas de la vida están combinadas. Es la voluntad de los dioses que usted deberá criarlo hasta la madurez.
El bebé sollozó, sin entender el miedo que provenía de aquellos a su alrededor. Todo lo que él quería era ser sostenido como su hermano era sostenido. Por alguien que lo abrazara y le dijera que todo estaba bien.
–No criaré a un monstruo –dijo el rey.
–Usted no tiene ninguna opción. –La mujer sabia tomó al bebé de la comadrona y se lo ofreció a la reina–. Él nació de su cuerpo, Majestad. Él es su hijo.
El bebé chilló aún más fuerte, buscando otra vez a su madre. Ella se alejó de él, aferrando al segundo recién nacido aún más apretado que antes.
–No lo amamantaré. No lo tocaré. Aléjenlo de mi vista.
La mujer sabia llevó al niño a su padre.
–¿Y usted, Majestad? ¿Usted no lo reconocerá?
–Nunca. Ese niño no es hijo mío.
La mujer sabia suspiró y presentó al infante al cuarto. Su apretón era flojo, sin amor o compasión evidente en su contacto.
–Entonces lo llamarán Acheron por el río del infortunio. Como el río del bajo mundo, su viaje será oscuro, largo y duradero. Él será capaz de dar la vida y tomarla. Andará por su vida solo y abandonado, siempre buscando la bondad y siempre encontrando la crueldad.
La mujer sabia miró al infante en sus manos y pronunció la simple verdad que atormentaría al muchacho por el resto de su existencia.
–Ojalá que los dioses tengan compasión de ti, pequeñito. Nadie más jamás la tendrá.
ACHERON, Monte Olimpo
Mientras Ash se acercaba al templo sagrado de Artemisa, él abrió las grandes puertas dobles con su mente.
Con su cabeza en alto, tomó la correa acolchada de su mochila de ante negra y se obligó a andar por la dorada entrada adornada para entrar al cuarto del trono de Artemisa donde ella estaba sentada escuchando a una de sus mujeres tocar un laúd y cantar.
Nueve pares de ojos femeninos se giraron para mirarlo con curiosidad.
Sin decir nada, sus ocho asistentes juntaron sus cosas y se precipitaron a salir del cuarto como siempre hacían cuando él aparecía. Ellas cerraron la puerta discretamente detrás de sí y lo dejaron solo con Artemisa.
Ash recordaba imprecisamente la primera vez que le habían permitido entrar en el dominio privado de Artemisa en el Olimpo. Como hombre joven se había sentido intimidado por las columnas de mármol intrincadamente talladas que enmarcaban el cuarto del trono. Estas se elevaban seis metros del piso de mármol y oro bajo sus pies hacia un techo abovedado de oro que estaba intrincadamente grabado con escenas silvestres. Tres lados de este cuarto no tenían pared. En cambio, daba a un perfecto cielo donde las blancas y mullidas nubes flotaban a la altura de los ojos.
El trono en sí mismo no era tan adornado como confortable. Era más una enorme chaise longue[2] que fácilmente podía convertirse en una cama y ocupaba el centro del salón abierto y estaba cubierta de almohadas lujuriosas y decadentes color marfil con borlas y adornos de oro.
Sólo dos hombres habían tenido permiso de poner el pie dentro de este templo.
El hermano gemelo de Artemisa, Apolo, y él.
Esto era un honor que Ash, con mucho gusto, hubiera cedido.
Artemisa estaba vestida con un peplos[3] transparente blanco que dejaba su grácil cuerpo casi desnudo ante su mirada. Las oscuras puntas rosadas de sus pechos estaban endurecidas y se marcaban contra el diáfano material, el ruedo subía alto por sus piernas, dándole una vislumbre del triángulo castaño oscuro en la unión de sus muslos.
Ella le sonrió de manera seductora, brindando su atención a su perfecta y hermosa cara. Los largos rizos castaños parecían tan iridiscentes como sus ojos verdes mientras lo miraba con fascinado interés. Ella yacía sobre su costado, sus brazos doblados sobre el alto respaldo de la chaise y su barbilla descansando sobre el dorso de su mano.
Suspirando, Ash acortó la distancia entre ellos y se detuvo de pie ante ella.
Artemisa levantó una fina y arqueada ceja mientras miraba vorazmente el cuerpo de él.
–Interesante. Pareces más desafiante que nunca, Acheron. Yo no veo ninguna prueba de la sumisión que me prometiste. ¿Tengo que revocar el alma de Talon?
Él no estaba seguro que ella tuviera el poder para hacer tal cosa, pero de todas maneras, no estaba dispuesto a arriesgarse. Él la había llamado fanfarrona antes y había vivido para lamentarlo.
Bajó su mochila de su hombro y la dejó caer al piso. Entonces se quitó su chaqueta de cuero y con ella cubrió la mochila. Cayendo de rodillas, colocó sus manos sobre sus muslos vestidos de cuero, rechinó sus dientes y bajó su cabeza.
Artemisa se levantó de la chaise y se acercó a él.
–Gracias, Acheron –dijo jadeando mientras se movía para pararse detrás de él.
Ella deslizó su mano por el cabello de él, cambiándolo a rubio dorado y liberándolo de su trenza para que cayera sobre sus hombros y pecho.
Artemisa apartó el cabello sobre el lado izquierdo de su cuello, exponiendo la carne bajo su mirada. Ella arrastró una larga uña por la piel desnuda de él, levantando escalofríos sobre sus brazos y pecho.
Y luego ella hizo una cosa, la que él más odiaba de todas.
Ella sopló su aliento en la parte posterior de su cuello.
Él venció el impulso de encogerse. Sólo ella conocía cuánto y por qué él odiaba esa sensación. Era una cosa cruel que le hacía para recordarle su lugar en su mundo.
–A pesar de lo que puedas pensar, Acheron, no obtengo ningún placer en hacerte doblegar a mi voluntad. Preferiría tenerte aquí por tu propia elección, del modo en que solías venir a mí.
Ash cerró sus ojos mientras recordaba aquellos días. Él la había amado tanto entonces. Le había dolido las veces que lo obligaron a alejarse de su lado. Él había creído en ella y le había dado la única cosa que nunca había dado a nadie más, su confianza.
Ella había sido su mundo. Su santuario. En el tiempo cuando nadie lo reconocía, ella le había dado la bienvenida a su vida y le había mostrado lo que era ser querido. Juntos, se habían reído y se habían amado. Él había compartido cosas con ella que nunca había compartido con nadie antes o desde entonces.
Entonces, cuando él más la había necesitado, ella con frialdad le había dado la espalda y le había conducido a la muerte con mucho dolor. Solo. Ella había despreciado su amor aquel día y le había probado que después de todo, ella se avergonzaba de él igual que su familia había hecho.
Él no significó nada para ella.
Él nunca lo haría.
La verdad de eso había dolido, pero después de todo este tiempo él había llegado a entenderlo. Él nunca sería nada más que una curiosidad para ella. Una mascota desafiante que ella mantenía cerca para su entretenimiento.
Otra vez en un gesto que sabía que él odiaba, Artemisa se arrodilló a su espalda, sus rodillas rozando gentilmente sus caderas. Ella deslizó su mano sobre el hombro de él, y luego las bajó al intrincado tatuaje de pájaro en su brazo.
–Mmm –ronroneó ella, mientras frotaba su cara contra el cabello de él–.¿Qué pasa contigo que me hace desearte así?
–No sé, pero si alguna vez lo resuelves, me avisas y me aseguraré de detenerlo.
Ella hundió sus uñas profundamente en su tatuaje.
–Mi Acheron, siempre desafiante. Siempre exasperado.
Ella rasgó la camiseta de él y se la quitó de su cuerpo.
Ash contuvo su aliento mientras ella empujaba su espalda contra su frente y ávidamente deslizaba sus manos sobre el pecho desnudo de él. Como siempre, su cuerpo lo traicionó y reaccionó a su contacto. Escalofríos corrieron por su piel y su estómago se contrajo mientras su ingle se endurecía.
El aliento caliente de ella cayó contra su cuello mientras deslizaba la lengua a lo largo de su clavícula. Él apoyó su cabeza a la derecha para darle más acceso mientras ella desataba sus ajustados pantalones de cuero.
Con respiración desigual, Ash apretó sus manos contra sus muslos y esperó lo que debía venir.
Ella liberó su endurecido miembro y lo envainó con sus manos.
La lengua de ella jugueteaba en su cuello, mientras deslizaba su mano derecha hacia la punta de su virilidad, acariciándolo hasta que él estuvo tan duro por ella que le dolía. Él gimió mientras ella hundía su otra mano, ahuecándola y acariciándolo por debajo, mientras su mano derecha seguía jugueteando.
–Eres tan grande y grueso, Acheron –susurró ella con voz ronca mientras usaba sus dedos para cubrirlo con su propia humedad de modo de poder acariciarlo aún más rápido. Más fuerte–. Amo la forma en que te siento en mis manos –suspiró ella contra su pelo–. La forma en que hueles. –Ella frotó el hombro de él con su cara–. El sonido de tu voz cuando dices mi nombre. –Deslizó su lengua a través de su omóplato de nuevo hacia el cuello de él–. La forma en que tus mejillas se colorean cuando te excitas. –Ella mordisqueó su oreja–. La forma en que luce tu cara cuando te liberas dentro de mí. –Ella frotó sus pechos contra la columna de él para poder susurrar sus próximas palabras en su oído–. Pero sobre todo, me gusta el modo en que sabes.
Ash se tensó cuando ella hundió sus largos colmillos en su cuello. El dolor momentáneo cambió rápidamente a placer físico. Alzando su hombro, él acunó la cabeza de ella contra su cuello y se meció a sí mismo contra las manos de ella mientras lo acariciaba aún más rápido que antes.
Él la sintió a ella y sus poderes fluir dentro de él, haciéndolos aún más cercanos que la intimidad del sexo.
La cabeza de él dio vueltas hasta que no pudo ver nada. Todo lo que podía sentir era a Artemisa. Sus exigentes manos sobre él, su cálido y viviente aliento contra su garganta, el corazón de ella latiendo al unísono con el de él.
Ellos estaban sincronizados. El placer de ella era el de él, y durante este momento en el tiempo, ellos fueron una criatura con un solo latido de corazón, unidos en un nivel que superaba el entendimiento humano.
Él sintió el deseo de ella por él. Su necesidad de poseer cada parte de su mente, cuerpo, y corazón. Él sintió como si se ahogara. Como si ella estuviera arrancándolo de sí mismo, dejándolo en una celda fría, oscura, donde nunca más encontraría su camino de regreso.
Él la oyó susurrar en su mente.
–Ven a mí, Acheron. Dame tu poder. Tu fuerza. Dame todo lo que eres.
Él luchó contra su intrusión, y como siempre, perdió la batalla. Como siempre, él no tenía ninguna opción excepto darle lo que ella quería.
Ash tiró su cabeza hacia atrás y rugió mientras su cuerpo entero se sacudía con el completo éxtasis del orgasmo. Todavía ella bebía de él, tomando su esencia y poderes en su propio cuerpo.
Él era suyo. Independientemente de lo que él pudiera pensar, querer, o sentir, él siempre le pertenecería.
Jadeando y débil por la posesión de ella, Ash se reclinó contra ella y miró como un fino rastro de sangre se deslizaba por su propio pecho.
[3] Peplos: ropa llevada por las mujeres en la Grecia antigua; el paño se agarraba de los hombros y cubría en pliegues la cintura.
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