viernes, 27 de enero de 2012

DWD cap 7

Zarek se despertó poco después del mediodía. Él muy raras veces dormía durante el día. Era más como una siesta. En el verano hacía demasiado calor en su cabaña para dormir cómodamente y en el invierno hacía demasiado frío.
Pero en su mayor parte era porque sus sueños nunca lo dejaban dormir mucho tiempo. El pasado lo perseguía en demasía como para tener paz, y mientras estaba inconsciente, no podía mantener esos recuerdos alejados.
Pero mientras abría los ojos y oía el viento rugiendo afuera, recordó dónde estaba.
La cabaña de Astrid.
Había corrido las cortinas la noche anterior así que no podía saber si todavía estaba nevando afuera o no. No es que tuviese importancia. Durante la luz del día, estaba atrapado aquí.
Atrapado con Ella.
Salió de la cama y caminó por el vestíbulo, hacia la cocina. Cómo deseaba estar en su casa. Realmente necesitaba una bebida sustanciosa. No era que el vodka realmente espantara los sueños que consumían su mente. Pero la quemazón que producía lo distraía un poco.
—¿Zarek?
Giró ante la voz suave, que descendió por él como una caricia sedosa. Su cuerpo reaccionó instantáneamente a eso.
Todo lo que tenía que hacer era pensar en su nombre y eso lo hacía poner duro, como una piedra, de necesidad.
—¿Qué? —no supo por qué le contestó cuando normalmente no lo habría hecho.
—¿Estás bien?
Él bufó ante eso. Nunca en su vida lo había estado. —¿Tienes algo para beber en este lugar?
—Tengo jugo y té.
—Licor, Princesa. ¿Tienes cualquier cosa en este lugar que muerda un poco?
—Sólo Sasha y tú, por supuesto.
Zarek recorrió con la mirada los cortes crueles en su brazo donde su mascota lo había atacado. Si él fuera cualquier otro Cazador Oscuro esas heridas ya no estarían. Pero con suerte sólo estarían ahí por unos pocos días más.
Así como el agujero en su espalda.
Suspirando, alcanzó la heladera y sacó el jugo de naranja. Abrió la parte superior y casi tenía el envase en sus labios cuando recordó que no era suyo y éste no era su lugar.
Su lado cruel le dijo que continuara y bebiera, ella nunca lo sabría, pero no escuchó esa voz.
Fue al aparador y sacó un vaso, luego lo llenó.
Astrid sólo podía oír débiles signos que le decían que Zarek todavía estaba en la cocina. Estaba tan quieto que tuvo que esforzarse para estar segura.
Caminando hacia delante, ella se dirigió hacia el fregadero. —¿Tienes hambre?
Fuera de costumbre, extendió sus manos y rozó una cadera caliente y desnuda.
Era suave, invitadora.
Llena de vida.
Atontada por la inesperada sensación de su mano sobre su carne desnuda, bajó la mano por su pierna antes de percatarse que Zarek no llevaba ropas puestas.
El hombre estaba completamente desnudo en su cocina.
Su corazón martillaba.
Él se alejó de ella. —No me toques.
Ella tembló ante la cólera en su voz. —¿Dónde están tus ropas?
—No duermo con jeans.
Su mano ardió ante recuerdo de su piel bajo ella. —Bien, deberías ponértelos antes de venir aquí.
—¿Por qué? Estas ciega. No es como si me pudieras ver.
Verdad, pero si Sasha estuviera despierto, habría tenido un ataque por esto.
—No necesito que me recuerdes mis defectos, Príncipe Encantado. Créeme, soy muy consciente del hecho que no puedo verte.
—Bien, entonces, cuentas tus bendiciones.
—¿Por qué?
—Porque no vale la pena mirarme.
Su mandíbula se aflojó ante la sinceridad que oyó en su voz. El hombre que ella había visto a través de los ojos de Sasha bien valía la pena de ser mirado. Él era bellísimo.
Tan bien parecido como ningún otro hombre que alguna vez hubiera visto.
Luego recordó su sueño. En la forma que las otras personas lo habían mirado.
En su mente, él todavía era el desgraciado herido que otras personas habían golpeado y habían maldecido.
Y eso la hacía querer llorar por él.
—En cierta forma lo dudo —su murmullo logró pasar el nudo que tenía en la garganta.
—No lo dudes.
Lo escuchó caminar coléricamente delante de ella, por el vestíbulo. Cerró de un golpe la puerta.
Astrid se quedó parada en la cocina, debatiendo qué hacer.
Él estaba tan perdido.
Ella entendía eso ahora.
No, ella se corrigió a sí misma. Realmente no lo entendía para nada. ¿Cómo podría?
Nadie nunca se había atrevido a tratarla de la forma en que lo habían tratado a él. Su madre y sus hermanas habrían matado a cualquiera que se atreviera a mirarla por debajo de la nariz. Siempre la habían protegido del mundo, aún mientras ella luchaba para escaparse de ellos.
Zarek nunca había conocido un contacto cariñoso.
Nunca conocido el calor de una familia.
Siempre había estado solo en una forma que ella ni siquiera podía comenzar a entender.
Abrumada por las nuevas emociones que sentía, no estaba segura de lo que debía hacer. Pero quería ayudarlo.
Ella caminó por el vestíbulo sólo para descubrir que había cerrado la puerta. —¿Zarek?
Él se rehusó a contestarle otra vez.
Suspirando, presionó su cabeza contra la puerta y se preguntó si habría alguna forma con la que ella pudiera alcanzarlo alguna vez.
Alguna forma de salvar a un hombre que no quería ser salvado.
Thanatos estaba furioso con la orden de Artemisa.
—Retírate, mi trasero —no tenía intención de retirarse. Por novecientos años había esperado esta directiva.
Esperando la oportunidad para igualar los tantos con Zarek de Moesia.
Nadie, y más especialmente no Artemisa, se interpondría en su camino ahora.
Tendría a Zarek o moriría haciendo el intento.
Thanatos sonrió por eso. Artemisa no tenía tanto poder como ella pensaba. Al fin, sería su voluntad la que ganaría el día.
No la de ella.
Ella no era nada para él. Nada menos que un medio para conseguir un fin que él reclamaba.
La venganza finalmente sería suya.
Thanatos golpeó a la puerta de la remota cabaña. Al otro lado de la puerta, pudo oír voces bajas llenas de pánico. Apolitas, apresurándose a esconder a sus mujeres y sus niños.
Apolitas que vivían con el miedo de cualquiera que viniera buscándolos.
—Soy la luz de la lira —dijo Thanatos, diciendo palabras que solo los Apolitas o Daimon conocerían. Palabras que eran usadas cuando un Daimon o Apolita buscaba a otro de los suyos para refugiarse. La frase era una referencia a su parentesco con Apolo, el dios del sol, quien los había maldecido y abandonado.
—¿Cómo es que puedes caminar bajo la luz del día?  —era la voz de una mujer. Una llena de miedo.
—Soy el Dayslayer[1]. Abre la puerta.
—¿Cómo sabemos eso? —esta vez fue un hombre el que habló.
Thanatos gruñó por lo bajo.
¿Por qué quería ayudar a estas personas?
Eran despreciables.
Pero claro, él lo sabía. Una vez, hacía mucho, había sido uno de ellos. También había estado escondiéndose, asustado de los Escuderos y los Cazadores Oscuros. Asustado de la lastimosa humanidad que venía por ellos a la luz del día...
Cómo los odiaba a todos ellos.
—Voy a abrir esta puerta —les advirtió Thanatos.  —La única razón por la que golpeé era a fin de que ustedes la destrabaran y se salieran del camino de la luz del día antes de que entrase. Ahora destrábenla o la patearé hasta tirarla.
Oyó el chasquido del cerrojo.
Haciendo una respiración profunda, tranquilizadora, empujó la puerta lentamente.
Tan pronto como entró y cerró la puerta, una pala llegó a su cabeza.
Thanatos la agarró y la sacudió con fuerza, arrancando a una mujer de las sombras.
—¡No dejaré que lastime a mis niños!
Él tomó la pala y la miró con resentimiento.  —Confía en mí, si quisiera lastimarlos, no me podrías detener. Nadie podría. Pero no estoy aquí para eso. Estoy aquí para matar al Cazador Oscuro que cazó a tus parientes.
El alivio inundó su bella cara mientras lo miraba como si él fuese un ángel.
—Entonces realmente es el Dayslayer —la voz era masculina.
Thanatos volteó su cabeza para ver un Daimon masculino dejando las sombras. El Daimon no aparentaba ser mayor de veinte años. Como todos los de su raza, el Daimon era un modelo de excelencia en perfección física. Bello en su juventud y su compostura física, su largo cabello rubio estaba trenzado a su espalda. Su mejilla derecha estaba marcada con tres lágrimas rojas como la sangre que habían sido tatuadas allí.
Thanatos supo cual era su raza instantáneamente.
El Daimon era uno de los raros guerreros Spathi que Thanatos había venido buscando.
—¿Son  lágrimas por sus niños?
El Daimon hizo una brusca inclinación de cabeza. —Cada uno fue muerto por un Dark Hunter. Y yo a mi vez maté al Hunter.
Thanatos sintió dolor por el hombre. Los Apolitas no tenían una oportunidad real y aun así eran castigados porque ellos escogían la vida sobre la muerte. Se preguntó lo que la humanidad y los Cazadores Oscuros harían si les dijeran que tenían una de dos elecciones: morir dolorosamente en medio de su joven vida, o tomar almas humanas y vivir.
Como un mero Apolita, Thanatos había estado preparado para morir.
Como su esposa...
Zarek le había quitado incluso esa opción a su familia.
Demente, él  había venido a su pueblo, arrasando a todos los que estaban allí. El hombre apenas había podido esconder a la mujer y a los niños antes de que Zarek los hubiera destruido a todos ellos.
Nadie que se hubiese cruzado en el camino de Zarek había permanecido vivo.
Nadie.
Zarek había matado a Apolitas y Daimons indiscriminadamente. Y por ese delito su único castigo había sido el exilio.
¡Desterrado!
La furia se extendió en él. Cómo demonios Zarek continuó viviendo con comodidad durante todos estos siglos mientras el recuerdo de esa noche supuraría eternamente en el corazón de Thanatos.
Pero se forzó a dejar ese odio a un lado. No era el momento de dejar que su cólera lo dirigiese. Era el momento de ser tan frío y calculador como su enemigo.
—¿Qué edad tienes, Daimon? —preguntó Thanatos al Spathi.
—Noventa y cuatro.
Thanatos arqueó una ceja. —Lo has hecho bien.
—Sí, lo he hecho. Me cansé de ocultarme.
Él conocía el sentimiento. No había nada peor que verse forzado a vivir en la oscuridad. Vivir la vida confinado.
—No tengas miedo. Ningún Cazador Oscuro irá tras de ti. Estoy aquí para asegurarme de eso.
El hombre sonrió. —Pensamos que eras un mito.
—Todos los buenos mitos tienen sus raíces en la realidad y la verdad. ¿No te enseñó tu madre eso?
Los ojos del Spathi se pusieron oscuros, embrujados. —Tenía solo tres años cuando ella cumplió veintisiete. No tuvo tiempo de enseñarme nada de nada.
Thanatos colocó una mano reconfortante sobre el hombro del hombre.
—Retomaremos este planeta, hermano. Pierde cuidado, nuestro día ha llegado otra vez. Convocaré a los demás de tu especie y uniremos a nuestros ejércitos. La humanidad no tendrá a nadie que los pueda proteger.
—¿Qué hay de los Cazadores Oscuros? —preguntó la mujer.
Thanatos sonrió. —Están circunscriptos a la noche. Yo no lo estoy. Los puedo asechar cuando quiera —se rió. —Soy inmune a sus heridas. Soy La Muerte para todos ellos y ahora estoy en casa otra vez, con mi gente. Juntos, regiremos esta tierra y todo lo que habita en ella.
 Zarek se despertó con el olor del paraíso. Habría pensado que estaba soñando, pero sus sueños nunca eran tan agradables.
Quedándose en la cama, tuvo miedo de moverse. Asustado de que el aroma delicioso resultara ser una invención de su imaginación.
Su estómago rugió.
Él oyó el ladrido del lobo.
—Silencio, Sasha. Despertarás a nuestro invitado.
Zarek abrió sus ojos. Invitado. Nunca nadie más que Astrid lo había llamado así.
Sus pensamientos se dirigieron a la semana que había pasado en Nueva Orleáns.
—¿Estoy quedándome contigo y Kyrian o con Nick?
—Pensamos que era mejor que tuvieras tu propio lugar.
Las palabras de Acheron habían pateado algo dentro de él que no sabía que todavía tenía.
Nunca nadie lo había querido cerca.
Él pensó que había aprendido a que no le importara.
Y aún así las palabras simples de Astrid tocaron la misma parte extraña que Acheron había tocado.
Saliendo de la cama, se vistió y fue a buscarla.
Zarek se paró en la entrada, observando como hacía panqueques en el horno a microondas. Ella era asombrosamente autosuficiente a pesar de su ceguera.
El lobo lo miró y gruñó.
Astrid levantó la cabeza como tratando de ver si podía oírlo. —¿Zarek? ¿Estás en la habitación?
—En la puerta —. No supo por qué le respondió. No sabía por qué él estaba todavía aquí.
Concedido, la tormenta era todavía feroz, pero había viajado a través de muchas tormentas durante los siglos cuando había vivido aquí sin las comodidades modernas. Hubo una época, no hacía mucho tiempo, que él había tenido que buscar comida en lo más recio del invierno. Derretir nieve a fin de tener algo que beber.
—He hecho panqueques. No sé si a ti te gustan, pero tengo jarabe de arce y arándanos o fresas frescas si lo prefieres.
Él fue a la mesada y alcanzó un plato.
—Siéntate, te lo traeré.
—No, Princesa –dijo él agudamente. Habiendo sido forzado a servir a otros, se rehusaba a tener a alguien sirviéndolo a él.  —Puedo arreglarme solo.
Ella levantó las manos en señal de rendición. —Muy Bien, Príncipe Encantado. Si hay algo que respeto, son aquellos que pueden cuidarse solos.
—¿Por qué sigues llamándome así? ¿Estás burlándote de mí?
Ella se encogió de hombros. –Tu me llamas “Princesa”, yo te llamo “Príncipe Encantado”. Imagino que es justo.
Concediéndole una mayor cantidad de respeto, alcanzó el tocino que había en un platito sobre la cocina. —¿Cómo fríes esto cuando no puedes ver?
—Horno de microondas. Sólo marco el tiempo para fritos.
El lobo se acercó y comenzó a oler su pierna. Lo contempló como si estuviera ofendido y comenzó a ladrarle.
—Cállate, Benji — gruñó.  —No quiero escuchar sobre mi higiene de alguien que lame sus propias pelotas.
—¡Zarek! —Astrid se quedó boquiabierta.  —No puedo creer hayas dicho eso.
Él apretó sus dientes. Bien, ya no hablaría más. El silencio era lo más conveniente de cualquier manera.
El lobo lloriqueó y ladró.
—Shh —lo serenó ella. —Si él no quiere tomar un baño, entonces no es asunto nuestro.
Su apetito se había ido, Zarek colocó su plato en la mesa y regresó a su cuarto donde no los podría ofender más.
 Astrid anduvo a tientas hacia la mesa, esperando encontrar a Zarek allí. Todo lo que encontró fue su plato con comida sin tocar.
—¿Que sucedió? —preguntó a Sasha.
— Si él tuviese sentimientos, entonces diría que lo heriste. Como no los tiene, él se regresó al cuarto para encontrar un arma y así poder matarnos.
—¡Sasha! Dime qué sucedió ahora mismo.
—Ok, bajó el plato y salió.
—¿Cómo parecía estar?
—Nada. No exteriorizó ningún tipo de emoción.
Eso no la ayudó para nada.
Ella fue tras de Zarek.
—Vete –gruñó él después que ella golpeara la puerta y la empujara para abrirla.
Astrid se paró en la entrada, deseando poder verlo. —¿Qué quieres, Zarek?
—Yo... —su voz se apagó.
—¿Tu qué?
Zarek no podía decir la verdad. Él quería tener calor. Una sola vez en su vida, quería calidez. No sólo física sino calidez mental.
—Quiero irme.
Ella suspiró ante sus palabras. —Morirás si sales allí.
—¿Y qué si lo hago?
—¿Tu vida verdaderamente no tiene valor o importancia para ti?
—No, no la tiene.
—¿Entonces por que no te has suicidado?
Él bufó. —¿Por qué debería? El único disfrute que tengo en mi vida es saber que disgusto mucho a todo el mundo a mí alrededor. Si estuviera muerto, entonces los haría felices a todos ellos. Dios prohíba que alguna vez haga eso.
Para su sorpresa, ella se rió.  —Desearía poder ver tu cara para saber si estás bromeando o no.
—Confía en mí, no lo estoy.
—Entonces lo siento por ti. Desearía que tuvieras algo que te hiciera feliz.
Zarek apartó la vista de ella. Feliz. Él ni siquiera podía entender esa palabra. Era tan extraña como bondad. Compasión.
Amor.
Esa era una palabra que nunca entró en su vocabulario. Él no podía imaginar qué debían sentir los otros.
Por amor, Talon casi había muerto a fin de que Sunshine pudiera vivir. Por amor, Sunshine había canjeado su alma para liberar a Talon.
Todo lo que él conocía era odio, cólera. Era lo único que lo mantenía caliente. Lo único que lo mantenía viviendo.
Siempre que odiara, tendría una razón para vivir.
—¿Por qué quieres vivir aquí sola en esta cabaña?
Ella se encogió de hombros. —Me gusta tener mi lugar. Mi familia me visita a menudo, por lo que raramente estoy sola.
—¿Por qué?
—Porque odio ser mimada. Mi madre y mis hermanas actúan como si estuviera desvalida. Quieren hacer todo por mí.
Astrid esperó que le dijera algo más.
No lo hizo.
—¿Te gustaría tomar un baño? —preguntó después de una corta espera.
—¿Te molesto?
Ella negó con la cabeza.  —Para nada. Depende enteramente de ti.
Zarek nunca había tenido que preocuparse por cosas como bañarse. Cuando era un esclavo, a nadie le importaba si estaba limpio o no, y en verdad se había quedado sucio a fin de que nadie quisiera acercarse más de lo que era necesario.
Como Dark Hunter, había estado completamente solo incluso antes de su exilio en Alaska. Y una vez aquí había sido tan difícil hacer algo tan simple como bañarse, que casi lo había abandonado.
Sólo había sido después de que Fairbanks se hubiera establecido, que decidió comprar una tina grande, que usaba sólo cuando iba al pueblo.
Su corta estadía en Nueva Orleáns había sido una atesorada delicia de hacer correr agua caliente y fría y duchas que podían durar una hora entera antes de que el agua se volviera fría.
Si Astrid le hubiera ordenado tomar un baño, entonces no lo habría considerado. Como  ella se lo había ofrecido como una opción, se dirigió hacia el cuarto de baño.
—Las toallas están en el armario del vestíbulo.
Zarek se detuvo ante el armario fuera del cuarto de baño y abrió la puerta. Como todo en la casa, estaba adecuadamente ordenado. Todas las toallas estaban dobladas pulcramente. Demonios, eran de colores que hacían juego con el resto de la casa.
Agarró una grande de color verde y bien mullida y fue a tomar un baño.
Astrid oyó correr el agua. Tomo una respiración profunda y fortificante.
Extraño, hasta que Sasha lo había mencionado, no se había percatado que Zarek no se había bañado. Él no había olido ni nada y se lavaba las manos tan seguido que asumió que el resto de él también estaba limpio.
Regresó a la cocina para encontrar a Sasha comiendo los panqueques de Zarek.
—¿Qué haces?
—Él no los quiso. Se enfriaban.
—¡Sasha!
—¿Qué? No esta bien desaprovechar la comida.
Sacudió la cabeza al lobo mientras se disponía a hacer otra cantidad para Zarek. Tal vez él estuviera más sociable cuando dejara la ducha.
No lo estuvo. Si algo estuvo fue mucho más malhumorado mientras engullía los panqueques.
—Él es asqueroso —le dijo Sasha.  —Come como un animal. Agradece que estas ciega.
—Sasha, déjalo tranquilo.
—Dejarlo, mi culo. Él usa el tenedor como una pala y juro que se metió un panqueque entero en su boca de una vez.
Astrid habría estado disgustada si no hubiese estado en sus sueños. Nadie nunca le había enseñado las formas o los modales más básicos. Había sido relegado a una esquina en el piso, como el animal que Sasha lo llamaba.
En su vida humana, la comida había sido escasa. Y en los talones de ese pensamiento venía otro descubrimiento sorprendente. La comida cuando era un Cazador Oscuro había sido escasa, también.
A diferencia de los otros de su tipo, Zarek no tenía a un Escudero  para plantar y hacer crecer la comida durante el día. Para atender a los animales y hacer sus comidas. Por siglos, había vivido en el rudo ambiente de Alaska donde,  en invierno, las fuentes de comida estaban seriamente limitadas.
Ella se sintió repentinamente descompuesta ante el pensamiento. Sin duda se habría muerto de hambre si hubiera sido un humano.
Los Cazadores Oscuros no podían morir de desnutrición. Pero podían padecerlo igual que un ser humano.
Hizo otro plato de panqueques para él.
—¿Qué es esto? —preguntó mientras ella colocaba otra tanda cerca de él.
—En caso de que aún tengas hambre.
No dijo nada, pero lo escuchó deslizar el plato a través de la mesa un instante antes de oírlo abrir de golpe la tapa del jarabe.
—No soporto verlo hacer sopa de panqueque con el jarabe, otra vez –dijo Sasha. —Estaré en la sala si me necesitas.
Astrid lo ignoró mientras escuchaba a Zarek comer. Cómo deseaba poder verlo.
—No, no lo deseas  –dijo Sasha.
Tenía el presentimiento que Sasha estaba sobre—reaccionando. Conocía al lobo bastante bien como para saber que Zarek podía tener modales impecables y Sasha aun se quejaría.
Después de que Zarek terminó de comer, se levantó de la mesa y enjuagó el plato.
No, él no era un cerdo. Era un hombre solitario, herido, que no sabía cómo hacer frente a un mundo que le había dado la espalda.
Vio en él lo que Acheron veía y su respeto por el Atlante creció inmensamente al darse cuenta de que podía ver lo que nadie más podía.
Ahora sólo tenía que encontrar la forma de salvar a Zarek de una diosa que no quería saber nada más de él.
Si no lo hacía, Artemisa ordenaría que lo mataran.
Lo escuchó cortar una toalla de papel del estante.
—Oí en las noticias que continuará la tormenta. No tienen idea cuándo terminará. Dijeron que era la peor tormenta de nieve en siglos.
Zarek dejó escapar una respiración bastante cansada. —Tengo que irme esta noche.
—No puedes.
—No tengo alternativa.
—Todos tenemos otra alternativa.
—No, no todos la tenemos, princesa. Sólo las personas con dinero e influencia tienen opciones. Para el resto de nosotros, las necesidades básicas ordenan lo que tenemos que hacer para sobrevivir —. Cruzó el piso. —Tengo que irme.
Astrid se aterrorizó. Ya que era un Cazador Oscuro realmente podía salir. A diferencia de los humanos que había juzgado, la vida de Zarek no estaría en peligro si dejaba la cabaña esta noche. Sería frío y cruel, pero él estaba acostumbrado a eso.
¿Qué iba a hacer?
Si lo seguía, entonces se daría cuenta rápidamente que ella también era inmortal.
Por un segundo consideró en llamar a sus hermanas, pero se contuvo. Si hacía eso, nunca la dejarían olvidarlo. Necesitaba manejar esto ella sola.
¿Pero como mantenerlo aquí cuando estaba tan determinado a irse?
Giró hacia la puerta y tumbó algo en la mesada. Recogiéndolo, sintió una botella pequeña de especias que le recordaron el suero que M'Adoc le había dado.
Una dosis bastante grande de Loto mantendría a Zarek inconsciente por unos pocos días...
Pero entonces él estaría atrapado en sus pesadillas sin ninguna forma de poder despertarse.
Tal cosa podría volverlo demente.
O ella podía dirigir sus sueños como un Skoti lo haría.
¿Se atrevería a intentarlo?
Antes de poder reconsiderarlo, fue a su habitación para sacar la botella que había escondido en la mesa de luz.
Ahora solo tenía que encontrar la manera de darle el suero a Zarek.


[1] Dayslayer: Cazador que puede caminar bajo la luz del sol

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