Zarek hizo a un lado el teléfono y miró a Astrid durmiendo en su abrigo. Él necesitaba descansar también, pero realmente no podía hacerlo. Estaba demasiado herido para dormir.
Después de cerrar la puerta trampa, se movió hacia su improvisada cama.
Los recuerdos volvieron a surgir.
Se vio hecho una furia. Vio caras y llamas. Sintió la furia de su enojo chisporroteando a través de él. Había matado a las mismas personas que se suponía que tenía que proteger.
Había matado...
Una risa malvada hizo eco en su cabeza. Un destello de luz llenó el cuarto.
Y Ash...
Zarek se esforzó por recordar. ¿Por qué no podía recordar lo que sucedió en Nueva Orleáns?
¿Lo que sucedió en su pueblo?
Todo estaba fragmentado y nada tenía sentido. Era como si miles de piezas de un rompecabezas hubieran sido lanzadas al piso y él no pudiera resolver dónde iba cada una.
Caminó por el estrecho espacio, haciendo su mejor esfuerzo por recordar el pasado.
Las horas pasaron lentamente mientras escuchaba cualquier sonido que delatara que Thanatos se acercaba. En algún momento, cerca del mediodía, el excesivo cansancio lo alcanzó y se acostó al lado de Astrid.
En contra de su voluntad, se encontró acunándola entre sus brazos e inspirando el dulce, fragante perfume de su pelo.
Se acurrucó contra ella, cerró los ojos y oró por un sueño amable...
Zarek tropezó al ser empujado con fuerza hacia adelante y atado al poste de flagelación en el antiguo patio romano. Su peplo andrajoso, raído, estaba desgarrado, dejando su cuerpo desnudo ante las tres personas reunidas allí para castigarlo.
Él tenía once años de edad.
Sus hermanos Marius y Marcus estaban parados delante de él con miradas aburridas en sus caras mientras su padre desenrollaba el látigo de cuero.
Zarek estaba ya tenso, sabiendo muy bien el dolor que iba a recibir.
—No me importa cuántos latigazos le dé, Padre –dijo Marius. —No me disculpo por insultar a Maximillius y tengo la intención de volver a hacerlo la próxima vez que lo vea.
Su padre dejó de moverse. —¿Qué ocurre si te digo que este lastimoso esclavo es tu hermano? ¿Te importaría entonces?
Los dos niños estallaron en risas. —¿Este miserable? No hay sangre romana en él.
Su padre avanzó. Enterró su mano en el pelo de Zarek y levantó su cabeza a fin de que sus hermanos pudieran ver su cara llena de cicatrices. —¿Estás seguro que no están emparentados?
Dejaron de reírse.
Zarek se mantuvo completamente quieto, incapaz de respirar. Él siempre había sabido sobre su linaje. Le era recordado todos los días cuándo los otros esclavos escupían su comida o le lanzaban cosas o lo golpeaban porque no se atrevían a dirigir su cólera y odio al resto de la familia.
—¿Qué está diciendo, Padre? —preguntó Marius.
Su padre empujó la cabeza de Zarek contra el poste, luego lo soltó. —Lo engendré con la puta favorita de tu tío. ¿Por qué piensan que lo enviaron cuando era un niño?
Marius frunció los labios. —Él no es hermano mío. Prefiero reclamar a Valerius que a esta postilla.
Marius se acercó a Zarek. Se inclinó, tratando de encontrar la mirada de Zarek.
Sin otro recurso, Zarek cerró los ojos. Él había aprendido hacía mucho tiempo que mirar de frente a sus hermanos significaba una paliza aún más ruda.
—¿Qué dices, esclavo? ¿Tienes algo de sangre romana en ti?
Zarek negó con la cabeza.
—¿Eres mi hermano?
Otra vez él negó con la cabeza.
—¿Entonces, estás llamando a mi noble padre mentiroso?
Zarek se congeló al percatarse que había sido engañado por ellos otra vez. Aterrorizándose, trató de apartarse del poste. Quería escaparse de lo que vendría por esto.
—¿Lo haces? —demandó Marius.
Él negó con la cabeza.
Pero era demasiado tarde. El látigo cortó el aire con un siseo aterrorizador y mordió su espalda, cortando la carne desnuda.
Zarek se despertó temblando. Se esforzaba por respirar mientras luchaba por sentarse y miraba alrededor salvajemente, medio esperando que uno de sus hermanos estuviera allí.
—¿Zarek?
Él sintió el calor de una suave mano en su espalda.
—¿Estás bien?
No pudo hablar mientras los viejos recuerdos llameaban dentro de él. Desde el momento en que Marius y Marcus supieron la verdad hasta el día que su padre había sobornado a un traficante de esclavos para llevarlo, sus hermanos habían hecho un esfuerzo extraordinario para hacerle pagar a Zarek el hecho de que estuvieran emparentados.
Él nunca había conocido un solo día de paz.
Mendigo, campesino, o noble, todos eran mejor que él.
Y él no fue sino un patético chivo expiatorio para todos ellos.
Astrid se sentó y envolvió sus brazos alrededor de su cintura. —Estas tiritando. ¿Tienes frío?
Todavía no contestaba. Sabía que debería apartarla, pero en ese mismísimo momento quería su consuelo. Él deseaba que alguien le dijera que no era una persona sin valor.
Alguien que le dijera que no se avergonzaba de él.
Cerrando los ojos, la acercó y colocó la cabeza en su hombro.
Astrid estaba estupefacta por sus inusuales acciones. Ella acarició su pelo y lo meció suavemente en sus brazos. Simplemente sosteniéndolo.
—¿Me dirás qué esta mal? –preguntó ella quedamente.
—¿Por qué? No cambiaria nada.
—Porque me importa, Zarek. Quiero hacer lo mejor. Si me dejaras.
Su tono fue tan bajo que ella tuvo que esforzarse para oír lo que él dijo. —Hay algunos dolores que nada puede aliviarlos.
Ella colocó su mano sobre su mejilla. —¿Como cuales?
Él vaciló por varios latidos antes de hablar otra vez. —¿Sabes cómo morí?
—No.
—Sobre manos y rodillas, como un animal sobre la tierra, rogando por misericordia.
Ella se sobresaltó ante sus palabras. Estaba tan dolorida por él que apenas podía respirar por la tensión de su pecho.
—¿Por qué?
Él se tensó y tragó. Al principio ella pensó que se apartaría, pero no se movió. Se quedó allí, dejándola abrazarlo.
—¿Tu viste cómo mi padre se deshizo de mí? ¿Cómo le pagó al traficante de esclavos para que me llevara?
—Sí.
—Viví con el traficante por cinco años.
Los brazos de Zarek se apretaron alrededor de ella como si apenas pudiera soportar admitir eso ante ella. —No puedes imaginar cómo me trataron. Lo que me vi forzado a limpiar.
—Todos los días cuándo me despertaba, maldecía por encontrarme todavía vivo. Todas las noches rezaba para morir mientras dormía. Nunca tuve un solo sueño de escapar de esa vida. La idea de escapar no se te ocurre cuando has nacido esclavo. El pensamiento de que no merecía lo que me hicieron nunca se introdujo en mi mente. Era lo que yo era. Todo lo que conocía. Y no tenía esperanza de que alguien me comprara para sacarme de allí. Cada vez que un cliente entraba y me veía, oía sus bruscas inspiraciones de aire. Veía las confusas sombras de sus horrorizados gestos de desprecio.
Los ojos de Astrid se llenaron de lágrimas. Él era un hombre tan bien parecido que cualquier mujer mataría por tenerle, y aún así su apariencia había sido brutalmente arruinada. Sin otra razón más que la crueldad.
Nadie debería ser baldado y degradado como él lo había sido.
Nadie.
Ella presionó sus labios en su frente, peinando su pelo con los dedos hacia atrás mientras él continuaba confiándole lo qué ella estaba segura nunca había confiado a otro ser viviente.
No había emoción en su voz. La única pista del dolor que él sentía era la tensión de su cuerpo. El hecho de que él aún tenía que dejarla ir.
—Un día una bella señora entró –murmuró él. —Tenía a un soldado romano como escolta. Ella se quedó parada en la entrada vistiendo un peplo azul oscuro. Su pelo era tan negro como el cielo de medianoche, su piel era tersa e inmaculada. No la podía ver muy claramente, pero oía a los otros esclavos murmurando acerca de ella y sólo hacían eso cuando la mujer era verdaderamente excepcional.
Una apuñalada de celos traspasó a Astrid.
¿La había amado Zarek?
—¿Quién era ella? —preguntó.
—Solo otra mujer de la nobleza, queriendo un esclavo.
La respiración de Zarek caía contra su cuello mientras él jugueteaba con una hebra de su pelo entre sus dedos callosos. La ternura de ese gesto no le pasó desapercibida a ella.
—Ella se acercó a la celda donde estaba limpiando los orinales –dijo él. —Yo no me atreví a mirarla y luego la oí decir, 'quiero éste'. Asumí que ella se refería a uno de los otros hombres. Pero cuando vinieron por mí, me quedé sin habla.
Astrid sonrió tristemente. —Ella reconocía algo bueno cuando lo veía.
—No –dijo él agudamente. —Ella quería que un criado le advirtiera a ella y a su amante cuando su marido volvía a casa inesperadamente. Quería a un esclavo que fuese leal a ella. Uno que le debiera todo. Era la criatura más miserable de allí y ella nunca dejó de recordármelo. Una palabra de ella y me habrían devuelto directamente a mi infierno.
Él se apartó de ella.
Ella extendió la mano para encontrarlo sentado al lado de ella. —¿Lo hizo?
—No. Ella me conservó a pesar de que su marido se ponía lívido en mi presencia. Él no podía soportar verme. Era tan repugnante. Lisiado. Medio ciego. Tenía cicatrices tan feas que los niños solían llorar cuando me veían. Las mujeres se quedaban sin aliento y desviaban sus ojos, luego se apartaban de mi camino, asustadas de que en mi condición las pudiera rozar.
Astrid se estremeció ante lo que él describía. —¿Cuánto tiempo la serviste?
—Seis años. Fui completamente leal a ella. Habría hecho cualquier cosa que ella me pidiera.
—¿Ella era amable contigo?
—No. No realmente. Ella no era más que amable. No quería tener que mirarme más que cualquier otro lo querría. Así es que me mantenía oculto en una celda pequeña, y sólo me sacaba siempre que su amante llegaba a visitarla. Permanecía en la entrada y escuchaba si los guardias saludaban a su Señor. Cuando él regresaba y ellos estaban juntos, corría a su cuarto y golpeaba en la puerta para advertirlos.
Eso explicaba bastante acerca de su muerte. —¿Es así cómo moriste? ¿Te atrapó su señor advirtiéndoles?
—No. Ese día, fui a la puerta para advertirla, pero cuando logré llegar oí que lloraba de dolor, diciéndole a su amante que dejara de lastimarla. Me apresuré a entrar y lo encontré golpeándola. Traté de alejarlo de ella. Pero se volvió contra mí. Él finalmente oyó a su marido afuera y se fue. Ella me dijo a mí que saliera también y lo hice.
Zarek se quedó callado mientras el recuerdo de ese día lo desgarraba nuevamente. Él todavía podía ver la pequeña celda que era su cuarto. Oler el hedor de la celda y el de su cuerpo herido. Sentir el dolor en su cara y cuello en donde Arkus lo había golpeado repetidamente mientras él trataba de alejar al soldado lejos de Carlia.
El soldado le había propinado una paliza tan fuerte que él había esperado que lo matara. Había estado tan lastimado y arruinado después que apenas podía moverse, apenas respirar, mientras cojeaba de regreso al hueco dónde Carlia lo mantenía.
Zarek había estado sentado sobre el piso, clavando los ojos en la pared, esperando con ilusión que su cuerpo dejara de doler.
Luego la puerta se había abierto.
Él había visto la imagen poco definida del marido de Carlia, Theodosius, mirándolo con una cruda furia deformándole la cara.
Al principio Zarek había asumido inocentemente que el senador se había enterado de la infidelidad de su esposa y su parte en advertirla cuando él volvía a casa.
No había sido así.
—¡Cómo te atreves! —Theodosius lo había levantado tomándolo del pelo y lo había arrojado de la celda. El hombre lo había golpeado y pateado a través del patio de la casa durante todo el camino hacia el cuarto de Carlia.
Zarek se había desparramado en su dormitorio, justamente a unos metros de ella. Él yació en el piso, golpeado y ensangrentado, estremeciéndose, sin idea de por que él había sido atacado esta vez.
Indefenso, esperó que ella dijera algo.
Su cara amoratada estaba cenicienta, estaba parada allí como una reina andrajosa, apretando firmemente a su cuerpo devastado su túnica ensangrentada y desgarrada.
—¿Este el que te violó? —preguntó Theodosius a su esposa.
La boca de Zarek se quedó seca ante la pregunta. No, él no debía haber oído correctamente.
Ella lloró incontrolablemente mientras su sierva trataba de confortarla. —Sí. Él me hizo esto.
Zarek se atrevió a levantar la mirada hacia Carlia, incapaz de creer su mentira. Después de todo lo que él había hecho por ella...
Después de la paliza que él había recibido de su amante por protegerla. ¿Cómo le podía hacer esto a él?
—Mi señora...
Theodosius cruelmente lo pateó en la cabeza, cortando el resto de sus palabras. —Silencio, perro sin valor —. Él se volvió contra su esposa.
—Te dije que debías haberlo dejado en el pozo negro. ¿Vez lo qué sucede cuándo sientes lástima por criaturas como esta?
Luego Theodosius había llamado a sus guardias.
Zarek había sido inmediatamente sacado del cuarto, y llevado a las autoridades. Había tratado de protestar su inocencia, pero la justicia romana seguía un principio básico: Culpable hasta probar lo contrario.
Su palabra como esclavo no era nada comparada con la de Carlia.
En el transcurso de una semana, los jueces romanos consiguieron, mediante torturar, una completa confesión de él.
Él habría dicho cualquier cosa para detener la dolorosa tortura.
Él nunca había conocido más dolor que él vivido en esa semana. Ni siquiera la crueldad de su padre podía igualarse a los instrumentos del gobierno romano.
Y así es que él había sido condenado. Él, un virgen que nunca había tocado la carne de una mujer de ninguna forma, iba a ser ejecutado por violar a su dueña.
—Me arrastraron desde mi celda y me llevaron atravesando la ciudad, donde todo el mundo estaba congregado para escupirme –murmuró él inexpresivamente al oído de Astrid. —Me abuchearon y lanzaron comida podrida, llamándome cada nombre que puedas imaginar. Los soldados me desataron del carro y me arrastraron al centro de la multitud. Trataron de pararme, pero mis piernas estaban quebradas. Finalmente, me dejaron allí sobre mis manos y rodillas a fin de que la multitud pudiera apedrearme. Sabes, todavía puedo sentir las rocas lloviendo sobre mi cuerpo. Oírlos diciéndome que muriera.
Astrid luchaba por respirar cuando terminó su historia.
—Estoy tan apenada, Zarek —murmuró ella, sufriendo por él.
—No seas condescendiente –gruñó él.
Ella se apoyó en él y presionó sus labios contra su mejilla. —Créeme, no lo soy. Nunca sobreprotegería a alguien con tu fuerza.
Él trató de apartarse de ella, pero lo sujetó con fuerza. —No soy fuerte.
—Sí lo eres. No sé cómo has soportado el dolor de tu vida. Siempre me he sentido sola, pero no en tu forma.
Él se relajó un poco mientras ella se apoyaba contra su lado. Deseaba poder verlo ahora. Ver las emociones en sus oscuros ojos.
—Sabes, no estoy realmente loco.
Ella sonrió. —Sé que no lo estas.
Él dejó escapar un largo, cansado suspiro. —¿Por qué no te fuiste con Jess cuando tuviste la oportunidad? Podrías estar a salvo ahora.
—Si te dejo antes de que el juicio se haya terminado, entonces los Destinos te matarán.
—¿Y qué?
—No quiero que mueras, Zarek.
—Continúas diciendo eso y todavía no sé por qué.
Porque te amo. Las palabras se atascaron en su garganta. Ella quería desesperadamente tener el valor de decirlo en voz alta, pero sabía que él no lo aceptaría.
No su Príncipe Encantado.
Él gruñiría y la apartaría a la fuerza porque en su mente tal cosa no existía.
Él no lo entendería.
Ella no sabía si alguna vez él lo haría.
Astrid quería abrazarlo. Consolarlo.
Pero sobre todo, quería amarlo. De un modo que la hacia sufrir y volar al mismo tiempo.
¿Zarek alguna vez permitiría a ella o a cualquiera, amarlo?
—¿Qué puedo decirte para que me creas? –respondió ella. —Te reirías si dijese que me preocupo por ti. Te enojarías si dijese que te amo. Así que dime por qué no quiero que mueras.
Ella sintió los músculos de su mandíbula moviéndose debajo de su mano. —Desearía poder sacarte de aquí, Princesa. No es necesario que estés conmigo.
—No, Zarek, no es necesario. Pero quiero estar contigo.
Zarek se sobresaltó al escuchar las palabras más bellas que había oído alguna vez en su vida.
Ella lo asombraba. No había paredes entre ellos ahora. Ningún secreto. Ella lo conocía de una forma como nadie en toda su vida.
Y ella no lo rechazaba.
No la entendía. –Ni siquiera yo quiero estar conmigo la mayoría de las veces. ¿Por qué tu sí?
Ella le dio un empellón. —Juro que eres como un niño de tres años. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué es el cielo azul? ¿Por qué estamos aquí? ¿Por qué mi perro tiene pelo? Algunas cosas sólo son, Zarek. No tienen que tener sentido. Acéptalo.
—¿Y si no puedo?
—Entonces tienes peores problemas que Thanatos queriendo matarte.
Él pensó sobre eso por un memento. ¿Podría aceptar lo que le ofrecía?
¿Se atrevería?
Él no sabía como ser un amigo. No sabía como reírse de placer o ser simpático.
Para un hombre que tenía dos mil años de edad, realmente sabía muy poco acerca de la vida.
—Dime, Princesa. Honestamente. ¿Cómo vas a juzgarme?
Ella no dudó en responder. —Voy a absolverte si puedo.
Él se rió amargamente. —Fui condenado por algo que no hice y absuelto por lo que sí hice. Hay algo incorrecto en eso.
—Zarek...
—¿Y aceptarán tu fallo ahora? –preguntó él, interrumpiéndola. —No eres exactamente imparcial, no?
—Yo... —. Astrid hizo una pausa al considerarlo. —Lo aceptarán. Sólo tenemos que encontrar la manera de probarles que no es peligroso que estés con otras personas.
—No suenas muy segura acerca de eso, Princesa.
Ella no lo estaba. Ni siquiera una vez en toda eternidad ella había contravenido el juramento de imparcialidad.
Con Zarek, sí.
—Acuéstate, Zarek –dijo ella, tirando de su hombro. —Ambos necesitamos descansar.
Zarek hizo como le dijo. Para su desazón y deleite, ella colocó su cabeza en su pecho y se acurrucó cerca.
Él nunca había sostenido a una mujer de esta forma y se encontró pasando su mano a través de su largo cabello rubio. Esparciéndolo sobre su pecho. Él inclinó su cabeza a fin de poder mirarla.
Ella tenía cerrados los ojos y ociosamente trazaba círculos en su pecho, alrededor de su pezón, el cual estaba duro y erecto debajo de su camisa negra de jersey.
Sentía una cercanía a ella que era indescriptible. Cómo desearía poder quedarse así por siempre.
Pero los sueños y las esperanzas eran tan ajenos a él como el amor y la bondad.
A diferencia de ella, él no veía un futuro.
Sólo veía su muerte claramente en su mente.
Aún si Thanatos no lo mataba, no tenía sentido desear querer estar con Astrid.
Ella era una diosa.
Él era un esclavo.
Él no tenía lugar en su mundo más del que tenía en el reino de los mortales.
Solo. Él siempre estaba solo. Y se quedaría de ese modo.
No tenía importancia si sobrevivía a Thanatos. Él viviría sólo para verla segura.
Suspirando, cerró los ojos y se forzó a sí mismo a dormir otra vez.
Astrid escuchó a Zarek cuando se durmió. Su mano enterrada en su pelo, y aún inconsciente, se aferraba a ella como si estuviese asustado de dejarla ir.
Ella deseó poder entrar en su cabeza otra vez. Deseó un momento en donde pudiera mirarse en sus ojos negros como la medianoche y ver la belleza de su oscuro guerrero.
Pero no era su cara o su cuerpo lo que la hacía arder.
Era el hombre que estaba dentro de su corazón maltratado y herido. El que podía crear poesía y arte. El que escondía su vulnerabilidad detrás de respuestas punzantes y mordaces.
Y ella lo amaba. Aún cuando era malhumorado y molesto. Aun cuando él estaba enojado.
Pero por otra parte, ella entendía esa parte de él.
¿Cómo podía alguien soportar tanto dolor y no quedar marcado por eso?
¿Y qué sería de él ahora?
Aún si ella lograba que se aceptara su fallo, dudaba que Artemisa lo dejara salir de Alaska alguna vez.
Él estaría atrapado aquí por siempre.
Ella tembló al pensar en su aislamiento.
¿Y qué pasaba con ella?
¿Cómo podía regresar a su vida sin él? A ella realmente le gustaba estar con él. Él era divertido de un muy agudo modo.
—¿Astrid?
Ella levantó la cabeza, asombrada del sonido de su nombre en sus labios. Era la primera vez que lo pronunciaba fuera de sus sueños. Ella no se había percatado que él estaba despierto.
—¿Sí?
—Haz el amor conmigo.
Ella cerró los ojos y saboreó esas palabras tanto como había saboreado su nombre.
Traviesamente, ella arqueó una ceja. —¿Por qué?
—Porque necesito estar dentro de ti ahora mismo. Quiero sentirme unido a ti.
Su garganta se contrajo ante sus palabras. ¿Cómo podía negarle alguna vez una petición tan simple?
Astrid se enderezó en sus rodillas, y montó a horcajadas sus caderas. Él ahuecó su cara entre sus manos y la jaló hacia abajo para un beso abrasador.
Ella nunca había imaginado que un hombre podía ser así. Tan duro y a la vez tan tierno.
Astrid mordisqueó sus labios y barbilla con los dientes. —Deberías estar descansando.
—No quiero descansar. Rara vez duermo, de cualquier manera.
Ella sabía que era cierto. El único momento en que él había dormido más que un par de horas de un tirón fue cuando lo había drogado. A juzgar por lo que había visto en sus sueños y lo que había dicho M'Adoc, entendía perfectamente por qué.
Y en su corazón ella quería consolarlo.
Se quitó la camisa sobre su cabeza.
Zarek tragó ante la vista de su piel y pechos desnudos. Él se hinchó debajo de ella. Sólo habían pasado unas pocas horas desde que habían tenido sexo.
No, ella no había tenido sexo.
Eso era por lo que él necesitaba sentirla ahora. Él deseaba desesperadamente sus manos en su carne. Su cuerpo desnudo contra el de él.
Porque ellos no habían tenido sólo sexo. Lo que compartieron era mucho más que eso. Era básico, primitivo y sublime.
¿Qué le había hecho ella?
Pero entonces lo supo.
Ella había hecho lo imposible. Ella se había deslizado dentro de su muerto corazón.
Sólo Astrid lo hacía arder. Lo hacía desear.
Lo hacía humano.
En sus brazos, había descubierto su humanidad. Inclusive, su alma perdida.
Ella significaba algo para él y él al menos podía pretender que significaba algo para ella.
Él estiró la mano para abrir lentamente la cremallera de sus pantalones a fin de poder deslizar su mano en sus rosadas bragas de algodón y hundir sus dedos en su húmedo calor. Todavía lo asombraba que ella lo dejara tocarla de esta forma.
Concedido, las mujeres habían sido mucho más receptivas con él como un Cazador Oscuro que cuando era un humano, pero no lo habían cambiado. Él las había evitado, sabiendo que la única razón por lo que se sentían atraídas era porque Acheron había reparado su cuerpo. Así es que él le había gruñido a aquellas que se le habían ofrecido y sólo había tomado a un puñado de ellas cuando se había cansado de sacudirse con fuerza a sí mismo.
Pero al final, no habían significado nada para él. Él ni siquiera podía recordar algunas de sus caras.
Astrid gimió mientras él la acariciaba.
—Zarek —murmuró, su respiración cayendo suavemente sobre su mejilla. —Amo la sensación de tus manos en mi cuerpo.
—¿Aún si soy un esclavo y tu una diosa?
—No soy ninguna diosa como tú tampoco eres un esclavo.
Él comenzó a contradecirla, luego se detuvo. No quería que nada echara a perder este momento. Este podría ser el último momento que él tuviera con ella.
Thanatos podía atravesar la puerta en cualquier momento para matarlo, y si él tenia que morir, entonces quería un momento de felicidad.
Y ella lo hacía feliz. De un modo que nunca hubiera creído posible.
Cuando estaba con ella, parecía que algo dentro de él quería volar. Reír.
Él estaba completamente caliente.
—Sabes –murmuró ella, —creo que estaba equivocada más temprano. Creo que me has convertido en una ninfo.
Zarek sonrió y separó su mano de ella a fin de poder abrir su cremallera y liberarla de sus pantalones. Los bajó de un empujón por sus piernas hasta las rodillas, pero no quería moverla a ella para quitarlos completamente.
Él la levantó y luego la colocó sobre él.
Gimieron al unísono.
Era tan erótico verla desnuda sobre él mientras él estaba todavía en su mayor parte vestido. Él levantó sus caderas del piso, empujándose profundamente en su interior mientras pasaba sus manos sobre sus pechos desnudos.
Astrid jadeó al sentir la dureza de Zarek dentro de ella. Ella había empujado su camisa hacia arriba por lo que su estómago musculoso estaba desnudo, pero él estaba casi completamente vestido. Sus pantalones de cuero rozaban contra sus muslos con cada movimiento que él hacía.
Sus manos la dejaron.
Unos pocos segundos más tarde, ella sintió su parka suave de piel contra su piel desnuda mientras él la envolvía a su alrededor.
—No quiero que tengas frío —explicó él quedamente.
Ella le sonrió, emocionada por su consideración. —¿Cómo podría tener frío contigo dentro de mí?
Él se levantó y la envolvió en sus brazos. Sus labios poseyeron los suyos con una pasión ardiente que la dejó débil y sin aliento.
Astrid gritó al correrse entre sus brazos.
Zarek esperó hasta que el último pequeño temblor de su orgasmo se escurriera de su cuerpo, antes de sentarse derecho, aún dentro de ella y la recostó contra el piso.
Besándola otra vez, aceleró sus embates, buscando su propia paz.
Y cuando la encontró, no cerró los ojos. Bajó la mirada hacia la mujer que se le había entregado.
Ella yacía bajo él, respirando trabajosamente, sus ojos ciegos, su toque encantado.
Él supo entonces que no había nada que él no hiciera por ella. Si ella se lo pidiera, él atravesaría caminando los fuegos del infierno sólo para hacerla sonreír.
Él maldijo ante el pensamiento.
—¿Zarek?
Él apretó los dientes al apartarse de ella. —¿Qué?
Ella tomó su barbilla en su mano y le volteó la cara hacia la de ella, luego lo besó ferozmente. —No te atrevas a alejarte de mí.
No podía respirar al sentirla con cada fibra de su ser. Su desnudo trasero estaba húmedo contra su ingle, su piel fría en contra de la de él.
Pero era el calor de sus labios y su respiración lo que lo calentaban.
El fuego de su intrépida voluntad. Ardía a través de él, arrancado siglos de soledad y dolor.
—“Tu sabes... mi flor” –susurró él. –“Yo soy responsable por ella” —la besó tiernamente. –“Ella ni siquiera tiene cuatro espinas para protegerse a sí misma de cualquier daño”.
Astrid escuchó como él citaba a El Principito. —¿Por qué te amas tanto ese libro? –le preguntó.
—Porque quiero oír las campanas cuando contemplo el cielo. Quiero reírme, pero no sé cómo.
Sus labios se estremecieron de tristeza. Esa era la lección del libro. Era para recordar a las personas que era bueno interesarse y que una vez que dejabas entrar a alguien en tu corazón, no estabas nunca realmente solo. Inclusive la cosa más sencilla, como contemplar el cielo, podría traer consuelo, aún cuando el que amabas estuviera lejos. —¿Y si te enseño a reír?
—Estaría domesticado.
—¿Lo estarías? ¿O serías la oveja que tiene un bozal sin correa y que come la rosa cuando se supone que no debe hacerlo? En cierta forma pienso que aún domesticado, estarías fuera de control.
Astrid sintió la cosa más notable en ese momento. Los labios de Zarek se fruncieron bajo su mano.
—¿Estás sonriendo?
—Estoy sonriendo, Princesa. Pero no ampliamente. Sin dientes.
—¿O colmillos?
—O colmillos.
Ella se inclinó hacia adelante y lo besó otra vez. —Apuesto que eres devastador cuando sonríes.
Él gruñó ante eso, luego la ayudó a vestirse.
Astrid se arrimó a él otra vez a fin de poder oír el latido de su corazón. Amaba ese sonido, la percepción de su fuerza bajo ella.
Si bien sus vidas estaban corriendo peligro, se sentía raramente segura aquí.
Con él.
O así lo pensaba.
En la quietud, oyó una extraño sonido como de arañazos por encima de ellos.
Zarek se sobresaltó.
—¿Qué es eso? –murmuró ella.
—Alguien esta arriba, en mi cabaña.
El horror la consumió. —¿Crees que es Thanatos?
—Sí.
Él la apartó amablemente y la paró contra la pared. Aterrada, ella permaneció perfectamente quieta mientras escuchaba sus movimientos y los de arriba.
Zarek agarró una granada, luego lo reconsideró. Lo último que él quería era quedarse atrapado bajo tierra. Él se puso encima su conjunto de repuesto de garras de plata que cubría cada dedo de su mano izquierda, y se movió por el pasillo hacia la puerta trampa que estaba debajo de la estufa a leña.
Él oyó el ruido de ligeros pasos por encima de él.
Luego una maldición.
Repentinamente, hubo silencio otra vez.
Zarek se esforzó, desesperado por oír quien estaba allí y lo que estaban haciendo.
Un temblor extraño bajó por su columna vertebral mientras el aire se movía detrás de él.
Él se dio esperando ver a Astrid.
No era ella.
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