—¿Eras ciego? —preguntó Astrid.
Zarek no contestó. No podía creer que se le escapara. Era algo de lo que nunca había hablado, ni siquiera con Jess.
Sólo Acheron lo sabía y Acheron, agradecidamente, había guardado el secreto.
Reacio a visitar su pasado otra vez esta noche y el dolor que lo esperaba allí, Zarek dejó la sala y regresó a su cuarto donde cerró la puerta y así, en paz, se puso a esperar a que pasara la tormenta.
Al menos estando solo no tenía que preocuparse por traicionarse a sí mismo o lastimar a alguien.
Pero mientras se sentaba en la silla, no eran las imágenes del pasado las que lo perseguían.
Era el perfume de rosas y madera, los pálidos ojos claros de una mujer.
El recuerdo de su mejilla suave y fría bajo sus dedos. Su húmedo y desordenado pelo que enmarcaba unos rasgos que eran femeninos y atractivos.
Una mujer que no se sobresaltaba con él o se acobardaba.
Era asombrosa y sorprendente. Si él fuera otra persona, entonces regresaría a la sala en donde estaba sentada con su lobo y la haría reír. Pero no sabía como hacer reír a las personas. Podía reconocer el humor, más especialmente la ironía, pero no era el tipo de hombre que hacía chistes o producía sonrisas en otras personas. Especialmente no en una mujer.
Eso no lo había molestado antes.
Esta noche sí.
—¿Es culpable?
Astrid escuchó la voz de Artemisa en su cabeza. Todas las noches desde que Zarek había sido traído a la casa, Artemisa la había fastidiado con aquélla pregunta una y otra vez, hasta que se sintió como Juana De Arco siendo atormentada por voces.
—Todavía No, Artemisa. Se acaba de despertar.
—Bien, ¿qué es lo que te lleva tanto tiempo? Mientras él vive, Acheron tiene los nervios de punta y yo positivamente odio cuando él esta inquieto. Júzgalo como mala persona ya.
—¿Por qué quieres tanto que Zarek muera?
El silencio descendió. Al principio pensó que Artemisa la había dejado, así que cuando la respuesta vino, la sorprendió. —A Acheron no le gusta ver sufrir a nadie. Especialmente no a uno de sus Cazadores Oscuros. En tanto Zarek viva, Acheron sufre, y a pesar de lo que Acheron piensa, no me gusta verlo sufrir.
Astrid nunca se había imaginado que Artemisa pudiera decir tal cosa. La diosa no era exactamente conocida por su bondad o compasión, o por pensar en alguien aparte de sí misma.
—¿Amas a Acheron?
La voz de Artemisa era cortante cuando le contestó, —Acheron no es de tu incumbencia, Astrid. Sólo Zarek lo es, y juro que si pierdo más de la lealtad de Acheron por esto, estarás muy apenada por eso.
Astrid se puso rígida ante la amenaza y el tono hostil. Haría falta más que Artemisa para lastimarla, y si la diosa quería una pelea, entonces era mejor que estuviera preparada.
A ella no le podría gustar más su trabajo, pero Astrid lo tomaba en serio y nadie, especialmente Artemisa, iba a intimidarla para dar un veredicto prematuro.
—¿Si juzgo a Zarek antes de tiempo, no piensas que Acheron se enojará y demandará un re—juzgamiento?
Artemisa hizo un ruido grosero.
—Además, le dijiste a Acheron que no interferirías, Artemisa. Le hiciste jurar que él no me contactaría para tratar de influenciar mi veredicto y aún así estas aquí, tratando de hacer eso. ¿Cómo piensas que reaccionará si le cuento de tus acciones?
—Bien –resopló ella. —No te incomodaré otra vez. ¡Pero encárgate ya!
Sola finalmente, Astrid se sentó en la sala, considerando lo próximo que debía hacer, cómo podía empujar a Zarek para ver si explotaba otra vez y se volvía más violento.
Había atacado a su casa, pero no a ella. Sasha lo había atacado, y aunque él había lastimado al lobo, el lobo lo había lastimado mucho más. Había sido una pelea justa entre ellos y Zarek no había tratado de matar a Sasha por atacarlo. Se había sacado al lobo de encima y luego lo había dejado solo.
En lugar de buscar venganza en Sasha, Zarek le había dado agua.
El peor delito de Zarek hasta ahora era su actitud hostil y el hecho de que tenía una presencia verdaderamente atemorizante. Pero hacía cosas amables que eran contrarias a su mal carácter.
Su sentido común le decía que hiciera lo que decía Artemisa, declararlo culpable y marcharse.
Su instinto le decía que esperara.
Siempre que no se encolerizara con ella o Sasha, seguiría adelante.
Pero si alguna vez los atacaba, entonces ella estaría fuera de la puerta y él estaría frito.
—Los hombres inocentes no existen.
Astrid dejó escapar un suspiro de cansancio. Le había dicho eso a su hermana Atty la última vez que había hablado con ella. Parte suya honestamente creía en eso. Ninguna vez, en todos estos siglos, había encontrado a alguien inocente. Cada hombre que alguna vez había juzgado le había mentido.
Todos ellos habían tratado de engañarla.
Algunos habían tratado de sobornarla.
Algunos habían tratado de escaparse.
Algunos habían tratado de golpearla.
Y uno había tratado de matarla.
Ella se preguntaba en cuál categoría caería Zarek.
Inspirando profundamente para fortificarse, Astrid se levantó y fue a su habitación para buscar entre las ropas que Sasha traía puestas cuando estaba en su forma humana.
—¿Qué estas haciendo? —preguntó Sasha mientras se unía a ella.
—Zarek necesita ropas –dijo ella en voz alta sin pensar.
Sasha mordió sus manos, y con su nariz metió sus ropas en la canasta al fondo del armario. —Él puede ponerse las suyas. Estas son mías.
Astrid las sacó. —Vamos, Sasha, sé amable. No tiene ropas aquí y las que lleva puestas están harapientas.
—¿Y?
Ella buscó entre los pantalones y las camisas, deseando poder verlas. —Eras tú el que se quejaba de tener que mirar a un hombre desnudo. Pensé que preferirías ver alguna ropa sobre él.
—También me quejo acerca del hecho que tengo que orinar afuera y comer en recipientes, pero no te veo dejándome usar el cuarto de baño o la vajilla estando él alrededor.
Ella negó con la cabeza. —¿Podrías parar? Te quejas como una vieja —. Recogió un suéter pesado.
—No –protestó Sasha. —No el suéter Borgoña. Ese es mi favorito.
—Sasha, te lo juro. ¡Eres tan caprichoso!
—Y ese es mi suéter. Devuélvelo.
Ella se levantó para llevárselo a Zarek.
Sasha la siguió, quejándose todo el camino.
—Te compraré uno nuevo, —prometió ella.
—No quiero a uno nuevo. Quiero "ese".
—No lo estropeará.
—Sí lo hará. Mira sus ropas. Están arruinadas. Y no quiero que su cuerpo toque algo que yo uso. Lo contaminará.
—Oh, Dios mío, Sasha. No seas niño. Tienes cuatrocientos años de edad y estás actuando como un cachorro. No es como si tuviera piojos o algo.
—¡Sí los tiene!
Ella miró encolerizadamente hacia su pierna donde lo podía sentir. Él agarró el suéter con sus dientes y se lo sacó de las manos.
—¡Sasha! —ella chasqueó en voz alta, corriendo tras él. —Dame ese suéter o juro que te veré castrado.
El lobo corrió a través de la casa.
Astrid fue tras él tan rápido como podía. Confiaba en su memoria respecto de donde estaban las cosas.
Alguien había movido la mesa de café. Siseó cuando su pierna se golpeó con la esquina de esta y perdió el equilibrio. Extendió la mano para refrenarse, pero solo sintió el mantel deslizarse. Se inclinó bajo su peso.
La parte superior de vidrio cayó de costado, echando a volar las cosas.
Algo golpeó su cabeza y se hizo pedazos.
Astrid se congeló, asustada de moverse.
No sabía qué había roto, pero el sonido había sido inconfundible.
¿Dónde estaba el vidrio?
Su corazón martillaba, maldijo su ceguera. No se atrevía a moverse por miedo de cortarse.
—¿Sasha? —preguntó.
Él no contestó.
—No te muevas —. La voz dominante, profunda de Zarek tembló por su columna vertebral.
La siguiente cosa que supo fue que dos brazos fuertes la levantaban del piso con una facilidad que era verdaderamente aterradora. La acunó contra un cuerpo que era roca dura y carne fibrosa. Uno que se ondeaba con cada movimiento que él hacia mientras la guiaba fuera de la sala.
Ella le puso los brazos alrededor de sus anchos, masculinos hombros, que se endurecieron en reacción a su contacto. Su respiración cayó contra su cara, haciendo que su cuerpo entero se derritiese.
—¿Zarek? —preguntó tentativamente.
—¿Hay alguien más en esta casa que te pueda cargar, del cual necesito saber su existencia?
Ignoró su comentario sarcástico mientras la llevaba a la cocina y la colocaba sobre una silla.
Ella perdió su calor instantáneamente. Le produjo un dolor extraño en el pecho que ni esperaba ni entendía.
—Gracias —dijo ella quedamente.
Él no respondió. En lugar de eso, lo oyó salir del cuarto.
Unos minutos más tarde, regresó y echó algo en el basurero.
—No sé que le hiciste a Scooby — dijo con tono casi normal, —pero ésta en una esquina echado sobre un suéter y no deja de gruñirme.
Ella ahogó el deseo de reírse ante esa imagen. —Está siendo malo.
—Sí, pues bien, de donde vengo, le pegamos a las cosas que son malas.
Astrid frunció el ceño ante las palabras y la emoción subyacente que dejaba traslucir. —Algunas veces entender es más importante que castigar.
—Y algunas veces no lo es.
—Tal vez –murmuró ella.
Zarek dejó salir el agua en el fregadero. Sonó como si se estuviera lavando las manos otra vez.
Extraño, parecía hacer eso bastante seguido.
—Recogí todo los vidrios que pude encontrar — dijo por sobre el sonido del agua corriendo, —pero el florero de cristal sobre tu mesa se hizo añicos. Deberías usar zapatos allí por unos días.
Astrid estaba extrañamente tocada por sus acciones y su advertencia. Se levantó de la silla y cruzó el piso para parase al lado de él. Si bien no lo podía ver, lo podía sentir. Sentir su calor, su fuerza.
Sentir la cruda sensualidad del hombre.
Un temblor la atravesó y bajó por su cuerpo, seduciéndola con deseo y necesidad.
Una parte extraña suya ardía por alcanzar y tocar la piel suave y tostada que la llamaba con la promesa de un calor primitivo. Aún ahora recordaba como se veía su piel. La forma en que la luz jugaba en ella.
Ella quería atraer sus labios hacia los de ella y ver que sabor tenían. Ver si él podía ser tierno.
¿O sería rudo y violento?
Astrid debería escandalizarse por sus pensamientos. Como juez, se suponía que no podía tener este tipo de curiosidad, pero como mujer, no podía evitarlo.
Había pasado bastante tiempo desde que ella hubiera sentido deseo por un hombre. En lo más profundo había todavía una parte suya que quería encontrar la bondad en la que Acheron creía.
Eso no era algo que ella tampoco había querido hacer por siglos.
La bondad de Zarek no tenía sentido. —¿Cómo supiste que te necesitaba?
—Oí el vidrio romperse y me imaginé que estabas atrapada.
Ella sonrió. —Eso fue muy dulce de parte tuya.
Presentía que él la estaba mirando. Su carne se calentó considerablemente ante el pensamiento. Sus pechos se endurecieron.
—No soy dulce, princesa. Confía en mí.
No, él no era dulce. Era duro. Espinoso y extrañamente fascinante. Como una bestia salvaje que necesitaba ser domesticada.
Si alguien alguna vez pudiera domesticar algo como él.
—Trataba de darte algunas ropas –dijo ella suavemente, tratando de recobrar el control de su cuerpo, el cuál parecía no querer responder al sentido común. —Hay más suéteres en el fondo de mi armario si quisieras tomarlos prestado.
Él se mofó mientras cerraba el agua y arrancaba una toalla de papel para secarse las manos. —Tus ropas no me quedarán, princesa.
Ella se rió. —No son mías. Pertenecen a un amigo.
Zarek no podía respirar con ella tan cerca de él. Todo lo que tenía que hacer era reclinarse hacia abajo muy ligeramente y podría besar los labios ligeramente separados.
Estirarse, y la tocaría.
Lo que verdaderamente lo asustó era cuánto él quería tocarla. Cuánto quería presionar su cuerpo contra el de ella y sentir sus curvas suaves contra las duras líneas masculinas de él.
No podía recordar en toda la vida haber deseado algo así.
Cerrando los ojos, se torturó con una imagen de lo dos desnudos. De él poniéndola sobre la encimera delante de él a fin de poder follarla hasta hacerle estallara de deseo. De deslizarse adentro y afuera de su calor hasta estar demasiado cansado para mantenerse de pie.
Demasiado sensible como para moverse.
Quería sentir el calor de su piel deslizándose contra la de él. Su respiración en su carne.
Sobre todo, quería su perfume en su piel. Para saber lo cómo se sentiría tener una mujer que no mostrara miedo o desprecio por él.
En todos estos siglos, nunca había tenido sexo con una mujer a la que no hubiera tenido que pagar. La mayoría de las veces ni siquiera había tenido eso.
Había estado solo por tanto tiempo...
—¿Dónde esta ese amigo tuyo? —preguntó con voz extrañamente grave mientras pensaba en ella con otro hombre. Le dolía de un modo que no debería.
Sasha entró en el cuarto para clavar los ojos en ellos y ladrar.
—Mi amigo está muerto –dijo Astrid sin titubear.
Zarek arqueó una ceja. —¿Cómo murió?
—Mmm, él tenía parvo.
—¿No es una enfermedad que le da a los perros?
—Sí. Fue trágico.
—¡Oye! –le dijo Sasha a Astrid. —Estoy resentido por eso.
—Compórtate o te daré parvo.
Zarek se alejó de ella. —¿Lo extrañas?
Ella miró en la dirección del ladrido de Sasha. —No, no realmente. Era una molestia.
—Te mostraré lo que es una molestia, ninfa. Sólo espera.
Astrid refrenó una sonrisa. —Entonces, ¿estas interesado en las ropas? —le preguntó a Zarek.
—Seguro.
Ella lo condujo a su cuarto.
—Eres tan malvada —Sasha gruñó. —Sólo espera. Haré que te arrepientas de esto. ¿Sabes de ese confort al que estas aficionada? Está frito. Y yo no volvería a usar mis zapatillas si fuera tú.
Ella lo ignoró.
Zarek no habló mientras lo llevaba a su habitación, la cual estaba decorada con suaves tonos de rosa. Era todo femenino y suave. Pero era el perfume en el aire lo que lo hizo arder.
Rosas y madera ahumada.
Olía como ella.
Ese perfume lo puso tan duro y rígido, que lo hizo doler. Su pene se estiró contra la áspera cremallera, rogándole que hiciera algo aparte de mirarla.
Contra su voluntad, su mirada permaneció fija en la cama. Podía imaginarla yaciendo dormida allí. Sus labios separados, su cuerpo relajado y desnudo...
El cobertor rosa pálido envuelto alrededor de sus piernas desnudas.
—Aquí tienes.
Tuvo que arrastrar su mirada de la cama al armario.
Ella se hizo para atrás para darle acceso a las ropas de hombre, que estaban dobladas pulcramente, en una canasta de lavandería. —Puedes tomar lo que quieras.
Ahora había un doble sentido en esa declaración, si es que él alguna vez oyó uno. El único problema era que lo que más quería, definitivamente no estaba en el canasto.
Zarek le agradeció, luego sacó un suéter negro de cuello vuelto gris que no debería ser muy pequeño para él. —Me cambiaré en mi habitación —dijo, preguntándose para qué se tomaba la molestia. A ella no le importaría si él dejaba la habitación o no. No era como si ella pudiera verlo o algo.
En casa él andaba medio desnudo la mayoría de las veces.
Pero eso no era civilizado, ¿no?
¿Desde cuándo eres civilizado?
Desde esta noche, parecía.
Sasha le ladró mientras salía del cuarto, luego el lobo entró corriendo al cuarto para ladrar a Astrid.
—Silencio, Sasha –dijo ella, —o te haré dormir en el garaje.
Ignorándolos, Zarek se encaminó a su cuarto para ponerse las nuevas ropas.
Cerró la puerta y dejó a un lado la ropa mientras se quedaba parado sintiéndose muy raro. Era simplemente ropa lo que ella le ofrecía. Y refugio.
Una cama.
Comida.
Miró alrededor del elegante cuarto, costosamente provisto. Se sentía perdido aquí. Inseguro de sí mismo. Nunca en su vida había experimentado algo como esto.
Se sentía humano en este lugar.
Sobre todo, se sentía bienvenido. Algo que él nunca sintió con Sharon.
Como todos los demás que él había conocido durante los siglos, Sharon hacía lo que él le pagaba para hacer. Nada más, nada menos. Siempre sintió como si se estuviera entrometiendo cada vez que se acercaba a ella.
Sharon era formal y distante, especialmente después de que había ignorado el avance que ella le hizo. Siempre sintió que había una parte de ella que estaba asustada de él. Uno parte suya que lo vigilaba, especialmente cuando su hija estaba alrededor, como si ella esperara que se saliera de control con ellas o algo por el estilo.
Siempre se había sentido insultado por eso, pero bueno, él estaba tan acostumbrado a los insultos que se había desentendido del asunto.
Pero no se sentía así con Astrid.
Ella lo trataba como si fuera normal. Haciéndole olvidar fácilmente que no lo era.
Zarek se vistió rápidamente y regresó a la sala donde Astrid estaba sentada, lateralmente sobre el sofá, leyendo un libro en Braille. Sasha estaba descansando en el sofá a sus pies. El lobo levantó la cabeza y clavó los ojos en él con lo que parecía ser odio en sus ojos gris lobuno.
Zarek, había rescatado el cuchillo de la cocina, y agarró otro pedazo de madera.
—¿Cómo terminaste con un lobo como mascota? —preguntó, sentándose en la silla próxima al fuego a fin de que pudiera lanzar las virutas de madera en la chimenea.
No sabía por qué le habló. Normalmente, no se habría tomado la molestia, pero se sentía extrañamente curioso acerca de su vida.
Astrid se estiró para acariciar al lobo a sus pies. —No estoy realmente segura. Muy parecido a ti, lo encontré herido, lo traje y lo cuidé hasta que sanó. Ha estado conmigo desde entonces.
—Estoy sorprendido que te dejara domesticarlo.
Ella sonrió ante eso. —Yo, también. No fue fácil hacerlo que confiara en mí.
Zarek pensó en eso por un minuto. –“Debes tener mucha paciencia. Te sentarás al principio un poco lejos de mí, así, en el suelo”.
La boca de Astrid se abrió sorprendida mientras Zarek continuaba citando uno de sus pasajes favoritos. Ella no podía haber estado más estupefacta si él le hubiera lanzado algo. —¿Conoces a El Principito?
—Lo he leído una o dos veces.
Más que eso para poder citarlo tan infaliblemente. Astrid se reclinó otra vez para tocar a Sasha a fin de poder mirar a Zarek.
Estaba sentado en diagonal a ella mientras tallaba. La luz del fuego jugaba en sus ojos de medianoche. El suéter negro abrazaba su cuerpo, y aunque una barba negra cubría su cara, estaba otra vez atónita de lo bien parecido que era.
Había algo casi relajante en él mientras trabajaba. Una gracia poética que guerreaba con la torsión cínica de su boca. Un aura mortífera que lo envolvía más apretado que sus jeans negros.
—Amo a ese libro –dijo ella quedamente. —Siempre ha sido uno de mis favoritos.
Él no habló. Estaba sentado allí con su pedazo de madera sostenido cuidadosamente en su mano en tanto sus largos dedos se movían con gracia sobre él. Ésta era la primera vez que el aire alrededor de él no parecía tan oscuro. Tan peligroso.
No lo llamaría tranquilo exactamente, pero no era tan siniestro como había sido antes.
—¿Lo leíste cuando eras niño? —le preguntó.
—No –dijo él quedamente.
Ella levantó la cabeza, observándolo mientras trabajaba.
Hizo una pausa, luego se giró para mirarla con ceño.
Astrid soltó a Sasha y se recostó.
Zarek no se movió mientras los observaba a ella y su perro. Había algo muy extraño aquí: Cada instinto que tenía, se lo decía. Clavó los ojos en Sasha.
Si él no lo conociera mejor...
¿Pero por qué un were-wolf estaría en Alaska con una mujer ciega? Los campos magnéticos serían muy duros tanto para un Arcadio como para un Katagari, los cuales tendrían momentos difíciles tratando de mantener una forma consistente mientras los electrones en el aire destruían su magia.
No, no era probable.
Y aún así...
Corrió la mirada de ellos hacia el reloj pequeño sobre la repisa de la chimenea. Era casi las cuatro en la mañana. Para él todavía era temprano, pero no muchos humanos tenían su horario. —¿Siempre te quedas levantada hasta tan tarde, princesa?
—Algunas veces.
—¿No tienes un trabajo para el que necesitas levantarte?
—No. Tengo dinero de la familia. ¿Qué hay acerca de ti, Príncipe Azul?
La mano de Zarek se aflojó ante sus palabras. Dinero familiar. Ella estaba aún más forrada de lo que había sospechado. —Debe ser agradable no tener que trabajar para vivir.
Astrid oyó la amargura en su voz. —¿No te gustan las personas que tienen dinero, no?
—No tengo prejuicios contra nadie, princesa. Odio a todo el mundo por igual.
Ella había oído eso acerca de él. Oído de Artemisa que él era grosero, rudo, no refinado, y que era el idiota más insoportable que Artemisa alguna vez hubiera conocido.
Viniendo de la Reina de los Insoportables, era bastante que decir.
—No contestaste mi pregunta, Zarek. ¿Qué haces para ganarte la vida?
—Esto y aquello.
—¿Esto y aquello, huh? ¿Eres un vagabundo entonces?
—¿Si te dijera que sí, me harías ir?
Aunque su tono era parejo y sin emoción, ella sentía que él esperaba su respuesta. Que había una parte de él que quería que ella lo arrojara afuera.
Una parte de él que lo esperaba.
—No, Zarek. Te lo dije, eres bienvenido aquí.
Zarek dejó de tallar y clavó los ojos en el fuego, sus palabras lo hicieron temblar inesperadamente. Pero no eran las llamas lo que él veía, era su cara. Su voz dulce resonaba profundamente en su corazón, el cual él pensaba que había muerto hacía mucho tiempo.
Nadie alguna vez le había dado la bienvenida a ningún lugar.
—Podría matarte y nadie lo sabría.
—¿Me vas a matar, Zarek?
Zarek se sobresaltó mientras los recuerdos lo desgarraban. Se vio a sí mismo caminando entre los cuerpos en su pueblo devastado. La vista de ellos con sus gargantas sangrando, sus casas ardiendo...
Se suponía que los tenía que proteger.
En lugar de eso, los había matado a todos.
Y aun no sabía por qué. No recordó nada excepto la furia que lo había poseído. La necesidad que había sentido por sangre y expiación.
—Espero que no, princesa —él murmuró.
Levantándose, regresó a su cuarto y cerró la puerta.
Sólo esperaba que ella hiciera lo mismo.
Horas más tarde, Astrid escuchó la respiración pesada de Zarek cuando se quedó dormido. La casa estaba quieta ahora, a salvo de su furia. El aire había perdido su aura diabólica y todo estaba calmo, tranquilo, excepto para el hombre, quien parecía estar en la angustia de una pesadilla.
Ella estaba exhausta, pero no tenía ganas de dormir. Tenía muchas preguntas en su cabeza.
Cómo deseaba poder hablar con Acheron acerca de Zarek y preguntarle acerca del hombre que él creía que valía la pena salvar. Pero Artemisa había estado de acuerdo con esta prueba sólo si Acheron permanecía completamente fuera de ella y no hacía nada para influenciar el veredicto. Si Astrid trataba de hablar con Acheron, entonces Artemisa terminaría la prueba y mataría a Zarek inmediatamente.
Debía haber otra manera para enterarse de algo de su invitado.
Ella miró a Sasha que estaba durmiendo como un lobo sobre su cama. Los dos se conocían desde hacía siglos. Era apenas un cachorro cuando su patria había firmado pelear con la diosa egipcia Bast contra Artemisa.
Una vez que la guerra entre las diosas terminó, Artemisa había demandado que se juzgara a todos los que habían peleado contra ella. Lera, la media hermana de Astrid, había sido enviada y había declarado a todos culpables, excepto a Sasha, quien había sido demasiado joven para ser responsabilizado por seguir el liderazgo de los otros.
Su propia manada se había vuelto contra él instantáneamente, pensando que los había traicionado por la absolución, si bien sólo tenía catorce años. En el mundo Katagaria, los instintos animales y las reglas eran supremas. La manada era un todo unificado y cualquiera que amenazaba a la manada era sacrificado, aún si era uno de ellos.
Casi lo habían matado. Pero afortunadamente, Astrid lo había encontrado y lo había cuidado hasta sanarlo, y aunque él verdaderamente odiaba a los dioses olímpicos, era usualmente tolerante, sino cariñoso con ella.
Él podía irse en cualquier momento, pero no tenía ningún lugar donde ir. Los Arcadios Were-Hunters lo querían muerto porque él una vez había estado con los Cazadores Katagaria que se habían vuelto en contra de los dioses olímpicos, y los Cazadores lo querían muerto porque pensaban que los había traicionado.
Su vida era precaria en el mejor de los casos, incluso ahora.
En aquel entonces, había sido una fiera y había estado aterrorizado de ser hecho pedazos por su gente.
Así siglos atrás, los dos habían formado una alianza que los beneficiaba a ambos. Ella evitaba que los demás lo mataran mientras era un cachorro y él la ayudaba cada vez que ella estaba sin ver.
Con el paso del tiempo, se habían hecho amigos y ahora Sasha permanecía con total lealtad hacia ella.
Sus poderes mágicos Katagari eran por lejos más fuertes que los de ella y él a menudo los usaba a su pedido.
Consideró eso ahora. Los Katagaria podían viajar a través del tiempo...
Pero sólo con limitaciones. No, ella necesitaba algo que garantizara que ella estaría aquí antes de que Zarek se despertase.
En momentos como este, deseaba ser una diosa plena y no una ninfa. Los dioses tenían poderes que podían...
Ella sonrió ante el golpe de una idea.
—M'Adoc –dijo ella suavemente, convocando a uno de los Oneroi. Eran los dioses de los sueños que mantenían dominio sobre Phantosis, el reino de sombra entre el consciente y el subconsciente.
El aire alrededor de ella titiló con energía invisible, poderosa, que ella podía sentir mientras el Oneroi aparecía.
Midiendo cerca de 2 metros diez, M'Adoc la dejaba como una enana, algo que sabía por experiencia. Si bien ella no lo podía ver ahora mismo, sabía exactamente que aspecto tenía. Su pelo negro sería tan oscuro que apenas reflejaría la luz y sus ojos eran de un azul tan pálido que se verían casi incoloros y parecerían que resplandecían.
Como todos los de su tipo, él era tan bien parecido que para aquellos que podían ver, era difícil hasta poder mirarlo.
—Primita –dijo él con voz cargada de electricidad y seducción y falta de emoción ya que las emociones estaban prohibidas para los Oneroi. —Ha pasado tiempo. Al menos trescientos o cuatrocientos años.
Ella inclinó la cabeza asintiendo. —He estado ocupada.
Él se estiró para tocar su brazo a fin de que ella supiera dónde estaba parado. —¿Qué necesitas?
—¿Sabes algo acerca del Cazador Oscuro Zarek? —. Los Oneroi eran a menudo los que curaban a los Cazadores Oscuros, tanto físicamente como mentalmente. Ya que los Cazadores Oscuros eran creados de personas que habían sido abusadas o violadas, un Dream Hunter era a menudo asignado para los recién creados Cazadores Oscuros para ayudarlos a cicatrizar mentalmente a fin de que pudieran funcionar en el mundo sin lastimar a otros.
Una vez que el Cazador Oscuro estaba sano mentalmente, el Dream Hunter lo llevaba a través del tiempo y lo ayudaba a cicatrizar físicamente dondequiera que estuviesen heridos. Ese era el motivo por lo que los Cazadores Oscuros sentían una necesidad sobrenatural de dormir cuando estaban heridos.
Sólo en los sueños era donde los Oneroi eran efectivos.
—Sé de él.
Ella esperó una explicación, pero cuándo no se la dio, preguntó, —¿Qué sabes?
—Que esta más allá de la ayuda que alguno de los nuestros pueda darle.
Ella nunca había escuchado una cosa así antes. —¿Nunca?
—Algunas veces un Skotos ha ido a él mientras dormía, pero sólo van a fin de poder tomar una parte de su furia para ellos. Es tan intensa que ninguno de ellos la puede aguantar por mucho tiempo antes de tener que partir.
Astrid quedó aturdida. Los Skoti eran apenas más que demonios. Eran los hermanos y las hermanas de los Oneroi, cazaban emociones humanas y las usaban a fin de poder sentir emociones otra vez. Si se los dejaba sin control, el Skoti era sumamente peligroso y podía matar a la persona que "trataban".
En lugar de apaciguar a Zarek, una visita de uno de ellos sólo incrementaría su locura.
—¿Por qué es él así? ¿Qué prendió su furia?
—¿Qué importancia tiene? —M'Adoc preguntó. —Me informaron que ha sido marcado para morir.
—Prometí a Acheron que lo juzgaría primero. Sólo morirá si digo eso.
—Entonces deberías ahorrarte el trabajo y ordenar su muerte.
¿Por qué todo el mundo quería que Zarek muriera? Ella no podía entender tal animosidad hacia él. No importa que el hombre actuara en la forma que lo hacía.
¿A alguien alguna vez le había caído bien?
Ni siquiera una vez en toda la eternidad M'Adoc había hablado tan severamente acerca de alguien. —No es como tú.
Ella le oyó inspirar profundamente mientras tensaba la mano en su hombro. —Un perro rabioso no puede ser salvado, Astrid. Es mejor para todos, incluido el perro, que sea eliminado.
—¿Shadedom[1] sería preferible para vivir? ¿Estas tu demente?
—En el caso de Zarek, lo sería.
Ella estaba consternada. —Si eso fuese cierto, entonces Acheron no sería compasivo con él y no me habría pedido que lo juzgara.
—Acheron no lo mata porque sería muy parecido a suicidarse.
Ella pensó en eso por un minuto. —¿Que quieres decir? No veo nada parecido entre ellos.
Ella tenía la impresión que M'Adoc indagaba su mente con la de él.
—Tienen mucho en común, Acheron y Zarek. Cosas que la mayoría de la gente no puede ver o puede entender. Pienso que Acheron siente que si Zarek no puede salvarse, entonces tampoco puede él.
—¿Salvarse de qué?
—De él mismo. Ambos hombres tienen tendencia a escoger su dolor. Ellos no lo escogen sabiamente.
Astrid sintió algo extraño al oír esas palabras. Una puñalada diminuta en su estómago. Algo que no había sentido en mucho tiempo. Ella realmente sufría por ambos hombres.
Sobre todo, sufría por Zarek.
—¿Cómo escogen su dolor?
M'Adoc se rehusó a explicarse. Pero bueno, lo hacía a menudo. Tratar con los dioses del sueño era sólo un nivel menos frustrante que tratar con un Oráculo.
—M'Adoc, muéstrame por qué Zarek ha sido abandonado por todo el mundo.
—No creo que quieras...
—Muéstrame —ella insistió. Ella tenía que saber, y en lo más profundo sospechaba que no tenía mucho que ver con su trabajo como quería pensar. Su necesidad de saber se sentía más personal que profesional.
Su voz era completamente sin emoción. —Va contra las reglas.
—Cualquiera sea la repercusión, la soportaré. Ahora muéstrame. Por favor.
M'Adoc la hizo sentarse sobre la cama.
Astrid se recostó y le dio permiso al Dream Hunter que la sedujera para dormir. Había varios sueros que ellos podían usar para adormecer a alguien o podían usar la niebla de Wink, que era un dios menor del sueño.
El Oneroi así como también los otros dioses del sueño, por mucho tiempo habían usado a Wink y su niebla para controlar a los humanos.
No importa qué método escogían, los efectos de estos eran casi inmediatos para quienquiera que servían.
Astrid no estaba segura de que método usó M'Adoc con ella, pero antes de cerrar sus ojos se encontró flotando hacia el reino de Morfeo.
Aquí ella tenía vista aún mientras estuviera juzgando. Era el por qué siempre le había gustado soñar durante sus asignaciones.
M'Adoc apareció a su lado. Su belleza masculina era incluso más notable en este reino. —¿Estás segura de esto?
Ella inclinó la cabeza, asintiendo.
M'Adoc la dirigió a través de una serie de puertas en el hall de Phantosis. Aquí unos kallitechnis, o maestros del sueño, podían moverse a través de los sueños de cualquiera. Podían entrar en el pasado, en el futuro, o peregrinar a reinos más allá del entendimiento humano.
M'Adoc alcanzó una puerta e hizo una pausa. —Él sueña con su pasado.
—Quiero verlo.
Él vaciló como si debatiera consigo mismo. Finalmente, abrió la puerta.
Astrid entró primero. Ella y M'Adoc dieron un paso hacia atrás de la escena, lejos de cualquiera que pudiera verlos o sentirlos.
No era que realmente lo necesitaran, pero ella quería asegurarse de no interferir en el sueño de Zarek.
Las personas que estaban soñando sólo podían ver al Oneroi o al Skoti en sus sueños cuando los dioses del sueño se los permitían. Ella no estaba segura si ella, como una ninfa, era invisible para Zarek o no.
Ella miró alrededor en el sueño.
Lo que más la golpeó fue lo vívido que todo era. La mayoría de la gente soñaba con detalles imprecisos. Pero éste era claro como el cristal y tan real como el mundo que había dejado atrás.
Ella vio a tres niñitos congregados en un antiguo atrio romano.
Sus edades iban desde los cuatro a los ocho años, y todos tenían varas en sus manos y estaban riendo y gritando. —Saboréalo, saboréalo, saboréalo.
Un cuarto niño de alrededor de doce años pasó corriendo delante de ella. Sus ojos azules y cabellos negros eran espectaculares, y tenía un parecido notable con el hombre a quien ella había visto a través los ojos de Sasha.
—¿Es ese Zarek?
M'Adoc negó con la cabeza. —Ese es su medio hermano, Marius.
Marius corrió hacia los demás.
—Él no lo hará, Marius –dijo otro niño antes de golpear con su vara lo que fuese que estuviera en la tierra.
Marius tomó la vara de la mano de su hermano y atizó el bulto sobre la tierra. —¿Qué ocurre, esclavo? ¿Eres demasiado bueno para comer desechos?
Astrid se quedó sin aliento al percatarse que había otro niño sobre el terreno. Uno que estaba vestido con ropa hecha jirones al cual estaban tratando de forzar a comer alimento podrido. El niño estaba doblado en posición fetal, cubriéndose su cabeza al punto que apenas se veía humano.
Los que tenían las varas siguieron atizándolo y golpeándolo. Pateándolo cuando no respondía a sus golpes o a sus insultos.
—¿Quiénes son todos estos niños? –preguntó ella.
—Los medio hermanos de Zarek —. M'Adoc los señaló. —Marius, lo conoces. Marcus es el que esta vestido de azul con ojos café. Él tiene nueve años de edad, creo. Lucius es el bebé, quien recién tiene cinco años y está vestido de rojo. El de ocho años es Aesculus.
—¿Dónde esta Zarek?
—Es el que está sobre la tierra con la cabeza cubierta.
Ella se sobresaltó, si bien había sospechado algo así. Para ser honestos, no podía quitar su mirada de él. Todavía no se había movido. No importa cuán duro lo golpeaban, no importa lo que le decían. Él yació allí como una roca inamovible.
—¿Por qué lo torturan?
Los ojos de M'Adoc estaban tristes, dejándola saber que él estaba extrayendo algunas de las emociones de Zarek mientras observaba a los niños. —Porque pueden. Su padre era Gaius Magnus. Él gobernaba a todo el mundo, incluida su familia, con puño severo. Él era tan malo que mató a la madre de ellos porque ella le sonrió a otro hombre.
Astrid estaba horrorizada por las noticias.
—Magnus usaba a sus esclavos para ayudar a entrenar a sus hijos para la crueldad. Zarek tuvo la desgracia de ser uno de sus chivos expiatorios y, a diferencia de los demás, no tuvo la suficiente suerte como para morir.
Ella apenas podía entender lo que M'Adoc le decía. Había visto bastante crueldad en su tiempo, pero nunca algo como esto.
Era inimaginable que tuvieran permiso de tratarlo así, especialmente cuando era de la familia.
—Dijiste que eran los medio hermanos de Zarek. ¿Cómo es que él es un esclavo cuando ellos no lo son? ¿Ellos eran familiares a través de su madre muerta?
—No. Su padre engendró brutalmente a Zarek con una de las esclavas griegas de su tío. Cuando Zarek nació, su madre sobornó a uno de los sirvientes para sacar a Zarek y exponerlo a fin de que muriera. El criado se apiadó del niño, y en lugar de matarlo, se aseguró que el bebé fuera con su padre.
Astrid miró hacia atrás al niño sobre el terreno. —Su padre no lo quiso, tampoco —era una afirmación de los hechos.
No había ninguna duda que nadie en este lugar quería al niño.
—No. Para él Zarek era sucio. Débil. Zarek podía tener su sangre en él, pero también cargaba la sangre de una esclava sin valor. Así que Gadus entregó a Zarek a sus esclavos, quienes volcaron el odio por su padre sobre él.
Cada vez que uno de los esclavos o los sirvientes estaban enojados con el padre de Zarek o sus hermanos, el niño sufría por eso. Creció como el chivo expiatorio de todo el mundo.
Ella observó como Marius agarraba a Zarek por el pelo, y lo levantaba. Su respiración quedó atrapada en la garganta al ver la condición de la bella cara. No tenía más de diez años, estaba lleno de cicatrices tan feas que apenas parecía humano.
—¿Qué ocurre, esclavo? ¿No tienes hambre?
Zarek no contestó. Tiró de la mano de Marius, tratando de escaparse. Pero no pronunció una sola palabra de protesta. Era como si supiese que era lo mejor o estuviese tan acostumbrado al abuso que no se tomó la molestia.
—¡Déjalo ir!
Ella giró al ver a otro niño de la edad de Zarek. Como Zarek, tenía ojos azules y cabellos negros, y tenía un fuerte parecido con sus hermanos.
El recién llegado se precipitó sobre Marius y lo forzó a soltar a Zarek. Retorció la mano del niño mayor detrás de su espalda.
—Ese es Valerius —le informó M'Adoc. —Otro de los hermanos de Zarek.
—¿Cuál es tu problema, Marius? –demandó Valerius. —No deberías atacar a los débiles. Míralo. Apenas puede estar parado.
Marius se contorsionó para liberarse de Valerius, y lo golpeó tirándolo al piso. —No tienes valor, Valerius. No puedo creer que lleves el nombre del abuelo. No haces más que deshonrarlo.
Marius se rió sarcásticamente como si rechazara la presencia del niño.
—Eres débil. Cobarde. El mundo pertenece sólo a aquellos que son lo suficientemente fuertes para tomarlo. No obstante te compadecerías también de los que son débiles para pelear. No puedo creer que vengamos del mismo vientre.
Los otros niños atacaron Valerius mientras Marius regresaba a Zarek.
—Tienes razón, esclavo –dijo él, agarrando a Zarek por el pelo. —No mereces un repollo. El estiércol es todo lo que mereces de comida.
Marius lo tiró hacia...
Astrid se salió del sueño, incapaz de soportar lo que sabía que iba a ocurrir.
Acostumbrada a no sentir nada por otras personas, ahora estaba abrumada por sus emociones. Ella realmente se estremeció de furia y dolor por él.
¿Cómo esto podía haber sucedido?
¿Cómo pudo aguantar Zarek vivir la vida que había recibido?
En este momento, ella odió a sus hermanas por su parte durante la infancia de él.
Pero claro, ni aún los Destinos podían controlar todo. Ella sabía eso. Aún así, no alivió el dolor en su corazón por un niño que debería haber sido mimado.
Un niño que se había convertido en un hombre enojado, amargado.
¿Se podía esperar que él no fuera tan rudo? ¿Cómo alguien podía esperar que fuera de otra manera cuando todo lo que alguna vez le habían mostrado era desprecio?
—Te lo advertí –dijo M'Adoc mientras se unía con ella. —Por esto incluso los Skoti se niegan a visitar sus sueños. Tomando en consideración, que este es uno de sus recuerdos más apacibles.
—No entiendo cómo sobrevivió —murmuró ella, tratando de hacer que tuviera sentido. —¿Por qué no se suicidó?
M'Adoc la miró cuidadosamente. —Sólo Zarek puede contestar a eso.
Él le dio un frasco pequeño.
Astrid clavó los ojos en el líquido rojo oscuro que tenía un gran parecido con la sangre. Idios. Es un suero inusual que era hecho por los Oneroi, que posibilitaba a ellos o alguien más, por un corto período de tiempo, convertirse en uno con el soñador.
Podía ser usado en los sueños para guiar y dirigir, para permitir que una persona que duerme pudiera experimentar la vida de otra persona a fin de poderlo entender mejor.
Sólo tres de los Oneroi lo poseían. M'Adoc, M'Ordant, y D'Alerian. Más a menudo lo usaban con los humanos para dispensar comprensión y compasión.
Un sorbo y ella podría estar en los sueños de Zarek. Tendría total comprensión de él.
Ella sería de él.
Y sentiría todas sus emociones...
Era un enorme paso a dar. En lo más profundo sabía que si lo tomaba, entonces nunca sería la misma.
Y otra vez, podría encontrar que no había ninguna cosa más en Zarek que la furia y el odio. Él muy bien podría ser el animal que los otros lo acusaban ser.
Un sorbo y ella sabría la verdad...
Astrid quitó el tapón y bebió del frasco.
Ella no sabía qué estaba soñando Zarek en este momento, sólo esperaba que él hubiera seguido adelante del sueño del que había sido testigo.
Él había seguido.
Zarek ahora tenía catorce años.
Al principio, Astrid pensó que su ceguera había regresado hasta que se dio cuenta de que veía a través de los ojos de Zarek. O el ojo, más bien. El lado izquierdo de la cara dolía cada vez que trataba de parpadear. Una cicatriz había fundido la costra con su mejilla, haciendo que los músculos faciales dolieran.
Su ojo derecho, todavía funcionando, tenía una extraña neblina parecida a una catarata y le tomó unos minutos antes de que sus recuerdos se convirtieran en los de ella y así poder entender lo que le había sucedido.
Había sido golpeado tan brutalmente dos años antes por un soldado en el mercado, que el revestimiento de la córnea de su ojo derecho había sido gravemente dañado. Su ojo izquierdo había sido cegado varios años antes, por otra paliza, obra de su hermano Valerius.
Zarek no era capaz de ver mucho más que sombras y borrones.
No es que a él le importase. Al menos así, no tenía que ver su propio reflejo.
Ni se preocupaba más por el desprecio en las miradas de las personas.
Zarek caminó arrastrando los pies a través de una vieja calle, abarrotada en el mercado. Su pierna derecha estaba tiesa, apenas capaz de doblarse de todas las veces que había estado quebrada y no había sido acomodada.
Por eso, era algo más corta que su pierna izquierda. Tenía un modo de andar irritante que no le permitía moverse tan velozmente como la mayoría de la gente. Su brazo derecho estaba casi de la misma forma. Tenía poco o ningún movimiento en él y su brazo derecho estaba virtualmente inútil.
En su mano izquierda, agarraba firmemente tres quadrans. Monedas que no tenían valor para la mayoría de los romanos, pero que eran preciosas para él.
Valerius había estado enojado con Marius y había lanzado el bolso de Marius por la ventana. Marius había obligado a otro esclavo a recogerlas, pero tres quadrans habían quedado sin recoger. La única razón por lo que había sabido acerca de eso era porque lo habían golpeado en la espalda.
Zarek debería haber entregado las monedas, pero si hubiera hecho el intento, Marius lo hubiera golpeado por eso. El mayor de sus hermanos no podía aguantar verlo y Zarek había aprendido hacía mucho tiempo a quedarse tan lejos de Marius como podía.
Por lo que respectaba a Valerius...
Zarek lo odiaba más que a todos. A diferencia de los demás, Valerius trató de ayudarlo pero cada vez que Valerius había tratado de hacer eso, habían sido atrapados y el castigo de Zarek se había incrementado.
Como el resto de su familia, odiaba el corazón blando de Valerius. Era mejor que Valerius lo insultara como hacían los demás. Por que al final, Valerius se veía forzado a lastimarlo más aún para probar a todos que no era débil.
Zarek, siguió el perfume de pan horneado, cojeó hasta la panadería. El perfume era maravilloso. Caliente. Dulce. El pensamiento de degustar un pedazo hacía que sus latidos se aceleraran y su boca se hiciera agua.
Él oyó a las personas maldecirlo mientras se acercaba. Vio sus sombras alejarse a toda prisa de él.
No le importaba. Zarek sabía qué tan repulsivo era. Se lo habían dicho desde la hora de su nacimiento.
Si tuviese alguna vez una opción, se habría dejado a sí mismo también. Pero como era, él estaba clavado en este cuerpo cojo y lleno de cicatrices.
Sólo deseaba ser sordo además de ciego. Entonces así no tendría que oír los insultos.
Zarek se acercó a lo que pensó podría ser un joven, parado con una canasta de pan.
—¡Sal de aquí! —le gruñó el joven.
—Por favor, señor, —dijo Zarek, asegurándose de mantener su borrosa mirada sobre el suelo. —He venido a comprar una rebanada de pan.
—No tenemos nada para ti, miserable.
Algo duro lo golpeó en la cabeza.
Zarek estaba tan acostumbrado al dolor que ni siquiera se sobresaltó. Trató de dar sus monedas al hombre, pero algo golpeó su brazo y soltó las preciosas monedas de su agarre.
Desesperado por un trozo de pan que fuera fresco, Zarek cayó de rodillas para juntar el dinero. Su corazón martillaba. Miró de reojo como mejor pudo, tratando de encontrarlas.
¡Por favor! ¡Tenía que tener sus monedas! Nunca nadie le daría algo más y no había forma de saber cuando Marius y Valerius pelearían otra vez.
Buscó frenéticamente entre la suciedad.
¿Dónde estaba su dinero?
¿Dónde?
Sólo había encontrado una de las monedas cuando alguien lo golpeó en la espalda con lo que parecía ser una escoba.
—¡Vete de aquí! –gritó una mujer. —Ahuyentas a nuestros clientes.
Demasiado acostumbrado a las palizas para advertir los golpes de la escoba, Zarek siguió buscando sus otras dos monedas.
Antes de que las pudiera encontrar, fue pateado duramente en las costillas.
—¿Eres sordo? –preguntó un hombre. —Vete de aquí, pordiosero despreciable, o llamaré a los soldados.
Esa era una amenaza que Zarek tomó en serio. Su último encuentro con un soldado le había costado su ojo derecho. No quería perder la poca vista que le habían dejado.
Su corazón dio bandazos mientras recordaba a su madre y su desprecio.
Pero más que eso, recordaba como había reaccionado su padre una vez que lo habían devuelto a casa después de que los soldados hubieron terminado de golpearlo.
El castigo de su padre había hecho que el de ellos pareciera compasivo.
Si era descubierto en la ciudad otra vez, no había palabras para decir lo que su padre haría. No estaba autorizado para estar fuera de los terrenos de la villa. Y mucho menos el hecho que tenía tres monedas robadas.
Bueno, sólo una ahora.
Agarrando su moneda apretadamente, deambuló lejos del panadero tan rápido como su cuerpo destrozado se lo permitía.
Mientras atravesaba el gentío, sintió algo mojado en su mejilla. Lo apartó sólo para descubrir sangre allí.
Zarek suspiró cansadamente mientras se tocaba la cabeza hasta que encontró la herida por encima de la frente. No era demasiado profunda. Sólo lo suficiente para estar lastimado.
Resignado por su lugar en la vida, pasó la mano sobre eso.
Todo lo que quería era pan tierno. Sólo un pedazo. ¿Era pedir demasiado?
Él miró alrededor, tratando de usar su nariz y vista poco definida para encontrar a otro panadero.
—¿Zarek?
Él se aterrorizó ante el sonido de la voz de Valerius.
Zarek trató de correr a través del gentío, hacia la villa, pero no llegó muy lejos antes de que su hermano lo atrapase.
El agarre fuerte de Valerius lo inmovilizó.
—¿Qué haces aquí? —demandó, sacudiendo el brazo dañado de Zarek rudamente. —¿Tienes idea de qué te ocurriría si uno de los otros te encontrase aquí?
Por supuesto que la tenía.
Pero Zarek estaba demasiado asustado para contestar. Su cuerpo entero se estremecía por el peso de su terror. Todo lo que podía hacer era escudar su cara de los golpes que estaba seguro comenzarían de un momento a otro.
—Zarek, —dijo Valerius con la voz espesa de aversión. —¿Por qué no puedes hacer alguna vez lo que se te dice? Juro que debes disfrutar ser golpeado. ¿Por qué si no harías las cosas que haces?
Valerius lo agarró apenas por su hombro dañado y lo empujó hacia la villa.
Zarek tropezó y cayo.
Su última moneda saltó de su agarre y rodó por calle.
—¡No! —dijo Zarek jadeando, gateando tras ella.
Valerius lo atrapó y tiró de él para pararlo sobre sus pies. —¿Qué está mal contigo?
Zarek observó a un niño poco definido recoger su moneda y escabullirse. Su estómago se cerró con fuerza ante el dolor del hambre; estaba completamente derrotado.
—Solo quería una rebanada de pan, —dijo él, su corazón estaba quebrado, sus labios estremeciéndose.
—Tienes pan en casa.
No. Valerius y sus hermanos tenían pan. Zarek era alimentado con los residuos que ni aún los otros esclavos o los perros comían.
Por una sola vez en su vida, quería comer algo que fuera fresco y sin haber sido saboreado por alguien más.
Algo que nadie hubiera escupido.
—¿Qué es esto?
Zarek se encogió de miedo ante la voz que retumbaba y que siempre lo traspasaba como vidrios haciéndose pedazos. Se echó atrás, tratando de hacerse invisible al comandante que estaba sentado en el caballo, sabiendo que era imposible.
El hombre veía todo.
Valerius se veía tan aterrorizado como Zarek. Como siempre al dirigir la palabra a su padre, el joven tartamudeó. –Yo-yo e-estaba...
—¿Qué hace el esclavo aquí?
Zarek dio un paso hacia atrás mientras los ojos de Valerius se agrandaban y tragaba saliva. Era obvio que Valerius buscaba una mentira.
—No-nos-nosotros íbamos al mer-mercado –dijo Valerius rápidamente.
—¿Tu y el esclavo? —el comandante preguntó incrédulamente. —¿Para Qué? ¿Querías comprar un látigo nuevo con el que golpearlo?
Zarek oró para que Valerius no mintiera. Siempre era peor para él cuando Valerius mentía para protegerlo.
Si sólo se atreviera a decir la verdad, pero él había aprendido hacía mucho tiempo que los esclavos nunca hablaban a sus superiores.
Y él, más que los demás, nunca tuvo permiso para dirigir la palabra a su padre.
—B-B-bien...
Su padre gruñó una maldición y dio una patada a la cara de Valerius. La fuerza del golpe derribó a Valerius, al lado de Zarek, con la nariz vertiendo sangre.
—Estoy harto de la forma que lo proteges —. Su padre desmontó del caballo y saltó hacia Zarek, quien se puso de rodillas y cubrió su cabeza, en espera de la paliza que debía venir.
Su padre le dio una patada en las costillas lastimadas. —Levántate, perro.
Zarek no podía respirar del dolor en su costado y del terror que lo consumía.
Su padre lo pateó otra vez. —Arriba, maldito.
Zarek se forzó a sí mismo a pararse aunque todo lo que quería hacer era correr. Pero había aprendido hacía mucho tiempo a no hacerlo. Correr sólo empeoraba el castigo.
Así es que se paró allí, afirmándose para los golpes.
Su padre lo agarró por el cuello, luego giró hacia Valerius, quien estaba ahora de pie. Agarró a Valerius por sus ropas y le gruñó. —Me disgustas. Tu madre era tan puta que me hace preguntarme qué cobarde te engendró. Sé que no vienes de mí.
Zarek vio un destello de dolor en los ojos de Valerius, pero rápidamente lo camufló. Era una mentira común que su padre pronunciaba siempre que estaba enojado con Valerius. Uno sólo tenía que mirar a ambos para saber que Valerius era tanto su hijo como lo era Zarek.
Su padre lanzó a Valerius lejos de él y arrastró a Zarek por el pelo hacia un puesto.
Zarek quería colocar sus manos encima de la de su padre para que su agarre no lo lastimara tanto, pero no se atrevió.
Su padre no podía soportar que lo tocara.
—¿Eres un vendedor de esclavos? –preguntó su padre.
Un hombre mayor se paró frente a ellos. —Sí, Su Señoría. ¿Le puedo interesar en un esclavo hoy?
—No. Quiero venderle uno.
Zarek abrió la boca al entender lo que ocurría. El pensamiento de partir de su casa lo aterrorizaba. Tan malas como eran las cosas, había oído bastantes historias de otros esclavos para saber que la vida podría empeorársele significativamente.
El viejo vendedor de esclavos miró a Valerius alegremente.
Valerius dio un paso atrás, su cara estaba pálida.
—Es un niño bien parecido, Su Señoría. Puedo obtener una buena tarifa por él.
—No él –gruñó el comandante. —Este.
Él dio un empujón a Zarek hacia el tratante de esclavos que curvó su labio con repugnancia. El hombre se cubrió la nariz. —¿Es esto una broma?
—No.
—Padre...
—Mantén tu lengua, Valerius, o tomaré la oferta que hace por ti.
Valerius dio una mirada compasiva a Zarek, pero sabiamente se quedó en silencio.
El vendedor de esclavos negó con la cabeza. —Este no tiene valor. ¿Para qué lo usa usted?
—Como Chivo Expiatorio.
—Él es demasiado viejo para eso, ahora. Mis clientes quieren niños menores, atractivos. Este miserable no es adecuado para ninguna cosa excepto para rogar.
—Lléveselo y le daré dos denarios.
Zarek quedo boquiabierto ante las palabras de su padre. ¿Él pagaba a un tratante de esclavos por tomarlo? Tal cosa no tenía precedente.
—Lo tomaré por cuatro.
—Tres.
El tratante de esclavos inclinó la cabeza. —Entonces por tres.
Zarek no podía respirar mientras sus palabras resonaban dentro de él. ¿Valía tan poco que su padre se había visto forzado a pagar para liberarse de él? Aún el más barato de los esclavos valía dos mil denarios.
Pero no él.
Él era tan sin valor como todo el mundo había dicho.
No era extraño que todos lo odiaran.
Observó como su padre pagaba al hombre. Sin otra mirada hacia él, su padre agarró a Valerius por el brazo y lo arrastró afuera.
Una versión menor del tratante de esclavos entró en su vista poco definida y exhaló repulsivamente. —¿Qué haremos con él, Padre?
El vendedor de esclavos probó las monedas con sus dientes. —Envíalo adentro a limpiar el pozo ciego para los otros esclavos. Si él muere de alguna enfermedad, ¿a quien le importa? Mejor que él limpie, en vez de algún otro que realmente podríamos vender y obtener una ganancia.
El hombre joven sonrió ante eso.
Usando una vara, aguijoneó a Zarek hacia el establo. —Vamos, rata. Déjame mostrarte tus nuevas obligaciones.
Astrid se despertó del sueño con su corazón martillando. Ella yacía en su cama, rodeada por la oscuridad a la que estaba acostumbrada, mientras el dolor de Zarek la inundaba.
Nunca había sentido tanta desesperación. Tal necesidad.
Tal repugnancia.
Zarek odiaba a todo el mundo, pero sobre todo, se odiaba a sí mismo.
No era extraño que el hombre estuviera demente. ¿Cómo podía haber vivido con tal sufrimiento?
—¿M'Adoc? —murmuró.
—Aquí —se sentó a su lado.
—Déjame algo más del suero para mí y suero de Loto, también.
—¿Estás segura?
—Sí.
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