Grecia, 7382 AC
Acheron sintió una presencia detrás suyo. Giró en redondo, con el bastón listo para golpear, esperando que fuera otro Daimon atacándolo.
No lo era.
En cambio, encontró a Simi colgando boca abajo de un árbol, sus largas alas de murciélago color burdeos, plegadas contra su aniñado cuerpo. Vestía una amplia túnica negra que ondeaba suavemente con la brisa de la noche. Sus ojos rojo sangre brillaban de forma sobrenatural en la oscuridad, mientras su larga trenza negra se balanceaba desde su cabeza hasta el suelo.
Acheron se relajó, y apoyó uno de los bordes de su bastón sobre la húmeda hierba mientras la miraba.
–¿Dónde has estado, Simi? –preguntó con dureza. Había estado llamando al demonio Caronte durante la última media hora.
–Oh, por ahí, akri –dijo ella, sonriendo mientras se balanceaba hacia atrás y hacia adelante en la rama–. ¿Akri me extrañó?
Acheron suspiró. Le gustaba Simi un montón, pero deseó haber tenido un demonio maduro como su acompañante. No uno que aún a los tres mil años de edad, funcionaba al nivel de un niño de cinco años. Pasarían centurias antes de que Simi madurase totalmente.
–¿Entregaste mi mensaje? –preguntó.
–Sí, akri –dijo ella, usando el término atlante para “mi señor y amo”–. Lo entregué tal como tú dijiste, akri.
La piel detrás del cuello de Acheron se erizó. Había algo en su tono que lo inquietaba.
–¿Qué hiciste, Simi?
–El Simi no hizo nada, akri. Pero...
Él esperó mientras ella miraba nerviosamente alrededor.
–¿Pero? –insistió.
–El Simi tuvo hambre en su camino de vuelta.
Él se congeló de terror.
–¿A quién te comiste esta vez?
–No era un quién, akri. Era algo que tenía cuernitos en su cabeza como yo. Había un montón de ellos, de hecho. Todos ellos tenían cuernitos y hacían un extraño sonido... mu mu.
–¿Quieres decir vacas? ¿Comiste ganado?
–Eso es, akri. Comí ganado.
–Eso no es tan malo.
–No, de hecho fue bastante bueno, akri. ¿Por qué no le hablaste al Simi sobre las vacas? Son muy sabrosas cuando están asadas. Al Simi le gustaron mucho.
–Entonces, ¿por qué estás preocupada?
–Porque ese hombre realmente alto con un solo ojo salió de una cueva y estaba gritando al Simi. Él dijo que Simi era malvada por comer las vacas y que tendría que pagar por ellas. ¿Qué significa eso, akri? ¿Pagar? El Simi no sabe nada sobre pagar.
Acheron deseaba poder decir lo mismo.
–Ese hombre tan grande, ¿era un cíclope?
–¿Qué es un cíclope?
–Un hijo de Poseidón.
–Oh, verás, eso fue lo que dijo. Sólo que él no tenía cuernitos. En cambio, tenía una enorme y pelada cabeza.
Acheron no quería discutir sobre la gran cabeza calva del cíclope con su demonio. Lo que necesitaba saber era qué hacer para corregir el voraz apetito de ella.
–Entonces, ¿qué fue lo que el cíclope te dijo?
–Que estaba furioso con el Simi por comerse el ganado. Dijo que las vacas cornudas pertenecían a Poseidón. ¿Quién es Poseidón, akri?
–Un dios griego.
–Oh, entonces, el Simi no está en problemas. Mato al dios griego y todo estará bien.
–No puedes matar un dios griego, Simi. No está permitido.
–Ya estás otra vez, akri, diciendo que no al Simi. No comas eso, Simi. No mates eso, Simi. Quédate aquí, Simi. Ve a Katoteros, Simi, y espera a que te llame. –Ella cruzó los brazos sobre su pecho y le lanzó una severa mirada con el entrecejo fruncido–. No me gusta que me digan no, akri.
Acheron hizo una mueca ante el dolor que se estaba iniciando detrás de su cráneo. Deseó que se le hubiese dado un loro como mascota en su veintiún cumpleaños. El demonio Caronte iba a ser su muerte... otra vez.
–¿Y por qué estás llamando al Simi, akri?
–Quería tu ayuda con los Daimons.
Ella se relajó y volvió a mecerse en la rama.
–Tú no pareces necesitar ninguna ayuda, akri. El Simi piensa que te ocupaste bastante bien de ellos por tu cuenta. Me gustó particularmente la manera en que ese Daimon giró en el aire antes de que lo matases. Muy lindo. No sabía que eran tan coloridos cuando explotaban.
Ella se deslizó de la rama y fue a pararse a su lado.
–¿Adónde vamos ahora, akri? ¿Llevarás a Simi a algún lugar frío otra vez? Me gustó ese último lugar al que fuimos. La montaña era muy bonita.
¿Acheron?
Él hizo una pausa mientras sentía a Artemisa convocándolo. Dejó salir otro sufrido suspiro.
Durante dos mil años, había estado ignorándola. Aún así, ella insistía en llamarle. Hubo un tiempo en que siempre se le aparecía en persona, pero él había bloqueado esa habilidad. Su conexión telepática con él era el único contacto que no podía cortar por completo.
–Ven, Simi –dijo, comenzando su viaje que lo llevaría de vuelta a Therakos. Los Daimons habían instalado allí una colonia desde donde estaban depredando a los pobres griegos que vivían en una pequeña villa.
Acheron. Necesito tu ayuda. Mis nuevos Cazadores Oscuros necesitan un entrenador.
Se congeló ante las palabras de Artemisa.
¿Nuevos Cazadores Oscuros? ¿Qué diablos era eso?
–¿Qué has hecho, Artemisa? –su voz susurró al viento, viajando al Olimpo donde ella esperaba en su templo.
Entonces, me hablas.
Él escuchó el alivio en su tono.
Había empezado a preguntarme si oiría el sonido de tu voz de nuevo.
Acheron frunció el labio. No tenía tiempo para esto.
¿Acheron?
La ignoró. Ella no no tuvo en cuenta la indirecta.
La amenaza Daimon se está esparciendo más rápido de lo que tú puedes contenerla. Necesitas ayuda, y eso te estoy ofreciendo.
Él se mofó ante la idea de su ayuda. Las diosas griegas nunca habían hecho nada por alguien que no fuese ellas mismas desde el alba de los tiempos.
–Déjame tranquilo, Artemisa. Hemos terminado, tú y yo. Tengo trabajo que hacer, y no tengo tiempo para que me molestes.
Muy bien. Los enviaré a enfrentarse a los Daimons sin estar preparados. Si mueren, bueno, ¿a quién le importa un humano? Simplemente puedo crear más como ellos para luchar.
Era un truco. Y aún así, en el fondo de sus entrañas, Acheron sabía que no lo era. Ella probablemente había hecho más Cazadores Oscuros, y si realmente lo había hecho, entonces definitivamente lo haría otra vez. Especialmente si eso lo hacía sentir culpable a él.
Maldita. Tendría que ir a su templo de nuevo. Personalmente, hubiera preferido ser destripado. Miró a su demonio.
–Simi, necesito ver a Artemisa ahora. Tú vuelve a Katoteros y no te metas en problemas hasta que yo te llame.
La demonio hizo una mueca.
–Al Simi no le gusta Artemisa, akri. Desearía que hubieses dejado al Simi matar a esa diosa. El Simi quería tirar de su largo y rojo cabello.
Él conocía el sentimiento.
Simi se había encontrado con Artemisa solamente una vez, tiempo atrás cuando Acheron era mortal. El acontecimiento había sido desastroso.
–Lo sé, Simi, por eso quiero que te quedes en Katoteros. –Él echó a andar, entonces se dio vuelta para enfrentarla.– Y por el amor de Archon, por favor, no comas nada hasta que yo regrese. Especialmente no a un humano.
–Pero…
–No, Simi. Nada de comida.
–«No, Simi. Nada de comida» –se burló ella–. Al Simi no le gusta esto, akri. Katoteros es aburrido. No hay nada divertido allí. Sólo vieja gente muerta que quiere volver aquí. ¡Bleh!
–Simi… –dijo él, su voz marcada con amenaza.
–Escucho y obedezco, akri. Pero el Simi jamás dijo que lo haría sin protestar.
Él meneó la cabeza ante la incorregible demonio, y se impulsó a sí mismo desde la tierra hasta el templo de Artemisa en el Olimpo.
Acheron se paró encima del dorado puente que atravesaba un sinuoso río. El sonido del agua hacía eco sobre los escarpados bordes de la montaña que se elevaba a su alrededor. En los últimos dos mil años, nada había cambiado. Toda la cumbre de la montaña estaba salpicada de centelleantes puentes y senderos, cubiertos por una niebla de arco iris, que llevaba a los diversos templos de los dioses. Las mansiones del Monte Olimpo eran opulentas y macizas. Perfectos hogares para los egos de los dioses que vivían dentro de ellos.
El de Artemisa estaba hecho de oro, con una cúspide abovedada y blancas columnas de mármol. La vista del cielo y del mundo abajo desde su salón del trono, quitaba la respiración.
O eso había pensado en su juventud. Pero eso había sido antes de que el tiempo y la experiencia hubieran agriado su apreciación. Para él ahora no había nada de espectacular o hermoso aquí. Solamente veía la egoísta vanidad y frialdad de los Olímpicos.
Estos nuevos dioses eran muy diferentes de los dioses con los que Acheron se había criado. Todos menos uno de los dioses Atlantes habían estado llenos de compasión. Amor. Amabilidad. Clemencia.
Sólo hubo una ocasión en que los Atlantes habían dejado que su temor los liderase, esa equivocación les había costado a todos ellos sus vidas inmortales, y había permitido a los dioses Olímpicos reemplazarlos. Había sido un triste día para el mundo humano en más de una forma.
Acheron se forzó a sí mismo a cruzar el Puente que llevaba al templo de Artemisa. Dos mil años atrás, había dejado este lugar, y jurado que nunca volvería. Debió haber sabido que tarde o temprano ella tramaría un plan para traerlo de vuelta.
Con sus entrañas contraídas por la furia, Acheron usó su telequinesis para abrir las enormes puertas doradas. Fue instantáneamente asaltado con el sonido de los ensordecedores gritos de las asistentes de Artemisa. No estaban acostumbradas en absoluto a que un hombre entrase en los dominios privados de su diosa.
Artemisa siseó ante el penetrante sonido y a continuación desintegró a cada una de las mujeres que la rodeaban.
–¿Las has matado? –preguntó Acheron.
Artemisa frotó sus orejas.
–Debería, pero no, sencillamente las arrojé al río de afuera.
Sorprendido, la contempló. Cuán inusual para la diosa que él recordaba. Quizás había adquirido un grado de compasión y misericordia tras los últimos dos mil años. Conociéndola, eso era altamente improbable.
Ahora que estaban solos, ella se bajó de su acolchonado trono de marfil, y se aproximó a él. Vestía una ligera túnica blanca que abrazaba las curvas de su voluptuoso cuerpo y sus oscuros rizos castaños resplandecían en la oscuridad. Sus verdes ojos brillaban cálidamente dándole la bienvenida.
La mirada lo atravesó como una lanza. Caliente. Perforadora. Dolorosa.
Él sabía que verla de nuevo sería duro para él, esa era una de las razones por las cuales siempre ignoraba sus llamadas.
Pero saber algo, y experimentarlo, eran dos cosas enteramente diferentes. No estaba preparado para las emociones que amenazaban con sobrepasarlo ahora que la veía de nuevo.
El odio. La traición. Peor de todas era la necesidad. El ansia. El deseo.
Había todavía una parte de él que la amaba. Una parte de él que estaba dispuesta a perdonarle todo. Incluso su muerte…
–Te ves bien, Acheron. De pies a cabeza tan apuesto como lo estabas la última vez que te vi. –Ella se acercó para tocarlo.
El dió un paso atrás, fuera de su alcance.
–No vine aquí para charlar, Artemisa, yo...
–Solías llamarme Artie.
–Solía hacer un montón de cosas que ya no puedo hacer más –le dirigió una dura mirada para recordarle todo lo que ella le había arrebatado.
–Todavía estás furioso conmigo.
–¿Eso crees?
Los ojos de ella escupieron fuego esmeralda, recordándole el demonio que residía en su divino cuerpo.
–Podría haberte forzado a venir a mí, lo sabes. He sido muy tolerante con tu desafío. Más de lo que debería.
Él miró hacia otro lado, sabiendo que ella tenía razón. Ella, solamente, poseía la fuente de alimento que él necesitaba para funcionar. Cuando estaba demasiado tiempo sin comida, se convertía en un asesino incontrolable. Un peligro para todo aquel que estuviese cerca de él.
Sólo Artemisa poseía la llave que lo mantenía tal como era. Cuerdo. Entero. Compasivo.
–¿Por qué no me forzaste a venir a tu lado? –preguntó él.
–Porque te conozco. De haberlo intentado, tú nos hubieras hecho pagar a los dos por eso.
De nuevo, ella tenía razón. Sus días de subyugamiento hacía mucho que habían acabado. Él había tenido mucho más de lo que le correspondía durante su niñez y juventud. Habiendo saboreado la libertad y el poder, había decidido que le gustaban demasiado para volver atrás a ser lo que había sido anteriormente.
–Cuéntame de estos nuevos Cazadores Oscuros –dijo él–. ¿Por qué crearías más de mi clase?
–Te lo dije, necesitas ayuda.
–No necesito tal cosa.
–Los otros dioses griegos y yo estamos en desacuerdo.
–Artemisa… –gruñó su nombre, sabiendo que ella estaba mintiendo sobre esto. Él era más que capaz de controlar y matar los Daimons que depredaban a los humanos–. Juro...
Apretó sus dientes mientras pensaba en los tempranos días de su conversión. No había tenido a nadie para mostrarle el camino. Nadie para explicarle lo que necesitaba hacer. Como vivir. Las reglas que lo ataban a la noche.
Los nuevos estarían perdidos. Confundidos. Y lo peor de todo, serían vulnerables hasta que hubiesen aprendido a usar sus poderes.
Maldita fuese.
–¿Dónde están?
–Esperando en Falossos. Se esconden en una cueva que los mantiene alejados de la luz del sol. Pero no están seguros de lo que deben hacer o cómo encontrar a los Daimons. Son hombres con necesidad de liderazgo.
Acheron no quería hacer esto. Deseaba liderar a alguien tanto como querría seguir las órdenes de otro. No deseaba tratar con otras personas en absoluto. Nunca había deseado algo en su vida excepto que lo dejasen tranquilo.
El pensamiento de colaborar con otros… Eso hizo que su sangre corriese helada.
Medio tentado a seguir su propio camino, Acheron sabía que no podría. Si no entrenaba a los hombres sobre cómo luchar y matar a los Daimons, terminarían muertos. Y estar muerto sin un alma era una existencia muy mala. Él, de todos los hombres, sabía eso.
–Está bien –dijo–. Los entrenaré.
Ella sonrió.
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