Junio 25, 9527 A.C.
Monte Olimpo
Delgado y de estatura pequeña, con ojos y cabello oscuros, Hermes voló a través del salón de Zeus hasta que llegó ante su padre que parecía sólo unos años mayor que él. Hermes no estaba seguro de lo que pasaba pero la mayoría de los dioses estaban reunidos aquí sin hacer nada.
Ignoraron a Hermes hasta que habló.
—¿Conoces el dicho, “No mates al mensajero”? Tenlo muy cerca del corazón.
Zeus frunció el ceño y se levantó de la silla donde había estado jugando al ajedrez con Poseidón. Vestido con una flotante túnica blanca, Zeus tenía el pelo rubio corto y vívidos ojos azules.
—¿Qué ocurre?
Hermes hizo un gesto hacia la pared de ventanas por donde se podía ver el reino de los humanos.
—¿Alguno de vosotros ha echado un vistazo a Grecia en digamos, una hora o así?
Artemisa estaba sentada a la mesa del banquete frente a Afrodita, Atenea y Apolo y contuvo el aliento cuando la atravesó un mal presentimiento.
Apolo puso los ojos en blanco y agitó la mano en un gesto elegante de despreocupación.
—¿Qué? ¿Reaccionan ante el hecho de que haya maldecido a los Apolitas?
Hermes movió la cabeza en un gesto de negación sarcástica.
—No creo que les moleste tanto como el hecho de que la isla de la Atlántida ha desparecido y la diosa atlante Apollymi está causando grandes daños en nuestro país, destruyendo todo y a todos los que toca. —Hermes le lanzó a Apolo una mirada petulante—. Y por si tenéis curiosidad, se dirige directamente hacia aquí. Puedo estar equivocado, pero me parece que la señora está extremadamente cabreada.
Artemisa se encogió ante las palabras.
Zeus se volvió hacia Apolo.
—¿Qué has hecho?
Apolo se quedó blanco, con el miedo tiñendo los ojos, toda la arrogancia desaparecida.
—He maldecido a mi gente, no a la suya. No les he hecho nada a los atlantes, Papá. A menos que su sangre se haya mezclado con la de mis Apolitas, está a salvo de mi maldición. No es culpa mía.
A Artemisa se le encogió el estómago. Se llevó la mano a la boca al comprender a que panteón debía haber pertenecido Acheron. Aterrorizada ante lo que ella y Apolo habían puesto en marcha, abandonó el salón donde los dioses se preparaban para la guerra y volvió a su templo para poder pensar sin que los gritos iracundos sonaran en sus oídos.
—¿Qué puedo hacer?
Estaba a punto de convocar a sus koris cuando las tres Moiras aparecieron en su habitación. Trillizas en la cumbre de la belleza de la juventud, sus caras eran un duplicado perfecto las unas de las otras. Pero sólo eso las unía. La mayor, Atropos, era pelirroja mientras que Cloto era rubia y la pequeña, Lachesis, era morena. Eran hijas de la diosa de la justicia. Nadie sabía con seguridad quién era el padre, pero muchos pensaban que era Zeus.
Una cosa que sabían todos los dioses del Olimpo era que estas tres muchachas eran las más poderosas de todo el panteón. Incluso Zeus intentaba eludirlas.
Desde el momento en que habían llegado, hacía una década, todo el mundo se mantenía alejado de ellas. Cuando las tres se cogían de la mano y lanzaban una predicción, se convertía en una ley del universo y nadie era inmune a ella.
Nadie.
Artemisa no podía imaginarse por qué estaban en su templo.
—Si no os importa, estoy un poquitín ocupada ahora mismo.
Lachesis la cogió del brazo.
—Artemisa, debes escucharnos. Hemos hecho algo terrible.
Era por eso que los dioses las temían. Siempre estaban haciendo algo terrible a alguien.
—Lo que quiera que sea, tendrá que esperar.
—No —dijo Atropos lúgubre—. No puede esperar. Apollymi viene a matarnos.
Asombrada por la información, Artemisa frunció el ceño.
—¿Qué?
Atropos tragó saliva.
—Nunca le dirás a nadie lo que vamos a contarte. ¿Entiendes? Nuestra madre nos hizo jurar que guardaríamos el secreto.
—¿Qué secreto guardarías?
—Júranoslo, Artemisa —exigió Clothos.
—Lo juro. Y ahora decidme qué está pasando. —Y lo más importante, en qué la afectaba a ella.
Atropos hablaba en susurros, como si temiera que alguien fuera del templo pudiera escucharla.
—Nuestro padre es Archon, el rey de los dioses atlantes. Tuvo un lío con nuestra madre Themis y nos tuvo a nosotras. Nuestra madre nos mandó a la Atlántida a vivir y nuestro padre nos aceptó. Apollymi es nuestra madrastra y nosotras intencionadamente maldijimos a nuestro medio hermano cuando supimos que iba a nacer.
—Fue un accidente —soltó Cloto—. No queríamos maldecirle.
Lachesis asintió.
—Éramos sólo unas niñas y todavía no comprendíamos nuestros poderes. Nunca quisimos maldecir a nuestro hermano. No queríamos, lo juro.
Artemisa se quedó helada por dentro.
—¿Acheron? ¿Acheron es vuestro hermano?
Cloto asintió.
—Apollymi apenas nos soportaba cuando vivíamos con ellos. Éramos el recordatorio de la infidelidad de nuestro padre y nos odiaba por ello.
No tenía sentido, como tampoco lo tenía su miedo. Artemisa intentó comprender lo que la estaban contando.
—Pero todo el mundo sabe que Archon nunca le ha sido infiel a su esposa.
Lachesis resopló.
—Esa es la mentira que mantiene los dioses atlantes para que Apollymi no les haga daño. No comprendes lo poderosa que es. Puede matarnos sin parpadear. Todos los dioses temen su poder. Incluso Archon. Es tan infiel como la mayoría de los hombres y por eso estamos así.
—Nos quiere muertas —increpó Cloto.
Artemisa todavía estaba intentando asimilar la historia.
—¿Cómo exactamente maldijisteis a Acheron?
—Fuimos tan estúpidas —dijo Atropos—. Cuando Apollymi empezó a dar muestras de su embarazo hablamos irreflexivamente y otorgamos a Apostolos el poder del destino final. Dijimos que sería la muerte de todos nosotros y parece que estamos a punto de ver nuestra desaparición.
Artemisa estaba aún más confusa.
—Pero no es él quien os amenaza. Es su madre.
Cloto asintió.
—Y nos matará a todos por la parte que nos toca en la maldición. Incluida tú.
—¡Yo no he hecho nada!
Atropos se burló de ella mientras las jóvenes la rodeaban.
—Sabemos lo que has hecho, Artemisa. Lo vimos todo. Le hiciste incluso más daño que nosotras. Le volviste la espalda cuando Apolo le destripó sobre el suelo y Apollymi lo sabe.
El miedo la atravesó. Si lo que decían era correcto, no habría ninguna piedad por parte de Apollymi. Verdaderamente, no se merecía piedad, pero por otro lado, Artemisa realmente no quería morir.
—¿Qué podemos hacer? ¿Cómo la derrotamos?
Atropos suspira pesadamente.
—No puedes derrotarla. Es todopoderosa. El único que podía igualar sus poderes era su hijo.
En ese caso, tenían problemas serios puesto que Acheron estaba muerto. ¿No podía alguien habérselo dicho antes de que le dejara en manos de Apolo? Esta información llegaba un poquito tarde y podría haber sido mucho más beneficiosa a primera hora del día.
—Estamos muertas. —Artemisa tomó aliento mientras que las imágenes de sí misma siendo destripada por la madre de Acheron corrían por su mente.
—No —dijo Clotho con firmeza sacudiéndola por el brazo—. Tú puedes traerle de vuelta.
Artemisa miró a la mujer con el ceño fruncido.
—¿Te has vuelto loca? ¡No puedo traerle de la muerte!
—Sí que puedes. Tú eres la única que tiene el poder.
—No. No lo tengo.
Atropos la gruñó.
—Bebiste su sangre, Artemisa. Absorbiste algo de su poder.
Clotho asintió.
—Él es el Destino Final. Puede resucitar a los muertos, lo que significa que tú también.
Artemisa tragó con fuerza.
—¿Estáis seguras?
Las tres asintieron al unísono.
Aún así, Artemisa no estaba segura. Por supuesto que había saboreado los poderes de Acheron, pero ése en particular estaba reservado para un grupo selecto de dioses y si fallaban al traerle de vuelta...
Sólo podría empeorar la situación.
Atropos la cogió del brazo.
—Los dioses atlantes utilizaron sus poderes combinados para atar a Apollymi. Mientras Apostolos viva en el mundo de los humanos, ella estará encerrada en Kalosis.
Lachesis la cogió del otro brazo y asintió.
—Le traemos de vuelta y la encerramos otra vez.
—Estaremos a salvo —le dijo Clotho—. Todos nosotros.
—Serás la salvadora del panteón —dijeron las tres al unísono.
¿Tenía de verdad otra salida? Tomando aliento profundamente para darse ánimos, Artemisa asintió.
—¿Qué tengo que hacer?
—Tendrás que hacer que beba tu sangre —dijo Atropos como si fuera la cosa más fácil de hacer del mundo.
—¿Y cómo lo hago?
—Con nuestra ayuda.
Acheron yacía en el suelo con tranquila serenidad, insensible por fin a su pasado y a su presente. Estaba en paz de una forma en que no lo había estado nunca. Las paredes de la cueva le escudaban de las voces de los demás. Ni siquiera los dioses estaban en su cabeza.
Por primera vez en su vida, tenía un silencio total.
No le dolía el cuerpo, no sentía pena. Nada. Y le encantaba esta sensación de tranquilidad.
—¿Acheron?
Se tensó al oír la voz de Artemisa. Por supuesto, la perra iba a molestarle en su paraíso. Nunca iba a dejarle en paz.
Maldita seas.
Intentó decirle que se fuera, pero de sus labios sólo salió un ronco graznido. Tosió intentando aclararse la garganta para hablar.
Pero las palabras no salieron. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué le habían quitado la voz?
Artemisa le echó una mirada tierna y preocupada al aparecer ante él.
—Tenemos que hablar.
Él la apartó pero ella se negó a marcharse.
—Por favor —le pidió con una mirada que habría disuelto su resolución sólo unos días antes. Pero esa preocupación por ella se había esfumado—. Sólo unas palabras y te dejaré en paz. Para siempre, si quieres.
¿Cómo iban a charlar si no podía hablar?
Ella le acercó una copa.
—Bébete esto y podré hablar contigo.
Furioso con ella y queriendo descargar sobre ella su cólera, cogió la copa y vació el contenido sin saborearlo siquiera.
—Vete al Tártaro y púdrete —le gruñó agradecido de que esta vez pudiera notar el veneno en su voz.
Entonces pasó algo. El dolor y el fuego desgarraron su cuerpo como si algo estuviera incendiando sus órganos internos. Jadeando, miró a Artemisa.
—¿Y ahora qué me has hecho?
No había piedad ni remordimiento en su mirada.
—Lo que tenía que hacer.
Hacía un momento estaba en la tranquila oscuridad de los dominios de Hades y al siguiente estaba de pie en las playas de Didymos, no lejos de palacio.
O de lo que quedaba de él.
Confundido, miró a su alrededor intentando entender que le había pasado a él y a la tierra. Pero antes de poder adivinarlo un dolor abrasador le atravesó con tal ferocidad que le puso de rodillas sobre las olas.
Acheron aulló, deseando que pasara.
De repente, Artemisa estaba ante él. Cogiéndole con los brazos, le sostuvo fuertemente mientras las olas rompían sobre ellos.
—Tenía que traerte de vuelta.
La apartó de su lado mientras miraba a su alrededor los ardientes restos de Didymos.
—¿Qué has hecho?
—No he sido yo. Ha sido tu madre. Ha destruido todo y a todos los que estuvieron cerca de ti. Y viene al Olimpo a matarnos. Es por eso que te he traído de vuelta. Nos habría matado a todos si no lo hago.
La miró con tal furia que estuvo seguro de que sus ojos eran rojos.
—¿Y piensas que me importa algo? —apartó la mirada de ella y se paró en seco con la pena retorciendo su estómago. La agonía hizo que se doblara sobre sí mismo y luchara por recobrar el aliento.
Artemisa se le acercó lentamente. Se quedó parada mirándole.
—Yo no tengo el control, Acheron. Te he vinculado a mí con mi sangre. Me perteneces.
Esas dos palabras incendiaron su cólera. Sentía el calor familiar rasgándole mientras su apariencia humana daba paso a su forma de dios. Elevándose sobre el dolor, extendió la mano y cogió a Artemisa en una firme sujeción.
—Subestimas seriamente mis poderes, perra.
Ella apretó su mano intentando soltarse de su agarre animal.
—Mátame y te convertirás en el peor monstruo que puedas imaginarte. Necesitas mi sangre para mantener la cordura. Sin ella, te convertirás en un asesino sin conciencia que busca únicamente destruir a quien quiera que entre en contacto contigo, igual que tu madre.
Acheron rugió de frustración. La perra había pensado en todo. Incluso siendo un dios, era un esclavo.
—Te odio.
—Lo sé.
La apartó de él y le dio la espalda.
—Acheron, ¿has oído lo que te he dicho? Tendrás que alimentarte de mí.
La ignoró y emprendió la caminata desde la playa hasta la colina donde, una vez, se había levantado el palacio real. Ahora no quedaba de él más que cenizas ardientes y piedras rotas. Había cuerpos de sirvientes y mercaderes por todas partes.
Con los ojos llenos de lágrimas, anduvo por entre los escombros, buscando una señal de Ryssa o de Apollodorus. Dolido y roto, utilizó sus poderes para retirar las piedras y los mármoles hasta que descubrió la que había sido su habitación.
Allí, entre las ruinas encontró tres de los diarios que tan meticulosamente conservaba. Estaban un poco chamuscados por el fuego pero, milagrosamente, estaban intactos. Abrió el primero y vio su escritura infantil describiendo el día en que él había nacido y la alegría que sentía al tener hermanos gemelos. Se limpió las lágrimas y lo cerró, colocándoselo junto al corazón como si oyera su voz a través de las palabras.
Su preciosa hermana se había ido y era por su culpa.
Dolorido por esta verdad, vio una de las peinetas de plata que le había regalado.
La recogió y se la llevó a los labios.
—Siento haberte fallado, Ryssa. Lo siento.
Se sentó allí y se dio cuenta de cuan patético era que todo lo que quedaba de una vida tan vibrante y un alma tan hermosa fueran cosas tan minúsculas. Tres diarios y una peineta rota. Eso era todo lo que quedaba de su preciosa hermana. Echando la cabeza hacia atrás, lloró de pena.
—Apostolos... por favor, no llores.
Sintió la presencia de su madre.
—¿Qué has hecho, Matera?
—Quería que pagaran por haberte hecho daño.
¿Acaso importaba? Lo que le habían hecho no era nada comparado con lo que se había hecho este día.
—Y ahora le pertenezco a Artemisa.
El grito de su madre hizo eco al suyo.
—¿Cómo?
—Me ha vinculado a ella con su sangre.
Podía sentir su propia ira en la voz de su madre.
—Ven a mí, Apostolos. Libérame y destruiré a esa perra y a las bastardas que te maldijeron.
Acheron sacudió la cabeza. Debería hacerlo. Claro que debería. No se merecían otra cosa. Pero aún así, no podía decidirse a destruir el mundo. A matar a gente inocente.
Su madre apareció ante él como una sombra traslúcida. Acheron contuvo el aliento al verla por primera vez. Era la mujer más hermosa que había visto nunca. Su pelo, blanco como la nieve recién caída, estaba sujeto por una corona que resplandecía de diamantes. Sus ojos pálidos y plateados remolineaban como los suyos. Su vestido negro flotaba sobre su cuerpo al extender la mano hacia él.
Intentó tocarla, pero la mano pasó a través suyo.
—Eres mi hijo, Apostolos. La única cosa en mi vida que he amado de verdad. Hubiera dado mi vida por la tuya. Ven a mí, mi niño. Quiero abrazarte.
Atesoró cada palabra que dijo.
—No puedo, Matera. No puedo si eso significa sacrificar el mundo. Me niego a ser tan egoísta.
—¿Por qué proteger un mundo que te ha dado la espalda?
—Porque yo sé lo que se siente ser castigado por cosas que no son culpa tuya. Yo sé lo que es que te fuercen a hacer cosas malas y contra tu voluntad. ¿Por qué impondría algo así a los demás?
—¡Por qué sería lo justo!
Miró hacia los cuerpos desparramados que había a su alrededor.
—No. Sólo sería cruel. La justicia de los humanos está más que servida.
Los ojos de ella llamearon con ira.
—¿Y Apolo y Artemisa?
Él rechinó los dientes ante la mención de sus nombres.
—Tienen el poder de la luna y el sol. No puedo destruirles.
—Yo sí.
Y eso destruiría la tierra entera y a los que vivían en ella. Por eso no podía liberarla.
—No soy merecedor de que desates el fin del mundo, Matera.
Los ojos de ella le quemaron con su sinceridad.
—Para mí lo eres.
En ese momento, habría vendido su alma por poder abrazarla.
—Te quiero, Mamá.
—Ni de cerca a cómo te quiero yo, m’gios.
M’gios. Hijo mío. Había esperado toda su vida a que alguien le reclamara. Pero por mucho que quisiera a su madre, no terminaría con el mundo por ello.
De repente un viento frío se levantó a su alrededor, desgarrando su ropa y revolviéndole el pelo pero sin hacerle daño. El mundo a su alrededor se desvaneció y se encontró sobre suelo extraño. La imagen de su madre parpadeó a su lado.
—Esto es Katoteros. Tu derecho de nacimiento.
Frunció el ceño ante la pila de escombros.
—Está en ruinas.
Ella le lanzó una mirada avergonzada.
—Estaba un poco disgustada cuando vine.
¿Un poco?
—Cierra los ojos, Apostolos.
Confiando en ella completamente, los cerró.
—Coge aire.
Tomó aliento profundamente y entonces sintió a su madre dentro de él. Sus poderes se mezclaban con los suyos y en un parpadeo, las ruinas se juntaron para formar un hermoso palacio de oro y mármol negro. La presencia de su madre tiraba de él.
—Bienvenido a casa, palatimos. Queridísimo.
Las puertas se abrieron y Acheron las atravesó. Su ropa cambió. El pelo le creció, largo y negro y un traje largo y suelto flotaba tras él al caminar sobre el suelo de mármol blanco. Se paró ante el signo del sol atravesado por tres rayos.
Su madre se detuvo cuando se dio cuenta de que estaba estudiándolo.
—El sol de oro es mi símbolo y representa el día. Los rayos de plata representan la noche. El rayo de la izquierda soy yo y el pasado, el de la derecha es tu padre y el futuro. Tú eres el rayo del centro que nos une y ata a nosotros tres y es el presente. Este es el símbolo del Talimosin y representa tu dominio sobre el pasado, el presente y el futuro.
Frunció el ceño ante el término atlante.
—¿El Heraldo?
Ella asintió.
—Tú, Apostolos. Tú eres el Talimosin. El destino final de todo. Tus palabras son ley y tu ira absoluta. Ten cuidado con lo que dices porque lo que digas, incluso sin querer, determinará el destino de la persona con la que hablas. Es una carga y nunca la hubiera puesto sobre tus hombros. Y odio a esas perras por haberlo hecho. Pero no puedo deshacer lo que se te ha dado. Nadie puede.
—Exactamente, ¿cuáles son mis poderes?
—No lo sé. Te los quité y nunca los estudié por miedo a exponerte a los otros. Sólo sé lo que las hijas de Archon predijeron. Pero aprenderás con el tiempo. Sólo desearía que vinieras a mí para poder ayudarte hasta que seas más fuerte.
—Matera...
—Ya lo sé —alzó la mano—. Te respeto por ser el hombre que eres y estoy orgullosa de ti. Pero, si cambias de opinión, sabes dónde estoy.
Él le sonrió.
—Entretanto, todo esto es tuyo.
Acheron miró a las estatuas y de alguna manera, supo quiénes eran todos y cada uno de ellos. Aproximándose a las puertas doradas, vio la imagen de su madre a la izquierda y de Archon a la derecha.
A través de las puertas abiertas vio los restos de los dioses donde su madre los había atacado. Estaban congelados en el horror de sus últimos momentos.
Su madre no mostró el más mínimo remordimiento por lo que les había hecho.
—Si su vista te molesta, hay una habitación bajo la sala del trono donde puedes ponerlos. Mientras yo estoy encerrada en Kalosis, mis poderes no me permiten llevarlos allí. Pero tú no deberías tener problemas.
Cerrando los ojos, deseo que las estatuas no estuvieran. En un instante, habían desaparecido. No tenía ninguna gana de ver las imágenes de la gente que le quería muerto.
Su madre sonrió aprobadora.
—Deberías tener la habilidad de ir y venir del reino de los humanos a éste a voluntad. Encontrarás que Katoteros es un sitio grande con áreas inexploradas. En las cumbres de las montañas hace mucho viento... y en el punto más al norte puedes oír la voz de tu abuela, el Viento del Norte. Zenobi te susurrará y te ayudará en mi ausencia. En cualquier momento que necesites consuelo, ve allí y deja que te abrace.
—Gracias, Matera.
—Debo irme ya y dejar que te adaptes. Si me necesitas, llama y apareceré.
Inclinó la cabeza ante ella mientras se desvanecía y le dejaba solo en este lugar extraño.
Era tan extraño estar aquí que le llevó un tiempo acostumbrarse. Cerrando los ojos, podía ver a los dioses como habían sido. Oía el eco de sus voces en el más débil de los susurros. Y cuando abrió los ojos, se habían ido y no oía nada.
Se movió por la habitación y se dio cuenta de que llevaba una especie de calzas de cuero.
Pantalones.
Qué extraño saber los nombres de todo y de todos sin siquiera intentarlo. Cualquier información que necesitara, la tenía instantáneamente.
Cruzando la habitación, se aproximó al trono negro y dorado... el de Archon. Una imagen del cuerpo muerto de Archon apareció en su mente. Al momento, Acheron estaba sentado en el trono, mirando la habitación resplandeciente y vacía. Aunque decorada y dorada, era estéril.
No había vida en el palacio. No había consuelo.
Se levantó y una larga vara apareció a su lado. De unos dos metros de largo, tenía su emblema en oro y plata en el extremo superior. Había palabras atlantes inscritas en la suave madera.
Por esta, el Talimosin será conocido. Luchará por él mismo y por otros. Sé fuerte.
Sé fuerte. Apretó los dientes ante las palabras que Xiamara le había susurrado. Agarrando firmemente la vara, se teletrasportó a punto más al norte de las montañas. El sol estaba empezando a ponerse y los vientos azotaban su formesta detrás de él. Agarró fuerte la vara y miró por encima del hombro hacia el palacio que se levantaba abajo.
Entonces lo escuchó.
Apostolos... siente mi fuerza. Será tuya cuando la necesites.
Sonrió siniestramente al sentir la caricia de su abuela en la piel. Su visión ahora alcanzaba mucho más que la visión humana. Sentía el pulso del universo en sus venas. Sentía el poder de la fuente primordial y por primera vez asumió su lugar en el cosmos.
Soy el dios Apostolos. Soy la muerte, la destrucción y el sufrimiento. Y seré el que traiga el Telikos, el fin del mundo.
Eso si conseguía aprender a utilizar sus poderes. Acheron se rió ante esta verdad.
Se dio la vuelta y empezó a descender de la montaña hacia la sala del trono del palacio de Archon. No, ahora era suyo. La tristeza se le hundió muy dentro al darse cuenta de que aunque su madre y su abuela estaban con él en espíritu, seguía estando solo en el mundo.
Completamente solo.
Se quedó congelado al oír que algo se movía detrás del trono. Era un sonido como si alguien correteara, como un roedor muy grande. Con el ceño fruncido se teletransportó hacia él, preparado para matar a lo que quiera que osara profanar su nueva casa.
Lo que encontró le dejó completamente atónito.
Era una pequeña demonio con la piel como de mármol rojo y blanco y largo pelo negro. Unos pequeños cuernos rojos sobresalían por entre los rizos enmarañados, levantó la vista para mirarle con ojos rojos bordeados de naranja.
—¿Eres tú mi akri? —preguntó con tono infantil.
—No soy el akri de nadie.
—Oh. —miró a su alrededor—. Pero akra me envió aquí. Dijo que mi akri estaría esperándome. La Simi está confusa. He perdido a mi mamá y ahora la Simi necesita a su akri. —Se sentó en el suelo y empezó a llorar.
Acheron dejó la vara y cogió en brazos a la pequeña.
—No llores. Todo va bien. Encontraremos a tu madre.
Ella negó con la cabeza.
—Akra dijo que la mamá de la Simi está muerta. Esos malvados griegos han matado a la mamá de la Simi. Ahora la Simi necesita que su akri la quiera.
Acheron la mecía dulcemente en los brazos cuando la sombra de su madre apareció ante él.
Su madre les sonrió.
—Él es tu akri, Simi.
Acheron la miró con el ceño fruncido.
—¿Qué?
—Su madre era tu protectora, Xiamara. Al igual que tú, Simi está sola en el mundo, sin nadie que la cuide. Te necesita, Apostolos.
Miró aquellos ojos grandes que se tragaban la carita pequeña y redonda de la demonio. Le miró parpadeando con la misma confianza e inocencia de Apollodorus. Y estuvo perdido en aquella amorosa mirada que ni le juzgaba ni le condenaba.
—Vincúlate con él, Simi. Protege a mi hijo como tu madre me protegió.
La idea de atarse a alguien aterrorizó a Acheron. No quiera que nadie estuviera esclavizado a él.
—No quiero un demonio.
—¿La arrojarías al mundo sola?
—No.
—Entonces es tuya.
Antes de que pudiera volver a protestar, su madre se desvaneció.
Simi se acurrucó contra él y apoyó la cabeza en su hombro.
—Echo de menos a mi mamá, akri.
La culpa le golpeó ante sus palabras mientras la abrazaba fuerte. Si no fuera por él, su madre todavía estaría viva para cuidarla.
—¿Dónde está tu padre, Simi?
—Murió antes de que la Simi naciera.
—Entonces yo seré tu padre.
—¿De verdad? —preguntó esperanzada.
Él asintió, sonriendo.
—Te juro que no te faltará de nada.
Su inocente sonrisa le calentó el corazón.
—Entonces la Simi tiene el mejor akri-papá del mundo —le abrazó fuerte—. Simi quiere a su akri. —Tan pronto como las palabras salieron de su boca se desvaneció como su madre. Pero al desaparecer, su piel justo sobre su corazón, ardió.
Siseando, Acheron abrió su túnica y encontró un pequeño dragón de colores adornando su piel. Lo tocó con cautela y oyó la risa de Simi en su cabeza. El tatuaje emprendió una subida por la piel hacia el cuello. El movimiento le hizo cosquillas hasta que se asentó en su clavícula.
—Ahora Simi es parte de ti, Apostolos. Mientras esté en tu cuerpo no podrá hablarte a menos que la llames. Pero podrá monitorizar tus signos vitales. Si percibe que estás en peligro, aparecerá ante ti en forma de demonio para protegerte.
—Pero es sólo un bebé.
—Incluso siendo un bebé, es letal. No te equivoques. Los Carontes por naturaleza son asesinos. Estará hambrienta y deberás alimentarla a menudo. Si no lo haces, se comerá lo que tenga a mano, incluso a ti. Asegúrate de que no esté demasiado hambrienta. Y lo último que debes saber es que su especie envejece lentamente. Apenas un año de desarrollo en un humano equivale a cien años de los suyos.
Eso no sonaba bien.
—¿Qué estás diciendo?
—Tu Simi tiene unos trescientos años.
Acheron jadeó ante la información.
—¿No debería estar con otro demonio que pueda entrenarla?
—Tú eres todo lo que tiene en el mundo. Cuida de ella. Como has dicho, ahora eres su padre. Tú serás quien la enseñe todo lo que deba saber.
Acheron puso la mano sobre el tatuaje de su hombro. Era padre...
¿Pero cómo podría entrenar y proteger a su hija demonio si ni siquiera sabía cómo usar sus propios poderes?
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