jueves, 12 de enero de 2012

A parte 37

23 de Junio, 9529 A.C.

Era mediodía antes de que finalmente encontrara el paradero de Acheron. Sabía bien que  preguntarle a mi padre por su ubicación, sólo provocaría su enfado hacia mí, y no me enteraría de nada que ya no conociera, de manera que recurrí a sobornar a los guardias del palacio.
Incluso eso fue más fácil de decir que hacer, ya que la mayoría de ellos no sabía nada en  absoluto y aquellos que sabían, tenían demasiado miedo de la ira de mi padre para  hablar de ello.
Pero por fin, tenía la respuesta. Mi hermano había sido llevado a la parte más baja del palacio, bajo los cimientos dónde mantenían la peor clase de criminales: violadores, asesinos, traidores…
Y un joven príncipe cuyo padre lo odiaba por ninguna otra razón que el haber nacido.
No quería bajar allí donde podía oír los lamentos y gemidos de los condenados, dónde podía oler su carne podrida y torturada. Era sólo el conocimiento de que Acheron estaba allí, lo que me hizo encontrar el valor que necesitaba para visitarlo.  
Estaba absolutamente segura que si le hubieran dado una opción, no habría estado allí tampoco.
Bajé, por los serpenteantes corredores, tirando mi capa incluso más cerca para calentarme. Estaba tan húmedo y frío aquí. Oscuro. Imperdonable. Ni aún mi toque podría desterrar la oscuridad.  
Cuando pasé las celdas, aquéllos que podrían ver la luz gritaron por mi  misericordia. Sin embargo, no era mi misericordia lo que ellos necesitaban para ser libres. Era mi padre.  
Desgraciadamente, él no tenía ninguna de sobra...
El capitán de los guardias me llevó a una puerta pequeña en el mismo fin del corredor, pero se negó a abrirla. Podía oír el sonido de agua que goteaba adentro, pero nada más. Había un olor fétido penetrando el aire y asfixiándome. No tenía ninguna idea de lo que lo causaba. De verdad éste era un lugar aterrador.  
—Simplemente entrégame la llave. Juro que nadie alguna vez lo sabrá.
El rostro del guardia palideció.
—No puedo, Su Alteza. Su Majestad dejó claro que cualquiera que abriera esta puerta sería sentenciado a muerte. Tengo niños que alimentar.
Comprendí su miedo y no dudé de que mi padre realmente lo matara por tal afrenta. Los dioses sabían, él había matado hombres por menos de eso. Así que le di las gracias y esperé que me dejara sola antes de arrodillarme sobre el frío y húmedo suelo y abrir la trampilla que había sido diseñada para pasar la comida desde el pasillo a la celda.
—¿Acheron?— llamé—. ¿Estás allí?
Me tumbé sobre el asqueroso suelo para tratar de ver a través de la pequeña abertura  en el suelo, pero no podía ver nada. Ni un sólo pedazo de piel o vestimenta o luz.  
Finalmente, escuché un muy ligero susurro.
—¿Ryssa? —su voz era débil y rasposa, pero me llenó de alegría.
Estaba vivo.  
Estiré la mano a través de la apertura como una ofrenda a él.
—Soy yo, akribos.
Sentí como su mano tomaba la mía. Estrechándola muy suavemente. Sus dedos eran delgados, esqueléticos, su caricia gentil.
—No deberías estar aquí —dijo en ese tono rasposo—. No se le permite a nadie hablar conmigo.
Cerré los ojos ante sus palabras y respiré entrecortadamente. Quería preguntarle si estaba bien, pero yo lo sabía muy bien.  ¿Cómo podía estar bien viviendo en una  pequeña celda como un animal?
Apreté su mano con más fuerza.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—No lo sé. Aquí no hay modo de distinguir el día de la noche.
—¿No tienes una ventana?
Él se rió amargamente de eso.
—No, Ryssa. No tengo ninguna ventana.
Quise llorar por él.  
Soltó mi mano.
—Debéis iros, princesa. No pertenecéis a este lugar.
—Tú tampoco.  —Intenté alcanzarlo, pero no sentí otra cosa más que el sucio suelo.
—¿Acheron?
Él no respondió.
—Acheron, por favor. Sólo necesito escuchar el sonido de tu voz. Necesito saber que estás bien.
Me contestó el silencio.
Me quedé allí tumbada por un largo rato con mi mano aún en su celda, esperando que la volvería a tomar. No lo hizo. Mientras esperaba, seguí hablándole aunque él se negaba a contestarme. No es que lo culpara.
Tenía todo el derecho para estar enfadado y malhumorado. No podría imaginar el horror de ellos arrastrándolo través de las calles para encerrarlo en este lugar. 
¿Y por qué?  
¿Algunos imaginaban el desprecio que mi padre sentía? ¿Algunos necesitaban que Styxx tuviera que aliviar su dignidad? Me hastiaba.  
No me marché hasta que un sirviente le trajo la cena. Un tazón de aguada sopa y agua fétida. Lo miré fijamente, con horror.
Esta noche Styxx cenaría sus platos favoritos y comería hasta que estuviese lleno y satisfecho, mientras los nobles se reunirían para desearle bienes y adorarlo en cada antojo.  Padre lo colmaría de regalos y derramaría amor y buenos deseos.
Y aquí Acheron se sentarían en una sucia celda. Solo. Hambriento. En cadenas.  
Con mis ojos llenos de lágrimas, vi al sirviente cerrar la puerta y abandonarnos.
—Feliz cumpleaños, Acheron. —susurré, sabiendo que no podía escucharme

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