viernes, 20 de enero de 2012

FL cap 11

Selena observaba cómo Julian se paseaba nervioso, por delante de su puesto, mientras hacía una tirada para un turista. ¡Dios santo!, podría pasarse todo el día observándolo caminar. Ese modo de andar hacía saltar los ojos de las órbitas, y a ella le entraban unos deseos terribles de salir corriendo a casa, agarrar a Bill y hacerle unas cuantas cosas pecaminosas.
Una y otra vez, las mujeres se acercaban a él, pero Julian no tardaba en quitárselas de en medio. Era ciertamente divertido ver a todas esas chicas pavoneándose a su alrededor mientras él permanecía ajeno a sus estratagemas. Nunca le había parecido posible que un hombre actuara así.
Pero claro, hasta ella podía llegar a aborrecer el chocolate si se daba un atracón.
Y por el modo en que las mujeres respondían a la presencia de Julian, dedujo que él ya había sufrido más de un dolor de tripa causado por un empacho. La verdad es que parecía muy preocupado.
Y Selena se sentía fatal por lo que les había hecho a ambos, a él y a Grace. Su idea parecía bastante sencilla en un principio. Si hubiese reflexionado un poco más…
¿Pero cómo iba a saber quién era Julian? Claro, que su nombre podía haber hecho sonar algún timbre en su mente; de todos modos, su especialidad era la Edad de Bronce griega que, hasta para la época de Julian, era la Prehistoria.
Y tampoco había creído que el tipo del libro fuese realmente humano. Pensaba que era alguna clase de genio o criatura mágica, sin pasado ni sentimientos.
¡Señor!, cuando metía la pata lo hacía hasta el fondo.
Meneando la cabeza, observó cómo Julian rechazaba otra oferta, esta vez procedente de una atractiva pelirroja. El hombre era un verdadero imán de estrógenos.
Acabó la lectura.
Julian esperó unos minutos y se acercó a la mesa.
— Llévame con Grace.
No era una petición, no. Estaba segura de que era el mismo tono de voz que empleaba para dirigir a su ejército en mitad de una batalla.
— Dijo que…
— No me importa lo que dijese. Necesito verla.
Selena envolvió la baraja en el pañuelo negro de seda. ¿Qué demonios? Tampoco es que necesitara que su mejor amiga volviera a hablarle.
— Vas directo a tu funeral.
— Ojalá —dijo en voz tan baja que ella no pudo estar segura de haber escuchado correctamente.
La ayudó a recoger sus trastos para meterlos en el carrito, y llevarlo todo hasta la pequeña caseta que tenía alquilada para guardarlo.
Sin pérdida de tiempo, llegaron a casa de Grace.
Aparcaron en el camino del jardín justo cuando Grace estaba guardando sus maletas.
— ¡Hola, Gracie! —saludó Selena—. ¿Dónde vas?
Ella miró furiosa a Julian.
— Me marcho por unos días.
— ¿Dónde? —le preguntó su amiga.
Grace no contestó.
Julian salió del coche y se acercó a ella. Iba a arreglar las cosas, costase lo que costase.
Grace arrojó una bolsa al maletero y se alejó de Julian.
Él la cogió por un brazo.
— No has contestado a la pregunta.
Ella se zafó de su mano.
— ¿Y qué vas a hacer, pegarme si no lo hago? —le dijo, mirándolo con los ojos entrecerrados.
Julian se encogió ante el evidente rencor.
— ¿Y te extrañas de que quiera marcharme? —Entonces se dio cuenta. A Grace le estaba costando horrores contener las lágrimas. Tenía los ojos húmedos y brillantes. La culpa lo asaltó—. Lo siento, Grace —murmuró mientras cubría su mejilla con la mano—. No pretendía hacerte daño.
Grace observó la batalla que mantenían el arrepentimiento y el deseo en el rostro de Julian. Su caricia era tan tierna y tan suave… Por un instante, estuvo a punto de creer que, en realidad, él se preocupaba por ella.
— Yo también lo siento —susurró—. Ya sé que no tienes la culpa.
Él soltó una brusca y amarga carcajada.
— En realidad, todo lo que sucede es culpa mía.
— ¡Eh! ¿Me puedo fiar de vosotros? —preguntó Selena.
Julian miró a Grace con ardiente intensidad, atrapando su mirada y haciéndola temblar.
— ¿Quieres que me vaya? —le preguntó.
No, no quería. Ésa era la base de todo el problema. Que no quería que volviera a abandonarla. Jamás.
Grace cogió las manos de Julian entre las suyas y las apartó de su rostro.
— Todo está solucionado, Selena.
— En ese caso, me voy a casa. Nos vemos.
Grace apenas si fue consciente de que su amiga ponía en marcha el coche y se alejaba. Toda su atención estaba puesta en Julian.
— ¿Ahora me vas a decir dónde vas? —le preguntó.
Por primera vez, desde que la policía se marchó, Grace sintió que podía respirar. Con la presencia de Julian, el miedo se desvaneció como la niebla bajo el sol.
Se sentía segura.
— ¿Recuerdas lo que te conté sobre Rodney Carmichael?
Él asintió.
— Estuvo aquí hace un rato. Él… él me inquieta.
La expresión gélida y severa que adoptó el rostro de Julian la dejó atónita.
— ¿Dónde está ahora?
— No lo sé. Se esfumó al llegar la policía. Por eso me marchaba. Iba a quedarme en un hotel.
— ¿Todavía quieres marcharte?
Grace negó con la cabeza. Con él allí, se sentía completamente a salvo.
— Cogeré tu bolsa —le dijo. La sacó y cerró el maletero.
Grace se encaminó hacia la casa.
Pasaron el resto del día en una apacible soledad. Al llegar la noche, se tumbaron delante del sofá, reclinados sobre los cojines.
Grace apoyó la cabeza en el duro vientre de Julian mientras acaba de leerle Peter Pan y hacía todo lo posible para no distraerse con el maravilloso olor que desprendía su cuerpo. Y con lo maravillosamente bien que estaba, apoyada sobre sus abdominales.
Tenía que echar mano de toda su fuerza de voluntad para no darse la vuelta y explorar los firmes músculos de su torso con la boca.
Julian le acariciaba lentamente el pelo mientras la observaba. Señor, sus manos hacían que le ardiera la piel. Le hacían desear arrancarle la ropa y saborear cada centímetro de su cuerpo.
— Fin —dijo ella, cerrando el libro.
La abrasadora mirada de Julian le quitó el aliento.
Se estiró y arqueó levemente la espalda, apoyándose con más fuerza sobre él.
— ¿Quieres que te lea algo más?
— Sí, por favor. Tu voz me relaja.
Ella lo miró fijamente por un instante y, después, sonrió. No recordaba que ningún otro cumplido hubiese significado tanto para ella como aquél.
— Tengo la mayoría de los libros en mi habitación —le dijo mientras se ponía en pie—. Vamos, te enseñaré mi tesoro escondido y encontraremos algo que nos guste.
La siguió escaleras arriba.
Grace notó que Julian observaba la cama con deseo y después la miraba a ella.
Fingió no darse cuenta y abrió la puerta del enorme vestidor. Encendió la luz y pasó una mano con cariño por las estanterías que su padre había colocado tantos años atrás.
Su padre y su mejor amigo se lo habían pasado en grande mientras colocaban las estanterías. Los dos eran profesores, y tenían la habitación hecha un desastre. Su padre acabó con dos uñas negras antes de que todo estuviese terminado. Su madre no había dejado de reírse y de llamar a su marido «carpintero profesional», pero a él no parecía importarle. La expresión de orgullo en su rostro cuando todo estuvo terminado, y los libros de Grace colocados en las estanterías, quedó impresa para siempre en el corazón de su hija.
Cómo adoraba esa estancia. Aquí era donde realmente sentía el amor de sus padres. Aquí se refugiaba y huía de los problemas y sufrimientos que la perseguían.
Cada libro guardado allí era un recuerdo especial, y todos ellos formaban parte de su mundo. Miró a su izquierda y vio Shanna, con la que había comenzado su afición a la novela romántica. The Wolfling, la había introducido en la ciencia ficción. Y su adorado Bimbos del Sol Muerto, su primera novela de misterio.
También estaban allí las viejas novelas de sus padres, y las tres copias de los libros de texto que su padre había escrito antes de que ella naciera.
Éste era su santuario y Julian era, sin contar a sus padres, la primera persona que ponía un pie en él.
— Llevas tiempo coleccionando libros —comentó él mientras echaba un vistazo a las estanterías.
Ella asintió.
— Fueron mis mejores amigos mientras crecía. Creo que el amor por la lectura es el mejor regalo que mis padres me han dado —alzó el libro de Peter Pan—. Éste era de mi padre, de cuando era niño. Es mi posesión más preciada.
Lo devolvió a una de las estanterías y cogió un ejemplar de Belleza Negra.
— Mi madre me leía éste una y otra vez.
Hizo un pequeño recorrido, mostrándole sus libros.
Rebeldes —susurró con adoración—. Era mi libro favorito en el instituto. ¡Ah!, junto con éste, ¿Puedes demandar a tus padres por abuso de autoridad?
Julian se rió.
— Ya veo que significan mucho para ti. Se te ilumina el rostro cuando hablas de ellos.
Algo en su mirada le dijo a Grace que él estaba pensando en otro modo de hacer que se iluminara…
Tragando saliva ante la idea, se dio la vuelta y rebuscó en la estantería de la derecha, donde guardaba los clásicos, mientras Julian seguía mirando los de la izquierda.
— ¿Qué te parece éste? —le preguntó él, con una de sus novelas románticas en la mano.
Grace soltó una risita nerviosa al ver a la pareja que se abrazaba medio desnuda en la portada.
— ¡Señor!, me parece que no.
Él miró la portada y alzó una ceja.
— Vale —dijo Grace quitándole el libro de la mano—. Has descubierto mi más profundo secreto. Soy una adicta a las novelas románticas, pero lo último que necesitas es que te lea una apasionada escena de amor en voz alta. Muchísimas gracias, pero no.
Julian le miró fijamente los labios.
— Preferiría recrear una apasionada escena de amor contigo —dijo en voz baja, acercándose a ella.
Grace comenzó a temblar. Tenía la espalda pegada a la estantería y no podía retroceder más. Julian colocó un brazo sobre su cabeza y acercó su cuerpo al suyo, hasta dejarlos unidos. Entonces, bajó la cabeza y se acercó a su boca.
Grace cerró los ojos. La presencia de Julian inundaba todos sus sentidos. La rodeaba de una forma extremadamente perturbadora.
Por una vez, él mantuvo las manos quietas y se limitó a tocarla tan sólo con los labios. Daba igual. La cabeza de Grace comenzó a girar de todos modos.
¿Cómo había podido su esposa elegir a otro hombre teniéndolo a él? ¿Cómo podía rechazarlo una mujer en su sano juicio? Este hombre era el paraíso.
Julian profundizó el beso, explorando su boca con la lengua. Grace sentía los latidos de su corazón mientras él se acercaba aún más y sus músculos la envolvían.
Jamás había sido tan consciente de la presencia de otro ser humano. Él la ponía al límite, le hacía experimentar sensaciones que no sabía que pudiesen existir.
Julian se retiró un poco y apoyó la mejilla sobre la de Grace. Su aliento caía sobre su pelo y le erizaba la piel.
— Tengo unos deseos horribles de estar dentro de ti, Grace —murmuró—. Quiero sentir tus piernas alrededor de mi cuerpo, sentir tus pechos debajo de mí, escucharte gemir mientras te hago el amor lentamente. Quiero que tu aroma quede impreso en mi cuerpo y que tu aliento me queme la piel.
Todo su cuerpo se tensó antes de separarse de ella.
— Pero ya estoy acostumbrado a desear cosas que no puedo tener —susurró.
Ella le tocó el brazo. Julian cogió su mano, se la llevó a los labios y depositó un rastro de pequeños besos sobre los nudillos.
El deseo que se reflejaba en su apuesto rostro hacía que a Grace le doliera todo el cuerpo.
— Busca un libro y me comportaré.
Tragó saliva mientras él se alejaba. Entonces, se fijó en su viejo ejemplar de La Ilíada. Sonrió. Le iba a encantar, estaba segura.
Lo cogió y bajó las escaleras.
Julian estaba sentado delante del sofá.
— ¡Adivina lo que he encontrado! —exclamó Grace excitada.
— No tengo la más remota idea.
Ella lo sostuvo en alto y sonrió.
— ¡La Ilíada!
Julian se animó al instante y los hoyuelos relampaguearon en su rostro.
— Cántame, ¡Oh Diosa!
— Muy bien —respondió ella, sentándose a su lado—. Y esto te va a gustar todavía más: es una versión bilingüe; con el original griego y la traducción inglesa.
Y se lo dejó para que lo viera.
La expresión de Julian fue la misma que habría puesto si le hubieran entregado el tesoro de un rey. Abrió el libro y, de inmediato, sus ojos volaron sobre las páginas mientras pasaba la mano reverentemente por las hojas, cubiertas con la antigua escritura griega.
Era incapaz de creer que estuviese viendo de nuevo su idioma escrito, después de tanto tiempo. Hacía una eternidad que no lo leía en otro lugar que no fuese su brazo.
Siempre le habían encantado La Ilíada y La Odisea. De niño, había pasado horas oculto tras los barracones, leyendo pergaminos una y otra vez; o escabulléndose para escuchar a los bardos en la plaza de la ciudad.
Entendía muy bien lo que sentía Grace por sus libros. Él había sentido lo mismo en su juventud. A la más mínima oportunidad, se escapaba a su mundo de fantasía, donde los héroes siempre triunfaban, los demonios y villanos eran aniquilados, y los padres y las madres amaban a sus hijos.
En las historias no había hambre ni dolor, sino libertad y esperanza. Fue a través de esas historias como aprendió lo que eran la compasión y la ternura. El honor y la integridad.
Grace se arrodilló junto a él.
— Echas de menos tu hogar, ¿verdad?
Julian apartó la mirada. Sólo echaba de menos a sus hijos.
Al contrario que a Kyrian, la lucha nunca le había atraído. El hedor de la muerte y la sangre, los quejidos de los moribundos. Sólo había luchado porque era lo que se esperaba de él. Y había liderado un ejército porque, como bien dijo Platón, cada ser humano está capacitado por naturaleza para realizar una actividad a la cual se entrega. Por su naturaleza, Julian siempre había sido un líder y no podía seguir las órdenes de nadie.
No, no lo echaba de menos, pero…
— Fue lo único que conocí.
Grace le rozó el hombro, pero fue la preocupación que reflejaban sus ojos grises lo que le desarmó.
— ¿Querías que tu hijo fuese un soldado?
Él negó con la cabeza.
— Jamás quise que truncaran su juventud como les ocurrió a tantos de mis hombres —contestó con la voz ronca—. Bastante irónico, ¿no es cierto? Ni siquiera le habría permitido que jugara con la espada de madera que Kyrian le regaló para su cumpleaños; ni le hubiese dejado tocar la mía mientras estuviese en casa.
Grace enlazó las manos en su cuello y tiró de él para acercarlo. Sus caricias eran tan increíblemente relajantes… Hacían que la soledad doliese aún más.
— ¿Cómo se llamaba?
Julian tragó saliva. No había pronunciado los nombres de sus hijos desde el día de su muerte. No se había atrevido pero, no obstante, quería compartirlos con Grace.
— Atolycus. Mi hija se llamaba Calista.
Grace lo miró con una sonrisa triste, como si compartiera su dolor por la pérdida.
— Tenían unos nombres preciosos.
— Eran unos niños preciosos.
— Si se parecían en algo a ti, me lo creo.
Eso había sido lo más hermoso que nadie le había dicho jamás.
Julian le pasó la mano por el pelo, dejando que los mechones se escurrieran sobre su palma. Cerró los ojos y deseó poder quedarse así para siempre.
El miedo a tener que abandonarla lo estaba destrozando. Nunca le había gustado la idea de ser engullido por aquel desolado infierno que era el libro; pero ahora, al pensar que jamás volvería a verla, que jamás volvería a oler el dulce aroma de su piel, que sus manos jamás volverían a rozar el suave rubor de sus mejillas…
No podía soportarlo. Era demasiado.
¡Por los dioses!, y había creído hasta entonces que estaba maldito…
Grace se alejó un poco, lo besó suavemente en los labios y cogió el libro.
Julian tragó. Ella quería rescatarlo y, por primera vez durante todos aquellos siglos, quería ser rescatado.
Se tendió en el suelo para que Grace pudiese apoyar la cabeza en él. Le encantaba sentirla así. Sentir su pelo extendiéndose sobre los brazos y el torso.
Estuvieron tendidos en el suelo hasta las primeras horas de la madrugada; Julian la escuchaba mientras leía la Odisea y narraba las historias de Aquiles.
Observaba cómo el cansancio iba haciendo mella en ella, pero continuaba leyendo. Finalmente, cerró los ojos y se quedó dormida.
Julian sonrió y le quitó el libro de las manos para dejarlo a un lado. Le acarició la mejilla con la palma de la mano durante un instante.
No tenía sueño. No quería desaprovechar ni un solo segundo del tiempo que tenía para estar a su lado. Quería contemplarla, tocarla. Absorberla. Porque atesoraría esos recuerdos durante toda la eternidad.
Nunca había pasado una noche así: tumbado tranquilamente en el suelo junto a una mujer, sin que ella montara su cuerpo y le exigiese que la tocara y la poseyera.
En su época, los hombres y las mujeres no solían pasar demasiado tiempo juntos. Durante las temporadas que pasó en su hogar, Penélope le hablaba en raras ocasiones. De hecho, no había demostrado mucho interés en él.
Por las noches, cuando la buscaba, no lo rechazaba. Pero, no obstante, no estaba ansiosa por sus caricias. Siempre había conseguido engatusarla para que su cuerpo le respondiera apasionadamente, pero no así su corazón.
Deslizó las manos por el pelo negro de Grace, extasiado por la sensación de tenerlo entre los dedos. Su mirada se detuvo sobre su anillo. Brillaba tenuemente, captando la escasa luz de la estancia.
En su mente, lo veía cubierto de sangre. Recordaba cómo se le clavaba en el dedo mientras blandía la espada en mitad de una batalla. Ese anillo lo había significado todo para él, y no le había resultado fácil conseguirlo. Se lo había ganado con el sudor de su frente y con las numerosas heridas que sufrió su cuerpo. Le había costado mucho, pero había merecido la pena.
Durante un tiempo fue respetado, aunque no lo amaran. En su vida como mortal, eso había sido esencial.
Suspirando, echó la cabeza hacia atrás para apoyarse en el cojín del sofá que había puesto sobre el suelo y cerró los ojos.
Cuando por fin se deslizó entre las neblinas del sueño, no fueron los rostros del pasado los que poblaron su mente, fue la imagen de unos claros ojos grises que se reían con él, de una negra melena que se desparramaba por su pecho y de una voz suave que leía palabras que le resultaban familiares aunque, de algún modo, extrañas.

Grace se desperezó lánguidamente al despertarse. Abrió los ojos y se sorprendió al darse cuenta de que tenía la cabeza sobre el abdomen de Julian. Él tenía la mano enterrada en su pelo y, por la respiración relajada y profunda, supo que todavía estaba dormido.
Alzó la mirada hacia su rostro. Tenía una expresión tranquila, casi infantil.
Y entonces fue consciente de algo: no había tenido la pesadilla. Había dormido toda la noche.
Sonriendo, intentó levantarse muy despacio para no despertarlo.
No funcionó. Tan pronto como levantó la cabeza, Julian abrió los ojos y la abrasó con una intensa mirada.
— Grace —dijo en voz baja.
— No quería despertarte.
Ella señaló las escaleras con el pulgar.
— Iba arriba a darme una ducha. ¿Debería cerrar la puerta?
La recorrió con ojos ardientes.
— No, creo que puedo comportarme.
Ella sonrió.
— Me parece que ya he oído eso antes.
Julian no contestó.
Grace subió y se dio una ducha rápida.
Una vez acabó, fue a su habitación y se encontró a Julian tumbado en la cama, hojeando su ejemplar de La Ilíada.
La miró con expresión absorta al darse cuenta de sólo llevaba puesta una toalla. Una lasciva sonrisa hizo que sus hoyuelos aparecieran en todo su esplendor, y la temperatura del cuerpo de Grace ascendió varios grados.
— Me pongo la ropa y…
— No —le dijo con tono autoritario.
— ¿Que no qué? —preguntó incrédula.
La expresión de Julian se suavizó.
— Preferiría que te vistieras aquí.
— Julian…
— Por favor.
Grace se puso muy nerviosa ante la petición. Jamás había hecho algo así en su vida. Y se sentía avergonzada.
— Por favor, por favor… —volvió a rogarle con una leve sonrisa.
¿Qué mujer le diría que no a una expresión como ésa?
Lo miró con recelo.
— No te atrevas a reírte —le dijo mientras abría vacilante la toalla.
Julian miró sus pechos con ojos hambrientos.
— Puedes estar completamente segura de que la risa es lo último que se me pasa por la mente en estos momentos.
Y entonces, se levantó de la cama y se acercó a la cómoda, donde Grace guardaba la ropa interior, con los movimientos gráciles de un depredador. Un extraño escalofrío recorrió la espalda de Grace mientras observaba cómo la mano de Julian rebuscaba entre sus braguitas hasta encontrar las de seda negra que Selena le había regalado de broma.
Julian las sacó y se arrodilló en el suelo delante de ella, con toda la intención de ayudarla a ponérselas. Sin aliento y totalmente entregada a la seducción, Grace miró sus rizos rubios mientras elevaba una pierna para dejar que él le pasara las braguitas por el pie.
Tras sus manos, que deslizaban la seda ascendiendo por su pierna, sus labios dejaban un reguero de besos que la hicieron estremecerse. Para mayor devastación de todos sus sentidos, abrió las manos y las colocó sobre sus muslos con los dedos totalmente extendidos. Y lo que fue aún peor, una vez las braguitas estuvieron colocadas en su sitio, la acarició levemente entre las piernas antes de apartarse.
A continuación, sacó el sujetador negro a juego.
Como una muñeca sin voluntad propia, dejó que se lo pusiera. Las manos de Julian rozaron los pezones, mientras abrochaba el enganche delantero; una vez cerrado, las deslizó bajo el satén y la acarició con deleite, erizándole la piel.
Julian inclinó la cabeza y capturó sus labios. Podía sentir el fuego consumiéndolo, exigiéndole que la poseyera. Exigiéndole que aliviara el dolor de su entrepierna aunque fuese por un instante.
Grace gimió cuando él profundizó el beso y se dejó llevar por completo. Julian la alzó en brazos para tenderla sobre la cama. De forma instintiva, ella le rodeó la cintura con las piernas y siseó al sentir los duros abdominales presionando sobre su sexo.
Julian le pasó las manos por la espalda. La visión de su cuerpo húmedo y desnudo estaba grabada a fuego en su mente. Había llegado a un punto sin retorno cuando un destello de luz cegadora iluminó la habitación.
Con los ojos doloridos por el resplandor, Julian se separó de ella.
— ¿Has sido tú? —le preguntó ella sin aliento, mirándolo arrobada.
Risueño, Julian negó con la cabeza.
— Ojalá pudiera atribuírmelo, pero estoy bastante seguro de que tiene otro origen.
Echó un vistazo a la habitación y sus ojos se detuvieron sobre la cama. Parpadeó.
No podía ser…
— ¿Qué es eso? —preguntó Grace, girándose para mirar la cama.
— Es mi escudo —contestó Julian, incapaz de creerlo.
Hacía siglos que no veía su escudo. Atónito, lo contempló fijamente. Estaba en el mismo centro de la cama y emitía débiles destellos bajo la luz.
Conocía cada muesca y arañazo que había en él; recordaba cada uno de los golpes que los habían producido.
Temeroso de estar soñando, alargó el brazo para tocar el relieve en bronce de Atenea y su búho.
— ¿Y tu espada también?
Julian le agarró la mano antes de que pudiera tocarla.
— Ésa es la Espada de Cronos. No la toques jamás. Si alguien que no lleva su sangre la toca, su piel quedará marcada para siempre con una terrible quemadura.
— ¿En serio? —preguntó, bajándose de la cama para alejarse de la espada.
— En serio.
Grace miró a la cama con el ceño fruncido.
— ¿Qué hacen aquí?
— No lo sé.
— ¿Y quién los envía?
— No lo sé.
— Pues no me estás ayudando mucho.
Julian no pareció captar su sarcasmo. En lugar de darse por aludido, Grace lo observó contemplar su escudo. Pasaba la mano sobre él como un padre que mira con adoración a un hijo largo tiempo perdido.
Cogió su espada y la depositó en el suelo, debajo de la cama.
— No olvides que está aquí —le dijo muy serio—. Ten mucho cuidado de no tocarla.
Su expresión se volvió más ceñuda al incorporarse. Miró de nuevo el escudo.
— Debe ser obra de mi madre. Sólo ella o uno de sus hijos podrían enviármelos.
— ¿Y por qué iba a hacerlo?
Julian entrecerró los ojos mientras recordaba el resto de la leyenda que rodeaba a su espada.
— Estoy seguro de que ha enviado mi espada por si tengo que enfrentarme con Príapo. La Espada de Cronos también es conocida como la Espada de la Justicia. No acabará con su vida, pero hará que ocupe mi lugar en el libro.
— ¿Estás hablando en serio?
Julian asintió.
— ¿Puedo tocar el escudo?
— Claro.
Grace pasó la mano sobre las incrustaciones doradas y negras que formaban la imagen de Atenea y el búho.
— Es muy bonito —dijo, maravillada.
— Kyrian lo mandó hacer cuando me nombraron General Supremo.
Grace acarició la inscripción grabada bajo la figura de Atenea.
— ¿Qué dice aquí?
— «La muerte antes que el deshonor» —dijo con un nudo en la garganta.
Julian sonrió con melancolía al recordar a Kyrian junto a él durante las batallas.
— El escudo de Kyrian decía: «El botín para el vencedor». Solía mirarme antes de la lucha, y decir: «Tú te llevas el honor, adelfos[1], y yo me quedo con el botín».
Grace permaneció en silencio al escuchar el extraño tono de su voz. Intentando imaginar su apariencia con el escudo en alto, se acercó un poco más.
— ¿Kyrian? ¿El hombre que fue crucificado?
— Sí.
— Lo apreciabas mucho, ¿verdad?
Él sonrió con tristeza.
— Le llevó un tiempo acostumbrarse a mí. Yo tenía veintitrés años cuando su tío lo asignó a mi tropa, después de advertirme concienzudamente de lo que me sucedería si dejaba que Su Alteza fuese herido.
— ¿Era un príncipe?
Julian asintió.
— Y no tenía miedo a nada. Apenas si llegaba a los veinte años y luchaba o se metía en peleas sin estar preparado, sin creer que pudiesen hacerle daño. Me daba la sensación de que cada vez que me daba la vuelta, tenía que sacarlo a rastras de algún extraño contratiempo. Pero resultaba muy difícil no apreciarlo. A pesar de su carácter exaltado, tenía un gran sentido del humor y era completamente leal. —Pasó la mano por el escudo—. Ojalá hubiese estado allí para poder salvarlo de los romanos.
Grace le acarició el brazo en un gesto comprensivo.
— Estoy segura de que los dos juntos habríais sido capaces de salir de cualquier atolladero.
Los ojos de Julian se iluminaron al escucharla.
— Cuando nuestros ejércitos marchaban juntos, éramos invencibles. —Tensó la mandíbula al mirarla—. Hubiese sido cuestión de tiempo que Roma fuese nuestra.
— ¿Por qué depreciabais tanto al Imperio Romano?
— Juré que destruiría Roma el mismo día que conquistaron Primaria. Kyrian y yo fuimos enviados para ayudarlos en la lucha, pero cuando llegamos era demasiado tarde. Los romanos habían rodeado la ciudad y habían asesinado salvajemente a todas las mujeres y a los niños. Jamás había visto una carnicería semejante. —Su mirada se oscureció—. Estábamos intentando enterrar a los muertos cuando los romanos nos tendieron una emboscada.
Grace se quedó helada al escucharlo.
— ¿Qué ocurrió?
— Derroté a Livio y estaba a punto de matarlo en el momento en que intervino Príapo. Lanzó un rayo a mi caballo y caí en mitad de las tropas romanas. Estaba seguro de iba a morir cuando Kyrian apareció de la nada. Hizo retroceder a Livio hasta que pude ponerme en pie de nuevo. Livio llamó a sus hombres a retirada y desapareció antes de que pudiésemos acabar con él.
Grace fue consciente de la proximidad de Julian. Estaba detrás de ella, tan cerca que podía sentir el calor que emanaba de él. Colocó los brazos a ambos lados de su cuerpo, atrapándola entre él y la cama, y se apoyó sobre su espalda.
Ella apretó los dientes ante la ferocidad del deseo que la invadió. Julian no la estaba tocando, pero sus sentidos estaban tan desbocados como si sus manos la acariciasen. Él inclinó la cabeza y le mordisqueó el cuello.
La sensación de su lengua sobre la piel consiguió que todas sus hormonas cobraran vida. Arqueó la espalda mientras un estremecimiento le recorría los pechos. Si no lo detenía…
— Julian —balbució; su voz no logró trasmitir la advertencia que pretendía.
— Lo sé —susurró él—. Voy de camino a darme una ducha fría.
Mientras salía de la habitación, Grace lo escuchó gruñir una palabra en voz baja:
— Solo.

Después de desayunar, Grace decidió enseñarle a conducir.
— Esto es ridículo —protestó Julian mientras Grace aparcaba en el estacionamiento del instituto.
— ¡Venga ya! —se burló ella—. ¿No sientes curiosidad?
— No.
— ¿Que no?
Julian suspiró.
— Esta bien, un poco.
— Bueno, entonces imagina las historias sobre la gran bestia de acero que condujiste alrededor de un aparcamiento que podrás contarles a tus hombres cuando regreses a Macedonia.
Julian la miró perplejo.
— ¿Eso significa que estás de acuerdo con que me marche?
No, quiso gritarle. Pero en lugar de eso, suspiró. En el fondo, sabía que jamás podría pedirle que abandonara todo lo que había sido para quedarse con ella.
Julian de Macedonia era un héroe. Una leyenda.
Jamás podría ser un hombre de carácter tranquilo del siglo veintiuno.
— Sé que no puedo hacer que te quedes conmigo. No eres un cachorrito abandonado que me ha seguido a casa.
Julian se tensó al escucharla. Tenía razón. Por eso le resultaba tan difícil abandonarla. ¿Cómo podía separarse de la única persona que lo veía como a un hombre?
No sabía por qué quería enseñarlo a conducir pero, de todas formas, notaba que se sentía feliz compartiendo su mundo con él. Y, por alguna razón que no quería analizar demasiado a fondo, le gustaba hacerla feliz.
— Muy bien. Enséñame a dominar a esta bestia.
Grace salió del coche para que Julian pudiese sentarse en el asiento del conductor.
Tan pronto como Julian se sentó, ella hizo una mueca al ver a un hombre, de casi un metro noventa, encogido para poder acomodarse en un asiento dispuesto para una mujer de uno cincuenta y cinco.
— Lo siento, se me ha olvidado mover el asiento.
— No puedo moverme ni respirar, pero no te preocupes, estoy bien.
Ella se rió.
— Hay una palanca bajo el asiento. Tira de ella y podrás moverlo hacia atrás.
Julian lo intentó, pero el espacio era tan estrecho, que no la alcanzaba.
— Espera, yo lo haré.
Echó la cabeza hacia atrás cuando Grace se inclinó por encima de su muslo y apretó los pechos sobre su pierna para pasarle el brazo entre las rodillas. Su cuerpo reaccionó de inmediato, endureciéndose y comenzando a arder.
Cuando ella apoyó la mejilla sobre su entrepierna al tirar de la palanca, Julian pensó que estaba a punto de morir.
— ¿Te has dado cuenta de que estás en la posición perfecta para…?
— ¡Julian! —exclamó ella, retrocediendo para ver el abultamiento de sus vaqueros. Su rostro adquirió un brillante tono rojo—. Lo siento.
— Yo también —contestó él en voz baja.
Desafortunadamente, todavía tenía que mover el asiento, así que Julian se vio forzado a soportar la postura una vez más.
Apretando los dientes, alzó un brazo y se agarró al reposacabezas con fuerza. Era lo único que podía hacer para no ceder a la salvaje lujuria.
— ¿Estás bien? —le preguntó ella, una vez colocó el asiento en su sitio y volvió al suyo.
— ¡Claro! —contestó él con tono sarcástico—. Teniendo en cuenta que he caminado sobre brasas que resultaron menos dolorosas que lo que está soportando en este momento mi entrepierna, estoy fenomenal.
— Ya te he pedido perdón.
Él la miró fijamente.
Grace le dio unas palmaditas en el brazo.
— Venga, ¿llegas bien a los pedales?
— Me encantaría llegar hasta los tuyos…
— ¡Julian! —exclamó de nuevo Grace. Era un hombre verdaderamente libidinoso—. ¿Quieres concentrarte?
— De acuerdo, ya me estoy concentrando.
— En mis pechos, no.
Julian bajó la mirada hacia el regazo de Grace.
— Ni ahí tampoco.
Para su sorpresa, hizo un puchero semejante al de un niño enfadado. La expresión era tan extraña en él que Grace no tuvo más remedio que reírse de nuevo.
— Vale —le dijo ella—. El pedal que está a tu izquierda, es el embrague; el del medio es el freno y el de la derecha, el acelerador. ¿Te acuerdas de lo que te explicado sobre ellos?
— Sí.
— Bien. Ahora, lo primero que tienes que hacer es apretar el embrague y meter la marcha. —Y diciendo esto, colocó la mano sobre la palanca de cambios, situada entre los dos asientos, y le enseñó cómo debía moverla.
— En serio, Grace. No deberías acariciar eso de esa forma delante de mí. Es una crueldad por tu parte.
— ¡Julian! ¿Te importaría prestar atención? Estoy intentando enseñarte a cambiar de marcha.
Él resopló.
— Ojalá me cambiaras a mí las marchas del mismo modo.
Con un brillo malicioso en los ojos, soltó el embrague antes de la cuenta y el coche se caló.
— Se supone que esto no debería pasar, ¿verdad? —preguntó.
— No, a menos que quieras tener un accidente.
Él suspiró y lo intentó de nuevo.
Una hora más tarde, después que se las hubiera arreglado para dar una vuelta alrededor del estacionamiento sin golpear los postes y sin que el coche se le calara, Grace se dio por vencida.
— Menos mal que fuiste mejor general que conductor.
— Ja, ja —exclamó él sarcásticamente, pero con un brillo en la mirada que indicó a Grace que no estaba ofendido—. Lo único que alegaré en mi defensa es que el primer vehículo que conduje fue un carro de guerra.
Grace le sonrió.
— Bueno, en estas calles no estamos en guerra.
Con una mirada escéptica, él le respondió:
— Yo no diría eso después de haber visto las noticias de la noche. —Apagó el motor—. Creo que dejaré que conduzcas un rato.
— Muy inteligente por tu parte. No puedo permitirme comprar un coche nuevo de ninguna forma.
Salió del coche para cambiar de asiento; pero al cruzarse a la altura del maletero, Julian la sostuvo para darle un beso tan tórrido que ella acabó mareada. Él le cogió las manos y las sostuvo sobre sus estrechas caderas mientras mordisqueaba sus labios.
¡Santo Dios! Una mujer podía acostumbrarse a eso con mucha facilidad. Mucha, mucha facilidad.
Julian se separó.
— ¿Quieres llevarme a casa para que te mordisquee otras cosas?
Sí, eso era lo que quería. Y por eso no se atrevía. De hecho, el beso la había dejado tan trastornada que no podía ni hablar.
Julian sonrió ante la mirada extraviada y hambrienta de Grace. Estaba observando sus labios como si aún pudiese saborearlos. En ese momento, la deseó más que nunca. Deseó poder arrancarle la goma del pelo y dejar que su melena se desparramara sobre su pecho, una vez estuviera tendida sobre él.
Cómo deseaba estar de regreso en su casa donde pudiese quitarle los pantalones cortos y escuchar sus dulces murmullos de placer mientras él le…
— El coche —dijo ella, parpadeando como si despertara de un sueño—. Íbamos a entrar en el coche.
Julian le dio un pequeño beso en la mejilla.
Una vez dentro del coche y con los cinturones de seguridad abrochados, Grace lo miró de soslayo.
— ¿Sabes una cosa? Creo que hay dos cosas en Nueva Orleáns que deberías experimentar.
— En primer lugar, tengo que poseerte en un…
— ¿Es que no vas a parar?
Julian se aclaró la garganta.
— Está bien. ¿Cuál es tu lista?
— Bourbon Street y la música moderna. Y de una de ellas nos podemos encargar ahora mismo. —Y puso la radio.
Se rió al reconocer Hot Blooded[2] de Foreigner. Qué apropiado, dado su pasajero.
Julian lo escuchó, pero no pareció muy impresionado.
Grace cambió la emisora.
Él frunció el ceño.
— ¿Qué has hecho?
— He cambiado de emisora. Lo único que hay que hacer es apretar los botones.
Él jugueteó y cambió de emisora un rato, hasta que encontró Love Hurts[3] de Nazareth.
— Vuestra música es interesante.
— ¿Te hace añorar la tuya?
— Dado que la mayoría de la música que escuchaba procedía de las trompetas y los tambores que nos acompañaban a la batalla, no. Creo que soy capaz de apreciar esto.
— ¿El qué? —preguntó ella juguetona—. ¿La música o el hecho de que el amor hace daño?
El rostro de Julian adquirió una expresión seria, dejando de lado el humor.
— Puesto que no he conocido nunca lo que es el amor, no sabría decirte si hace daño o no. Pero me imagino que ser amado no debe hacer tanto daño como el no serlo.
El pecho de Grace se encogió ante sus palabras.
— Entonces —dijo ella cambiando de tema—, ¿qué quieres hacer cuando regreses a tu casa?
— No lo sé.
— Probablemente irás a darle una buena patada en el culo a Escipión, ¿verdad?
Él se rió ante la idea.
— Ya me gustaría.
— ¿Por qué? ¿Qué te hizo?
— Se cruzó en mi camino.
Vale, no era eso lo que ella esperaba escuchar.
— Y a ti no te gusta que nadie se cruce en tu camino, ¿cierto?
— ¿Te gusta a ti?
Ella sopesó la pregunta antes de responder.
— Supongo que no.
Para cuando llegaron a Bourbon Street, la calle había sido invadida por la multitud típica de un domingo por la tarde. Grace se abanicó el rostro, luchando contra el intenso calor.
Miró a Julian, que apenas si sudaba; las gotitas de sudor le conferían un nuevo atractivo. El pelo húmedo se le rizaba alrededor de la cara y con esas gafas oscuras… ¡Ooooh, Señor!
Por supuesto que su atractivo quedaba aún más enfatizado gracias a la camiseta blanca, de mangas cortas, que se le adhería a los hombros y a la tableta de chocolate que tenía por abdominales. Mientras dejaba que su mirada vagara hasta el botón de sus vaqueros, deseó haberle comprado unos más anchos.
Pero dado su seductor modo de andar, que decía mucho acerca de su confianza en sí mismo, Grace dudaba mucho de que unos vaqueros más anchos pudiesen ocultar tan tremenda sensualidad.
Julian se detuvo al pasar junto a un club de striptease. A su favor Grace tuvo que admitir que ni siquiera jadeó al mirar a las mujeres tan escandalosamente vestidas, que se contoneaban tras el cristal, pero su sorpresa fue bastante evidente.
Mirándole como si quisiera devorarlo, una exótica bailarina se mordió el labio inferior y se pasó la lengua por él de forma sugerente, mientras se tocaba los pechos. Le hizo un gesto con un dedo para que entrara al local.
Julian se dio la vuelta.
— Nunca habías visto algo así, ¿verdad? —preguntó Grace, intentando disimular el malestar que sentía ante los gestos de la mujer, y el alivio que la invadió al ver la reacción de Julian.
— Roma —contestó simplemente.
Ella se rió.
— No eran tan decadentes, ¿o sí?
— Te sorprendería saber cuánto. Por lo menos aquí nadie hace una orgía en… —y su voz se perdió al pasar junto a una pareja que se lo estaba montando en una esquina—. Déjalo.
Grace se rió a carcajadas.
— ¡Ooooh Señor! —exclamó una prostituta, al pasar junto a otro club, haciendo un gesto a Julian—. Entra y te lo hago gratis.
Él meneó la cabeza sin detenerse. Grace lo cogió de la mano y lo detuvo.
— ¿Se comportaban así las mujeres antes de la maldición?
Él asintió.
— Por eso el único amigo que tuve fue Kyrian. Los hombres que conocía no podían aguantar la atención que me prestaban; las mujeres me perseguían allí donde estuviésemos, intentando arrancarme la armadura.
Grace se detuvo a pensar por un momento.
— Y tú no estás seguro de que todas esas mujeres te amaran, ¿verdad?
La miró con una chispa de diversión.
— El amor y la lujuria no son lo mismo. ¿Cómo puedes amar a alguien a quien no conoces?
— Supongo que tienes razón.
Siguieron caminando por la calle.
— Cuéntame cosas sobre tu amigo. ¿Por qué no le importaba que las mujeres se quedaran con la boca abierta al verte?
Julian sonrió, mostrando sus hoyuelos.
— Kyrian estaba profundamente enamorado de su esposa, y no le importaba ninguna otra mujer. Jamás me vio como un competidor.
— ¿Conociste a su esposa?
Julian negó con la cabeza.
— Aunque nunca lo hablamos, creo que los dos intuíamos que sería una mala idea.
Grace percibió el cambio en su rostro. Estaba recordando a Kyrian, seguro.
— Te culpas por lo que le sucedió, ¿verdad?
Él apretó los dientes mientras imaginaba lo que debía haber sentido su amigo al ser capturado por los romanos. Considerando las ganas que habían tenido de atraparlos a ambos, no había duda de lo que lo habían hecho sufrir antes de matarlo.
— Sí —contestó en voz baja—. Sé que tengo la culpa. Si no hubiese despertado la ira de Príapo, habría estado allí para ayudar a Kyrian a luchar contra ellos.
Y sabía con absoluta certeza que la desgracia de Kyrian provenía del hecho de haber sido tan estúpido como para ser su amigo.
Lanzó un suspiro.
— Una vida brillante que no debería haber acabado así. Si tan sólo hubiese aprendido a controlar su osadía, habría llegado a ser un magnífico gobernador —dijo, cogiendo la mano de Grace y dándole un ligero apretón.
Caminaron en silencio, mientras Grace intentaba pensar en el modo de animarlo.
Al pasar por la Casa del Vudú de Marie Laveau, ella se detuvo y lo arrastró al interior.
Le explicó los orígenes del vudú mientras recorrían el museo de miniaturas.
— ¡Uuuh! —dijo cogiendo un muñeco de vudú de una estantería—. ¿Quieres vestirlo como Príapo y clavarle unos cuantos alfileres?
Julian se rió.
— ¿Por qué no imaginarnos que es Rodney Carmichael?
Grace suprimió una sonrisa.
— Eso sería muy poco profesional por mi parte, ¿no es cierto?... Pero me resulta muy tentador.
Dejó el muñeco en su sitio y se fijó en el mostrador de cristal, donde estaban colocados los amuletos y la bisutería. Justo en el centro, había un collar de cuentas negras, azules y verdes, trenzadas de un modo tan intrincado que daban la sensación de ser un delgado hilo negro.
— Trae buena suerte a quien lo lleva —le dijo la vendedora al percibir el interés de Grace—. ¿Le gustaría verlo de cerca?
Grace asintió.
— ¿Funciona?
— ¡Sí! Está trenzado siguiendo un poderoso diseño.
Grace no estaba muy segura de que debiera creérselo; pero entonces recordó que, hacía apenas una semana, jamás habría creído que dos mujeres borrachas pudieran devolver a la vida a un general Macedonio.
Pagó a la mujer y se acercó a Julian.
— Agáchate —le dijo.
Él la miró con escepticismo.
— ¡Vamos! —le acució ella—. Dame el gusto, anda.
La vendedora se rió al ver a Grace colocarle el amuleto a Julian en el cuello.
— Ese chico no necesita ningún tipo de suerte para aumentar su encanto. Lo que necesita es un hechizo que disperse la atención de todas esas mujeres que le están mirando el trasero ahora que está agachado.
Grace miró por encima del hombro de Julian y observó a tres mujeres que babeaban al mirarle el culo. Por primera vez, sintió un horrible ramalazo de celos.
Pero la sensación se evaporó por completo cuando Julian le dio un cariñoso beso en la mejilla antes de incorporarse. Con una mirada diabólica, le pasó un brazo alrededor de los hombros en un gesto posesivo.
Al pasar junto a las mujeres, Grace no pudo suprimir un travieso impulso. Se detuvo junto a ellas y las interpeló.
— Por cierto, desnudo está muchísimo mejor.
— Y tú que no pierdes oportunidad de comprobarlo, cariño —comentó Julian mientras se ponía las gafas de sol y comenzaba a andar con el brazo aún sobre sus hombros.
Ella le pasó la mano por la cintura y la metió en el bolsillo delantero del pantalón, mientras él la atraía más hacia su cuerpo.
— ¿Sabes una cosa? —le susurró al oído—. Si bajases la mano un poquito más, no me importaría en absoluto.
Ella le dio un pequeño apretón, pero dejó la mano donde estaba.
Las miradas de envidia de las mujeres los persiguieron mientras se alejaban caminando por la acera.
Para cenar, Grace llevó a Julian a la Marisquería de Mike Anderson. Hizo una mueca al ver que depositaban un plato de ostras para Julian sobre la mesa.
— ¡Puaj! —exclamó ella cuando él se comió una.
Muy ofendido, Julian resopló.
— Están deliciosas.
— Para nada.
— Eso es porque no sabes cómo tienes que comerlas.
— Claro que sé. Abres la boca y dejas que ese bicho viscoso se deslice por tu garganta.
Julian bebió un trago de su cerveza.
— Ésa es una forma de comerlas.
— Así acabas de hacerlo tú.
— Cierto, pero ¿no te gustaría probar otro modo?
Ella se mordió el labio, indecisa. Algo en el comportamiento de Julian le indicaba que podía ser peligroso aceptar su desafío.
— No sé.
— ¿Confías en mí?
— No mucho —resopló ella.
Él se encogió de hombros y dio otro trago a la cerveza.
— Tú te lo pierdes.
— ¡Vale, está bien! —se rindió ella, demasiado curiosa como para continuar negándose—. Pero si me dan arcadas, recuerda que te lo advertí.
Julian tiró de la silla de Grace con los talones hasta colocarla a su lado, tan cerca que sus muslos se rozaban. Se secó las manos en los vaqueros, y cogió la ostra más pequeña.
— Muy bien entonces —le susurró al oído y le pasó el otro brazo por los hombros—. Echa la cabeza hacia atrás.
Grace obedeció. Él deslizó los dedos por su garganta, causándole una oleada de escalofríos. Ella tragó, sorprendida por la ternura de sus caricias. Sorprendida por lo bien que se sentía con él a su lado.
— Abre la boca —le dijo en voz baja, mientras le rozaba el cuello con la nariz.
Ella volvió a obedecer.
Julian dejó que la ostra resbalara hasta su boca. Cuando Grace la tragó y comenzó a bajar por su garganta, Julian pasó la lengua por su cuello en dirección contraria.
Grace se estremeció ante la inesperada sensación. Los pezones se le endurecieron y un millón de escalofríos recorrieron su piel. ¡Era increíble! Y por primera vez, no le importó para nada el sabor de la ostra.
— ¿Te ha gustado? —le preguntó, juguetón.
Ella no pudo evitar sonreír.
— Eres incorregible.
— Eso intento.
— Y lo consigues a las mil maravillas.
Antes de que Julian pudiera responder, sonó su teléfono móvil.
— ¡Puf! —resopló mientras lo sacaba del bolso. Quienquiera que fuese, ya podía tener algo importante que decirle.
Contestó.
— ¿Grace?
Ella se encogió al escuchar la voz de Rodney.
— Señor Carmichael, ¿cómo ha conseguido este número de teléfono?
— Estaba apuntado en tu Rodolex. Vine a tu casa a verte, pero no estás —y suspiró—. Estaba deseando pasar el día contigo. Tenemos una conversación pendiente. Pero no pasa nada. Puedo reunirme contigo, ¿estás en el Barrio Francés con tu amiga la vidente?
El miedo la paralizó.
— ¿Cómo conoce a mi amiga?
— Sé muchas cosas de ti, Grace. ¡Mmm! —masculló en voz baja—. Perfumas los cajones de tu ropa interior con popurrí de rosas.
El terror la poseyó por completo y no pudo moverse. Comenzaron a temblarle las manos.
— ¿Está en mi casa?
Podía oír cómo abría y cerraba los cajones de su cómoda, a través del teléfono. De repente, el tipo soltó una maldición.
— ¡Zorra! —espetó Rodney—. ¿Quién es él? ¿Con quién coño te has estado acostando?
— Eso es…
La comunicación se cortó.
Grace estaba temblando, tanto que apenas si podía respirar cuando colgó el teléfono.
— ¿Qué sucede? —le preguntó Julian, con el ceño fruncido por la preocupación.
— Rodney está en mi casa —le dijo con voz temblorosa. Marcó de inmediato el número de la policía para notificarlo.
— Nos encontraremos allí —le informó el agente—. No entre en su domicilio hasta que lleguemos.
— No se preocupe, no lo haré.
Julian le cogió las manos.
— Estás temblando.
— ¡No me digas! Resulta que tengo a un psicópata metido en mi casa, olfateando mi lencería e insultándome. ¿Por qué iba a temblar?
Sus ojos de azul profundo la tranquilizaron con una mirada protectora. Le apretó las manos suavemente.
— Sabes que no voy a permitir que te haga daño.
— Te lo agradezco mucho, Julian. Pero este hombre está…
— Muerto si se acerca a ti. Sabes que no te abandonaré.
— Por lo menos no hasta la próxima luna llena.
Julian apartó la mirada y ella asimiló la verdad.
— No pasa nada —dijo ella con valentía—. Puedo hacerme cargo de esto, de verdad. He estado sola durante años. Ésta no es la primera vez que un cliente me acosa. Y dudo mucho que vaya a ser el último.
Los ojos de Julian lanzaron llamaradas azules cuando la miró.
— ¿Cuántos de tus pacientes te han acosado?
— No es tu problema, sino el mío.
Julian siguió mirándola como si estuviese a punto de estrangularla.


[1] Adelfos: Hermano en griego. (N. de la T.)
[2] Hot Blooded: de sangre caliente en inglés. (N. de la T.)
[3] Love Hurts: el amor hace daño. (N. de la T.)

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