24 de Junio, 9527 A.C.
Acheron caminaba por el centro de la ciudad, sintiendo el poder de la vida moviéndose por sus venas. Era como si ahora, verdaderamente, formara parte del universo. Los colores eran más vibrantes, cada sonido… podía oír el latido de los corazones y la sangre corriendo por las venas. Sabía instantáneamente el nombre de cada persona que pasaba. Su pasado, su presente y su futuro.
Nada le estaba oculto. Podía sentir el poder de las eras. Se sentía invencible.
Mmmm. Me encantaría tener un pedazo de eso.
Se volvió hacia la mujer cuyos pensamientos tenía en la mente. Ella desvió inmediatamente la mirada como si se avergonzara de su lascivia.
Acheron se paró de golpe y se dio cuenta de algo.
Con sus poderes desbloqueados, la gente no saltaba sobre él como antes. Se bajó la capucha para probar su teoría, puesto que podía teletransportarse a cualquier sitio con tan sólo un pensamiento. El familiar temblor recorrió a aquellos que le vieron, pero por primera vez en su vida, mantuvieron la distancia. Era como si pudieran sentir los poderes en su interior y supieran que era mejor no acercarse.
Asombrado, se quitó la capa y se la tendió a un mendigo mientras seguía caminando por las calles al descubierto. Expuesto. Así que esto era sentirse normal. Era increíble vivir sin miedo. Sin que le magullaran ni le hicieran daño.
Queriendo reír de alivio y excitación, se dirigió hacia el templo de Artemisa y entró sin temor.
El templo estaba vacío a esa hora del día. Envalentonado por su sus poderes, se aproximó a su estatua.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Vio a Artemisa en las sombras.
—Quería verte.
—Deberías saber que es mejor que no vengas aquí. —gruño con tono bajo y feroz—. ¿Qué pasaría si te viera alguien?
Él chasqueó la lengua.
—¿De qué va esto, Arti? ¿Por qué no puedo hacer una ofrenda a una diosa? ¿Tan ofensivo te parezco?
Artemisa frunció el ceño. Había algo diferente hoy en Acheron. Una esencia de poder que ondulaba… como la presencia de un dios, pero ella sabía bien que no podía ser.
—¿Estás borracho?
La sonrisa de él era realmente encantadora.
—Ya no puedo emborracharme.
—¿Qué quieres decir?
—Nada. —Se aproximó a ella como un animal salvaje acechando a su presa. Lento. Sensual. Seductor. Estaba como hipnotizada por la fluida belleza de sus movimientos que rezumaban una sexualidad antinatural. Antes de que pudiera moverse, la atrajo con fuerza contra él y besó sus labios.
El fuego la recorrió olvidándose de que estaba con él al descubierto. No la había besado así desde hacía mucho tiempo. Lo siguiente que supo es que estaban en su dormitorio en el Olimpo.
Qué raro, no recordaba haberlos traído aquí… Pero perdió el hilo del pensamiento en el instante en que la cogió en brazos y la llevó a la cama. Le encantaba cuando la llevaba en brazos. La hacía sentirse tan femenina.
Acheron no sabía de dónde venía la súbita oleada de deseo. Era arrolladora y estimulante. No recordaba haber querido estar con alguien tanto como deseaba estar con Artemisa en este momento. Era como si tuviera que tenerla ya mismo.
Como si algo en su interior le empujara a poseerla y dominarla.
Los colmillos de ella se alargaron mientras hacía que se desvanecieran las ropas de ambos.
—Eres tan hermoso, —dijo con un ligerísimo ceceo—. Te quiero dentro de mí mientras me alimento.
Pero él no estaba de humor para eso. La atrajo hacia él para encontrar sus labios y poder besarla con la furia y la fuerza que hervían en su interior. Era como si no le quedara humanidad. Gruñendo por lo bajo, le dio la vuelta hasta ponerla sobre el estómago, le abrió las piernas ampliamente y la penetró desde atrás.
Artemisa jadeó al inundar su cuerpo un inimaginable placer. Acheron nunca había sido tan enérgico con ella. Pero aún así, seguía siendo dulce. La mezcla la cegó de éxtasis. Su empuje era tan profundo y fuerte. Poderoso. Lo sentía como si estuviera tocando una parte de su alma inmortal.
—Dime por quién estás hambrienta, Artemisa. —gruñó en su oreja.
Ella contuvo el aliento cuando el puntualizó cada palabra con una profunda embestida.
—Por ti.
—¿Y a quién ansías?
—Sólo a ti.
—Entonces di mi nombre. Quiero que lo digas mientras estoy dentro de ti. Mientras te poseo.
—Acheron. —gritó de placer.
Se retiró de su interior y le dio la vuelta para que lo mirara a la cara. Con la respiración entrecortada, la miró con un deseo tan ardiente que la escaldó. Ahora no había nada servil en él. Estaba con ella de igual a igual.
No, él era más que eso.
Su beso la quemó antes de volviera a entrar en ella. Artemisa arqueó la espalda empujándole incluso más profundo.
Él se retiró y tomó su cara entre las manos mientras la cabalgaba hondo y fuerte. Sus ojos plateados destellearon de rojo.
—Mírame mientras estoy dentro de ti y di mi nombre otra vez.
—Acheron.
—¿Y quién te dirige, diosa? ¿Quién es el único hombre que hace que te mojes de deseo?
Ella gritó en el límite del orgasmo.
Él se congeló como si lo supiera y la frustración fue casi suficiente para que le abofeteara.
—Contéstame, Artemisa. Si quieres correrte, dime ante quién respondes.
Ella levantó el cuerpo y puso las piernas alrededor de sus delgadas caderas.
—Ante ti, Acheron. Sólo ante ti.
Descendió sobre sus labios con otro beso abrasador antes de volver a empujar contra ella. Incapaz de soportarlo, le retiró el pelo del cuello y le hundió profundamente los dientes.
En el momento en que lo hizo, él se enterró totalmente hasta la base mientras ambos se corrían.
Artemisa grito y se retorció en una felicidad incomparable.
Acheron se sentía paralizado por los espasmos que recorrían su cuerpo. Era tan raro que se corriera dentro de ella que la novedad le cegó temporalmente. Ella se aferró a su cuerpo y le dio la vuelta para ponerle de espaldas para poder alimentarse.
Yacía completamente saciado mientras ella tomaba su sangre. Por una vez no se sentía débil.
Artemisa se apartó para mirarle con expresión sobresaltada. Tenía los ojos plateados y los labios cubiertos con su sangre.
—¿Qué eres?
Antes de poder contestarla sintió esa extraña frialdad filtrándose en su interior con el estremecimiento de electricidad que era el heraldo de que se estaba volviendo azul.
Jadeando, Artemisa se apartó hasta los pies de la cama, acurrucándose desnuda como si estuviera lista para atacarle.
Acheron echó la cabeza hacia atrás y sus poderes surgieron en una oleada tan poderosa que hicieron añicos las ventanas de la habitación.
—¡Fuera! —aulló. Pero esta vez, cuando intentó devolverle al mundo de los humanos, él se negó a marchar.
La agarró y la atrajo contra él. Como sospechaba, vio su mano, azul contra la palidez de su brazo.
—¿Qué pasa, Arti? ¿Ahora me tienes miedo?
Artemisa tragó saliva ante la vista de su precioso Acheron. Había desaparecido el hermoso hombre rubio cada uno de cuyos rasgos era perfecto. Lo que veía ahora era siniestramente hermoso. Su piel se ondulaba en una sinfonía de azules. Su pelo era negro, como sus labios y sus uñas.
Y sus ojos…
Destelleaban del plateado a rojo una y otra vez.
Este era un dios de la destrucción y ella lo sabía. Podía sentir los poderes que hacían de los suyos una burla, incluso de los que poseía Zeus. Acheron podría matarla…
—¡Me has engañado! —le acusó.
—Yo no he hecho nada. —su piel volvió a ser normal—. Te ofrecí mi corazón una vez, Artemisa. Me dijiste que no era lo suficientemente bueno para ti. ¿Lo soy ahora?
No, esto era peor aún. Traer un dios más poderoso al Olimpo…
Podrían matarla.
—¿Qué quieres? —preguntó aterrorizada por lo que podría contestar. ¿Había venido a destruirlos a todos ellos?
Él alargó una mano azul de aspecto marmóreo y la posó en su mejilla. Sus ojos la quemaron con atormentada necesidad. —Quiero que me ames.
—Pues claro que te amo.
—Lo dices sólo porque ahora me tienes miedo. Puedo sentirlo.
—No, Acheron. Es la verdad. Te he amado desde el momento en que me besaste por primera vez.
Sus ojos se volvieron de un rojo llameante y vibrante.
—Entonces, pruébalo.
—¿Cómo?
—Pasea conmigo por el palacio en Didymos. A mi lado. Como mi igual.
El mero pensamiento la horrorizó.
—No puedo hacer eso.
—Soy un dios. ¿Por qué no podrías pasear con un dios?
Artemisa negó con la cabeza. No era tan sencillo.
—Eras una puta.
Acheron se encogió cuando las palabras el rasgaron con la ferocidad de hojas cortantes.
—Soy una diosa virgen —dijo enérgicamente. —Nadie puede saber nunca que me sedujo una vulgar prostituta. Dios o no dios, no puedo reivindicarte. Nunca.
Así pues, seguía sin ser lo bastante bueno. Dios o no dios seguía siendo nada más que basura indeseable. Una vergüenza. Ni siquiera su madre podía reclamarle.
El corazón se le hizo pedazos y tomó aliento profundamente cuando ella retrocedió con miedo. En ese momento, se odiaba a sí mismo por lo que era y lo que había sido.
Un matón.
No era mejor que aquellos que le hicieron rogar y arrastrarse por un gesto amable. El solo pensamiento le puso enfermo.
Saliendo de la cama, puso de pie a Artemisa. Desnuda y temblando se quedó quieta en la oscuridad de la habitación, confundida por todo lo que había pasado.
Acheron era un dios.
Pero ¿de qué panteón? Todavía podía sentir el poder de su sangre. Ese poder mezclado con la suya le daba un vislumbre de las habilidades que poseía.
Era un destructor. Un asesino de dioses. Todo el panteón vivía en el temor de los dioses oscuros. Los que podían dar órdenes a la fuente primordial del universo. No había muchos que poseyeran esa habilidad y ninguno de los dioses griegos la tenía.
Ninguno.
Pero Acheron sí.
—¿Qué he hecho?
Su tonta despreocupación bien podría ser la causa de la muerte de todos ellos.
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