jueves, 12 de enero de 2012

A parte 59

23 de Junio, 9548 A.C


Mi madre, la Reina Aara, yacía en su cama dorada, su cuerpo bañado en sudor, su cara pálida mientras una asistente le apartaba el rubio cabello húmedo de sus ojos azul claro. Incluso, a través del dolor, nunca había visto que mi madre pareciera más llena de alegría de lo que parecía ese día y me pregunté si había sido así de feliz ante mi propio nacimiento.
El aposento estaba atestado por funcionarios de la corte y mi padre, el rey, estaba de pie al lado de la cama con su Jefe de Estado. Las largas ventanas de cristal estaban abiertas, dejando que el aire fresco brindara alivio al calor del día de verano.
—Es otro hermoso muchacho —proclamó felizmente la comadrona, envolviendo al recién nacido en una manta.
—¡Por la mano de la dulce Artemis, Aara, me ha llenado de orgullo! —dijo mi padre mientras un fuerte grito alborozado traspasaba a los ocupantes del aposento—. ¡Gemelos para gobernar sobre nuestras islas gemelas!
Con sólo siete años de edad, salté arriba y abajo regocijada. Por fin, y después de numerosos abortos de mi madre y niños nacidos muertos, yo no tenía un hermano, sino dos.
Riéndose, mi madre acurrucó al segundo niño en su pálido seno mientras una comadrona secundaria limpiaba al primogénito.
Me moví sigilosamente por entre la muchedumbre para mirar al bebé primogénito que estaba con la comadrona. Diminuto y hermoso, se retorcía y luchaba por respirar a través de sus pulmones recién nacidos. Finalmente había tomado una profunda y despejada inhalación, cuando oí el grito de alarma de la mujer que lo sostenía.
—¡Zeus tenga misericordia, el mayor está mal formado, Majestades!
Mi madre alzó la vista con su frente arrugada por la preocupación.
—¿Cómo?
La comadrona se lo llevó.
Yo estaba aterrorizada de que algo estuviera mal. El bebé me pareció perfecto.
Esperé mientras el bebé estiraba sus manos hacia el hermano que había compartido la matriz con él durante esos pasados meses. Era como si buscara el consuelo de su gemelo.
En cambio, mi madre apartó a su hermano, de su vista y alcance.
 —No puede ser —sollozó mi madre—. Es ciego.
—No es ciego, Majestad —dijo la sabia más anciana, mientras se adelantaba por entre el grupo de gente. Sus ropajes blancos estaban profusamente bordados con hilos de oro y llevaba puesta una corona de oro ornamentada sobre su desvaído pelo gris—. Fue enviado a ti por los dioses.
Mi padre, el rey, entornó sus ojos furiosamente hacia mi madre.
—¿Fuiste infiel? —la acusó.
—No, nunca.
—¿Entonces cómo es que él salió de tus caderas? Todos aquí somos testigos.
Todos en el aposento miraron a la sabia quién clavó sus ojos sin expresión en el diminuto bebé indefenso que clamaba para que alguien lo sostuviera y le ofreciera consuelo. Calor.
Pero nadie lo hizo.
—Él será un destructor, este niño —dijo la sabia, su anciana voz en alto y timbrada de modo que todos pudieran oír su proclamación—. Su toque traerá la muerte a muchos. Ni siquiera los mismos dioses estarán a salvo de su ira.
Jadeé, sin entender realmente el significado de sus palabras.
¿Cómo podría un mero bebé hacer daño a alguien? Él era diminuto. Indefenso.
—Entonces ¡mátalo ahora! —ordenó mi padre a un guardia para que sacara su espada y matara al niño.
—¡No! —dijo la sabia, deteniendo al guardia antes de que él pudiera consumar la voluntad del rey—. Mata a este niño y tu otro hijo morirá también. Sus fuerzas de vida están ligadas. Ésta es la voluntad de los dioses, deberás criarlo hasta la edad viril.
El gemelo mayor sollozó.
Sollocé yo también, no entendía su odio por un simple bebé.
—No criaré un monstruo —gruñó mi padre.
—No tienes ninguna opción. —La sabia tomó al bebé de la comadrona y se lo ofreció a mi madre.
Fruncí el ceño ante la nota de satisfacción que vi en los ojos de la comadrona antes de que la hermosa mujer rubia se abriera paso por entre la gente para desaparecer de la estancia.
—Él nació de tu cuerpo, Majestad —dijo la sabia, arrastrando mi atención de vuelta hacia ella y mi madre—. Es tu hijo.
El bebé berreó aún más alto, estirándose otra vez para alcanzar a mi madre. Su madre. Ella se encogió alejándose de él, aferrando aún más que antes, estrechamente, al segundo en nacer.
—No lo amamantaré. No lo tocaré. ¡Aléjalo de mi vista!.
La sabia condujo al niño hasta mi padre.
—¿Y qué hay de ti, Majestad? ¿No lo aceptarás?
—Nunca. Ese niño no es hijo mío.
La sabia respiró hondo y presentó al niño a la cámara. Su agarre era flojo sin amor o compasión evidente en su toque.
—Entonces será llamado Acheron por el Río de la Tragedia. Como el río del Inframundo, su viaje será oscuro, largo y duradero. Será capaz de dar la vida y tomarla. Caminará por la vida, solo y desamparado, siempre buscando la bondad y siempre hallando la crueldad.
La sabia miró hacia abajo, al niño en sus manos y pronunció la simple verdad que perseguiría al niño por el resto de su existencia.
—Que los dioses se apiaden de ti, pequeño. Nadie más lo hará.
o lM 7 , y `^ P � cía muy poco tiempo, habíamos estado en guerra con ellos. Yo sólo había oído cosas terribles sobre aquel lugar y sobre todos lo que allí vivían.
Alcé la vista a mi padre, sollozando:
 —Estará asustado.
—Los de su clase nunca tienen miedo.
Los gritos de Acheron y las súplicas negaban aquellas palabras.
Mi padre podría ser un rey poderoso, pero estaba equivocado. Yo conocía el miedo dentro del corazón de Acheron.
Y conocía el miedo en el mío propio.
¿Volvería a ver a mi hermano algún día?

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