Julian alzó una ceja ante la cruda e inesperada analogía. Pero más que las palabras, lo que le sorprendió fue el tono amargo de su voz. Debieron utilizarla en el pasado. No era de extrañar que se asustase de él.
Una imagen de Penélope le pasó por la mente y sintió una punzada de dolor en el pecho, tan feroz que tuvo que recurrir a su firme entrenamiento militar para no tambalearse.
Tenía muchos pecados que expiar. Algunos habían sido tan grandes que dos mil años de cautiverio no eran más que el principio de su condena.
No es que fuese un bastardo de nacimiento; es que, tras una vida brutal, plagada de desesperación y traiciones, había acabado convirtiéndose en uno.
Cerró los ojos y se obligó a alejar esos pensamientos. Eso era, nunca mejor dicho, historia antigua y esto era el presente. Grace era el presente.
Y estaba en él por ella.
Ahora entendía lo que Selena quería decir cuando le habló sobre Grace. Por eso le convocaron. Para mostrarle a Grace que el sexo podía ser divertido.
Nunca antes se había encontrado en una situación semejante.
Mientras la observaba, sus labios dibujaron una lenta sonrisa. Ésta sería la primera vez que tendría que perseguir a una mujer para que lo aceptara. Anteriormente, ninguna había rechazado su cuerpo.
Con la inteligencia de Grace y su testarudez, sabía que llevársela a la cama sería un reto comparable al de tender una emboscada al ejército romano.
Sí, iba a saborear cada momento.
Igual que acabaría saboreándola a ella. Cada dulce y pecoso centímetro de su cuerpo.
Grace tragó saliva ante la primera sonrisa genuina de Julian. La sonrisa suavizaba su expresión y lo hacía aún más devastador.
¿Qué demonios estaría pensando para sonreír así?
Por enésima vez, sintió que se le subían los colores al pensar en su crudo discursito. No lo había hecho a propósito; en realidad no le gustaba desnudar sus sentimientos ante nadie, especialmente ante un desconocido.
Pero había algo fascinante en este hombre. Algo que ella era percibía de forma perturbadora. Quizás fuese el disimulado dolor que reflejaban de vez en cuando esos celestiales ojos azules, cuando lo pillaba con la guardia baja. O tal vez fuesen sus años como psicóloga, que le impedían tener un alma atormentada en su casa y no prestarle ayuda.
No lo sabía.
El reloj de pared del recibidor de la escalera, dio la una.
— ¡Dios mío! —dijo asombrada por la hora—. Tengo que levantarme a las seis de la mañana.
— ¿Te vas a la cama?, ¿a dormir?
Si el humor de Julian no hubiese sido tan huraño, el espanto que mostró su rostro habría hecho reír a Grace de buena gana.
— Tengo que irme.
Él frunció el ceño…
¿Dolorido?
— ¿Te ocurre algo? —preguntó ella.
Julian negó con la cabeza.
— Bueno, entonces voy a enseñarte el sitio donde vas a dormir y…
— No tengo sueño.
A Grace le sobresaltaron sus palabras.
— ¿Qué?
Julian la miró, incapaz de encontrar las palabras exactas para describirle lo que sentía. Llevaba atrapado tanto tiempo en el libro, que lo único que quería hacer era correr o saltar. Hacer algo para celebrar su repentina libertad de movimientos.
No quería irse a la cama. La idea de permanecer tumbado en la oscuridad un solo minuto más…
Se esforzó por volver a respirar.
— He estado descansando desde 1895 —le explicó—. No estoy muy seguro de los años que han transcurrido, pero por lo que veo, han debido ser unos cuantos.
— Estamos en el año 2002 —le informó Grace—. Has estado «durmiendo» durante ciento siete años. —No, se corrigió ella misma. No había estado durmiendo.
Él le había dicho que podía escuchar cualquier conversación que tuviera lugar cerca del libro; lo que significaba que había permanecido despierto durante su encierro. Aislado. Solo.
Ella era la primera persona con la que había hablado, o estado cerca, después de cien años.
Se le hizo un nudo en el estómago al pensar en lo que debía haber soportado. Aunque la prisión de su timidez nunca había sido tangible para ella, sabía lo que era escuchar a la gente y no ser parte de ellos. Permanecer como una simple espectadora.
— Me gustaría poder quedarme despierta —dijo, reprimiendo un bostezo—. De verdad; pero si no duermo lo suficiente, mi cerebro se convierte en gelatina y se queda sin batería.
— Te entiendo. Al menos entiendo lo esencial, aunque no sé que son la gelatina ni la batería.
Grace todavía percibía su desilusión.
— Puedes ver la televisión.
— ¿Televisión?
Cogió el cuenco vacío y lo limpió antes de regresar con Julian a la sala de estar. Encendió el televisor y lo enseñó a cambiar los canales con el mando a distancia.
— Increíble —susurró él mientras hacía zapping por primera vez.
— Sí, es algo muy útil.
Eso lo mantendría ocupado. Después de todo, los hombres sólo necesitaban tres cosas para ser felices: comida, sexo y un mando a distancia. Dos de tres deberían mantenerlo satisfecho un rato.
— Bueno —dijo mientras se dirigía a las escaleras—. Buenas noches.
Al pasar a su lado, Julian le tocó el brazo. Y, aunque su roce fue muy ligero, Grace sintió una descarga eléctrica.
Con el rostro inexpresivo, sus ojos dejaban ver todas las emociones que lo invadían. Grace percibió su sufrimiento y su necesidad; pero sobre todo, captó su soledad.
No quería quedarse solo.
Humedeciéndose los labios —se le habían secado de forma repentina—, dijo algo increíble.
— Tengo otro televisor en mi habitación. ¿Por qué no ves allí lo que quieras, mientras yo duermo?
Julian le dedicó una sonrisa tímida.
Fue tras ella mientras subían las escaleras, totalmente sorprendido por el hecho de que Grace lo hubiera comprendido sin palabras. Había tenido en cuenta su necesidad de compañía, sin preocuparse de sus propios temores.
Eso le hizo sentir algo extraño hacia ella. Una rara sensación en el estómago.
¿Ternura?
No estaba seguro.
Grace lo llevó hasta una enorme habitación presidida por una cama con dosel, situada en la pared opuesta a la puerta de entrada. Enfrente de la cama había una cómoda y, sobre ella, una ¿cómo lo había llamado Grace?, ¿televisión?
Observó cómo Julian paseaba por su dormitorio, mirando las fotografías que había en las paredes y sobre los muebles; fotografías de sus padres y de sus abuelos, de Selena y ella en la facultad, y una del perro que tuvo cuando era pequeña.
— ¿Vives sola? —le preguntó.
— Sí —dijo, acercándose a la mecedora que estaba junto a la cama. Su camisón estaba sobre el respaldo. Lo cogió y después miró a Julian y a la toalla verde que aún llevaba alrededor de sus esbeltas caderas. No podía dejar que se metiera en la cama con ella de aquella guisa.
Seguro que puedes.
No, no puedo.
¿Por favor?
¡Shh! Parte irracional de mí, cállate y déjame pensar.
Aún guardaba los pijamas de su padre en el dormitorio que había pertenecido a sus progenitores; allí estaban todas sus pertenencias y para Grace, era un lugar sagrado. Teniendo en cuenta la anchura de los hombros de Julian, estaba segura de que las camisas no le servirían, pero los pantalones tenían cinturas ajustables y, aunque le quedasen cortos, al menos no se le caerían.
— Espera aquí —le dijo—. No tardaré nada.
Después de verla marcharse como una exhalación, Julian se acercó a los ventanales y apartó las cortinas de encaje blanco. Observó las extrañas cajas metálicas —que debían ser automóviles— mientras pasaban por delante de la casa con aquel zumbido tan extraño que no cesaba un instante, semejante al ruido del mar. Las luces iluminaban las calles y todos los edificios; se parecían a las antorchas que había en su tierra natal.
Qué insólito era este mundo. Extrañamente parecido al suyo y, aun así, tan diferente.
Intentó asociar los objetos que veía con las palabras que había escuchado a lo largo de las décadas; palabras que no comprendía. Como televisión y bombilla.
Y por primera vez desde que era niño, sintió miedo. No le gustaban los cambios que percibía, la rapidez con la que las cosas habían evolucionado en el mundo.
¿Cómo sería todo la siguiente vez que lo convocaran?
¿Podrían las cosas cambiar mucho?
O lo que era más aterrador, ¿y si jamás volvían a invocarlo?
Tragó saliva ante aquella idea. ¿Y si acababa atrapado durante toda la eternidad? Solo y despierto. Alerta. Sintiendo la opresiva oscuridad en torno a él, dejándolo sin aire en los pulmones mientras su cuerpo se desgarraba de dolor.
¿Y si no volvía a caminar de nuevo como un hombre? ¿O a hablar con otro ser humano, o a tocar a otra persona?
Esta gente tenía cosas llamadas ordenadores. Había escuchado al dueño de la librería hablar sobre ellos con los clientes. Y unos cuantos le habían dicho que, probablemente, los ordenadores sustituirían un día a los libros.
¿Qué sería de él entonces?
Vestida con su camisola de dormir rosa, Grace se detuvo en la habitación de sus padres, junto a la puerta de espejo del vestidor, donde guardó los anillos de boda el día posterior al funeral. Podía ver el débil resplandor del diamante marquise[1] de medio quilate.
El dolor hizo que se le formara un nudo en la garganta; luchó contra las lágrimas que pugnaban por brotar de sus ojos.
Con veinticuatro años recién cumplidos en aquella época, había sido lo suficientemente arrogante como para pensar que era una persona madura y capaz de hacer frente a cualquier cosa que la vida le pusiera por delante. Se había creído invencible. Y en un segundo, su vida se derrumbó.
La muerte le arrebató todo aquello que una vez tuvo: la seguridad, la fe, su creencia en la justicia y, sobre todo, el amor sincero de sus padres y su apoyo emocional.
A pesar de toda su vanidad juvenil, no había estado preparada para que le arrebataran por completo a toda su familia.
Y, aunque habían pasado cinco años, aún los echaba de menos. El dolor era muy profundo. El viejo dicho aquél, según el cual era mejor haber conocido el amor antes de perderlo, era un enorme fraude. No había nada peor que perder a las personas que te quieren y te cuidan en un accidente sin sentido.
Incapaz de enfrentar su ausencia, Grace había sellado la habitación tras el funeral, y lo había dejado todo tal y como estaba.
Abrió el cajón donde su padre guardaba los pijamas y tragó saliva. Nadie había tocado estas cosas desde la tarde que su madre las dobló y las guardó.
Todavía recordaba la risa de su madre. Las bromas sobre el conservador estilo de su padre, que siempre elegía pijamas de franela.
Peor aún, recordaba el amor que se profesaban.
Lo que daría ella por encontrar la pareja perfecta, como les había sucedido a ellos. Habían estado casados veinticinco años antes de morir, y su amor había permanecido intacto desde el día que se conocieron.
No podía recordar un solo momento en que su madre no sonriera ante una broma de su padre. Siempre iban cogidos de la mano como dos adolescentes, y se robaban besos cuando creían que nadie los veía.
Pero ella los veía.
Y ahora lo recordaba.
Quería ese tipo de amor. Pero por alguna razón, no había encontrado a un hombre que la dejase sin aliento. Un hombre que consiguiera que se le desbocara el corazón y que sus sentidos se tambalearan.
Un hombre sin el cual la vida no tuviese sentido.
— ¡Oh, mamá! —balbuceó, deseando que sus padres no hubiesen muerto aquella noche.
Deseando…
No sabía qué. Lo único que quería era conseguir algo que le hiciese pensar en el futuro. Algo que le hiciese feliz; de la misma forma que su padre había hecho feliz a su madre.
Mordiéndose el labio, Grace cogió el pantalón de cuadros azul marino y blanco, y salió corriendo de la habitación.
— Aquí tienes —dijo arrojándole la prenda a Julian y saliendo a toda prisa hacia el cuarto de baño, en mitad del pasillo. No quería que él fuese testigo de sus lágrimas. No volvería a mostrarse vulnerable delante de un hombre.
Julian cambió la toalla por los pantalones y se fue tras Grace. Había cerrado de un portazo la puerta más cercana a la habitación donde él se encontraba.
— Grace —la llamó mientras abría la puerta con suavidad.
Se quedó paralizado al verla llorar. Estaba en mitad de un cuarto de aseo extraño, con dos lavamanos incrustados en la pared y una encimera blanca en la cual se apoyaba. Se había tapado la boca con una toalla, en un intento de sofocar sus desgarradores sollozos.
A pesar de su severa educación y de los dos mil años de autocontrol, Julian se vio arrastrado por una oleada de compasión. Grace lloraba como si alguien le hubiese roto el corazón.
Y eso lo hacía sentirse incómodo. Inseguro.
Apretando los dientes, alejó aquellos insólitos sentimientos. Si algo había aprendido durante su infancia era a no ahondar en los problemas de los demás, porque nunca traía nada bueno. No había que cuidar de nadie más que de uno mismo. Cada vez que había cometido el error de interesarse por alguien, lo había pagado con creces.
Además, en esta ocasión no había tiempo. Nada de tiempo.
Cuanto menos tuviese que ver con las emociones y la vida de Grace, más fácil le resultaría volver a soportar su confinamiento.
Y, entonces, las palabras de Grace lo golpearon con fuerza, justo en mitad del pecho. Ella lo había definido a la perfección: no era más que un gato dedicado a conseguir placer y después marcharse.
Se aferró con fuerza al tirador de la puerta. No era un animal. Él también tenía sentimientos.
O, al menos, solía tenerlos.
Antes de que pudiese reconsiderar sus acciones, entró en la estancia y la abrazó. Grace le rodeó la cintura con los brazos y se apoyó en él como si se tratara de un salvavidas, mientras enterraba la cara en su pecho desnudo y sollozaba. Todo su cuerpo temblaba.
Algo muy extraño se abrió paso en el interior de Julian. Un profundo anhelo que no sabía muy bien como definir.
Jamás en su vida había consolado a una mujer que lloraba. Se había acostado con tantas que no podía recordarlo; pero nunca, jamás, había abrazado a una mujer como estaba abrazando a Grace. Ni después de hacer el amor. Una vez acababa con su pareja de turno, se levantaba, se limpiaba y buscaba algo con qué entretenerse hasta que fuese requerido de nuevo.
Incluso antes de la maldición, jamás había demostrado ternura por nadie. Ni por su esposa.
Como soldado, había sido entrenado desde que tenía uso de razón para mostrarse feroz, frío y duro.
«Vuelve con tu escudo, o sobre él». Ésas fueron las palabras de su madrastra el día que lo agarró del pelo y lo echó de su casa para que comenzara el entrenamiento militar, a la tierna edad de siete años.
Su padre había sido aún peor. Un legendario comandante espartano que no toleraba muestras de debilidad. Ni de emoción. El tipo se había encargado, látigo en mano, de que la infancia de Julian llegase a su fin, enseñándolo a ocultar el dolor. Nadie podía ser testigo de su sufrimiento.
Hasta el día de hoy, aún podía sentir el látigo sobre la piel desnuda de su espalda, y escuchar el sonido que hacía el cuero al cortar el aire entre golpe y golpe. Podía ver la burlona mueca de desprecio en el rostro de su padre.
— Lo siento —murmuró Grace sobre su hombro, devolviéndole al presente.
Ella alzó la cabeza para poder mirarle. Tenía los ojos grises brillantes por las lágrimas y parecían resquebrajar la capa que recubría su corazón, congelado desde hacía siglos por necesidad y por obligación.
Incómodo, Julian se alejó de ella.
— ¿Te sientes mejor?
Grace se limpió las lágrimas y se aclaró la garganta. No sabía por qué había ido Julian tras ella, pero había pasado mucho tiempo desde la última vez que alguien la consoló mientras lloraba.
— Sí —murmuró—. Gracias.
Él no respondió.
En lugar de ser el hombre tierno que la abrazaba instantes antes, había vuelto a ser el Señor Estatua; todo su cuerpo estaba rígido y no daba muestras de emoción.
Dejando escapar un suspiro iracundo, y pasó a su lado.
— No me habría puesto así si no estuviese tan cansada y quizás todavía un poco achispada. Necesito dormir.
Sabía que él iría tras ella, así que volvió resignadamente a su habitación y se metió en la cama de madera de pino, acurrucándose bajo el grueso edredón. Sintió cómo el colchón se hundía bajo el peso de Julian un instante después.
Su corazón se aceleró ante la repentina calidez del cuerpo del hombre junto al suyo. Y la cosa empeoró cuando él se acurrucó a su espalda y le pasó una larga y musculosa pierna sobre la cintura.
— ¡Julian! —gritó con una nota de advertencia al sentir su erección contra la cadera—. Creo que sería mejor que te quedaras en tu lado de la cama, mientras yo me quedo en el mío.
No pareció prestar atención a sus palabras, puesto que inclinó la cabeza y dejó un pequeño rastro de besos sobre su pelo.
— Pensaba que me habías llamado para aliviar el dolor de tus partes bajas —le susurró en el oído.
Con el cuerpo al rojo vivo debido a su proximidad, y al aroma a sándalo que le embotaba la cabeza, Grace se sonrojó al escucharle repetir las palabras que le dijera a Selena.
— Mis partes bajas se encuentran en perfecto estado, y muy felices tal y como están.
— Te prometo que yo conseguiré que estén mucho, mucho más felices.
¡Oh!, no le cabía la menor duda.
— Si no te comportas, te echaré de la habitación.
Entonces lo miró y vio la incredulidad reflejada en los ojos azules.
— No entiendo por qué vas a echarme —le dijo.
— Porque no voy a utilizarte como si fueses un muñeco sin nombre, que no tiene más razón de ser que servirme. ¿De acuerdo? No quiero tener ese tipo de intimidad con un hombre al que no conozco.
Con una mirada preocupada, Julian se apartó finalmente de ella y se tumbó en la cama.
Grace respiró profundamente para intentar que su acelerado corazón se relajara, y poder apagar el fuego que le hacía hervir la sangre. Resultaba muy duro decirle que no a este hombre.
¿Crees realmente que vas a ser capaz de dormir con este tipo a tu lado? ¿Es que tienes una piedra por cerebro?
Cerró los ojos y recitó su aburrida letanía. Tenía que dormir. No había sitio para los «y si…» ni para los «pero…». Ni tampoco para Julian.
Él colocó las almohadas de modo que le sirvieran de respaldo, y miró a Grace. Ésta iba a ser, en su excepcionalmente larga vida, la primera vez que pasara una noche junto a una mujer sin hacerle el amor.
Era inconcebible. Ninguna lo había rechazado antes.
Ella se dio la vuelta en aquel momento y le dio un mando a distancia, como el que le había enseñado en la sala. Apretó un botón y encendió la televisión, después bajó el volumen de la gente que hablaba.
— Esto es para la luz —dijo apretando otro botón. De inmediato, las luces se apagaron, dejando que fuera el televisor el que iluminara débilmente las sombras de la habitación—. No me molestan los ruidos, así es que no creo que me despiertes —le dio el mando a distancia—. Buenas noches, Julian de Macedonia.
— Buenas noches, Grace —susurró él, observando cómo su sedoso cabello se extendía sobre la almohada, mientras se acurrucaba para dormir.
Dejó el mando a un lado y, durante un buen rato, se dedicó a mirarla mientras la luz procedente del televisor parpadeaba sobre los relajados ángulos de su rostro.
Supo el momento exacto en el que se durmió, por la uniformidad de su respiración. Sólo entonces se atrevió a tocarla. Se atrevió a seguir con la yema de un dedo la suave curva de su pómulo.
Su cuerpo reaccionó con tal violencia que tuvo que morderse el labio para no soltar una maldición. El fuego se había extendido por su sangre.
Había conocido numerosos dolores durante toda su vida: primero el dolor de estómago cuando necesitaba comer, después la sed de amor y respeto, y por último el dolor exigente de su miembro cuando ansiaba la humedad resbaladiza del cuerpo de una mujer. Pero jamás, jamás, había experimentado algo semejante a lo que sentía ahora.
Era un hambre tan voraz, una sensación tan potente, que amenazaba hasta su cordura.
Sólo podía pensar en separarle los cremosos muslos y hundirse profundamente en ella. En deslizarse dentro y fuera de su cuerpo una y otra vez, hasta que ambos alcanzaran el clímax al unísono.
Pero eso jamás llegaría a suceder.
Se alejó de ella a una distancia prudente, desde donde no pudiese oler su suave aroma femenino, ni sentir el calor de su cuerpo bajo el edredón.
Podría proporcionarle placer durante días, sin detenerse, pero él jamás encontraría la paz.
— Maldito seas, Príapo —gruñó. Era el dios que le había maldecido, hundiéndolo en este miserable destino—. Espero que Hades te esté dando lo que te mereces.
Una vez aplacada su ira, suspiró y se dio cuenta que las Parcas y las Furias se estaban encargando de lo propio con él.
Grace se despertó con una extraña sensación de calidez y seguridad. Un sentimiento que no había experimentado desde hacía años.
De pronto, sintió un beso muy dulce sobre los párpados, como si alguien estuviese acariciándola con los labios. Unas manos fuertes y cálidas le tocaban el pelo.
¡Julian!
Se incorporó tan rápido que se golpeó con su cabeza. Hasta sus oídos llegó el gemido de dolor de Julian. Frotándose la frente, abrió los ojos y vio que él la observaba con el ceño fruncido y obviamente molesto.
— Lo siento —se disculpó mientras se sentaba—. Me sobresaltaste.
Julian abrió la boca y se tocó los dientes con el pulgar para comprobar si el golpe los había aflojado.
Aquello fue peor aún para Grace, puesto que no pudo evitar contemplar el roce de su lengua sobre los dientes. Y la visión de esos blanquísimos dientes, increíblemente rectos, que a ella le gustaría tener mordisqueándole…
— ¿Qué quieres para desayunar? —le preguntó para alejarse un poco de sus pensamientos.
La mirada de él descendió hasta el profundo escote en V de su camisola. Siguiendo la dirección de sus ojos, Grace se dio cuenta de que, desde donde él estaba sentado, podría ver todo su cuerpo hasta llegar a las embarazosas braguitas de Mickey Mouse.
Antes de que pudiera moverse, Julian tiró de ella, hasta sentarla sobre sus muslos y reclamó sus labios.
Grace gimió de placer bajo el asalto de su boca, mientras su lengua le hacía las cosas más escandalosas. La cabeza comenzó a girarle con la intensidad del beso y con el cálido aliento de Julian mezclándose con el suyo.
Y pensar que nunca le había gustado besar…
¡Debía estar loca!
Los brazos de Julian intensificaron su abrazo. Miles de llamas lamían su cuerpo, encendiéndola e incitándola, mientras se agrupaban en la zona que más le dolía: entre los muslos, donde quería tenerle.
Sus labios la abandonaron para trazar con la lengua un rastro hasta su garganta, dibujando húmedos círculos sobre el mentón, el lóbulo de la oreja y finalmente el cuello.
¡El tipo parecía conocer todas las zonas erógenas del cuerpo de una mujer!
Mejor aún, sabía cómo usar las manos y la lengua para masajearlas hasta obtener el máximo placer.
Exhaló el aire suavemente sobre su oreja y, de inmediato, un escalofrío la recorrió de arriba a abajo; cuando pasó la lengua por el lóbulo, todo su cuerpo comenzó a temblar.
Un hormigueo le recorrió los pechos, que al instante se endurecieron, sobresaliendo como duros montículos que clamaban por ser besados.
— Julian —gimió, incapaz de reconocer su voz. Su mente le pedía que se detuviera, pero las palabras se quedaron atravesadas en la garganta.
Había mucho poder en sus caricias. Mucha magia. Le hacía ansiar, dolorosamente, mucho más.
Se dio la vuelta con ella en brazos y la aprisionó contra el colchón. Incluso a través del pijama, Grace percibía su erección, su miembro duro y ardiente que presionaba sobre la cadera, mientras con las manos le aferraba las nalgas y respiraba entrecortadamente junto a su oreja.
— Tienes que parar —consiguió decirle al fin con voz débil.
— ¿Parar el qué? —le preguntó—. ¿Esto? —y trazó con la lengua el laberinto de su oreja. Grace siseó de placer. Los escalofríos se sucedían y, como si se tratase de ascuas al rojo vivo, abrasaban cada centímetro de su piel. Los pechos se hincharon aún más bajo el cuerpo de Julian—. ¿O esto? —e introdujo una mano bajo la cinturilla elástica de sus braguitas para tocarla donde más lo deseaba.
Grace se arqueó en respuesta a sus caricias y clavó los dedos en las sábanas ante la sensación de sus manos entre las piernas. ¡Dios, este hombre era increíble!
Julian comenzó a acariciar en círculos la trémula carne, utilizando un solo dedo, haciendo que se consumiera antes de introducirle dos dedos hasta el fondo.
Mientras rodeaba, acariciaba y atormentaba su interior, comenzó a masajearle muy suavemente el clítoris con el pulgar.
— ¡Ooooh! —gimió Grace, echando la cabeza hacia atrás por la intensidad del placer.
Se aferró a Julian, mientras él continuaba su implacable asalto utilizando sus manos y su lengua, dándole placer. Totalmente fuera de control, Grace se frotaba de forma desinhibida contra él, ansiando su pasión, sus caricias.
Julian cerró los ojos y saboreó el olor del cuerpo de Grace bajo el suyo; la sensación de sus brazos envolviéndolo. Era suya. Podía sentirla temblar y latir alrededor de su mano, mientras su cuerpo se retorcía bajo sus caricias.
En cualquier momento llegaría al clímax.
Con ese pensamiento ocupando su mente por completo, le quitó la camisola e inclinó la cabeza hasta atrapar un duro pezón y succionar suavemente toda la areola, deleitándose en la sensación de la rugosa piel bajo su lengua.
No recordaba que una mujer supiese tan bien como aquélla.
Su sabor se le quedaría grabado a fuego en la mente, jamás podría olvidarlo.
Y estaba completamente preparada para recibirlo: ardiente, húmeda y muy estrecha; exactamente como a él le gustaba una mujer.
Rasgó de un tirón la pequeña prenda que se ceñía a las caderas de Grace, y que le impedía un acceso total a aquel lugar que se moría por explorar completamente.
Y en toda su profundidad.
Ella escuchó cómo rompía las braguitas, pero no fue capaz de detenerlo. Su voluntad ya no le pertenecía; había sido engullida por unas sensaciones tan intensas, que lo único que quería era encontrar alivio.
¡Tenía que conseguirlo!
Alzando los brazos, enterró las manos en el pelo de Julian, incapaz de permitir que se alejara, aunque sólo fuese por un segundo.
Julian se quitó los pantalones a tirones y le separó los muslos.
Con el cuerpo envuelto en puro fuego, Grace aguantó la respiración mientras él colocaba su largo y duro cuerpo entre sus piernas.
La punta de su miembro presionaba justo sobre el centro de su feminidad. Arqueó las caderas acercándose aún más, aferrándose a sus amplios hombros. Deseaba sentirlo dentro con una desesperación tal, que desafiaba a todo entendimiento.
Y de repente, sonó el teléfono.
Grace dio un respingo al escucharlo, y su mente recobró repentinamente el control
— ¿Qué es ese ruido? —gruñó Julian.
Agradecida por la interrupción, Grace salió como pudo de debajo de Julian; le temblaban las piernas y le ardía todo el cuerpo.
— Es un teléfono —dijo, antes de inclinarse hacia la mesita de noche y coger el auricular.
La mano no dejaba de temblarle mientras se lo acercaba a la oreja.
Lanzando una maldición, Julian se puso de lado.
— Selena, gracias a Dios que eres tú —dijo Grace, tan pronto como escuchó su voz. ¡En ese momento agradecía muchísimo la habilidad que tenía Selena de saber el momento preciso en que llamar!
— ¿Qué pasa? —preguntó su amiga.
— Deja de hacer eso —le espetó a Julian que, en ese instante, se dedicaba a lamerle las nalgas en un movimiento descendente…
— Pero si no estoy haciendo nada —le dijo Selena.
— Tú no, Lanie.
El silencio cayó sobre el otro extremo de la línea.
— Escucha —le dijo Grace a Selena con una dura advertencia en la voz—. Necesito que busques entre la ropa de Bill y traigas unas cuantas cosas. Ahora.
— ¡Funcionó! —el agudo chillido estuvo a punto de perforarle el tímpano—. ¡Ay, Dios mío! ¡Funcionó!, ¡no puedo creerlo! ¡Voy para allá!
Grace colgó el teléfono justo cuando la lengua de Julian bajaba desde sus nalgas hacia…
— ¡Para ya!
Él se echó hacia atrás y la miró con el ceño fruncido, estupefacto.
— ¿No te gusta que te haga eso?
— Yo no he dicho eso —contestó antes de poder detenerse.
Julian se acercó de nuevo a ella.
Grace bajó de un salto de la cama.
— Tengo que irme a trabajar.
Julian se apoyó en un brazo, tendido sobre un costado, y la observó mientras recogía los pantalones del pijama y se los arrojaba. Los agarró con una mano mientras sus ojos se movían, perezosamente, sobre el cuerpo de Grace.
— ¿Por qué no llamas para decir que estás enferma?
— ¿Que estoy enferma? —repitió—. ¿Y tú cómo conoces ese truco?
Él se encogió de hombros.
— Ya te lo he dicho. Puedo escuchar mientras estoy encerrado en el libro. Por eso puedo aprender idiomas y entender los cambios en la sintaxis.
Con la misma elegancia de una pantera que se endereza tras estar agazapada, Julian apartó el edredón y salió lentamente de la cama. No llevaba los pantalones. Y su miembro estaba totalmente erecto.
Hipnotizada, Grace fue incapaz de moverse.
— No hemos acabado —dijo él con la voz ronca, mientras se acercaba a ella.
— ¡Pues claro que sí! —le contestó Grace, y huyó al cuarto de baño, encerrándose allí tras echar el pestillo a la puerta.
Con los dientes apretados, Julian tuvo la repentina necesidad de golpearse la cabeza contra la pared de tan frustrado como se sentía. ¿Por qué tenía que ser tan testaruda?
Se miró el miembro rígido y soltó un juramento.
— ¿Y tú no puedes comportarte durante cinco minutos al menos?
Grace se dio una larga ducha fría. ¿Qué tenía Julian que hacía que su sangre literalmente hirviera? Incluso ahora podía sentir el calor de su cuerpo sobre ella.
Sus labios sobre…
— ¡Para, para, para!
No era una ninfómana sin control sobre sí misma. Era una licenciada en Filosofía, con un cerebro; y sin hormonas.
Pero aun así, sería extremadamente fácil olvidarse de todo y pasar todo el mes en la cama con Julian.
— Muy bien —se dijo a sí misma—. Supongamos que te metes en la cama con él un mes. Y luego, ¿qué? —Se enjabonó el cuerpo mientras la irritación desvanecía los últimos rescoldos de su deseo—. Yo te diré qué pasará después. Él se irá y tú, colega, te quedarás sola otra vez.
» ¿Te acuerdas de lo que ocurrió cuando Paul se marchó? ¿Te acuerdas de cómo te sentías cuando te paseabas por la habitación, con el estómago revuelto porque habías permitido que te utilizara? ¿Te acuerdas de la humillación que sentías?
Pero aún peor que esos recuerdos, era la imagen de Paul mofándose de ella a carcajadas con sus amigos, mientras recogía el dinero de la apuesta. Cómo deseaba haber sido un hombre en ese momento, para poder abrir la puerta de su apartamento de una patada y golpearlo hasta hacerlo pedazos.
No, no dejaría que nadie más la utilizara.
Le había costado años superar la crueldad de Paul, y no tenía ningún deseo de arruinar lo que había conseguido por un capricho. ¡Aunque fuese un fabuloso capricho!
No, no y no. La próxima vez que se entregara a un hombre, sería con uno que estuviese unido a ella. Alguien que la cuidara.
Alguien que no dejase a un lado su dolor y continuase usando su cuerpo buscando su propio placer, como si ella no importara nada —pensaba, mientras los recuerdos reprimidos regresaban a la superficie. Paul se había comportado como si ella no hubiese estado presente. Como si no hubiese sido más que una muñeca sin emociones, diseñada sólo para proporcionarle placer.
Y no estaba dispuesta a dejar que la volviesen a tratar así, especialmente si se trataba de Julian.
Jamás.
Julian bajó las escaleras, maravillado por la brillante luz del sol que entraba por las ventanas. Le resultaba divertido el hecho de que la gente diese por sentado esos pequeños detalles. Recordaba la época en la que no se fijaba en algo tan simple como una mañana soleada.
Y ahora, cada una de ellas era un verdadero regalo de los dioses. Un regalo que tenía toda la intención de degustar durante el mes que tenía por delante, hasta que estuviese obligado a regresar a la oscuridad.
Con el corazón agobiado, se dirigió a la cocina, hacia el armario donde Grace guardaba la comida. Al abrir la puerta le sorprendió la frialdad. Alargó la mano y dejó que el aire frío le acariciara la piel. Increíble.
Sacó varios recipientes, pero no pudo leer las etiquetas.
— No comas nada que no puedas identificar —se recordó a sí mismo, mientras pensaba en algunas de las asquerosidades que había visto a la gente comer a lo largo de los siglos.
Se inclinó hacia delante y rebuscó hasta encontrar un melón en uno de los cajones inferiores. Lo llevó a la encimera del centro de la cocina, cogió un cuchillo largo del soporte, donde Grace tenía al menos una docena de ellos, y lo partió por la mitad.
Cortó un trozo y se lo introdujo en la boca.
Cuando el delicioso jugo inundó sus papilas gustativas, gruñó de satisfacción. La dulce pulpa hizo que su estómago rugiera con una feroz exigencia. La garganta le pedía, con una sensación cercana al dolor, que le proporcionara un poco más de aquel relajante dulzor.
Era tan estupendo volver a tener comida… Tener algo con lo que apagar la sed y el hambre.
Antes de poder detenerse, dejó el cuchillo a un lado y comenzó a partir el melón con las manos, llevándose los trozos a la boca tan rápido como podía.
¡Por los dioses!, estaba tan hambriento… Tenía tanta sed…
No fue consciente de lo que hacía hasta que se descubrió desgarrando la cáscara.
Se quedó paralizado al ver sus manos cubiertas con el jugo del melón, y los dedos curvados como las garras de cualquier animal.
«Date la vuelta, Julian y mírame. Ahora sé un buen chico y haz lo que te ordeno. Tócame aquí. Mmm… sí, eso es. Buen chico, buen chico. Házmelo bien y te traeré de comer en un momento.»
Julian se encogió de temor ante la repentina invasión de los recuerdos de su última invocación. No era de extrañar que se comportara como un animal; le habían tratado como tal durante tanto tiempo que apenas recordaba cómo ser un hombre.
Al menos, Grace no le había encadenado a la cama.
Todavía.
Asqueado, echó un vistazo alrededor de la cocina, mientras daba gracias mentalmente por el hecho de que Grace no hubiese presenciado su pérdida momentánea de control.
Con la respiración entrecortada, cogió la mitad del melón y lo echó al recipiente donde había visto a Grace tirar la basura la noche anterior. Después, abrió el grifo del fregadero y se lavó para desprenderse de la pegajosa pulpa.
Tan pronto como el agua fresca le rozó la piel, suspiró de placer. Agua. Fría y pura. Era lo que más echaba de menos durante su confinamiento. Lo que más anhelaba, hora tras hora, mientras su reseca garganta ardía de dolor.
Dejó que el agua se deslizara por su piel antes de capturarla con las manos ahuecadas y beber directamente de ellas. Se chupó los dedos. Era maravillosamente relajante la sensación de sentir el frescor en la boca y después notar cómo bajaba por la garganta, calmando su sed. Lo único que deseaba en ese momento era meterse en el fregadero y dejar que el agua se deslizara por todo su cuerpo.
Dejar que…
Escuchó que alguien golpeaba suavemente la puerta y, al instante, un ruido de pasos que descendían por la escalera. Cerró el grifo y cogió el trapo seco que había junto al fregadero para secarse las manos y la cara.
Cuando volvió a la encimera para recoger los restos del melón, reconoció la voz de Selena.
— ¿Dónde está?
Julian agitó la cabeza ante el entusiasmo de la amiga de Grace. Eso era lo que había esperado de Grace.
Las dos mujeres entraron a la cocina. Julian alzó la mirada y se encontró con unos ojos marrones tan grandes como dos escudos espartanos.
— ¡Jesús, María y José! —balbució Selena.
Grace cruzó los brazos sobre el pecho, en sus ojos brillaba una mezcla de ira y diversión.
— Julian, ésta es Selena.
— ¡Jesús, María y José! —repitió su amiga.
— ¿Selena? —preguntó Grace, moviendo la mano ante los ojos de su boquiabierta amiga, que ni siquiera parpadeó.
— ¡Jesús, Ma…!
— ¿Vas a dejarlo ya? —la reprendió Grace.
Selena dejó que la ropa que llevaba en las manos cayera directa al suelo y dio una vuelta completa alrededor de Julian para poder ver su cuerpo desde todos los ángulos. Sus ojos comenzaron por la cabeza y descendieron hasta los dedos de los pies.
Julian apenas pudo suprimir la ira ante semejante escrutinio.
— ¿Te gustaría mirarme los dientes tal vez, o prefieres que me baje los pantalones para que puedas inspeccionarme más a gusto? —le preguntó con más malicia de la que había pretendido en un principio. Después de todo, ella estaba, técnicamente, de su parte.
Si cerrase la boca y dejara de mirarlo de aquel modo… Nunca había soportado ser el centro de esas desmedidas muestras de atención.
Selena alargó la mano, insegura, para tocarle el brazo.
— ¡Uuuh! —se burló él, consiguiendo que Selena diera un respingo.
Grace soltó una carcajada.
Selena frunció el ceño y les dedicó a ambos una furiosa mirada.
— Muy bien, ¿estáis intentando reíros de mí?
— Te lo mereces —le dijo Grace mientras cogía un trozo de melón recién cortado por Julian y se lo llevaba a la boca—. Por no mencionar que tú vas a ocuparte de él durante el día de hoy.
— ¿Qué? —preguntaron Julian y Selena al unísono.
Grace se tragó el bocado.
— Bueno, no puedo llevarlo conmigo a la consulta, ¿no?
Selena sonrió con malicia.
— Apuesto a que Lisa y tus pacientes femeninas estarían encantadas.
— Exactamente igual que el chico que tiene cita a las ocho. No obstante, no creo que fuese muy productivo.
— ¿No puedes cancelar las citas? —preguntó Selena.
Julian estuvo de acuerdo. No le apetecía en absoluto mostrarse en un sitio público. La única parte de la maldición que encontraba remotamente tolerable era el hecho de que la mayoría de sus invocadoras lo mantenían oculto en sus estancias privadas o en los jardines.
— Sabes perfectamente por qué —contestó Grace—. No tengo un maridito abogado que me mantenga. Además, no creo que a Julian le guste quedarse solo en casa todo el día, sin nada que hacer. Estoy segura de que le encantará salir y conocer la ciudad.
— Preferiría quedarme aquí contigo —dijo él.
Porque lo que realmente le apetecía era verla retorcerse otra vez bajo su cuerpo, y sentir cómo todo su miembro se empapaba con su flujo, mientras la hacía chillar de placer.
Grace quedó atrapada en su mirada, y Julian reconoció el deseo que brillaba en las profundidades grises de sus ojos. En ese instante, descubrió lo que se proponía. Se iba a trabajar para evitar quedarse a solas con él.
Bien, tarde o temprano tendría que regresar a casa.
Y, entonces, sería suya.
Y una vez se rindiera, iba a demostrarle la resistencia y la pasión que poseía un soldado Macedonio entrenado en el ejército Espartano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario