Ninguno de los dos habló mucho en todo el día. De hecho, Julian la evitó constantemente.
Eso, más que ningún otro detalle, le hizo imaginarse cuál era la decisión que había tomado.
Grace tenía el corazón destrozado. ¿Cómo podía abandonarla después de todo lo que habían pasado juntos? ¿Después de todo lo que habían compartido?
No podía soportar la idea de perderlo. La vida sin él sería intolerable.
Al atardecer, lo encontró sentado en la mecedora del porche, contemplando el sol por última vez. Su rostro tenía una expresión tan dura que apenas si podía reconocer al hombre alegre que había llegado a amar tanto.
Cuando el silencio se hizo demasiado insoportable, le habló:
— No quiero que me abandones. Quiero que te quedes aquí, en mi época. Puedo cuidar de ti, Julian. Tengo mucho dinero y te enseñaré todo lo que desees saber.
— No puedo quedarme —le contestó entre dientes—. ¿Es que no lo entiendes? Todos los que han estado cerca de mí alguna vez han sido castigados por los dioses: Jasón, Penélope, Calista, Atolycus. —La miró como si estuviese aturdido—. ¡Por Zeus! Kyrian acabó crucificado.
— Esta vez será diferente.
Se puso en pie y la miró con dureza.
— Tienes razón. Será diferente. No voy a quedarme aquí para ver cómo mueres por mi culpa.
Pasó por su lado y entró a la casa.
Grace apretó los puños, deseando estrangularlo.
— ¡Eres un… testarudo!
¿Cómo podía ser tan insoportable?
En ese momento notó que el diamante del anillo de boda de su madre se le clavaba en la palma de la mano. La abrió y lo miró durante un buen rato. Estaba a punto de conseguir que el pasado dejara de atormentarla. Por primera vez en su vida tenía un futuro en el que pensar. Un futuro que la llenaba de felicidad.
Y no estaba dispuesta a permitir que Julian lo echara todo por la borda.
Más decidida que nunca, abrió la puerta de la casa y sonrió maliciosamente.
— No vas a librarte de mí, Julian de Macedonia. Puede que hayas vencido a los romanos, pero te aseguro que a mi lado son unos enclenques.
Julian estaba sentado en la salita, con su libro en el regazo. Pasaba la palma de la mano sobre la antigua inscripción, despreciándola más que nunca.
Cerró los ojos y recordó la noche que Grace lo convocó. Recordó lo que se sentía cuando no tenía conciencia de su propia identidad. Cuando no era más que un simple esclavo sexual griego.
Hacía mucho, mucho tiempo que se hallaba perdido en un lugar oscuro y temible, y Grace lo había encontrado.
Con su fortaleza y su bondad había conseguido desafiar lo peor que había en él y le había devuelto la humanidad. Sólo ella había percibido su corazón y había decidido que merecía la pena luchar por él.
Quédate con ella.
¡Por los dioses!, qué fácil parecía. Qué sencillo. Pero no se atrevía. Ya había perdido a sus hijos. Grace era la dueña de lo que le quedaba de corazón, y perderla por culpa de su hermano…
Sería lo más doloroso a lo que jamás se hubiera enfrentado.
Hasta él tenía un punto débil. Ahora conocía el rostro y el nombre de la persona que podría hacerle caer de rodillas.
Grace.
Tenía que apartarse de ella para que estuviera a salvo.
La sintió entrar en la estancia. Abrió los ojos y la vio de pie, en el hueco de la puerta, mirándolo fijamente.
— Ojalá pudiese destruir esta cosa —gruñó al devolver el libro a la mesita.
— Después de esta noche no tendrás necesidad de hacerlo.
Sus palabras le dolieron. ¿Cómo podía hacer esto por él? No soportaba la idea de que alguien la utilizara y aquí estaba él, usándola del mismo modo que lo habían usado a él tantas y tantas veces.
— ¿Aún estás dispuesta a dejarme utilizar tu cuerpo para que pueda marcharme?
La sinceridad de su mirada lo dejó paralizado.
— Si de ese modo conseguimos que seas libre, sí.
La siguiente pregunta se le atravesaba en la garganta, pero tenía que saber la respuesta.
— ¿Llorarás cuando me haya marchado?
Grace apartó la mirada y él vio la verdad en sus ojos. No era mucho mejor que Paul. Era exactamente igual que aquel egoísta.
Pero, después de todo, era hijo de su padre. Tarde o temprano, la mala sangre siempre hacía acto de presencia.
Grace se dio la vuelta y se marchó, dejándolo solo con sus pensamientos. Dejó que sus ojos vagaran por la salita. Cuando miró enfrente del sofá, el corazón se le encogió.
Cómo iba a echar de menos las noches pasadas allí junto a Grace, escuchando su voz. Su risa.
Pero sobre todo, echaría de menos sus caricias.
Era muy tentador quedarse, pero no podía hacerlo. No había sido capaz de proteger a sus hijos, ¿cómo iba a proteger a Grace?
— ¿Julian?
Se sobresaltó al escuchar la voz de Grace que lo llamaba desde el piso de arriba.
— ¿Qué?
— Son las once y media. ¿No deberías subir?
Julian miró el bulto que se apreciaba bajo los vaqueros. Había llegado la hora de darle utilidad.
Debería estar encantado. Era lo que había querido desde el primer instante en que la vio.
Pero, por alguna razón, le dolía el hecho de tomarla así.
Por lo menos no le harás daño.
¿No?
De hecho, dudaba mucho que Paul la hubiese hecho sufrir tanto como él estaba a punto de hacer.
— ¿Julian?
— Voy —le contestó, obligándose a abandonar el sofá.
En la puerta, volvió la cabeza para mirarlo todo por última vez.
Incluso ahora podía ver la imagen de Grace tumbada en el sofá, con los pechos cubiertos de nata mientras él, muy lentamente, los lamía hasta no dejar ni rastro de la crema. Podía escuchar su risa y ver el brillo de sus ojos cada vez que la llevaba al clímax.
«No me abandones, Julian», le había susurrado la noche anterior mientras él supuestamente dormía, y sus palabras le habían abrasado. Ahora le estaban partiendo en dos el corazón.
— ¿Julian?
Dándose la vuelta, se encaminó hacia las escaleras y se apoyó en el pasamanos. Sería la última vez que subiría estos escalones. La última vez que cruzaría el pasillo para llegar al dormitorio de Grace.
Y la última vez que la vería en su cama…
Con el corazón en la garganta, se dio cuenta de que apenas podía respirar.
¿Por qué tenía que ser así?
Soltó una amarga carcajada. ¿Cuántas veces se habría hecho esa misma pregunta?
Se detuvo al llegar a la puerta. La habitación estaba alumbrada por la tenue luz de las velas, pero lo que más le impresionó fue ver a Grace con la negligé roja que él había elegido.
Estaba arrebatadora.
De repente, sintió que la lengua acababa de caérsele hasta el suelo y que era imperante enrollarla de nuevo para meterla en la boca.
— No vas a ponérmelo fácil, ¿verdad? —le preguntó con voz ronca.
Ella le dedicó una sonrisa traviesa.
— ¿Debería hacerlo?
Totalmente embobado por ella, Julian era incapaz de mover un músculo mientras observaba cómo se acercaba.
— ¿No tienes demasiada ropa?
Antes de que pudiese responder, ella agarró el borde inferior de su camisa y la levantó hasta pasarla por su cabeza. Una vez la arrojó al suelo, alargó un brazo y colocó la mano en su pecho, justo sobre el corazón. En ese instante, para Julian era la mujer más hermosa del mundo. Ni siquiera la belleza de su madre podía competir con la de Grace.
Permaneció inmóvil como una estatua mientras ella deslizaba las manos sobre su piel, provocándole escalofríos.
No, no iba a ponérselo nada fácil.
Julian notó que ella intentaba desabrocharle el botón del pantalón.
— Grace —le advirtió, y le apartó las manos.
— ¿Mmm? —murmuró ella, con los ojos oscurecidos por la pasión.
— No importa.
Ella se apartó y se subió a la cama. Julian contuvo el aliento al vislumbrar su trasero desnudo a través de la diáfana gasa de la negligé.
Se tumbó de lado y lo miró fijamente.
Tras despojarse de los vaqueros, se unió a ella. Hizo que se tendiera de espaldas y, en esa posición, el profundo escote dejó a la vista uno de sus pechos. Julian se aprovechó de la situación.
— ¡Oh, Julian! —gimió Grace.
La sintió estremecerse bajo él cuando pasó la lengua alrededor del endurecido pezón. Su cuerpo era fuego líquido y gritaba exigiéndole que la poseyera. Pero no sólo anhelaba su carne. La quería a ella.
Y abandonarla lo destrozaría.
Julian tragó y se apartó. Había estado esperando esta noche durante una eternidad. Había pasado la eternidad esperando a esta mujer.
Con mucha ternura acarició su rostro, guardando en la memoria cada pequeño detalle.
Su preciosa Grace.
Jamás la olvidaría.
Su alma lloraba a gritos por lo que estaba a punto de hacerle. Le separó los muslos con las rodillas.
Se estremeció involuntariamente al sentir su piel desnuda bajo la suya. Y, en ese momento, cometió el error de mirarla a los ojos.
El sufrimiento que vio en ellos lo dejó sin aliento.
«Jamás tuviste nada que no robaras antes». Se tensó al escuchar las palabras de Jasón en su cabeza. Lo último que quería era robarle algo a la mujer que le había entregado tanto.
¿Cómo voy a hacerle esto?
— ¿A qué estás esperando? —le preguntó ella.
Julian no lo sabía. Lo único que tenía claro era que no podía apartar la mirada de sus tristes ojos grises. Unos ojos que llorarían si la utilizaba para después abandonarla. Unos ojos que llorarían de felicidad si se quedaba.
Pero si se quedaba, su familia la destruiría.
Y, en ese instante, supo lo que debía hacer.
Grace le envolvió la cintura con las piernas.
— Julian, date prisa. El tiempo se acaba.
Él no habló. No podía hacerlo. En realidad, no confiaba en sí mismo, y podía decir algo que lo hiciera cambiar de opinión.
A lo largo de los siglos había sido muchas cosas: huérfano, ladrón, marido, padre, héroe, leyenda y, finalmente, esclavo.
Pero jamás había sido un cobarde.
No. Julian de Macedonia jamás había sido un cobarde. Era el general que había contemplado victorioso a legiones enteras de romanos, y les había desafiado entre carcajadas a que le mataran y le cortaran la cabeza si podían.
Ése era el hombre que Grace había encontrado, y ése era el hombre que la amaba. Y ese hombre se negaba a hacerle daño.
Grace intentó mover las caderas para que el miembro de Julian se hundiera en ella, pero él no la dejó.
— ¿Sabes lo que más echaré de menos? —le preguntó, mientras deslizaba una mano entre sus cuerpos y le acariciaba el clítoris.
— No —murmuró Grace.
— El aroma de tu pelo cada vez que entierro mi rostro en él. El modo en que te agarras a mí y gritas cuando te corres. El sonido de tu risa. Y sobre todo, tu imagen al despertar cada mañana, con el sol bañándote el rostro. Jamás podré olvidarlo.
Apartó la mano y movió las caderas para encontrar las de Grace. Pero, en lugar de penetrarla, todo se quedó en una placentera caricia que los hizo gemir a ambos.
Bajó la cabeza hasta la oreja de Grace y le mordisqueó el cuello.
— Siempre te amaré —le susurró.
Grace lo oyó respirar hondo en el mismo momento en que el reloj daba la medianoche.
Con un brillante destello, Julian desapareció.
Horrorizada, Grace permaneció inmóvil esperando despertar. Pero siguió escuchando las campanadas del reloj y se dio cuenta de que no era un sueño.
Julian se había ido.
Se había ido de verdad.
— ¡No! —gritó mientras se sentaba en la cama. ¡No podía ser! —. ¡No!
Bajó de la cama con el corazón martilleándole con fuerza en el pecho y corrió hasta el salón. El libro estaba aún sobre la mesita de café. Pasó las páginas y vio que Julian estaba justo en el mismo sitio que antes, sólo que ahora no sonreía diabólicamente y llevaba el pelo corto.
¡No, no y no!, repetía su mente una y otra vez. ¿Por qué había hecho eso? ¿Por qué?
— ¿Cómo has podido? —Le preguntó mientras abrazaba el libro contra su pecho—. Yo te habría dado la libertad, Julian. No me habría importado. ¡Dios!, Julian ¿Por qué te has hecho esto? —sollozó—. ¿Por qué?
Pero en el fondo lo sabía. La ternura que había visto en sus ojos hablaba por sí misma. Lo había hecho para no herirla como Paul.
Julian la amaba. Y, desde el momento que llegó a su vida, no había hecho otra cosa que protegerla. Cuidarla.
Hasta el final. Aun cuando de ese modo se negara la posibilidad de quedar libre de un tormento eterno, ella había sido más importante.
Grace no soportaba pensar en el sacrificio que Julian acababa de hacer. Lo veía condenado a pasar la eternidad en la oscuridad. Solo y sufriendo una agonía.
Él le había contado que pasaba hambre mientras estaba atrapado en el libro, y sed. Y en su mente lo veía sufrir del mismo modo que lo había visto en su cama. Recordó las palabras que dijo después.
«Esto no es nada comparado con lo que se siente dentro del libro»
Y ahora estaba allí. Sufriendo.
— ¡No! —gritó—. No permitiré que te hagas esto, Julian. ¿Me oyes?
Abrazó con fuerza el libro y se dirigió a toda prisa a la parte trasera de la casa. Abrió las cristaleras que daban al jardín y corrió hacia un claro iluminado por la luna llena.
— Regresa a mí, ¡Julian de Macedonia, Julian de Macedonia, Julian de Macedonia! —lo repitió una y otra vez, rogando por que apareciera.
No ocurrió nada. Nada de nada.
— ¡No!, ¡por favor, no!
Con el corazón destrozado, volvió a la salita.
— ¿Por qué?, ¿por qué? —sollozaba, arrodillada en el suelo sin dejar de mecerse hacia delante y hacia atrás.
— ¡Julian! —susurró con la voz rota mientras los recuerdos la asaltaban. Julian riéndose con ella, abrazándola. Julian sentado tranquilamente, pensando. Su corazón latiendo desenfrenado al mismo ritmo que el suyo.
Lo quería de vuelta.
Lo necesitaba de vuelta.
— No quiero vivir sin ti —balbució dirigiéndose al libro—. ¿Lo entiendes, Julian? No puedo vivir sin ti.
De repente, una luz cegadora iluminó la estancia.
Con la boca abierta, Grace alzó la mirada esperando encontrarse con Julian.
Pero no era él. Se trataba de Afrodita.
— Dame el libro —le ordenó con el brazo extendido.
Grace lo abrazó con más fuerza.
— ¿Por qué le haces esto? —inquirió Grace—. ¿Es que no ha sufrido ya bastante? Yo no lo habría alejado de ti. Preferiría que estuviese contigo antes de que regresara al libro. —Se limpió las lágrimas—. Está solo ahí dentro. Solo en la oscuridad —susurró—. Por favor, no dejes que permanezca ahí. Envíame al libro con él, por favor. ¡Por favor!
Afrodita bajó la mano.
— ¿Harías eso por él?
— Haría cualquier cosa por él.
La diosa la observó con los ojos entrecerrados.
— Dame el libro.
Cegada por las lágrimas, Grace se lo dio mientras rezaba para que Afrodita la ayudara a reunirse con él.
Ella suspiró con fuerza y abrió el libro.
— Me van a joder bien por esto.
Súbitamente, otro destello cegador iluminó la sala y Grace tuvo que cerrar los ojos. La cabeza comenzó a darle vueltas y todo pareció girar a su alrededor, haciendo que su estómago protestara.
¿Por esto pasaba Julian cada vez que alguien lo invocaba? No lo sabía con certeza, pero ya era bastante terrorífico y por sí solo suponía una tortura.
Y, entonces, la luz desapareció.
Grace cayó a un profundo foso donde la oscuridad era un ente con vida que la ahogaba, impidiéndole respirar y haciendo que le escocieran los ojos.
Intentó incorporarse para frenar la caída y sintió bajo ella una superficie mullida que le resultaba familiar.
La luz volvió y se encontró en su cama, con Julian sobre ella.
Él miró alrededor, perplejo.
— ¿Cómo…?
— Será mejor que esta vez no la fastidiéis —les dijo Afrodita desde la puerta—. No quiero ni pensar en lo que me harán los de arriba si intento esto de nuevo.
Y se esfumó.
Julian dejó de mirar el hueco de la puerta y clavó los ojos en Grace.
— Grace, yo…
— Cállate, Julian —le ordenó; no quería perder más tiempo— y enséñame cómo quieren los dioses que un hombre ame a una mujer.
Diciendo esto, lo agarró por la cabeza y lo acercó para darle un beso apasionado y profundo.
Él se lo devolvió con ferocidad, y con un poderoso y magistral envite se introdujo en ella.
Echó la cabeza hacia atrás y gruñó cuando el húmedo cuerpo de Grace le dio la bienvenida, envolviéndolo con su calidez. El impacto que sufrieron sus sentidos fue tan poderoso que se estremeció de la cabeza a los pies. Por los dioses, era mucho mejor de lo que había imaginado.
Recordaba las palabras que le había dirigido.
«No quiero vivir sin ti, Julian. ¿Lo entiendes? No puedo vivir sin ti.»
Con la respiración entrecortada, la miró a la cara y quedó subyugado al sentir a Grace, cálida y estrecha, alrededor de su verga. Deslizó la mano por su brazo, hasta capturar su mano y aferrarla con fuerza.
— ¿Te estoy haciendo daño?
— No —le contestó con una mirada tierna y sincera. Se llevó la mano de Julian a los labios y la besó—. Jamás me harás daño estando conmigo.
— Si lo hago, dímelo y me detendré.
Ella lo rodeó con los brazos y las piernas.
— Si se te ocurre sacarla antes del amanecer te perseguiré durante toda la eternidad para darte una paliza.
Julian se rió; no le cabía la menor duda.
Grace le pasó la lengua por el cuello y se deleitó al sentir cómo vibraba entre sus brazos.
Él alzó las caderas, muy lentamente, torturándola con el movimiento y, sin previo aviso, se hundió en ella con tanta fuerza que Grace creyó morir de placer.
Contuvo el aliento al sentirlo por completo dentro de ella. Era una sensación increíble. Era maravilloso sentir las embestidas de ese cuerpo ágil y fuerte.
Cerró los ojos y disfrutó del movimiento de los músculos de Julian, que se contraían y se relajaban sobre su cuerpo. Entrelazó las piernas con las suyas y la embrujó el cosquilleo que producía el vello masculino.
Jamás había sentido algo parecido. Se limitaba a respirar y a expresar con su cuerpo el amor que sentía por él. Era suyo. Aunque luego la abandonara, disfrutaría de este momento de gloria junto a él.
Extasiada por el peso de su cuerpo sobre ella, le pasó las manos por la espalda hasta llegar a las caderas y lo empujó, incitándolo a ir más rápido.
Julian se mordió los labios cuando sintió que Grace le clavaba las uñas en la espalda. ¿Cómo era posible que unas manos tan pequeñas tuvieran el poder de vencerlo?
Jamás lo entendería; como tampoco entendería por qué lo amaba.
Se lo agradecía en el alma.
— Mírame, Grace —le dijo, hundiéndose profundamente en ella de nuevo—. Quiero ver tus ojos.
Grace obedeció. Julian tenía los ojos entrecerrados y, por su modo de respirar y la expresión de su rostro, supo que estaba disfrutando de cada certera embestida. Ella sentía cómo se le contraían los abdominales cada vez que se movía.
Alzó las caderas para salir al encuentro de los furiosos envites. Nada podía ser mejor que tener a Julian sobre ella, besándola con pasión y deslizándose dentro y fuera de su entrepierna.
Cuando creyó que ya no podría resistirlo más, su cuerpo estalló en miles de estremecimientos de placer.
— ¡Julian! —gritó, arqueando más su cuerpo hacia él—. ¡Sí, oh, sí!
Él se hundió en ella hasta el fondo y permaneció inmóvil, observándola mientras los músculos de su vagina se contraían a su alrededor.
Cuando ella abrió los ojos, se encontró con su diabólica sonrisa.
— Te ha gustado eso, ¿verdad? —le preguntó, mostrando sus hoyuelos y rotando sus caderas para que ella lo sintiera dentro.
A Grace le costó un enorme esfuerzo no gemir de placer.
— Ha estado bien.
— ¿Bien? —le preguntó con una sonrisa—. Creo que tendré que seguir intentándolo.
Se dio la vuelta y la arrastró consigo, con cuidado de que su miembro no la abandonara.
Gimió al encontrarse sobre él. Julian alargó un brazo y deshizo el lazo que cerraba el escote de la negligé. El diminuto trozo de tela se abrió.
La mirada de puro gozo que transmitían sus ojos fue mucho más placentera para Grace que sentirlo en su interior. Sonriendo, alzó las caderas y las bajó para absorberlo por entero.
Ella lo sintió estremecerse.
— Te ha gustado eso, ¿verdad?
— Ha estado bien. —Pero la voz estrangulada traicionaba su tono despreocupado.
Ella soltó una carcajada.
Julian alzó las caderas en ese momento y se introdujo aún más en ella.
Grace siseó de placer al sentir que la llenaba por entero. Al sentir la dureza de su cuerpo y la fuerza que ostentaba. Y ella aún quería más. Quería ver el rostro de Julian cuando llegase al clímax. Quería ser ella la que le diera lo que hacía siglos que no experimentaba.
— Si seguimos a este ritmo vamos a estar extenuados cuando llegue el amanecer, ¿lo sabías? —le dijo él.
— No me importa.
— Pero te vas a sentir dolorida.
Ella contrajo los músculos de la vagina para rodearlo con más fuerza.
— ¿Ah, sí?
— En ese caso… —él deslizó la mano muy lentamente por el cuerpo de Grace hasta llegar a su ombligo, y bajó aún más separando los húmedos rizos de su entrepierna para acariciarle el clítoris.
Se mordió los labios mientras los dedos de Julian jugueteaban con ella, acoplándose al ritmo que imponían sus caderas. Cada vez más rápido, más hondo y con más fuerza.
La cogió por la cintura y la ayudó a seguir el frenético ritmo. Cómo deseaba poder abandonar el cuerpo de Grace el tiempo suficiente como para enseñarle unas cuantas posturas más. Pero no les estaba permitido.
Por ahora.
Pero cuando llegara el amanecer…
Sonrió ante la perspectiva. En cuanto amaneciera tenía toda la intención de mostrarle una nueva forma de utilizar el Reddi-wip.
Grace perdió la noción del tiempo mientras sus cuerpos se acariciaban y se deleitaban en su mutua compañía. Sintió que la habitación comenzaba a girar bajo sus expertas caricias, y se dejó llevar por la maravillosa sensación de expresar el amor que sentía por él.
Los dos estaban cubiertos de sudor, pero no dejaron de saborearse; seguían disfrutando de la pasión que al fin compartían.
Esta vez, cuando Grace se corrió, se desplomó sobre él.
La profunda risa de Julian reverberó por su cuerpo mientras pasaba sus manos por su espalda, sus caderas y por sus piernas.
Grace se estremeció.
Estaba extasiado por el hecho de tener a Grace desnuda y tumbada sobre él. Sentía sus pechos aplastados sobre su torso. Su amor por ella brotaba de lo más hondo de su alma.
— Podría quedarme así tumbado para siempre —dijo en voz baja.
— Yo también.
La rodeó con los brazos y la atrajo aún más hacia él. Notó cómo sus caricias se ralentizaban y su respiración se hacía más relajada y uniforme.
En unos minutos estuvo completamente dormida.
La besó en la cabeza y sonrió mientras se aseguraba de que su miembro no abandonara el lugar donde debía estar.
— Duerme preciosa —susurró—. Aún falta mucho para el amanecer.
Grace se despertó con la sensación de tener algo cálido que la llenaba por completo. Cuando comenzó a moverse, fue consciente de unos brazos fuertes como el acero que la inmovilizaban.
— Con cuidado —le advirtió Julian—. No la saques.
— ¿Me quedé dormida? —balbució, sorprendida de haber hecho tal cosa.
— No importa. No te perdiste gran cosa.
— ¿De verdad? —le preguntó ella meneando las caderas y acariciándolo con todo el cuerpo.
Él soltó una carcajada.
— Vale, de acuerdo. Te perdiste un par de cosillas.
Se incorporó y lo miró a lo ojos. Trazó la línea de la mandíbula, levemente áspera por la barba incipiente, con un dedo que Julian capturó y mordisqueó en cuanto llegó a los labios.
Súbitamente, él se incorporó y se quedó sentado con ella en su regazo.
— Mmm, me gusta —dijo ella mientras le pasaba las piernas alrededor de la cintura.
— Mmm, sí —convino él y comenzó a mover suavemente las caderas.
Bajando la cabeza, capturó uno de sus pechos y lamió el duro pezón. Jugueteó con ella y la torturó dulcemente antes de soplar sobre la humedecida piel, que se erizó bajo su cálido aliento.
Dejó ese pecho y se dirigió al otro. Grace acunó su cabeza, acercándolo aún más a ella, completamente extasiada por sus caricias. En ese momento se dio cuenta de que el cielo comenzaba a clarear.
— ¡Julian! —exclamó—. Está amaneciendo.
— Lo sé —le contestó, tumbándola de espaldas sobre la cama.
Lo miró a los ojos mientras se acomodaba sobre ella sin dejar de mover las caderas.
La contemplaba totalmente hechizado. Percibía su ternura y su amor. Nadie lo había conocido como ella y jamás habría creído posible que alguien pudiese lograrlo. Lo había acariciado en un lugar que nadie había tocado antes.
En el corazón.
Y entonces anheló mucho más. Desesperado por tenerla por completo, siguió moviéndose dentro de ella.
Necesitaba más.
Grace lo envolvió con sus brazos y enterró el rostro en su hombro al sentir que aceleraba el ritmo de sus envites. Más y más rápido, más y más fuerte; hasta que ella se quedó sin aliento por el frenético ritmo.
De nuevo, el sudor los cubría. Grace lamió el cuello de Julian, embriagada por sus gemidos. Él siseó de placer.
Y todavía seguía hundiéndose en ella, una y otra vez, hasta que Grace pensó que no podría soportarlo más.
Le clavó los dientes en el hombro mientras alcanzaba el orgasmo rápida y salvajemente. Julian no disminuyó sus acometidas cuando Grace se tumbó sobre el colchón.
Se mordió el labio con fuerza y se movió aún más rápido, haciendo que ella se corriera de nuevo, y esta vez con más intensidad que la anterior.
Justo cuando el primer rayo de sol atravesaba los ventanales de la habitación, escuchó que Julian gruñía y lo vio cerrar los ojos.
Con un envite profundo y certero, se derramó en ella y todo su cuerpo se convulsionó entre los brazos de Grace.
Julian era incapaz de respirar y la cabeza le daba vueltas a causa del éxtasis que acaba de sentir; la intensidad de su orgasmo había sido increíble. Le dolía todo el cuerpo, pero aún así, no recordaba haber experimentado con anterioridad semejante placer. La noche pasada lo había dejado exhausto, y estaba agotado por las caricias de Grace.
Habían roto la maldición.
Alzó la cabeza y vio que Grace le sonreía.
— ¿Ya está? —le preguntó ella.
Antes de que pudiera contestar, el brazo comenzó a dolerle como si le estuvieran marcando con un hierro candente. Siseando, se apartó de ella y lo cubrió con la mano.
— ¿Qué pasa? —le preguntó ella al ver que se alejaba.
Perpleja, observó cómo un resplandor anaranjado le cubría todo el brazo. Cuando apartó la mano, la inscripción griega había desaparecido.
— Ya está —balbució Grace—. Lo conseguimos.
La sonrisa se borró del rostro de Julian.
— No —dijo él, rozándole la mejilla con los dedos—. Tú lo hiciste.
Riéndose, Grace se arrojó en sus brazos. Él la abrazó con fuerza mientras se besaban en un caótico frenesí.
¡Ya había acabado!
Era libre. Por fin, después de tantos siglos, volvía a ser un hombre mortal.
Y era Grace la que lo había conseguido. Su fe y su fortaleza habían revelado lo mejor de sí mismo.
Ella lo había salvado.
Grace volvió a reírse y giró en la cama hasta quedar encima de él.
Pero la alegría le duró poco ya que otro destello, aún más brillante que los anteriores, atravesó la habitación.
Su risa murió al instante. Percibió la malévola presencia antes de que Julian se tensara entre sus brazos.
Sentándose en la cama, obligó a Grace a ponerse tras él y se colocó entre ella y el apuesto hombre que los observaba desde los pies de la cama.
Ella tragó saliva cuando vio al hombre alto y moreno que los miraba furioso. Estaba claro que tenía todas las intenciones de matarlos allí mismo.
— ¡Bastardo engreído! —gritó el hombre—. ¡Cómo te has atrevido a pensar que puedes ser libre!
Al instante, Grace supo que estaba ante el mismísimo Príapo.
— Déjalo, Príapo —le contestó Julian con una nota de advertencia en la voz—. Ya ha acabado todo.
Príapo resopló.
— ¿Crees que puedes darme órdenes? ¿Quién te crees que eres, mortal?
Julian sonrió con malicia.
— Soy Julian de Macedonia, de la Casa de Diocles de Esparta, hijo de la diosa Afrodita. Soy el Libertador de Grecia, Macedonia, Tebas, Punjab y Conjara. Mis enemigos me conocían como Augustus Julius Punitor y temblaban ante mi simple presencia. Y tú, hermano, eres un dios menor y poco conocido, que no significaba nada para los griegos y al que los romanos apenas si tomaron en cuenta.
La ira del infierno transfiguró el rostro de Príapo.
— Es hora de que aprendas cuál es tu lugar, hermanito. Me quitaste a la mujer que iba a dar a luz a mis hijos y que aseguraría la inmortalidad de mi nombre. Ahora yo te quitaré a la tuya.
Julian se arrojó sobre Príapo, pero ya era demasiado tarde. Había desaparecido llevándose a Grace.
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