Dos semanas después
Fang yacía en la cama, completamente desnudo, con Aimee acurrucada a su lado. Dioses, se sentía tan bien allí…
—¿Piensas reclamarme alguna vez?—susurró ella mientras trazaba círculos sobre los músculos de su abdomen.
—Creo que esto está completamente en tus manos, mi dama.— En su mundo, el emparejarse era solamente una decisión de la mujer. Un hombre no podía obligar a una mujer a aceptarle sin importar qué.
Y si ella no le aceptaba antes de tres semanas, sería impotente…
Tanto como ella viviera.
Aimee se incorporó para mirarle.
—No lo habías mencionado, así que empezaba a preocuparme.
¿Ella estaba preocupada? Él era el que iba a enfrentar los próximos años como el niño de un póster de Viagra fraudulenta.
—No quería presionarte. Has pasado por mucho.—Y había estado tan triste desde la muerte de sus padres que no había querido pincharla recordándoselo.
Ella se levantó, mostrándole los pechos que vivía para saborear.
—Sí, pero tú solo tienes dos días más…
Como si no estuviera contando cada exacto nanosegundo… Había programado el reloj para que le avisara antes de que fuera demasiado tarde. Pero otra vez, Vane le había enseñado que las mujeres requieren cierto grado de delicadeza. De otro modo, un tío acababa en la caseta del perro. En su caso literalmente.
—Estaba esperando que te sintieras mejor y dispuesta.—Le dedicó una maliciosa sonrisa.
Aimee dejó escapar un juguetón suspiro ante la hambrienta mirada. Su lobo podía ser imposible a veces. Pero no lo quería de ningún otro modo, y el pensamiento de no tenerle la hería tan profundamente a un nivel que ni siquiera pensó que existía.
Fang sería suyo por siempre.
Se aseguraría de eso.
Deslizando el cuerpo sobre el suyo, se sentó a ahorcajas sobre sus caderas. Era maravilloso, tendido en la cama, la bronceada piel en contraste con las sábanas blancas. Tenía un día de barba que lo hacía verse más fiero de lo que era. Y el largo pelo hacía unas ondas adorables.
Ella tomó la mano en las suyas de modo que pudiera mordisquear las yemas de los dedos. Él se endureció al instante.
Fang la miró, la respiración se volvió desigual.
—¿Estás segura?
Ella le pellizcó los nudillos cuando liberó su mano.
—No seas tonto. He estado esperando años por este momento.
Los ojos se oscurecieron, con sinceridad.
—He estado esperando toda una vida por ti.
Esas palabras la alcanzaron. Alzó su palma marcada. Fang colocó la suya en la de ella, las marcas unidas mientras entrelazaba los dedos con los de ella, de modo que pudieran completar el ritual de emparejamiento. Ella estaba tan nerviosa, y no estaba segura del por qué. No era como si nunca antes se hubieran acostado y todavía…
Esto los uniría para siempre. Le pertenecería a él y él sería exclusivamente suyo. Era una gran responsabilidad ser una parte del mundo de alguien.
Pero no lo querría de otra manera.
Con las miradas enlazadas, Aimee se elevó y se permitió descender sobre él.
Fang se mordió el labio cuando el cuerpo de ella se cerró alrededor del suyo. Quería empujar contra ella, pero eso no era parte del ritual. Éste era su momento. Ella marcaría el paso y dictaría lo que harían.
Y cuando empezó a moverse contra él, el lobo en su interior aulló de placer. Con las manos marcadas entrelazadas, corrió la mano libre por la espalda mientras ella se movía en cortas y tortuosas caricias.
Ella frotó su mano contra la marca que Thorn había colocado sobre su hombro. Él todavía tendría que luchar con los demonios de vez en cuando, pero como Varyk le había explicado su vida era básicamente suya.
Entonces otra vez, cerró la mirada en los ojos de Aimee, dándose cuenta que su vida ya no le pertenecería sólo a él. Aimee era ahora su vida.
Ella apretó el agarre sobre la mano marcada.
—Te acepto como eres, y siempre te mantendré cerca en mi corazón. Caminaré por siempre a tu lado.
Fang sonrió cuando ella susurró las palabras que los vinculaban en una ceremonia que pertenecía a un tiempo antes que fuera registrada en la historia. Él entonces se la repitió a ella y añadió una frase más.
—Daría de buena gana mi vida por ti, Aimee.
—Tú eres mi vida, lobo, así que será mejor que cuides bien de la nuestra.
Él empezó a responder con una broma, pero el tirio se alzó sobre él tan repentinamente que no pudo hacer otra cosa excepto sisear cuando sintió el pene endurecerse incluso más. El dolor explotó en su boca cuando los dientes se alargaron en agudos colmillos y una lujuria de sangre lo sacudió haciendo mofa de la que había conocido cuando Phrixis había vivido en su interior.
El tirio era la urgencia de unir las fuerzas vitales y convertirlos en uno para toda la eternidad.
En la vida y en la muerte. Eso era lo que sus padres habían compartido. Lo que Anya tuvo con su compañero y lo que sus hermanos habían hecho con sus compañeras.
Una vez puesto en su lugar, era irrompible por cualquier otro excepto Savitar.
Fang apretó los dientes para evitar morderla.
Aimee le ahuecó el rostro en su mano mientras lo contemplaba.
—Acabémoslo, Fang.
El calor de la alegría lo atravesó, pero no quería dar ese paso tan ligeramente.
—¿Estás segura?
Ella le miró con cara de pocos amigos.
—He atravesado el infierno por ti… dos veces. ¿Realmente crees que quiero pasar esta vida sin ti?
Esas palabras lo alcanzaron profundamente. Fang se sentó bajo ella, atrayéndola más cerca, entonces hundió los dientes en su piel.
Aimee dejó escapar un pequeño grito de consternación cuando sus propios dientes se alargaron. Sintió los poderes elevarse mientras su sangre se mezclaba. Apartándole el pelo del hombro, le mordió.
La habitación nadó con cada sentido que se le acentuaba e incendiaba. En un instante, podía sentir el latido de Fang como si fuese suyo. Los dos estaban verdaderamente unidos.
Para siempre.
Nunca tendrían que vivir otra vez el uno sin el otro. Éste era el gran regalo.
Y la última maldición.
Pero no lo habría querido de otra manera.
Entrelazados y unidos, se corrieron al unísono. Aimee presionó la mejilla contra la de Fang mientras la sostenía cerca y ella escuchaba suavizarse el latido de su corazón.
—Juré que nunca me vincularía a nadie. —Susurró Fang en su oído—. Pensé que solo lo hacían los tontos.
—¿Y ahora?
La mirada se cerró en la suya.
—Soy el tonto más feliz del planeta.
Ella le besó entonces y no pudo estar más de acuerdo. También era la tonta más feliz del planeta.
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